Trafalgar by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«¡En facha, en facha!—exclamó Marcial, lanzando con energía unjuramento—. Ese condenado se nos quiere meter por la popa».

Al punto comprendí que se había mandado detener la marcha del Trinidad para estrecharle contra el Bucentauro,que venía detrás, porque el Victory parecía venir dispuestoa cortar la línea por entre los dos navíos.

Al ver la maniobra de nuestro buque, pude observar que gran parte de latripulación no tenía toda aquella desenvoltura propia de los marineros,familiarizados como Marcial con la guerra y con la tempestad. Entre lossoldados vi algunos que sentían el malestar del mareo, y se agarraban alos obenques para no caer. Verdad es que había gente muy decidida,especialmente en la clase de voluntarios; pero por lo común todos erande leva, obedecían las órdenes como de mala gana, y estoy seguro de queno tenían ni el más leve sentimiento de patriotismo. No les hizo dignosdel combate más que el combate mismo, como advertí después. A pesar deldistinto temple moral de aquellos hombres, creo que en los solemnesmomentos que precedieron al primer cañonazo, la idea de Dios estaba entodas las cabezas.

Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi almasensaciones iguales a las de aquel momento. A pesar de mis pocos años,me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso, y porprimera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenesy generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoriaestaba tan arraigada en mi ánimo, que me inspiraban cierta lástima losingleses, y les admiraba al verles buscar con tanto afán una muertesegura.

Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de lapatria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos,nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se merepresentaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Reyy su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Comoyo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era deley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matadomuchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después.Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yoconcebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Contales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo depertenecer a aquella casta de matadores de moros.

Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo queaquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abriópaso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas,como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermosopaisaje.

Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada degentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad divididaen familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar,hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pactoestablecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra unataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellosbarcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían susplantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianospadres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta yconquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban suembarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban susriquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santosy arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos;el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generaciónen generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; lacocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el ecode los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud delos nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, elmar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestraexistencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono dereyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestraalma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o conInglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnosalgo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tanlegítima la defensa como brutal la agresión; y como había oído decir quela justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirandonuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejorrepresentan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude conteneralgunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordéde todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una granazotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y sensacionesllevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oraciónque no era Padre-nuestro ni Ave-María, sino algo nuevo que a mí se meocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento,haciéndome

estremecer

con

violentísima

sacudida.

Había

sonado

el

primercañonazo.

-XI-

Un navío de la retaguardia disparó el primer tiro contra el RoyalSovereign, que mandaba Collingwood. Mientras trababa combate coneste el Santa Ana, el Victory se dirigía contranosotros. En el Trinidad todos demostraban gran ansiedad porcomenzar el fuego; pero nuestro comandante esperaba el momento másfavorable. Como si unos navíos se lo comunicaran a los otros, cualpiezas pirotécnicas enlazadas por una mecha común, el fuego se corriódesde el Santa Ana hasta los dos extremos de la línea.

El Victory atacó primero al Redoutable francés,y rechazado por este, vino a quedar frente a nuestro costado porbarlovento. El momento terrible había llegado: cien voces dijeron¡ fuego!, repitiendo como un eco infernal la del comandante,y la andanada lanzó cincuenta proyectiles sobre el navío inglés. Por uninstante el humo me quitó la vista del enemigo. Pero éste, ciego decoraje, se venía sobre nosotros viento en popa. Al llegar a tiro defusil, orzó y nos descargó su andanada. En el tiempo que medió de uno aotro disparo, la tripulación, que había podido observar el daño hecho alenemigo, redobló su entusiasmo. Los cañones se servían con presteza,aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la poca práctica dealgunos cabos de cañón. Marcial hubiera tomado por su cuenta de buenagana la empresa de servir una de las piezas de cubierta; pero su cuerpomutilado no era capaz de responder al heroísmo de su alma. Se contentabacon vigilar el servicio de la cartuchería, y con su voz y con su gestoalentaba a los que servían las piezas.

El Bucentauro, que estaba a nuestra popa, hacía fuegoigualmente sobre el Victory y el Temerary, otropoderoso navío inglés. Parecía que el navío de Nelson iba a caer ennuestro poder, porque la artillería del Trinidad le habíadestrozado el aparejo, y vimos con orgullo que perdía su palo de mesana.

En el ardor de aquel primer encuentro, apenas advertí que algunos denuestros marineros caían heridos o muertos. Yo, puesto en el lugar dondecreía estorbar menos, no cesaba de contemplar al comandante, que mandabadesde el alcázar con serenidad heroica, y me admiraba de ver a mi amocon menos calma, pero con más entusiasmo, alentando a oficiales ymarineros con su ronca vocecilla.

«¡Ah!—dije yo para mí—. ¡Si te viera ahora Doña Francisca!»

Confesaré que yo tenía momentos de un miedo terrible, en que me hubieraescondido nada menos que en el mismo fondo de la bodega, y otros decierto delirante arrojo en que me arriesgaba a ver desde los sitios demayor peligro aquel gran espectáculo. Pero, dejando a un lado mi humildepersona, voy a narrar el momento más terrible de nuestra lucha con el Victory. El Trinidad le destrozaba con muchafortuna, cuando el Temerary, ejecutando una habilísimamaniobra, se interpuso entre los dos combatientes, salvando a sucompañero de nuestras balas. En seguida se dirigió a cortar la línea porla popa del Trinidad, y como el Bucentauro,durante el fuego, se había estrechado contra este hasta el punto detocarse los penoles, resultó un gran claro, por donde se precipitó el Temerary, que viró prontamente, y colocándose a nuestraaleta de babor, nos disparó por aquel costado, hasta entonces ileso.

Almismo tiempo, el Neptune, otro poderoso navío inglés,colocose donde antes estaba el Victory; éste se sotaventó,de modo que en un momento el Trinidad se encontró rodeadode enemigos que le acribillaban por todos lados.

En el semblante de mi amo, en la sublime cólera de Uriarte, en losjuramentos de los marineros amigos de Marcial, conocí que estábamosperdidos, y la idea de la derrota angustió mi alma. La línea de laescuadra combinada se hallaba rota por varios puntos, y al ordenimperfecto con que se había formado después de la vira en redondosucedió el más terrible desorden. Estábamos envueltos por el enemigo,cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metrallasobre nuestro navío, lo mismo que sobre el Bucentauro. El Agustín, el Herós y el Leandro sebatían lejos de nosotros, en posición algo desahogada, mientras el Trinidad, lo mismo que el navío almirante, sin poderdisponer de sus movimientos, cogidos en terrible escaramuza por el geniodel gran Nelson, luchaban heroicamente, no ya buscando una victoriaimposible, sino movidos por el afán de perecer con honra.

Los cabellos blancos que hoy cubren mi cabeza se erizan todavía alrecordar aquellas tremendas horas, principalmente desde las dos a lascuatro de la tarde. Se me representan los barcos, no como ciegasmáquinas de guerra, obedientes al hombre, sino como verdaderosgigantes, seres vivos y monstruosos que luchaban por sí, poniendo enacción, como ágiles miembros, su velamen, y cual terribles armas, lapoderosa artillería de sus costados.

Mirándolos, mi imaginación no podíamenos de personalizarlos, y aun ahora me parece que los veo acercarse,desafiarse, orzar con ímpetu para descargar su andanada, lanzarse alabordaje con ademán provocativo, retroceder con ardiente coraje paratomar más fuerza, mofarse del enemigo, increparle; me parece que les veoexpresar el dolor de la herida, o exhalar noblemente el gemido de lamuerte, como el gladiador que no olvida el decoro de la agonía; meparece oír el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale de unpecho irritado, a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido dedesesperación, precursor de exterminio; ahora himno de júbilo que indicala victoria; después algazara rabiosa que se pierde en el espacio,haciendo lugar a un terrible silencio que anuncia la vergüenza de laderrota.

El espectáculo que ofrecía el interior del SantísimaTrinidad era el de un infierno. Las maniobras habían sidoabandonadas, porque el barco no se movía ni podía moverse. Todo elempeño consistía en servir las piezas con la mayor presteza posible,correspondiendo así al estrago que hacían los proyectiles enemigos. Lametralla inglesa rasgaba el velamen como si grandes e invisibles uñas lehicieran trizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos de madera, losgruesos obenques segados cual haces de espigas, los motones que caían,los trozos de velamen, los hierros, cabos y demás despojos arrancados desu sitio por el cañón enemigo, llenaban la cubierta, donde apenas habíaespacio para moverse. De minuto en minuto caían al suelo o al marmultitud de hombres llenos de vida; las blasfemias de los combatientesse mezclaban a los lamentos de los heridos, de tal modo que no eraposible distinguir si insultaban a Dios los que morían, o le llamabancon angustia los que luchaban.

Yo tuve que prestar auxilio en una faena tristísima, cual era la detransportar heridos a la bodega, donde estaba la enfermería. Algunosmorían antes de llegar a ella, y otros tenían que sufrir dolorosasoperaciones antes de poder reposar un momento su cuerpo fatigado.También tuve la indecible satisfacción de ayudar a los carpinteros, quea toda prisa procuraban aplicar tapones a los agujeros hechos en elcasco; pero por causa de mi poca fuerza, no eran aquellos auxilios taneficaces como yo habría deseado.

La sangre corría en abundancia por la cubierta y los puentes, y a pesarde la arena, el movimiento del buque la llevaba de aquí para allí,formando fatídicos dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca disparadas,mutilaban horriblemente los cuerpos, y era frecuente ver rodar a alguno,arrancada a cercén la cabeza, cuando la violencia del proyectil noarrojaba la víctima al mar, entre cuyas ondas debía perderse casi sindolor la última noción de la vida. Otras balas rebotaban contra un paloo contra la obra muerta, levantando granizada de astillas que heríancomo flechas. La fusilería de las cofas y la metralla de las carronadasesparcían otra muerte menos rápida y más dolorosa, y fue raro el que nosalió marcado más o menos gravemente por el plomo y el hierro denuestros enemigos.

De tal suerte combatida y sin poder de ningún modo devolver igualesdestrozos, la tripulación, aquella alma del buque, se sentía perecer,agonizaba con desesperado coraje, y el navío mismo, aquel cuerpoglorioso, retemblaba al golpe de las balas. Yo le sentía estremecerse enla terrible lucha: crujían sus cuadernas, estallaban sus baos,rechinaban sus puntales a manera de miembros que retuerce el dolor, y lacubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosa palpitación, como si a todoel inmenso cuerpo del buque se comunicara la indignación y los doloresde sus tripulantes.

En tanto, el agua penetraba por los mil agujeros ygrietas del casco acribillado, y comenzaba a inundar la bodega.

El Bucentauro, navío general, se rindió a nuestra vista.Villeneuve había arriado bandera. Una vez entregado el jefe de laescuadra, ¿qué esperanza quedaba a los buques? El pabellón francésdesapareció de la popa de aquel gallardo navío, y cesaron sus fuegos. El San Agustín y el Herós se sostenían todavía, yel Rayo y el Neptuno, pertenecientes a lavanguardia, que habían venido a auxiliarnos, intentaron en vanosalvarnos de los navíos enemigos que nos asediaban. Yo pude observar laparte del combate más inmediata al Santísima Trinidad,porque del resto de la línea no era posible ver nada. El viento parecíahaberse detenido, y el humo se quedaba sobre nuestras cabezas,envolviéndonos en su espesa blancura, que las miradas no podíanpenetrar.

Distinguíamos tan sólo el aparejo de algunos buques lejanos,aumentados de un modo inexplicable por no sé qué efecto óptico o porqueel pavor de aquel sublime momento agrandaba todos los objetos.

Disipose por un momento la densa penumbra, ¡pero de qué manera tanterrible! Detonación espantosa, más fuerte que la de los mil cañones dela escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos, produciendogeneral terror. Cuando el oído recibió tan fuerte impresión, claridadvivísima había iluminado el ancho espacio ocupado por las dos flotas,rasgando el velo de humo, y presentose a nuestros ojos todo el panoramadel combate. La terrible explosión había ocurrido hacia el Sur, en elsitio ocupado antes por la retaguardia.

«Se ha volado un navío», dijeron todos.

Las opiniones fueron diversas, y se dudaba si el buque volado era el Santa Ana, el Argonauta, el Ildefonso o el Bahama. Después se supo que habíasido el francés nombrado Achilles. La expansión de los gasesdesparramó por mar y cielo en pedazos mil cuanto momentos antesconstituía un hermoso navío con 74 cañones y 600 hombres de tripulación.

Algunos segundos después de la explosión, ya no pensábamos más que ennosotros mismos.

Rendido el Bucentauro, todo el fuegoenemigo se dirigió contra nuestro navío, cuya pérdida era ya segura. Elentusiasmo de los primeros momentos se había apagado en mí, y mi corazónse llenó de un terror que me paralizaba, ahogando todas las funciones demi espíritu, excepto la curiosidad. Esta era tan irresistible, que meobligó a salir a los sitios de mayor peligro. De poco servía ya miescaso auxilio, pues ni aun se trasladaban los heridos a la bodega, porser muchos, y las piezas exigían el servicio de cuantos conservaban unpoco de fuerza. Entre éstos vi a Marcial, que se multiplicaba gritando ymoviéndose conforme a su poca agilidad, y era a la vez contramaestre,marinero, artillero, carpintero y cuanto había que ser en tan terriblesinstantes.

Nunca creí que desempeñara funciones correspondientes atantos hombres el que no podía considerarse sino como la mitad de uncuerpo humano. Un astillazo le había herido en la cabeza, y la sangre,tiñéndole la cara, le daba horrible aspecto. Yo le vi agitar sus labios,bebiendo aquel líquido, y luego lo escupía con furia fuera del portalón,como si también quisiera herir a salivazos a nuestros enemigos.

Lo que más me asombraba, causándome cierto espanto, era que Marcial,aun en aquella escena de desolación, profería frases de buen humor, nosé si por alentar a sus decaídos compañeros o porque de este modoacostumbraba alentarse a sí mismo.

Cayó con estruendo el palo de trinquete, ocupando el castillo de proacon la balumba de su aparejo, y Marcial dijo:

«Muchachos, vengan las hachas. Metamos este mueble en la alcoba».

Al punto se cortaron los cabos, y el mástil cayó al mar.

Y viendo que arreciaba el fuego, gritó dirigiéndose a un pañolero que sehabía convertido en cabo de cañón:

«Pero Abad, mándales el vino a esos casacones para que nos dejen enpaz».

Y a un soldado que yacía como muerto, por el dolor de sus heridas y laangustia del mareo, le dijo aplicándole el botafuego a la nariz:

«Huele una hojita de azahar, camarada, para que se te pase el desmayo.¿Quieres dar un paseo en bote? Anda: Nelson nos convida a echar unascañas».

Esto pasaba en el combés. Alcé la vista al alcázar de popa, y vi que elgeneral Cisneros había caído. Precipitadamente le bajaron dos marinerosa la cámara. Mi amo continuaba inmóvil en su puesto; pero de su brazoizquierdo manaba mucha sangre. Corrí hacia él para auxiliarle, y antesque yo llegase, un oficial se le acercó, intentando convencerle de quedebía bajar a la cámara. No había éste pronunciado dos palabras, cuandouna bala le llevó la mitad de la cabeza, y su sangre salpicó mi rostro.Entonces, D. Alonso se retiró, tan pálido como el cadáver de su amigo,que yacía mutilado en el piso del alcázar.

Cuando bajó mi amo, el comandante quedó solo arriba, con tal presenciade ánimo que no pude menos de contemplarle un rato, asombrado de tantovalor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, la mirada ardiente,la acción enérgica, permanecía en su puesto dirigiendo aquella accióndesesperada que no podía ganarse ya. Tan horroroso desastre había deverificarse con orden, y el comandante era la autoridad que reglamentabael heroísmo. Su voz dirigía a la tripulación en aquella contienda delhonor y la muerte.

Un oficial que mandaba en la primera batería subió a tomar órdenes, yantes de hablar cayó muerto a los pies de su jefe; otro guardia marinaque estaba a su lado cayó también mal herido, y

Uriarte quedó al finenteramente solo en el alcázar, cubierto de muertos y heridos.

Ni aun entonces se apartó su vista de los barcos ingleses ni de losmovimientos de nuestra artillería; y el imponente aspecto del alcázar ytoldilla, donde agonizaban sus amigos y subalternos, no conmovió supecho varonil ni quebrantó su enérgica resolución de sostener el fuegohasta perecer. ¡Ah!, recordando yo después la serenidad y estoicismo deD. Francisco Javier Uriarte, he podido comprender todo lo que noscuentan de los heroicos capitanes de la antigüedad. Entonces no conocíayo la palabra sublimidad; pero viendo a nuestro comandantecomprendí que todos los idiomas deben tener un hermoso vocablo paraexpresar aquella grandeza de alma que me parecía favor rara vez otorgadopor Dios al hombre miserable.

Entre tanto, gran parte de los cañones había cesado de hacer fuego,porque la mitad de la gente estaba fuera de combate. Tal vez no mehubiera fijado en esta circunstancia, si habiendo salido de la cámara,impulsado por mi curiosidad, no sintiera una voz que con acento terribleme dijo:

«¡Gabrielillo, aquí!»

Marcial me llamaba: acudí prontamente, y le hallé empeñado en servir unode los cañones que habían quedado sin gente. Una bala había llevado aMedio-hombre la punta de su pierna de palo, lo cual le hacía decir:

«Si llego a traer la de carne y hueso...»

Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero, gravemente herido, seesforzaba en seguir sirviendo la pieza.

«Compadre—le dijo Marcial—, ya tú no puedes ni encender una colilla».

Arrancó el botafuego de manos del herido y me lo entregó diciendo:

«Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua».

Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa que le fue posible,ayudado de un grumete que estaba casi ileso; lo cebaron y apuntaron;ambos exclamaron «fuego»; acerqué la mecha, y el cañón disparó.

Se repitió la operación por segunda y tercera vez, y el ruido del cañón,disparado por mí, retumbó de un modo extraordinario en mi alma. Elconsiderarme, no ya espectador, sino actor decidido en tan grandiosatragedia, disipó por un instante el miedo, y me sentí con grandes bríos,al menos con la firme resolución de aparentarlos. Desde entonces conocíque el heroísmo es casi siempre una forma del pundonor. Marcial y otrosme miraban: era preciso que me hiciera digno de fijar su atención.

«¡Ah!—decía yo para mí con orgullo—. Si mi amita pudiera vermeahora... ¡Qué valiente estoy disparando cañonazos como un hombre!... Lomenos habré mandado al otro mundo dos docenas de ingleses».

Pero estos nobles pensamientos me ocuparon muy poco tiempo, porqueMarcial, cuya fatigada naturaleza comenzaba a rendirse después de suesfuerzo, respiro con ansia, se secó la sangre que afluía en abundanciade su cabeza, cerró los ojos, sus brazos se extendieron con desmayo, ydijo:

«No puedo más: se me sube la pólvora a la toldilla (la cabeza). Gabriel,tráeme agua».

Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje, bebió con ansia. Pareciótomar con esto nuevas fuerzas: íbamos a seguir, cuando un gran estrépitonos dejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado por la fogonadura,cayo sobre el combés, y tras él el de mesana. El navío quedó lleno deescombros y el desorden fue espantoso.

Felizmente quedé en hueco y sin recibir más que una ligera herida en lacabeza, la cual, aunque me aturdió al principio, no me impidió apartarlos trozos de vela y cabos que habían caído sobre mí. Los marineros ysoldados de cubierta pugnaban por desalojar tan enorme masa de cuerposinútiles, y desde entonces sólo la artillería de las baterías bajassostuvo el fuego. Salí como pude, busqué a Marcial, no le hallé, yhabiendo fijado mis ojos en el alcázar, noté que el comandante ya noestaba allí. Gravemente herido de un astillazo en la cabeza, había caídoexánime, y al punto dos marineros subieron para trasladarle a la cámara.Corrí también allá, y entonces un casco de metralla me hirió en elhombro, lo que me asustó en extremo, creyendo que mi herida era mortal yque iba a exhalar el último suspiro. Mi turbación no me impidió entraren la cámara, donde por la mucha sangre que brotaba de mi herida medebilité, quedando por un momento desvanecido.

En aquel pasajero letargo, seguí oyendo el estrépito de los cañones dela segunda y tercera batería, y después una voz que decía con furia:

«¡Abordaje!... ¡las picas!... ¡las hachas!»

Después la confusión fue tan grande, que no pude distinguir lo quepertenecía a las voces humanas en tal descomunal concierto. Pero no sécómo, sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice cargo de que secreía todo perdido, y de que los oficiales se hallaban reunidos en lacámara para acordar la rendición; y también puedo asegurar que si no fueinvento de mi fantasía, entonces trastornada, resonó en el combés unavoz que decía: «¡El Trinidad no se rinde!». De fijo fue lavoz de Marcial, si es que realmente dijo alguien tal cosa.

Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre uno de los sofás de lacámara, con la cabeza oculta entre las manos en ademán de desesperacióny sin cuidarse de su herida.

Acerqueme a él, y el infeliz anciano no halló mejor modo de expresar sudesconsuelo que abrazándome paternalmente, como si ambos estuviéramoscercanos a la muerte. Él, por lo menos, creo que se consideraba próximoa morir de puro dolor, porque su herida no tenía la menor gravedad. Yole consolé como pude, diciendo que si la acción no se había ganado, nofue porque yo dejara de matar bastante ingleses con mi cañoncito, yañadí que para otra vez seríamos más afortunados; pueriles razones queno calmaron su agitación.

Saliendo afuera en busca de agua para mi amo, presencié el acto dearriar la bandera, que aún flotaba en la cangreja, uno de los pocosrestos de arboladura que con el tronco de mesana quedaban en pie. Aquellienzo glorioso, ya agujereado por mil partes, señal de nuestra honra,que congregaba bajo sus pliegues a todos los combatientes, descendiódel mástil para no izarse más.

La idea de un orgullo abatido, de unánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores, no puede encontrarimagen más perfecta para representarse a los ojos humanos que la deaquel oriflama que se abate y desaparece como un sol que se pone. El deaquella tarde tristísima, tocando al término de su carrera en el momentode nuestra rendición, iluminó nuestra bandera con su último rayo.

El fuego cesó y los ingleses penetraron en el barco vencido.

-XII-

Cuando elespíritu, reposando de la agitación del combate, tuvo tiempo de dar pasoa la compasión, al frío terror producido por la vista de tan grandeestrago, se presentó a los ojos de cuantos quedamos vivos la escena delnavío en toda su horrenda majestad. Hasta entonces los ánimos no sehabían ocupado más que de la defensa; mas cuando el fuego cesó, se pudoadvertir el gran destrozo del casco, que, dando entrada al agua por susmil averías, se hundía, amenazando sepultarnos a todos, vivos y muertos,en el fondo del mar. Apenas entraron en él los ingleses, un grito resonóunánime, proferido por nuestros marinos:

«¡A las bombas!» Todos los que podíamos acudimos a ellas y trabajamoscon ardor; pero aquellas máquinas imperfectas desalojaban una cantidadde agua bastante menor que la que entraba. De repente un grito, aún másterrible que el anterior, nos llenó de espanto. Ya dije que los heridosse habían transportado al último sollado, lugar que, por hallarse bajola línea de flotación, está libre de la acción de las balas. El aguainvadía rápidamente aquel recinto, y algunos marinos asomaron por laescotilla gritando:

«¡Que se ahogan los heridos!»

La mayor parte de la tripulación vaciló entre seguir desalojando el aguay acudir en socorro de aquellos desgraciados; y no sé qué habría sido deellos, si la gente de un navío inglés no hubiera a