Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Concluida la lectura Navarro dio un suspiro ydijo:

—¡Qué sed tengo!... Si quisieras echar agua de la alcarraza en aquelvaso que allí está y alcanzármelo....

Monsalud le dio agua, y luego que le vio aplacar su sed, diole otrospapeles diciéndole:

—¿Conoces esa letra?

—Son cartas de mi padre—murmuró Navarro, devorándolas con la vista.

—No es ocasión ahora—dijo Salvador—, de hacer comentarios sobre laspromesas hechas en esas cartas y jamás cumplidas. Esas viejas cuentas sehabrán arreglado en otra parte.

Callaron ambos, y Navarro, puesta su alma toda en los ojos, leía laspocas páginas de aquel drama oscuro, desenlazado ya por la muerte. Alconcluir se quedó mirando al suelo por larguísimo espacio de tiempo, yluego, evitando el fijar los ojos en su hermano, le dijo lo siguiente:

—Bueno, convengo en que esto no tiene duda. Parece evidente que por laNaturaleza.... Pero no, la fraternidad no se improvisa. Eres hijo de mipadre; pero no eres ni serás mi hermano.

—Ni lo pretendo, ni me importa tu fraternidad—replicó Salvadordevolviéndole su desvío—.

No necesito de ti para nada. Sólo he queridoque sepas cuán cerca nos puso la Naturaleza, mejor dicho Dios, para quecomprendas que el papel de Caín es malo, y hasta desairado.

—Una carta vieja no puede hacer de dos enemigos irreconciliables doshermanos queridos....

Convengo en que no puedo perseguirte más: lamemoria de mi buen padre, aquel valiente caballero que murió por lapatria, se interpone y te salva....

—Antes me salvaré yo con la ayuda de Dios—dijo Salvador con desprecio—.No he venido a solicitar la indulgencia, que no necesito.

—Pues yo te la doy, ¡cien rábanos!—exclamó el guerrillero sulfurándose—.Mira, dame agua otra vez; tengo mucha sed; tu secreto me sabe a hiel yvinagre.

Bebió, y después, cavilando un poco, dijo como si masticara laspalabras:

—Además, antes de hablar de reconciliación es preciso determinar bienquien es el ofendido y quien el ofensor. Te quejas de que te heperseguido y hablas de mis crueldades. Pues yo digo que tú eres elmonstruo, tú el criminal, tú el indigno de perdón.

—Acuérdate de aquellos días del año 13, cuando se dio la batalla deVitoria dijo Salvador con violencia—. ¡Oh! fuiste tú quien me provocó.

—¡Fuiste tú!.

—¡Tú!

—Repito que tú.

La disputa se agriaba. Salvador quiso calmarla con un ademán deconciliación. Navarro respiraba como quien se va a ahogar.

—Mira—dijo con desabrimiento—lo mejor es que te vayas.

—Antes has de oír lo que voy a decirte.

—Pues di.

—Sí, sostengo que fuiste tú quien primero entabló nuestra rivalidad, nopor eso desconozco que cometí después faltas graves, que te ofendí...

—¡Lo confiesa el menguado!...

—Yo no soy como tú; yo no tengo el orgullo de mis crímenes, ni losdefiendo, por ser míos, contra la razón y el derecho de los demás.

—¡Me has ofendido, y de qué modo!—exclamó Carlos que era todo acíbar—.Con cien vidas que tuvieras no pagarías tu delito.... ¡y vienes aamansarme ahora con la pamplina de que somos hermanos, hermanos por lacasualidad, por el capricho!... Peor, peor mil veces para tu conciencia.

—Si fuéramos a hacer un análisis—manifestó Salvador—, de todo lo que hapasado entre nosotros desde el año 13, asignando a cada uno la parte deresponsabilidad y de culpa que le corresponde, creo que todosquedaríamos muy mal parados. Bien sé que hay culpas completamenteirreparables en el mundo, y ofensas que no se pueden perdonar. Así, malque le pese a nuestro flamante parentesco, no podemos ser nunca amigos.Pero....

—¿Pero qué?

—Pero debemos extinguir hasta donde sea posible nuestros odios,considerando que hay un tercer culpable a quien corresponde parte muyprincipal de esta enorme carga de faltas que tú y yo llevamos....

Navarro no le dejó concluir la frase; se levantó y alargando la manocomo en ademán de tapar la boca a su hermano, gritó de este modo:

—No la nombres, no la nombres, porque volveremos a las andadas.... Haspuesto el dedo en la herida de mi corazón, que aún mana sangre y lamanará mientras yo viva.... ¡Desgraciado de ti, que al ponérteme delanteno puedes excitar en mí la clemencia de la fraternidad sin excitar almismo tiempo el bochorno de la deshonra! ¿Cómo he de acostumbrarme a vercon sentimientos cariñosos a la misma persona a quien he visto siemprecon horror?... Déjame en paz. Ya sé que no te puedo matar. Esto bastapara ti y para mí. Márchate.

Se quedó tan ronco que sus últimas palabras apenas se entendían....Después de hablar algo más con ronquidos y manotadas, pudo hacerse oírnuevamente.

—Aguarda.... La úlcera de mi vida, lo que me ha envenenado el cuerpo yha trasformado mi carácter haciéndole displicente y salvaje, ha sido mideshonra. Este puñal, Dios poderoso,

¡cuándo se desclavará de misentrañas!... ¡Este cartel horrible que en mi frente llevo, cuandocaerá!... Soy un menguado, porque no he sabido castigar. ¡He cortado lasramas y he dejado crecer el tronco! Pero el tronco caerá: ese es miafán, esa es mi locura.... Bien sabes que la infame—añadió expresándosecon mucha rapidez en voz baja—, lejos de corregirse, progresahorriblemente en el escándalo.... Me han dicho que tú también ladesprecias.... Pues bien, unámonos para castigarla.... Merece lamuerte.... Castiguémosla y después... después seremos hermanos.

—Veo—dijo Salvador horrorizado—que estás tan enfermo de alma como decuerpo. No me propongas tales monstruosidades. Estás demasiado embebidoen los hábitos y en las ideas del guerrillero para pensarrazonablemente.

Al furor sucedió el abatimiento en la irritable persona de Carlos, y porlargo rato no dio señales de vida. Salvador le dijo:

—Renuncia a toda idea de violencia y asesinato. Pensando en un castigoimposible, te envenenas el alma. Renuncia también a la agitación de lapolítica y no conspires, no seas instrumento de ambiciones de príncipes.Retírate a nuestro pueblo, busca en la paz la reparación que necesitas ycúrate con la medicina del olvido.

—¡Retirarme al pueblo!...—exclamó Carlos alzando los ojos para mirar defrente a su hermano—. ¿Para qué? ¿para sentir más el horrible vacío demi alma y la soledad en que vivo?

La agitación de estas luchas civiles yel afán de hacer algo por una causa justa, me distraen haciéndomellevadera la vida; pero la soledad del pueblo me abate y entristece detal modo que si yo pudiera llorar, lloraría sobre los muros de mi casadesierta. Si al menos encontrara allí familia, algún pariente, amigos,antiguos criados... pero no; nadie. Mi casa parece un panteón; y lascalles de la Puebla repiten mis pasos como ecos de cementerio. Losrecuerdos son allí mi única compañía, y los recuerdos me asesinan.

—Lo mismo me pasa a mí—exclamó Salvador—. Sin familia, solo, privado detodo afecto, parece que estoy condenado, por mis culpas, a vivir sobreel hielo. También yo he visitado hace poco nuestra villa y se me hancaído las alas del corazón al verme forastero en mi pueblo natal.

—A mí me perseguían de noche no sé qué sombras que salían de aquel negrocaserío. Todos los perros del pueblo me ladraban ¡mil rábanos! con furiahorripilante.

—También a mí. Encontré algunas personas y me reconocieron; pero memiraban con mucho recelo, como si fuera a quitarles algo.

—Me pasó lo mismo. Entonces conocí cuán triste es no tener a nadie en elmundo a quien confiar una pena del corazón, una alegría, una esperanza.

—Yo también. Y entonces me sentí viejo, muy viejo.

—Lo mismo yo. Y dije: «si yo tuviera junto a mí a un ser cualquiera,aunque fuese un niño, no saldría a los campos en busca de aventuras, nime afanaría tanto porque reinase Juan o Pedro».

—Igual he pensado yo.... Si algo me consolaba en aquella soledad lúgubreera el recordar cosas de la niñez. ¡Y las veía tan claras cuando pasabapor los sitios donde solíamos jugar, por el sitio donde estuvo laescuela, por el atrio de la iglesia y el puente, y casa del tío Roque elherrero...!

—Pues yo me pasaba las horas muertas reproduciendo en mi memoriaaquellos días....

¡Cuántas veces me acordó de la pobre Doña Fermina tumadre! ¡Era tan buena!... ¿No se ponía a hacer media sentada junto a unapuerta que hay a mano derecha como entramos en el patio?

—Sí, sí.

—Y me parece ver al Padre Respaldiza, contando chascarrillos, y aaquella Doña Perpetua que vivió más de cien años. Yo recuerdo que tumadre me agasajaba mucho cuando yo, jugando contigo y con otroschicuelos, me metía en el patio de tu casa. Me abrazaba, me besaba y meponía sobre sus rodillas; pero yo me desasía de sus brazos para correr ysubirme a un montón de vigas.... ¿No había un montón de vigas en elpatio?

—Sí, sí.

—¿Y no tenía tu madre muchas gallinas?

—Sí.

—Un día reñimos por un pollo y nos dimos de bofetadas tú y yo. Otro díanos hicimos sangre a fuerza de darnos porrazos y quedamos como dos Ecce-homos.... Después....

Navarro dio un gran suspiro diciendo luego:

—Parecía que estábamos destinados a una rivalidad espantosa por toda lavida.... Un día, cuando ya éramos grandecitos, volvíamos de componer unaro de hierro en casa del tío Roque, y encontramos a Genara que salía dela escuela....

Aquí concluyeron los recuerdos. Como una luz que se apaga al soplo delviento, Navarro cerró la boca, apretó los labios fuertemente cual siquisiera hacer de los dos un labio solo, frunció las cejas haciendo deellas como un nudo encargado de contener y apretar toda la piel de lafrente, y descargó al fin la mano con tanta fuerza sobre el brazo delsillón, que a punto estuvo este buen inválido de saltar en astillas.

—Parece imposible—dijo después—que basten algunos años para que losángeles se conviertan en demonios, y los hombres en fieras.... Tú,oye...—añadió con altanería—, no hagas caso de mis habladurías... dígolopor si se me ha escapado alguna frase que indique disposición aperdonar, blandurillas de corazón u otra cosa semejante, indigna de micarácter entero y de mi honor. Ella será siempre para mí el tormento yla mala tentación de mi vida, y tú... un hombre a quien no veo ni podréver nunca sin violentísima antipatía. Haz aprecio de mi rara franqueza,ya que no puedas apreciar en mí otra cosa.... ¿Quieres que te lo digamás claro? Pues lo mismo me quemas la sangre ahora que antes. Desconfíode tus palabras, desconfío de tus acciones, desconfío de nuestroparentesco, que bien puede ser tramoya inventada por ti, desconfío detus arrepentimientos, y como ha de serte más difícil ganar mi voluntadque ganar el cielo, será bien que me dejes en paz y que no vengas acácon hermanazgos ni embajadas sentimentales, porque otra vez no tendré lasantísima paciencia que ahora he tenido: ya me conoces, ya sabes migenial.

Esta enfermedad del demonio me ha echado cadenas y grillos; peroyo sanaré, con mil rábanos, sanará, y te juro que no habrá quien mesufra. ¿Has oído bien? no habrá quien me aguante.... Las bromas que yogasto pasan por barbaridades en el mundo.... No me busques, pues, y yote prometo que no te buscaré. Es todo lo que puedo hacer.

Diciendo esto le señaló la puerta. Era ya casi de noche, y en lasacristanesca pieza oscura cada uno de los personajes veía a suinterlocutor como si fuera su propia sombra. Levantose Salvador de suasiento y despidiose del guerrillero con esta lacónica frase:

—Adiós. No te buscaré. Si llegas alguna vez a mi puerta, según comollames a ella te responderé.

-V-

Salió, y cuando iba en busca de la puerta por el pasillo, que oscurísimocomo la caverna de Montesinos estaba, tropezó con un bulto, el cual, porel agudo chillido que siguió al choque, demostró ser mujer y mujer muysensible.

—Brutísimo, salvaje.... ¿no tiene usted ojos en la cara?—gritó la voz—.¿Qué modos son esos?

—Señora—dijo Salvador quitándose el sombrero, mas sin ver gota—,dispénseme usted. Ojos tengo, pero de nada me sirven, pues no hay luz enel pasillo. Buscaba la puerta....

—¿Y soy yo acaso la puerta, señor majadero?... ¡Qué consideracionesgastan con las señoras los hombres de esta casa!...

Hablando así la dama abrió la puerta y con la claridad indecisa que dela escalera venía pudo Salvador verla y advertir que parecía dispuesta asalir también. Llevaba mantilla negra y una dulleta en cuyo adornohabían entrado pieles de diversos animales domésticos, hábilmentecombinadas con galones que siglos antes lucieron en la túnica de algúnsanto o en el valiente pecho de algún oficial de guardias walonas.Salvador, que había visto algunas veces a la dama, la conoció.Acostumbraba a mirar con respeto aquella decadencia más lastimosa querisible.

—Vuelvo a pedir a usted mil perdones—le dijo—, por mi torpeza.... Veoque también sale usted, señora, y si me lo permite tendrá mucho gusto enacompañarla.

—Gracias, muchas gracias—replicó la momia dando en dirección a laescalera algunos pasos en los cuales se advertía marcado prurito deagilidad—. Yo también necesito excusarme por haber dicho a usted algunaspalabras inconvenientes, confundiéndole con ese hombre basto, eseZugarramurdi, que es un mueble con andadura.

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Salvador le ofreció el brazo que ella no tuvo inconveniente en aceptar.Bajando la momia, arrojó de sí esta pregunta, metida dentro de unsuspiro:

—¿Es usted amigo del Sr. D. Carlos?

—Sí, señora.

—Si no me engaño, es la primera vez que viene usted a casa. ¡Ah! estoparece la casa de Tócame Roque, según la gente que entra y sale. Y no estoda gente de principios, ni se nos guardan los miramientos que noscorresponden. No extrañe usted que me admire de su urbanidad, puesvivimos en una época en la cual se puede decir que no hay caballeros....¿Por ventura es usted el que estaban esperando?

—Sí, señora, me esperaban...—indicó Salvador por decir algo.

—El que esperaban de Cataluña, para empezar la danza.... ¡Pero ha vistousted, caballero, qué estupidez! pretender que esta nación heroica seagobernada por una reina en mantillas.

—Una necedad, sí señora.

—Porque usted será indudablemente de los primeros espadas en estasacratísima guerra que se prepara.

—De los primeros no... mas....

—No sea usted modesto. La modestia es compañera inseparable delverdadero mérito—dijo la dama trayendo a los labios con no poco trabajo,desde el fondo de su alma seca una gota de fiambre dulzura—. Quizás meequivoque, ¿pero no es usted D. José O'Donnell?

—No soy O'Donnell.

—¿No es usted comisionado de la Regencia secreta que se ha formado enCataluña, presidida por el prepósito de los Jesuitas? Yo estoy al tantode todo, y conmigo, caballero, no valen los misterios.

—Juro a usted, señora, que no soy el que usted supone.

—¿Ni tampoco el coronel D. Juan Bautista 6 Campos, que tiene en el huecode la mano, como quien dice, a los voluntarios realistas de mediaEspaña?

—Tampoco.

—Mire usted que soy algo pícara—dijo la momia contrayendo de tal modo elamojamado rostro para sonreír, que Salvador, al mirarla, tuvo algo demiedo—. ¡Oh! no me falta penetración, y en punto a relaciones conpersonas comprometidas en la causa del trono legítimo, no habráseguramente quien me gane.... Caballero, ¿sabe usted que hace un fríoespantoso?

Salvador notó que la dama se agarraba más fuertemente a su brazo. Alsentir los puntiagudos dedos de esqueleto y el roce de los viejostafetanes del vestido, así como el de las pieles impregnadas de olor desepulcro, sintió que era una verdad aquel frío glacial de que la damahablaba.

—Hace mucho frío, sí señora.

—Y las calles están muy solitarias. Si fuera usted tan bueno quequisiera acompañarme hasta la casa adonde voy de visita....

—Con muchísimo gusto, señora.

—Es cerca: junto a San Sebastián.

—Media legua—dijo para sí Monsalud; pero no teniendo ocupaciones, diopor bien empleado el paseo en obsequio de una desvalida señora que tanbien parecía agradecerlo.

—Doy a usted otra vez las gracias—dijo esta—, por su amabilidad, que esmás digna de aprecio en una época en que se han acabado loscaballeros.... Pronto llegaremos: voy a casa de Paquita de Aransis, laseñora del coronel D. Pedro Rey. ¿Conoce usted a esa digna familia?

—No tengo el honor de conocerla; pero ese apellido de Aransis no esextraño para mí.

—Es una alcurnia noble de Cataluña. ¿Ha estado usted en Cataluña?...Quizás haya usted conocido al conde de Miralcamp, que es Aransis, alalcalde de Cervera, que es D. Raimundo Aransis. También conozco yo enSolsona una monja Aransis, que es hermana de Paquita.

—¡Ah! sí, la conozco—dijo Salvador prontamente, herido por vivísimosrecuerdos.

—Esa familia está emparentad a con la nuestra—añadió la señora, que eraharto redicha para ser momia—. Paquita es tan buena, tan cariñosa, tanexcelente cristiana y tan mujer de su casa....

Tiene dos hijos que sondos pedazos de gloria, según dice el padre Gracián, Juanito que ahora vaa Sevilla a estudiar leyes, al lado de sus tíos paternos, y Perfecta,que es un perfecto ángel de Dios.

La pobre niña ha estado enferma hacepoco con unas calenturas malignas que la han puesto al borde delsepulcro.... ¡Cuánto hemos sufrido! La condesa de Rumblar y yoalternábamos para velarla... una noche ella, otra yo.... Usted conoceráseguramente a la condesa de Rumblar, y a su hija Presentacioncita, y asu yerno Gasparito Grijalva, ese tronera, liberalote que concluirá en lahorca....

—Si es liberal, no concluirá en bien.

Salvador tuvo que moderar el paso, al notar que su compañera se sofocababastante.

—Usted—dijo esta, aspirando el aire con celeridad, como un fuelle viejoque para nutrirse necesita agitarse mucho—, ha vivido al parecer lobastante, para conocer a mucha gente, tener muchos amigos y presenciarmultitud de sucesos; pero no lo necesario para ver pasar épocas yfamilias, para ver extinguirse las amistades, mudarse las fortunas,morir las ilusiones y caer en ruinas las cosas más reales de la vida.

—Algo y aun algos de eso he visto por desgracia, señora—dijo Salvadorsorprendido de aquel sentimentalismo que por cierto modo artístico seavenía bien con el empaque funerario de su distinguida interlocutora.

—¡Oh! caballero—exclamó esta deteniéndose y clavando en él sus ojos quebrillaron como las últimas ascuas de un hachón sepulcral—, ¿no es muytriste ver tanta cosa muerta en derredor nuestro, y sentir ese frío delalma que dan las memorias marchitas, cuando pasan? Hacen un murmullotriste como el remolino de hojas secas, y dan escalofríos como lallovizna de otoño ¿No es verdad, no es verdad esto?

—Es verdad—dijo Salvador participando de aquel escalofrío.

Y vio extinguirse la chispa funeraria en los ojos de Salomé, porque susflacos párpados cayeron como apagadores de iglesia, y dejaron elamarillo semblante en su primitivo aspecto de cosa completamenteacecinada y seca.

—¡Caballero, tengo un frío horrible!—murmuró la dama temblando—. Vamos aprisa.

El cielo estaba como suele verse en las noches de invierno, limpio,estrellado hasta la profusión, hasta el derroche, cual si saliesen a labóveda del cielo más astros de los que caben y pugnasen por quitarse elpuesto unos a otros. El aire quieto, sereno, tenía un no sé qué, sólocomparable al fulgor horripilante de la cuchilla acabada de afilar. Lasestrellas alargaban sus fríos rayos atravesando la inmensa región deinvisible hielo, y la luna, pues también había luna, difundía claridadverdosa por calles y plazas. El suelo parecía el lecho de un río que seacaba de secar, dejando al descubierto su limo lleno de fosforescencias.Tres o cuatro calles atravesó la pareja sin decir palabra, y al llegar aun portal de mediano aspecto en la calle de las Huertas detúvose lamuerta viva, y sin soltar el brazo del caballero, anunció con una solavoz el fin de la jornada.

—Ya—dijo con expresión de lástima, y luego fue retirando su mano poco apoco para llevarla a la cabeza, donde pedían reparación los pliegues dela mantilla y una guedeja rubia, que desertaba de las filas donde lahabía puesto el peine pocas horas antes—. Ya se ha molestado ustedbastante. Bueno ha sido el paseo... y debemos dar gracias a Dios de queno nos haya visto nadie, porque si nos hubieran visto.... ¡Ah! no sabeusted hasta qué punto es atrevida la calumnia en estos tiempos....¿Quién me asegura que mañana no dirán de mí herejías sin cuento porhaberme dejado acompañar de noche por usted?

—Señora, creo que no dirán nada—observó Salvador, reprimiendo la sonrisaque a sus labios venía.

—¡Oh! quién sabe.... Ahora todo se juzga por el aspecto malo. ¡Ah! ni lanieve misma está libre de mancharse o de ser manchada.... Retíreseusted... yo comprendo que deseará prolongar la conversación en elportal; pero no puede ser, no puede ser de ningún modo.

Después de ofrecerle su casa con no pocas zalamerías, rogó al caballerotuviese la bondad de decirle su nombre para conocer mejor a la persona aquien debía agradecer galanterías inauditas en una época ¡ay! en unaépoca calamitosa y estéril en que no había caballeros. Dicho el nombre,la momia lo repitió con agrado y después dijo:

—¿Militar?

—No, señora, paisano.

—¿Andaluz?

—Alavés.

—¿Y hasta la muerte defensor del trono legítimo...?

—Del trono de Isabel II.

—¿Pues qué? es usted....

—Masón, señora.

Al expresarse así, con la sonrisa en los labios, Salvador creyó que nomerecía respuestas serias aquel interrogatorio impertinente. La momiaestuvo a punto de deshacerse en polvo al oír la nefanda palabra.Estremecida dentro de sus apolilladas pieles y de sus ajados tafetanes,llevose las manos a la cabeza, lanzó una exclamación de lástima ydesconsuelo, y por breve rato no apartó del cielo sus ojos fijos allí endemanda de misericordia.

—¡Masón!—repitió luego mirando al que, según ella, era un soldado de lasmilicias de Satanás—. ¡Quién lo diría!

Y señalando con su mano flaca, cubierta de guante canelo, una luz que acierta distancia se veía, como farolillo de taberna o café, dijo entresuspiros:

—En donde está aquella luz se reúnen sus amigotes de usted....Caballero, si me permite usted que le dirija un ruego, le diré que pornada del mundo sea usted masón. Todo está preparado para el triunfo dela monarquía verdadera y legítima, y es una lástima que usted perezca,porque perecerán todos, no hay duda.... Cuando usted me dijo que esmasón, vi... yo siempre estoy viendo cosas extrañas que luego resultanverdaderas... vi un montón de muertos en medio de los cuales asomaba unacabeza....

Le tomó una mano, y al contacto del guante canelo, que por su delgadezapenas disimulaba la dureza de los dedos fosilizados, Salvador sintióque se le comunicaba un frío glacial, llegando hasta su corazón.

—Aquella cabeza era la de usted—prosiguió la momia—. Usted se reirá;pero yo no; porque la experiencia me ha enseñado a dar un gran valor amis corazonadas, y en el tiempo escaso de nuestro conocimiento he podidoapreciar las notables prendas de usted. ¡Oh! sí, todavía hay caballeros;pero pronto, muy pronto quizás no haya ninguno. Adiós.

Le estrechó un momento la mano y desapareció dentro del portal, oscuro yprofundo como un sarcófago.

Salvador permaneció un rato en la puerta, mirando al hueco oscurísimoque se había tragado a su dama de aquella noche, y murmuró estaspalabras:

—¡Pobre señora!... sin duda está loca.

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Alejose despacio, sin poder echar de su mente tan pronto como quisierala imagen de la fantasma a quien había dado el brazo y que parecía elduendecillo propio de las heladas y claras noches de Enero en el climade Madrid. Después de andar un poco maquinalmente y sin dirección fija,hallose bajo el farol que poco antes le señalara la mano del guantecanelo.

—El café de San Sebastián—pensó—. Ya que estoy aquí entraré. No faltaránamigos con quienes pasar un rato.

-VI-

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El café no estaba lleno de gente, y en su pesada y brumosa atmósfera sepodían contar los grupos diseminados, y aun las personas. Algunosindividuos, con el sombrero echado atrás, la capa colgando de los doshombros o de uno solo, charlaban a gritos entre sorbo y sorbo, sin tocarasuntos de política, por ser género que no se podía tratar a gritos.Otros en baja y temerosa voz, cual si pronunciaran algún conjuro sobreel líquido negro, a quién daban cierto carácter quiromántico losmisteriosos ingredientes de que se componía. Estos señores de la capaarrastrada y de los codos sobre la mesa y del sombrero hasta las cejashundido, eran los arregladores de la cosa pública. Ya desde entonces sededicaban con preferencia a esta patriótica tarea de arreglar al paíslos hombres sin oficio ni ganas de aprenderlo, que sentían lairresistible vocación del empleo lucrativo. Algunos lo hacían tambiénpor cierta desavenencia ingénita con el poder público, y los menos porexaltación de ideas o por leal deseo de labrar el bien de lamuchedumbre. De todas estas especies de patricios había la noche aquellapocas aunque buenas muestras en el café de San Sebastián.

No había andado Monsalud cuatro pasos dentro del local, cuando se sintióllamado desde lados opuestos. Acudió allí donde había visto caras más desu gusto, y después de saludar a varios individuos sentose en la másapartada mesa en compañía de dos sujetos. Uno de ellos parecía tener conSalvador amistad antigua y estrecha porque se saludaron con muchoafecto. Era de edad mediana y buena presencia; llamábase don EugenioAviraneta: su patria era Guipúzcoa y tenía el especialísimo talento dela conversación, calidad no escasa en España, donde se han hecho grandescarreras por saber contar cuentos o referir bien o plantear con arte losasuntos y cuestiones de todas clases. El otro era más joven, de colorpálido tirando a aceitunado, el pelo y cejas de grandísima negrura, lanariz afilada el bigote corto y espeso, modelado por la navaja de unamanera singular con arreglo a la moda más ridícula que puede imaginarse,la cual consistía en trazar dos líneas rectas desde las ventanillas dela nariz a los extremos de la boca, dibujando así un pequeño mostachorigurosamente triangular que llevó el nombre de bigotillo de moco.También llevaba el aceitunado personaje una perilla de rabo de conejo, yen los cachetes patillas o chuletas cortas, también modeladas por lanavaja con un esmero tal que casi venía a confundirse el oficio derapista con el arte del escultor. Esto y el breve tupé acompañado demechoncillos sobre las orejas estaban declarando a gritos que el rematey coronamiento de tan singular cabeza había de ser uno de aquellosingentes morriones de base estrecha y anchísima tapa, visera menuda ycarrilleras de cobre suspendidas a los lados de la placa frontal. El talmorrión inconmensurable se estaba viendo, sí, sobre la cabeza de aquelbuen señor por la fuerza de la analogía, aunque es