Thespis by Carlos O. (Carlos Octavio) Bunge - HTML preview

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—Puede usted buscar quien se lo enseñe... Porque debe usted saber queun caballero que no sabe jugar al bridge, ¡no es un caballero!

¡Era demasiado! ¡No, por Cristo, aunque pasara lo de

«jettatore», yo nopodía dejar pasar lo de no ser caballero!... Así fue que en el mismo díapuse, con mi nombre y mi dirección, un aviso en dos importantes diarios:

«Se necesita un profesor de bridge. Es inútil presentarse si no se poseeespecial competencia, demostrada en algún diploma técnico

ouniversitario.

No

estarán

demás

otras

recomendaciones.»

Nada me gustaron los dos o tres pretendidos profesores que al díasiguiente se presentaran en casa. No traían diplomas, nirecomendaciones. Más que austeros sacerdotes de la religión del bridge,más que aristocráticos súbditos de su majestad el Bridge, pareciéronmeaventureros y caballeros de industria. Por eso los despaché...

Muy desalentado, confesé mi fracaso en el club. Allí se me recomendóque, antes que profesores, me procurase los muchos y profundos tratadosde la materia... E inmediatamente escribí a mi librero:

«No me mande usted las obras de Shakespeare y de Balzac que le pedí meenviara a la estancia. Mándeme en cambio, a casa, mañana mismo si esposible, todos los libros de bridge que encuentre, en cualquier idioma.El pedido es urgentísimo.»

A las veinticuatro horas recibí un cargamento de libros. Eran todostratados y manuales de bridge: cinco en inglés (de los cuales algunocontaba 537 páginas en octavo), seis en francés, uno en holandés, dos enalemán y hasta uno en español.

Importaban una factura de 253.10$ monedanacional, que pagué sin murmurar, y llenaban dos estantes de mibiblioteca.

Desalojaron a Dickens y a Cervantes, que, por falta deespacio, tuve que desterrar en el sótano.

Me apechugué a mis libros con la avidez del náufrago que se ase a unatabla de salvación. Leí concienzudamente los mejores, entre ellos unoque tenía un prólogo de Alfred Capus. El aplaudido dramaturgo francésrecomendaba el bridge en entusiastas párrafos. Era este juego unantídoto contra el

«spleen». Era la mejor imagen de la vida. Era elastro propicio de los nacimientos, la piedra filosofal que buscaran envano los alquimistas, la panacea de todos los males, y muchas ymuchísimas otras cosas más, no menos buenas y brillantes...

Compré también varios juegos de naipes, y me ensayé con ellos,representando «partidas tipos» y resolviendo «casos prácticos», como sijugara al «solitario». Tanto estudié y aprendí que, después de unasemana de preocuparme exclusivamente del bridge, llegué a conocer sumecanismo. ¡Eureka! Ya nadie me supondría importuno «jettatore», ¡yanadie dudaría de mi caballerosidad!

Con la agradable idea de jugarlo me dirigí temprano al club, a las dosde la tarde, para atisbar la primera partida e iniciarme cuanto antes.Iba tan satisfecho como el adolescente que estrena su primer reloj deoro, o, más bien, como el alférez que se pone, en día de parada, suprimer traje de gala. ¡Oh día inolvidable! A las tres me senté a jugar,«baratito», a diez centavos el punto... A las cuatro había perdidociento diez pesos... A las cinco, ciento ochenta... A las seis, cerca detrescientos... A las ocho pasamos al comedor. Yo perdía quinientos ypico, ¡pero sentía una satisfacción interior que valía miles de miles!

Después de comer reanudamos la partida, que fue prolongándose yprolongándose hasta las diez de la mañana del día siguiente... Yo queríaseguir jugando aún; pero mis compañeros se rehusaron porque se caían desueño, y me prometieron el desquite para cuando lo pidiese... Porque yoperdía... ¿Cuánto? Ya ni me acuerdo; sólo sé que llevaba mis bolsillosllenos de cheques en blanco, por prevención para responder en caso deapuro. ¡Y no me vinieron mal los cheques!... Además, nadie me apuraba.Mis «partners» eran mis amigos y conocían mi honestidad. El dineroganado no les producía el menor gusto por sí mismo, sino por el triunfoque representaba. Así al menos lo creía yo, y ellos también creían...

La chapetonada del aprendizaje me costó, en una semana, un par de milesde pesos. Pero pronto aprendí a jugar discretamente, equilibrandopérdidas y ganancias. Como Dios protege a los inocentes, tuve suerte yllegué luego hasta ganar algunas veces.

Y como la suerte viene porrachas, no sólo en el juego fui feliz, sino también en los negocios y elamor.

Los toros y ovejas de la «cabaña» se vendieron a excelentes precios, ymis tíos, los dueños del establecimiento, aumentaron en premio el tantopor ciento de mis ganancias. Y si me fue bien con mis toros, mis ovejasy mis tíos, mejor me fue con mi novia.

Mi novia, es decir, mi pretendida, era una niña encantadora llamadaClarita. Conmovida por mis miradas incendiarias, me ofreció su casa, ysu madre me invitó a comer. Mi nave iba viento en popa...

Durante la comida dije a la niña muchas ternezas. Ella me agradecía,ruborizábase y bajaba los ojos... Yo era el más contento de los hombressentados ante una mesa donde se sirve una mala comida (porque la comidaera mala, lo diré de paso).

Después de comer—¡y aquí principia el cambio de mi fortuna!—pregunté amis futuros suegros si les gustaba el bridge... Esperaba yo mecontestaran que deliraban por él, como personas comme il faut... Puesen vez de eso, el dueño de casa se rascó la nariz, preguntandoextrañado:

—¿El bridge?... ¿Es un juego de billar?...

Sentime en el colmo de la indignación. ¿De dónde podría salir estagente, que no sabía lo que era el bridge? Creí que ante mis plantas seabría un abismo... ¡No, yo no podía aliarme con una familia tan...cualquier cosa! ¡Yo no podía quedar un instante más en una casa tancursi! Por eso, sin contestar al anfitrión si era o no el bridge unjuego de billar, me despedí bruscamente...

Salí de la sala tan fastidiado que no permití que nadie me acompañara.En el «hall», mientras me ponía el gabán, oí que los dueños de casa seconsultaban, estupefactos...

—Se irá porque tiene siempre la costumbre de jugar al billar después decomer—decía la señora.

—Tal vez—contestaba el señor.—Pero más bien parece que le ha hechomal la comida... Se ha indispuesto repentinamente.

Deberíamos haberleofrecido unas gotas de láudano.

No articuló palabra Clarita; pero sus ojos negros cuajados de lágrimasme dijeron muchas cosas en una última mirada. Con el dardo de estamirada clavado en el pecho, me volví a Venado-Tuerto, a la estancia,donde me requerían urgentes trabajos. No sin llevarme una biblioteca debridge, tres docenas de juegos de naipes y una gruesa de «anotadores».

Enseñé el bridge al mayordomo y a su mujer, culto matrimonio deingleses, al médico del pueblo, a varios vecinos estancieros y a otrasmuchas personas. Supe inculcar a todos el entusiasmo de mi amigoVillalba, repitiéndoles cuanto le oyera respecto de Eduardo VII y demás.El bridge llegó a ser el juego predilecto del mundo «fashionable» deVenado-Tuerto. Casi todas las semanas tenía que encargar barajasfrancesas a Buenos-Aires el pulpero de la estación, pues menudeaban lospedidos.

Pasé así un año más, ocupado en la interesante faena de la cría ydistrayendo mis ocios en el carteo del bridge... ¿Llegó a gustarme estejuego? No tengo ahora el menor reparo en declarar que siempre meaburrió soberanamente. Pero entonces yo no me lo quería confesar ni a mímismo. En cambio, el mayordomo me confesaba cada día su crecienteafición... No es esto de extrañarse, porque el bridge, en razón de misfrecuentes distracciones, le producía un bonito sobresueldo.

Pronto llegó la época de una nueva exposición rural, y me vine aBuenos-Aires, con tan notables ejemplares lanares y bovinos, que creíseguro esta vez sacar los primeros premios. Olvidaba que había más de uncentenar de criadores no menos «seguros»

que yo...

Mas esto no nos interesa. ¡Lo que sí interesa a mi caso es lo que meocurrió en el club! Pues me ocurrió que, en cuanto instalé mis animalesen la Exposición Rural, fui allí a reanudar mis partidas de bridge delaño anterior. Me encontré con Joaquín Villalba, mi amigo, el infatigable«clubman», a quien se lo propuse...

—¿Qué dice usted?—exclamó fuera de sí.—¡Jugar al bridge!

¿Estaráusted todavía enfermo de bridgemanía? ¡Pues está usted fresco denoticias, querido Alberto!

—¿Cómo?—pregunté sin comprender.

—Ya nadie juega al bridge, mi amigo, nadie, nadie... salvo los«rastaquères», los cursis, los «guarangos». Sólo por esnobismo puedenhoy jugarlo «dandies» provincianos y trasnochados. Estaría bien jugarpara divertirse... Y se ha demostrado matemáticamente que el noventa ycinco por ciento de los que jugaban al bridge se aburrían. Es un juegorutinario y mecánico. ¿De dónde sale usted que no lo sabe?

Yo repuse ingenuamente:

—Vengo de Venado-Tuerto.

—¡Ah, comprendo!—agregó Villalba.—¡En Venado-Tuerto lo jugará hastael cura!

—Cierto...

Mi amigo lanzó una franca carcajada, diciéndome:

—¡Y nos viene usted con la moda de Venado-Tuerto!

Nada repliqué, más confuso que fastidiado...

—Si no quiere usted que le demos patente de cursilería, no vuelva ainvitar a nadie a jugar al bridge ¡por favor! ni al mus, ni a la brisca,ni a la «escoba»...

—¿Y a qué juegan ustedes?

—Al truco. Ese es hoy le mot d'ordre. ¡El truco!

—¿Eduardo VII juega también al truco?

—¿Eduardo VII? No sé. Pero el príncipe de Gales se muere por él. Loaprendió de Alfonso XIII, y a Alfonso se lo enseñó Viñas, el conocidodiplomático argentino... Es una moda que hemos sacado los argentinos.Algo habíamos de dar a la civilización. Y como el cake-walk es yanqui,el poncho general en la América española y el mate paraguayo...

—¡Viva el truco!—exclamé con colérica alegría.—El rey ha muerto,¡viva el rey!

—Sí, mi querido amigo. El bridge ha muerto, ¡viva el truco!

Tenía razón, mil veces razón tenía mi amigo Villalba. Bien pronto locomprendí. Y desde entonces resolví vengarme de todo lo que había jugadoal bridge por hábito y con placer harto mediocre o negativo. ¡Lástimaque me vengué demasiado bien!...

Pues sucedió que me encontré de nuevo con Clarita, y que su mamá volvióa invitarme a comer. Fui lleno de júbilo. En la casa me hallé con otroinvitado, evidentemente también pretendiente de Clarita.

La comida transcurrió sin novedad. Me di fácilmente cuenta de que yo erael preferido de la niña. Mi rival estaba como de reserva, por si yo nome decidía...

Después de comer pasamos al salón donde ¿quién lo creería?

los dueños decasa hicieron el elogio del bridge y se empeñaron en que lo jugáramos.Me negué, con impaciencia. Creyendo que mi negativa fuera para noaburrirlos, insistieron, y tanto insistieron, que no me quedó másremedio que escaparme... Pues esa misma noche, interpretando mal mihuida, Clarita se comprometió con mi rival, que, como todos los rivales,me parecía un tonto de capirote.

Comprendiendo tarde, ¡al perderla! cuánto amaba a Clarita, me volvídesesperado a la estancia. En cuanto llegué, el mayordomo, reforzado conla mayordoma, me instaron a jugar al delicioso jueguito... Loco derabia, les contesté del peor modo...

El mayordomo se irritó a su vez...Los dos gritamos desaforadamente... La mayordoma se echó a llorar y medijo que yo no era un «gentleman»... En fin, se armó tal camorra, quetuve que

echar

del

establecimiento

ignominiosamente

al

matrimonioinglés.

El matrimonio inglés fue a quejarse a mis tíos los propietarios.

Mistíos se enojaron conmigo y repusieron al mayordomo, cuyos servicios deveterinario eran todavía más indispensables que mis cuentas deadministrador general. Reñí con mis tíos. Me retiré de la estancia,perdí mi puesto, ¡y me encontré en la calle, con una mano atrás y otraadelante!

No quiero seguir narrándoos mis desdichas, ¡oh lectores!

porque temoconmoveros demasiado. En pocas palabras os diré que, por ese malditobridge, perdí mi novia, mi posición y hasta mi nombre. La desgracia escomo una bola de nieve. Ha caído sobre mí y me ha aplastado como a vilgusano. Hoy soy un pobre náufrago sin rumbo ni salvación posible. Poreso he resuelto acabar con mi vida... Y si cuento mis desdichas en estetestamento público, es para que él sirva de ejemplo y de escarmiento amis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos.

MONSIEUR JACCOTOT

Monsieur Jaccotot, el viejo maestro de francés, llamó ante el pizarrón aPerico Sosa, un rubiecito flacuchín, el menor y el más travieso de suclase de muchachones adolescentes, para dictarle ejemplos de laformación del femenino en substantivos masculinos o terminados en e,como nègre, nègresse...

Pertenecía aquella clase a un malhadado colegio criollo, cuya disciplinaera menos que dudosa y cuyos estudiantes eran más que personajes. Cadavez que monsieur Jaccotot iniciaba alguna explicación, alzaba la vozalgún impertinente. Espíritu sencillo, monsieur Jaccotot solía reprenderentonces a sus alumnos, exclamando:

—En cuanto abro la boca, un imbécil habla.

Su declaración provocó esta vez más una grande hilaridad en el espíritutanto menos sencillo de la clase. Sólo Manuel Peralta no se rió,absorbido por la lectura de algo que disimulaba dentro de su pupitre. Alnotar la distracción del muchacho, el maestro pensó que estaría leyendoalguna novela, y por temor de encontrarse con un nuevo libro obsceno yvergonzoso, no se lo pidió, limitándose a observarle que no se venía ala clase a leer novelas...

—No estoy leyendo novelas,—replicó Manuel Peralta, con su desagradablevoz de pollo que comienza recién a cacarear.

Notando intrigado en su tono y su gesto irónica impudencia, monsieurJaccotot le preguntó:

—¿Qué lee usted, pues?

Peralta se levantó arrogantemente y entregó al profesor un cuaderno,diciéndole:

—Esto.

En la clase se hizo un gran silencio de curiosidad y expectativa...

Monsieur Jaccotot tomó el cuaderno y lo abrió en su primera página. Leyóallí la siguiente carátula, escrita con perfilada letra gótica: «Vida demonsieur Jaccotot (novela de malas costumbres) por M. V.; ilustrada porel autor; segunda edición, aumentada y cuidadosamente corregida»; luegoveíase un escudo burlescamente dibujado, y, como pie de imprenta, elnombre del colegio y la fecha...

—¿Quién ha hecho esto?—preguntó el profesor con voz sorda, esperandoel silencio con que tantas otras veces se acogiera una preguntasemejante...

Pero ahora, la travesura tenía su editor responsable. Marcelo Valdés, elmejor estudiante de la clase, el preferido de monsieur Jaccotot, se pusode pie y dijo, tartamudeando:

—Yo he sido, monsieur Jaccotot... No creía hacer nada malo...

Le pidoque me disculpe...

Al ver a su discípulo rojo de vergüenza y oírle hablar en un tono dehumilde arrepentimiento, perfectamente nuevo y desconocido en aquellaclase, que él llamaba de «indios rebeldes», monsieur Jaccotot sintióintensa sorpresa... ¿Qué insólito caso se le presentaba?... Dispúsosepues, a leer el manuscrito y dio rápidamente vuelta la página de lacarátula.

Encontrose

en

la

segunda

con

una

tosca

e

irrecognoscibleimagen, que sin duda le representaba, pues abajo tenía la siguienteleyenda: «Retrato de monsieur Jaccotot, por el autor». Al verse tan malrepresentado, el profesor no pudo menos de reírse, y pasó a la siguientehoja... La clase seguía en su silencio de curiosidad y expectativa...

Leyó monsieur Jaccotot los epígrafes de «Capítulo primero, Tribulacionesde un marido en Francia», y se enrojeció hasta la calva... En efecto, élhabía sido un marido desgraciado en Francia. Por eso había tenido queabandonar allí su posición universitaria; por eso, absolutamente incapazpara los negocios, veíase obligado a enseñar aquí en un colegioparticular...

¿Cómo podían sospecharse en la clase sus pasadas tribulacionesdomésticas?... ¡Ah, sí!... ¡Ya lo recordaba!...

Habiéndole visto undomingo el alumno Mario Aguilar de paseo con su hija, díjolezumbonamente el lunes, cuando iba a dictar su curso:

—¡Lo felicitamos, monsieur Jaccotot!... Ya lo vimos ayer paseando conuna linda rubia...

El maestro contestó, con un dejo de orgullo, que no pasó inadvertido alas maliciosas orejas de los muchachos:

—Era mi hija Silvia...

—¿Cómo, monsieur Jaccotot?...—preguntó todavía Aguilar, con no fingidasorpresa.—Nosotros nada sabíamos de que usted fuera viudo...

Monsieur Jaccotot meneó la cabeza en forma de negación...

—Ni podíamos creerle casado, puesto que no usa anillo decompromiso...—continuó Aguilar.

Y para concluir la conversación, monsieur Jaccotot dijo, con laimprudencia del mal humor:

—Soy casado y mi mujer se quedó en Francia. Yo vivo aquí con mi únicahija, Silvia... ¿Les interesa esto mucho a ustedes?...

Nadie contestó nada; pero, desde ese día, toda la clase pensaba quemonsieur Jaccotot había sido desgraciado con su mujer, abandonándola enFrancia por su conducta escandalosa...

Marcelo Valdés, dejándose llevar por su brillante imaginación denovelista, había zurcido y fraguado luego toda su «novela de malascostumbres», alrededor de las tres personalidades de monsieur Jaccotot,su mujer y su hija. La trilogía era completa: Monsieur, Madame etBébé! Con verdadero ingenio, su ensayo no carecía de gracia yhumorismo. Tanto éxito obtuvo, que Abrahám Busch le cambió el manuscritopor un novelón de Dumas, que le costara dos pesos. E hizo luego unpingüe negocio, alquilándolo por diez centavos a cuanto lector sesuscribiera. La obra de Valdés había sido así leída, y algunas veceshasta releída, no sólo por toda la clase, ¡por todo el colegio!

En el primer capítulo dábanse detalles históricamente exactos, como lafecha del nacimiento y la ciudad provinciana donde fuera la residenciade monsieur Jaccotot. Ambos datos le habían sido preguntados, fingiendoun hipócrita interés de simpatía...

Cierto era también que se casó hacíamás o menos unos veinte años. La época del casamiento fue inducida porla edad de la hija, a quien Aguilar—el feliz mortal que tuvo la suertede verla—calculaba diecisiete años...

A pesar de la exactitud de estos datos, a renglón seguido, el novelistasuponía que ya al tiempo de su enlace monsieur Jaccotot fuera tan viejocomo ahora, calvo, canoso y de anteojos de

oro.

No

concibiéndolo

sinocomo

lo

conocieron,

probablemente toda la clase suponía que monsieurJaccotot fuese viejo, calvo, canoso y de anteojos de oro desde el mismoinstante del nacimiento. ¿Qué descabellada fantasía pudiera suponer quemonsieur Jaccotot, el maestro francés, hubiese sido alguna vez joven, ymenos aún niño?...

Aparte de este y otros lapsus, la intriga del casamiento del

«viejo»Jaccotot y su «joven» esposa no estaba mal presentada...

Lo malo es queesta joven esposa, que no gustaba de su civil marido, gustaba en cambioapasionadamente de los uniformes militares... Había una guarnición en laciudad, y madame Jaccotot, nueva mesalina, tuvo sus amoríos con todoslos oficiales del regimiento de la guarnición, y luego, con una buenamitad de las «clases», cabos y sargentos... ¡Los oficiales eran 72 y las«clases» 205!

Al fin, cansada de tanta mudanza, ancló sus afectos en el coronel, unguapo mozo, y tuvo una hija... ¡Silvia, la niña de monsieur Jaccotot,era esta hija del coronel, o, mejor dicho, del regimiento! La fille duregiment!...

Devorando la lectura, al terminar ese primer capítulo, el maestro defrancés se sentía pálido y desfalleciente; sus ojos se humedecían,gruesas gotas de frío sudor le chorreaban por las sienes... La historiadel regimiento y del coronel era falsa, falsísima; pero entre él y sumujer hubo de por medio cierto abogadillo de París... Y su mujer, lahembra más histérica y perversa, llegó a vengarse de sus justasimprecaciones de marido burlado, insinuándole mefistofélicamente unaduda sobre la legitimidad de Silvia... ¡Como tantas otras veces, larealidad era pues más cruel e inverosímil que la novela!

No obstante la pérfida insinuación de su mujer, monsieur Jaccotot secompadeció de aquella criatura... ¿Qué culpa tenía la pobrecilla?... Latrajo a América, mientras la mala madre rodaba por esos mundos, y laeducó como si fuera de su sangre...

Sentíase orgulloso y amábala como sifuera de su sangre... ¿No era esa Silvia la única sonrisa que élrecogiera de la vida?...

Terminado el primer capítulo, conocidas las «Tribulaciones de un maridoen Francia», pasó inmediatamente el maestro a leer con ansiosa rapidezel «capítulo segundo y último». Digno

«pendant» del otro, titulábase...«Tribulaciones de un padre en la Argentina»...

Iniciábase con una bastante buena descripción de Silvia... ¡No tuvo malojo Aguilar, ni fue parco en transmitir sus impresiones al cuentista! Laniña se presentaba tal cual era: la silueta fina y esbelta, losmovimientos vivos, la nariz ñata y maliciosa, los cabellos de un rubiorojizo, carnosos labios, ojos claros, velados por negras pestañas... enfin, una francesilla picante y moderna...

Descripta Silvia, la infantil imaginación de Valdés se desbocaba enaventuras absurdas... La jeune fille era la coqueta más desfachatada,¡peor que su madre!... Hacíase festejar por todo el mundo... Y a susplantas desfilaban, requebrándola sin éxito, los maestros más ridículosy menos queridos del colegio, incluso el de religión, el padreMartínez... Hasta había una figura titulada «El padre Martínez ante labella Silvia», en la cual se veía al sacerdote, acentuados los rasgossensuales e hipócritas de su carona afeitada, presentando de rodillas ala esquiva joven, en ambas manos, el flamígero corazón que suele verseen los detestables cromos de las estampas religiosas...

Esta figura, bien que tan mala en la ejecución como en la idea, y apesar de la evidente inferioridad del Valdés dibujante al Valdés autor,constituía el verdadero «clou» de la obra. ¡Tantas veces se popularizauna buena obra por un defecto, un agregado o un mal detalle!...

Mientras leía aquel tejido de inocentes perversidades, monsieur Jaccototsintiose tocado en la secreta llaga de su corazón. ¿Cuál sería elporvenir de esa Silvia idolatrada?

¿Heredaría la naturaleza galante desu madre, así como su fisonomía y su gesto?... Y por el rostro del viejomaestro corrieron dos lágrimas silenciosas...

Con amarguísima dulzura, preguntó entonces a su discípulo favorito,tuteándolo por vez primera:

—¿Es posible que tú hayas escrito esto?...

Marcelo Valdés tenía tanto corazón como inteligencia, y amaba a aquelbuen viejo, que tan duramente ganaba su pan cotidiano. En variasocasiones evitó descomunales bochinches, haciendo notar a sus compañerosque iban a perder con un cambio de profesor de francés... Por eso lerepuso, siempre rojo y tartamudeando:

—Yo no he tenido intención ninguna... Escribí por escribir...

Le pidoperdón, ¡todos le pedimos perdón, monsieur Jaccotot!...

Y Marcelo Valdés decía la verdad al disculparse. Había escrito por sutemperamento de novelista, como canta el ruiseñor en el bosque, o croala rana en el pantano. No pensó que su canto pudiera despertar los celosdel cuervo. No pensó que su croar interrumpiese el sueño del sapo. Sunovela, aunque informe y embrionaria, era, como todas las novelas, unalúcida mezcla de detalles verdaderos y situaciones imaginarias, depequeñas dosis de una realidad supuesta y exagerado desarrollo de unainventiva calenturienta.

En lo que no decía verdad Marcelo Valdés era en el arrepentimiento de laclase. Y tan es así que, como quedara monsieur Jaccotot con lameditabunda mirada fija en el espacio y las dos lágrimas silenciosasdeslizándose por las mejillas exangües, Manuel Peralta sacó el pañuelopara imitarlo, y comenzó la pantomima de un llanto inconsolable. Menosel novelista, que guardaba huraña actitud, el curso íntegro, divertidopor la situación, imitó en masa al payaso, convirtiéndose en un cortejode plañideras. De cuando en cuando, alguno retorcía el pañuelo, como siestuviese empapado en lágrimas, para exprimirlo a la usanza de laslavanderas al tender la ropa al sol...

Perico Sosa, el rubiecillo travieso y flacuchín que quedara olvidadoante la pizarra, donde antes escribiera los ejemplos nègre, nègresse, tuvo entonces una ocurrencia diabólica, como todas lassuyas... Dibujó con la tiza un busto de hombre con una gigantescacornamenta

de

ciervo,

escribiéndole

debajo:

«Monsieur Jaccotot, maestrode francés»... Y estornudó bien fuerte para llamar la atención de laclase, borrando luego la figura a fin de no ser descubierto...

La gracia de Perico Sosa hizo cambiar el burlesco llanto en homéricacarcajada... Después, cada cual se puso a divertirse por su cuenta...Quienes jugaban a las damas en improvisados dameros, quienes conversabanfumando, quienes discutían, quienes tiraban bolillas de papel... Y, entanto, monsieur Jaccotot seguía como una estatua, con la vista fija enel aire, acaso contemplando

dolorosamente

el

pasado,

el

presente,

elporvenir...

Indignado contra sus compañeros, Marcelo Valdés se puso otra vez de piey les apostrofó con la cólera de un loco:

—¡Sois unos cobardes y unos canallas!... ¡Al primero que diga unapalabra a monsieur Jaccotot, le rompo las muelas!...

Como Marcelo Valdés era, no sólo el primero, sino también el mayor y elmás fuerte, se hizo una pausa... Felizmente, sonó en ese momento lacampana anunciando la terminación de la clase...

Al oír la campana, monsieur Jaccotot pareció sacudirse y despertar de unsueño... Dejó sobre la mesa el cuaderno... Sacó el pañuelo del bolsillofaldero del jaquet, pasóselo por la cara, guardolo de nuevo, y salió sindecir palabra... Era la primera vez, en sus doce años de enseñanza en elcolegio, que se olvidaba de marcar la lección para la clase siguiente,antes de irse...

Los muchachos lo siguieron, y entonces pasó una cosa extraordinaria, unacosa realmente extraordinaria... Viéronle alejarse por los corredorescon la punta del pañuelo blanco asomando indiscretamente por el bolsillode los faldones del jaquet... Aquel trapo cómico hacía pensar que sehubiese subido apresurado los pantalones en algún