Su Único Hijo by Leopoldo Alas - HTML preview

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Las de Ferraz, que ya estaban allí, rieron la gracia, fingiendo noencontrarle malicia.

Los demás callaron, sorprendidos ante la audacia.

Emma no vio el epigrama; Bonis tampoco.

Bonis vio que se seguía hablando de los Valcárcel, de si el niño separecería a su abuelo, si sería abogado, si sería jugador, como tantosotros de su familia; se amontonaban los recuerdos del linaje, buenos ymalos. Nadie se acordaba de los Reyes pretéritos para nada.

Antonio seguía llorando, y a Bonifacio le faltaba poco.

«¡Su padre! ¡Su madre! ¡Si vivieran! ¡Si estuvieran allí!».

Bonis, en cuanto pudo, huyó del ruido. Dejó a los demás, ya que lesdivertían, todas las solemnidades y quehaceres propios del caso.Mientras el niño dormía y no se le permitía verle, y Emma, ya menosnerviosa, pero más fatigada, con un poco de calentura, volvía a suantiguo despego y lo echaba de su presencia en no necesitándole,Bonifacio se recogía a la soledad de su alcoba, y en idea contemplaba alhijo.

—¡Sí, hijo, sí!—se decía con el rostro hundido en la almohada—. Hijotenía que ser. Me lo decía la voz de Dios. Hijo. Mi único hijo....

Emma, durante todo el primer día, estuvo sentimental, excitada; sumarido creyó que la maternidad iba a transformarla, pero a la mañanasiguiente despertó con bastante calentura y nada tierna; cuando lapostración se lo consentía, rabiaba en la medida de sus fuerzas. Lehablaron del puerperio, de sus peligros, y sintió nuevo terror. Sellegaba a olvidar del chiquillo que tenía entre las sábanas, y no queríaenseñarlo a nadie, ni a su padre, por no revolverse ella y coger frío.Bonis no podía ver a su hijo sino en las ocasiones solemnes de mudarlodoña Celestina. De hora en hora lo cambiaba. Según se iba pareciendo mása cualquier recién nacido, perdía aquella semejanza que consigo mismo lehabía encontrado Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes adesorientarse. Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o Pedro,porque Emma desde luego empezó a exigir que se le llamara Antonio, aunantes de bautizarle. Se le llamaría Antonio Diego Sebastián, porqueSebastián iba a ser el padrino. Por todo pasó Bonifacio. No queríadisturbios todavía; podía hacerle daño a Emma cualquier disgusto. No,ahora no. Todo lo aplazaba. ¿No estaba él decidido a ser muy enérgico?¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los intereses de su hijo, ya darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues no había para quéprecipitar las cosas. Tampoco quiso, por lo pronto, tener explicacionescon Nepomuceno.

Tiempo había. Sin embargo, las circunstancias leobligaron a anticipar en este respecto su actitud enérgica. Ello fue quede Cabruñana, concejo de la marina donde los Valcárcel tenían algunas caserías, procedentes de bienes nacionales, llegaron malas noticiasrespecto de cierto mayordomo de segundo orden, que allí hacía mangas ycapirotes de las rentas de Emma, perdonando anualidades atrasadas, o porlo menos aplazando el cobro indefinidamente, colocando por su cuenta aréditos el dinero cobrado; en suma, explotando en provecho propio losbienes de sus amos. Nepomuceno no quería dar importancia a la denuncia.Se trató el asunto a la hora de cenar, y cuando don Juan y el primoconvinieron en que se hiciera la vista gorda, con gran sorpresa de todoslos presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio, convoz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando golpecitosenérgicos, aunque contenidos, con el mango de un cuchillo sobre la mesa,dijo:

—Pues yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizose retarda, porque no quiere Emma que el niño se constipe con este maltiempo, mañana mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana yme voy a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato.No quiero que se nos robe más tiempo.

Hubo un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo al que precede ala tempestad. Por de pronto, era el que trae consigo lo sorprendente, loinaudito. Comprendía Reyes que estaba allí solo, que los Valcárcel y susfuturos afines los Körner se lo comerían de buen grado. No era que él noestuviera azorado, casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya sesabía que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe.Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedadde la nueva lucha se conocía en eso, en el dolor.

Todos miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado acontestar.

Don Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho conlas enseñanzas y excitaciones de Marta. Además, fiaba mucho de ladebilidad y de la ignorancia del enemigo.

No se anduvo por las ramas. Sefue derecho al bulto. Nada de eufemismos. Sólo en el tono de la voz,sereno, reposado, había cierta lenidad.

—¿Eso de robaros, supongo que no lo dirás por mí?

Si las palabras de Bonis eran un guante, quedaba recogido con todaarrogancia. Antes que contestara Reyes, don Nepo miró satisfecho a sunovia, que aprobó su valentía con la mirada.

En aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva, un duelo amuerte como aquel, se acordó con terror del anónimo de dos días antes,que había olvidado en absoluto, por la gravedad de los acontecimientos.

—El purgatorio es esto—pensó—. Yo he pecado. Yo he dilapidado, yo he robado el caudal de mi hijo, y ahora estoy en el purgatorio, que es así,hecho de lógica y ética, nada más que de lógica y ética.

—¡Por Dios, tío!—dijo pausadamente y procurando que en su voz hubiesemesura y entereza—. ¡Por Dios, tío, cómo lo he de decir por usted! Lodigo por Lobato, que es un gran ladrón.

—Un ladrón consentido por mí años y años, si hemos de creer lo que dicePepe de Pepa José, el denunciante quejoso.... Por lo visto, Lobato y yoestamos de acuerdo para arruinaros a vosotros, para acabar con losbienes de Cabruñana.

—Nadie dice eso, tío; nadie dice....

—Lo que yo digo, señor Reyes—y el señor don Juan Nepomuceno dio unpuñetazo, no muy fuerte, sobre la mesa—, es que tú no eres un hombrepráctico, y que te sienta mal el papel que quieres inaugurar alestrenarte de padre de familia.

Una carcajada de Marta, seca, estridente, que quería ser una serie debofetadas, resonó en el comedor, con pasmo de sus mismos aliados. Todosse miraron sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que se infla,repitió la carcajada, mirando con cinismo a Bonis.

El cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquellarisa inoportuna.

Y prosiguió don Nepo:

—Un hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celoni el recelo, ni cree en habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fueraa creer lo que me decía un anónimo que recibí hace días, asegurándomeque tú habías cobrado dos mil duros de una restitución hecha bajosecreto de confesión a la herencia de tu suegro.

—¡Todo lo que yo cobrase sería mío!—exclamó con voz clara, alta,positivamente enérgica, el amo de la casa, poniéndose en pie, pero sindar puñadas sobre la mesa.

En pie se pusieron todos.

—¡Tuyo no es nada!—contestó el primo Sebastián, que adelantó un pasohacia Bonis, ofreciendo a la consideración de los presentes su fornidamusculatura, su corpachón que parecía una fortaleza. Marta, sin pensaren lo que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro, como animándole alcombate. Se conoce que confiaba más en la pujanza del primo que en ladel tío, su futuro.

Bonis se veía metido en la escena que había querido aplazar, antes detiempo, fuera de razón, torpemente.

—Señores, no hagamos ruido, que no hay para qué. Lo que yo no consientoa nadie, y juro a Dios que no lo consentiré, es que se alborote ahora.Lo primero es mi mujer, y si ella se entera de esto... puede haber unadesgracia... ¡y pobre del que la provocara!

Todos se sintieron sobrecogidos. Bonis parecía otro.

El mismo Sebastián, que era positivamente bravo y fuerte, y muy capaz dearrojar por el balcón al escribiente de su tío, se achicó un tanto porlo que él calificó de fuerza moral de aquellas palabras, y de aquelgesto y de aquel tono.

Todos comprendieron que el pobre Bonis estaba dispuesto a morder yarañar para impedir que la salud de Emma peligrase.

—Sin ruido, sin ruido se puede discutir todo—dijo don Nepo, que queríahacer hablar al imbécil para ver por dónde desembuchaba y qué leyes lehabía metido en la cabeza el abogadillo flamante.

—Sin ruido y sin apasionamiento—se atrevió a apuntar el respetable ymofletudo Körner, que se creía en el caso de intervenir en sentidoconciliador.

—Es verdad—dijo Bonis—. La pasión no conduce a nada nunca, nunca....

—Justamente—prosiguió el alemán—. Y fácil les será a ustedes ver queaquí, en rigor, no hay nada.... Ni Bonifacio desconfía del tío, ni el tíode Bonifacio, ni nadie pone en tela de juicio su legítimo derecho.

—Cada cual tiene los suyos—objetó Nepo.

—Ciertamente; y no hay para qué hablar de eso ahora, cuando en últimocaso no había de faltar quien nos dijera a cada cual el papel que letocaba representar.

Bonis volvió a crecerse.

La alusión a la justicia era clara. Don Nepo sintió una ola de cólerasubirle al rostro. Y recurrió a su venganza suprema. A contenerse yjurarse que se la pagaría el miserable. Le azotó el rostro con laintención, y ya desahogada la ira, que se gozaba con las futurascrueldades de la venganza, pudo decir sereno y sonriente:

—En fin, Bonis, tienes razón; ya se ajustarán cuentas cuando Emma sane,y se pueda ver con números, que tú has de procurar entender, ¿estamos?,lo que habéis gastado vosotros, lo que he ahorrado yo..., y quién debe aquién. Lo que te anuncio es que si seguís gastando como hasta aquí, laquiebra es segura.... Estáis puede decirse que arruinados. Emma hagastado como una loca, y tú, tú no me lo negarás... le diste elejemplo... tú la arrastraste a esa vida imposible. Y

todos sabemos porqué.

—Todos—exclamó con solemnidad Sebastián, que había perseguido en vano ala Gorgheggi, y todavía la solicitaba.

Bonis, que tenía aquella noche energía para luchar con los hombres, nola tuvo para resistir a los hechos; los hechos eran terribles:¡arruinados!, y ¡había empezado él!, y ¡hasta de lo que hubiera robadoel tío tenía él la culpa por haberle dejado! ¡Y su robo, sus robos, parapagar trampas de una querida!

Tuvo que sentarse, pálido, sin contar con las piernas. El tío vio allíde repente al Bonis de siempre, y se creció, pero sin arrogancia,falsamente conciliador.

—¿Quieres ir a ver lo que hay en Cabruñana? Corriente; marcha mañana alas ocho, que es la hora del coche. Ven a mi cuarto, y verás los librosy las escrituras de allá... Todo, todo lo verás.

Llevarás lo quenecesites, y procurarás enterarte, ¿estamos? Porque no has depresentarte a Lobato llamándole ladrón y sin saber por qué se lo llamas.

Bonis, sin fuerzas ya para nada, siguió al tío maquinalmente, y detrásde ellos se fue Körner.

Marta y Sebastián quedaron solos en el comedor.

Körner, siempre fiel a su papel de rey Sobrino, iba como de asesor.¡Buena falta le hacía a Bonis! Pasó en el cuarto del tío la vergüenzaque ya esperaba. Nepo, con redomada astucia, con intención felina, leiba explicando todos los asuntos correspondientes a los bienes deCabruñana, con los términos del más riguroso tecnicismo del derechoconsuetudinario.

Bonis no tenía noción clara del contrato de arrendamiento. La palabraforo le sonaba a griego; aparcería..., laudemio..., retracto..., ydespués otras cien palabras del Derecho civil, más las propias del dialecto jurídico de aquella tierra, pasaron por sus oídos como sonidosvanos. No se enteraba de nada. Comprendía vagamente que se le engañaba yse le quería aturdir y humillar.

Caía en mil contradicciones, en erroressin cuento, al querer explicarse lo que le explicaban y al pretenderopinar algo por cuenta propia; Körner le ayudaba para poner más derelieve su torpeza y su ignorancia.

—Pero, hombre, ¡yo que soy un extranjero..., y ya sé mejor que ustedtodas estas costumbres del país... y las leyes de España!...

Al llegar a los números, Körner se escandalizó sinceramente. Bonis nosabía dividir, y apenas multiplicar.

Para huir de aquel atolladero, humillado, corrido, lleno de vergüenza yde remordimiento, Bonis quiso tratar cuestiones más importantes que nofueran de aquel horrible pormenor oscuro, inextricable para él, pobreflautista..., y llevó, por los cabellos, la discusión al asunto de lasfábricas.

Estaba excitado, su amor propio ofendido, y olvidando la prudencia,abordó la delicada cuestión de las dos industrias, sin estar preparado,a deshora. Eran las tres de la madrugada cuando Körner y Nepo, heridosen lo más hondo, le exigieron que oyera la historia completa de aquelladesastrosa especulación; necesitaban sincerarse, y pues él provocaba lacuestión, allí estaban ellos para responder....

Y quieras que no quieras, Bonis tuvo que oír, y ver y palpar. Se lepusieron delante libros de actas, presupuestos, pólizas, planos,expedientes, una selva oscura que le hizo perder la noción del tiempo yla del espacio.... Se creía en el aire, en un aquelarre. Le zumbaban losoídos.

Mientras los otros le explicaban, gesticulando, lo que a él lesonaba a griego, el sueño, la ira, el remordimiento le llenaban deavisperos el cerebro.... Hubiera mordido, pateado y llorado de buenagana. Se le cerraban los ojos, le ardían las orejas, se le doblaban laspiernas... «Había caído en un lazo por débil, por imbécil. Había entradoallí solo, debiendo entrar con juez, escribano, abogado, peritos y unapareja de la Guardia civil».

Después de dos horas de aturdimiento, de verdadera agonía, sólo tuvovalor para tomar la puerta, seguido de los dos monstruos, quecontinuaban explicándole por a más b la ruina de los Valcárcel en lafábrica, la ruina de Antonio Reyes, de su único hijo. En el comedor, yya iban a dar las cinco, estaban todavía esperándolos Marta y Sebastián,medio dormidos, bostezando.

Unieron sus argumentos uno y otro, comoqueriendo ocupar la atención de Nepo y Körner, a los argumentos deKörner y Nepo; y perseguido por aquella tremenda pesadilla, Bonifacio,muerto de sueño, ebrio de cólera, de fiebre y cansancio, se declaró enfranca y acelerada fuga y se encerró en su cuarto, bien decidido, esosí, a salir para Cabruñana al ser de día, acompañado de los papeles queel tío le había metido por los ojos. Marcharía sin despedirse de Emma,sin ver a su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuvieratiempo de torcer aquella resolución irrevocable. «Yo no sé una palabrade foros, ni de caserías a medias, ni de aparcerías, ni de números, nide fábricas; pero he de tener voluntad en adelante; y he dicho que iríamañana, y primero falta el sol. Iré. La calentura de Emma no esextraordinaria; ya cede; Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana, lepongo las peras a cuarto a Lobato..., y me vuelvo pasado mañana con doso tres nodrizas, a escoger, que por ahí las hay buenas. Emma no querrá,y en rigor no puede criar. Le criaremos nosotros, el ama y yo. Así comoasí, cuanto menos sangre de Valcárcel, mejor».

Bonis no pudo dormir; estuvo mezclando, con mil visiones de pesadilla,despierto y todo, sus remordimientos de antaño, sus iras y vergüenzas deahora, sus propósitos de energía futura y sus esperanzas de padre. Laactividad era cosa terrible; era mucho más agradable pensar, imaginar....Pero un padre tenía que ser diligente, práctico, positivo... y él losería; por Antonio, por su Antonio.... Pero por lo pronto, la bilis, lavergüenza de su ignorancia de las cosas que sabían todos en casa, menosél, todo aquel barullo de pasiones bajas, vulgares, pedestres, lequitaban el gusto a su dicha presente, a la felicidad de ser padre.

Cuando todos dormían y el sol llevaba andada alguna parte de su carrera,Reyes salió de casa, con sus papeles en un saco de noche; tomó ladiligencia de Cabruñana, y antes del medio día ya estaba disputando conLobato en medio de un prado, frente a unos robles que el mayordomo habíaconsentido derribar a un casero, porque, según malas lenguas, los dosiban ganando. Lobato, un ex cabecilla carlista, era un lobo mestizo dezorro; hablaba con dificultad, leía deletreando y escribía de modo que,en caso de convenirle, podía negar que aquello fueran letras... y él eradueño de la comarca por la política, por la usura y por las trampas aque obligaba a los jueces de paz y a los pedáneos su influenciapersonal. Nepomuceno le había escogido porque con media palabra sehabían entendido, y también porque sólo un hombre como Lobato, que erael terror del concejo, podía cobrar las rentas de aquellos caseros, quesolían recibir a pedradas y a tiros a los comisionados de apremios, alos alguaciles y a los mayordomos. Lobato, si viajaba de noche, cruzabaa escape ciertos parajes frondosos y oscuros, en que estaba seguro deencontrar asechanzas de aquellos aldeanos, que a la luz del soltemblaban en su presencia. En una ocasión, después de cobrar en juicio aun casero que debía tres años, recibió, al atravesar un bosque, talpedrada, que llegó a su casa sin sentido, agarrado a la crin delcaballo. ¡Y a un hombre así venía a pedirle cuartos un mequetrefe, aquelseñorito bobo, de que nunca le había hablado más que con desprecio elSr. D. Juan Nepomuceno! Con fingida humildad, Lobato se burló de su amo;haciéndose el tonto, el ignorante, le hizo ver que él, Bonis, era el queno sabía lo que traía entre manos. Los caseros se reían también del amo,con sorna que no podía tachar de irrespetuosa. Se rascaban la cabeza,sonreían y se aferraban a la idea de no pagar mejor que hasta la fecha.

Bonis, desesperado, abandonó aquellos hermosos valles de eterna verdura,de frescas sombras y matices infinitos en la variedad de los accidentesde colinas y vegas, en que serpenteaban claros ríos... «¡Divino!¡Divino!... ¡Pero qué pillo es Lobato, y qué ladrones son todos estospastores!...

En otra situación, sin estos cuidados y preocupaciones,¡qué buenos días hubiera pasado yo en esta espesura, en que se mezcla elrumor de las copas de los pinos con el del mar, del que parece un eco!».Cabruñana era región ribereña, y parecían sus valles estrechos y de milfiguras, de verde jugoso y oscuro en las laderas y en las planiciespantanosas, cauces de antiguos ríos, abandonados por las aguas. Todosaquellos cuetos y vericuetos, lomas y llanuras, por sus formasviolentas, por ejemplo, por los cortes de las laderas aterciopeladas,semejantes en su caída a los acantilados de la costa, hacían pensar enel fondo misterioso de los mares.

Terminada su inútil faena, sin más provecho que dejar sembradasamenazas, de que nadie hizo caso, Reyes decidió a media tarde montar acaballo para ir a pernoctar en la capital del concejo y del partido, ados leguas, por la carretera. Antes del anochecer, se proponía llegar aRaíces, que estaba al paso, y detenerse media hora; ¿para qué? No sabía.Para soñar, para sentir, para imaginarse tiempos remotos, a su manera;para pensar a sus anchas, en la soledad, libre de Lobato, y Nepo ySebastián, en los Reyes que habían sido, y en los que eran, y en los quehabían de ser.

Raíces consistía en un lugar de veinte a treinta casas, diseminadas enlas frondosidades de una península abandonada por el agua, en lasmarismas; cerca estaban las dunas, cuyos amarillos lomos de arena teníanfigura semejante a los vericuetos que rodeaban a Raíces; pero estos,desde siglos y siglos, ostentaban el terciopelo de verde oscuro de susmusgos y su césped, y las flores de los prados, iguales a las que seencontraban tierra adentro, lejos de las brisas del mar. Era Raíces unmisterioso escondite verde, que inspiraba melancolía, austeridad, unolvido del mundo, poético, resignado. Una colina cortada a pico, muyalta, cuya ladera, casi vertical, mostraba, como si fuera la yedra deuna muralla ciclópea, pinos, castaños y robles, que trepaban cuestaarriba cual si escalaran una fortaleza, escondía y humillaba a Raícespor el Sur; el mar y las dunas le dejaban abierto a los vientos delNorte y del Noroeste, y restos de un bosque le rodeaban por Oriente yOccidente. Las viviendas, escasas y esparcidas por la espesura, eran,las más, cabañas humildes, otras vetustos caserones de piedra oscura,con armas sobre la puerta algunos.

Bonis llegó una hora antes del ocaso a una plazoleta que servía de quintana a varias casas de las más viejas, pero también de las deaspecto más noble; carretas apoyadas sobre el pértigo, como dormidas,entorpecían el paso; niños medio desnudos, sucios y andrajosos, sin nadaen su cuerpo donde pudiera ponerse un beso, más que los ojos de algunosy las rubias guedejas de muy pocos, saltaban y corrían por aquellacorralada común, que era sin duda para ellos el universo mundo. Másserios y a su negocio, hozaban algunos cerdos en el estiércol, queescarbaban y picoteaban gallos y gallinas, mientras dos perrosdormitaban, acosados por miles de mosquitos.

—De aquí salieron los Reyes—pensó Bonifacio, que desde una callejavecina contemplaba el cuadro de paz suave y melancólica de aquellamiseria, aislada de las vanas grandezas del mundo—. Un grupo de castañosy una pared de una huerta, le ocultaban a la vista de los chiquillos ylos perros, que, de notar su presencia, se hubieran alarmado. Echó pie atierra, ató el caballo al tronco de un castaño, y se sentó sobre elcésped para meditar a sus anchas.

Se acordó de Ulises volviendo a Ítaca... pero él no era Ulises, sino unpobre retoño de remota generación.... El Ulises de Raíces, el Reyes quehabía emigrado, no había vuelto... a él no podían reconocerle en ellugar de que era oriundo. Y como había leído muchas veces la Odisea, yrecordaba sus episodios y los nombres de sus personajes, pensó Bonis:«Los cerdos y los perros que encontró Ulises al volver a Ítaca, en lamansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios, el que guardaba loscerdos de Ulises, no estaba; no le había. Como a Ulises, aquellos perrosle atacarían si le vieran; pero Eumaios, el fiel servidor, no acudiríaen su auxilio... ¡Qué habría sido de Ulises—Reyes! ¿Por qué habríasalido de allí? ¡Quién sabe! Tal vez esos chiquillos, que parecen hijosdel estiércol, como lombrices de tierra, son parientes míos.... Son de mitribu acaso».

De pronto se dio una palmada en la frente. Los recuerdos clásicos lehabían hecho pensar en el pasaje en que Ulises es reconocido porEurycleia, su nodriza. Él no había tenido más Eurycleia que su madre,que había muerto; pero Antonio, su hijo, necesitaba nodriza, y él habíaolvidado que había venido a Cabruñana a buscarla. «¡Mejor aquí! Sí; nome iré de Raíces sin buscar ama de cría para mi hijo. ¡Es unainspiración! ¡Quién sabe! Tal vez se nutra con leche de su propia raza,con sangre de su sangre...».

Y como había resuelto ser cada día más activo y menos soñador; hombrepráctico como los demás, como los que ganan dinero, para ganarlo tambiénpor amor de su Antonio, dejó sus cavilaciones, se levantó, montó acaballo, y por aquellas quintanas y callejas adelante, de puerta enpuerta, fue buscando lo que necesitaba, nodriza para casa de los padres,y natural de Raíces, de donde eran oriundos los Reyes. Era aquella, porfortuna, tierra clásica de amas de cría, de las más afamadas de laprovincia; y en tan pequeño vecindario, sin más que extender un poco suspesquisas por aquellos contornos, encontró Bonis dos buenas vacas deleche de aspecto humano, porque en aquella región venía a ser unaespecie de industria inmoral y de exportación el servicio que élsolicitaba. Quedó convenido que a la mañana siguiente, muy temprano,Rosa y Pepa, que así se llamaban las que presentaban su candidatura alhonor de criar a Antonio Reyes, estarían en la capital del concejo,dispuestas a montar en el coche en que las llevaría Bonifacio a laciudad, para que fueran registradas por el médico, y la de mejorescondiciones recibiera el exequatur facultativo y el nombramiento oficialde Emma.

Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba orillado estenegocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar, en un recodo del caminosolitario, junto a un puente de madera que atravesaba el Raíces,riachuelo poético, sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corríaal próximo Océano, sin gran prisa, seguro de llegar antes de la noche; yeso que el sol ya se había escondido tras de las olas que bramaban a lolejos. Reyes, volviendo grupas, seguro de su soledad, inmóvil en mediodel camino, permaneció contemplando el rincón melancólico de que sealejaba, como si allí dejara algo.

Nada concreto, nada plástico le hablaba ni podía hablarle de la relaciónde su raza con aquel pacífico, humilde y poético lugar; y, sin embargo,se veía atado a él por sutiles cadenas espirituales, de esas que sehacen invisibles para el alma misma, desde el momento en que se quiereprobar su firmeza.

«Ni yo sé en qué siglo salieron los Reyes de aquí, ni lo que eran aquí,ni cómo ni dónde vivían; ni siquiera de mi tatarabuelo, sin ir máslejos, tengo noticias, a no ser muy vagas. Sólo sé que éramos nobles,hace mucho, y que salimos de Raíces. ¡Oh! ¡Si yo conservase el libroaquel de blasones de que tanto me hablaba mi madre, y que mi padre, alparecer, despreciaba!... Como soy tan aprensivo... se me figura sentircierta simpatía por estos parajes.... Esta calma, este silencio, estaverdura, esta pobreza resignada y tolerable... hasta la música del mar,que ruge detrás de esos montes de arena... todo esto me parece algo mío,semejante a mi corazón, a mi pensamiento, y semejante al carácter de mipadre. Los Reyes... no debieron salir de aquí... no servían para elmundo; bien se vio.... Yo, el último, ¿qué soy? Un miserable, unignorante, que no ha ganado en su vida una peseta, que sólo sabe gastarlas ajenas. Un soñador... que creyó algún día llegar a ser algo deprovecho a fuerza de sentir con fuerza cosas raras y de las que nisiquiera se pueden explicar. ¡A esto vino a parar la raza!».

Cesó en su soliloquio, como para oír lo que el silencio de Raíces, a laluz del crepúsculo, le decía.

Una campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde.

Bonis, a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordólas palabras con que su madre empezaba el rezo vespertino: «El ángel delSeñor anunció a María...».

¡Oh! ¡También a él, el ángel del Señor sin duda, le había anunciado quesería padre; también sus entrañas estaban llenas del amor de aquel hijo,de aquel Antonio, en que él estaba ya pensando como se piensa en el amorausente, mandando miradas y deseos de volar del lado del horizonte trasque se esconde lo que amamos! Una ternura infinita le invadió el alma.Hasta el caballo, meditabundo, inmóvil, le pareció que comprendía yrespetaba su emoción. ¡Raíces! ¡Su hijo! ¡La fe! Su fe de ahora era suhijo.

Lo pasado, muerte, corrupción, abdicación, errores... olvido. ¿Qué habíasido su propia existencia? Un fiasco, una bancarrota, cosa inútil; perotodo lo que él no había sido podía serlo el hijo... lo que en él habíasido aspiración, virtualidad puramente sentimental, sería en el hijofacultad efectiva, energía, hechos consumados.

¡Oh!, se lo decía el corazón.... Antonio sería algo bueno, la gloria delos Reyes.... Y acaso, acaso, cuando se hiciera rico, ya conquistando unagran posición política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba más, o,lo que sería el colmo de la dicha, como gran compositor de sinfonías yde óperas, como un Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya viejo,chocho, chocho por su hijo...

le metería en la cabeza que restaurase enRaíces la casa de los Reyes...; y él, Bonis, vendría a morir allí... enaquella paz, en aquella dulzura de aquel crepúsculo, entre ramasrumorosas de árboles seculares, mecidas por una brisa musical y olorosa,que se destacaban sobre el fondo violeta del cielo del horizonte, dondeel último aliento del día perezoso se disolvía en la noche.

«¡Oh! ¡En definitiva, en el mundo, no había nada serio más que lapoesía!...—pensó Bonis—.

Pero eso para mi Antonio. Él será el poeta, elm