Su Único Hijo by Leopoldo Alas - HTML preview

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Nada de lo que el tío ni de lo que Bonis pudieran hacer en contra deella podía darle causa para más rencores que aquello de haberla dejadoestar a las puertas de la muerte... sin acompañarla al otro mundo; esto,esto era lo que no perdonaría... y, sin embargo, ya se veía cómodisimulaba.

¡Oh! ¡Pero qué chasco les iba a dar! ¡Qué gracia, cuando eltío se encontrase con que ella también gastaba a todo gastar, y que elcaudal que él tenía de reserva, para robar más adelante (para cuando sumujer, la alemana, por ejemplo, le diese chiquitines de Sebastián, eraun decir) había pasado, según la ley, a manos de los acreedores, altendero de la esquina, al comerciante de los Porches, etcétera, etc.!

Sí, la vida todavía guardaba para ella un porvenir sustancioso; ahoracaía en la cuenta de que no había sido antes bastante egoísta.Mortificar a los demás y divertirse ella, de mil maneras desconocidas,todo lo posible, estas eran las dos fuentes de placer que quería agotara grandes tragos; dos fuentes que venían a ser una misma.

Con la salud nueva sentía Emma esperanzas locas de no sabía quédeleites; y a tanto llegó esta fuerza expansiva, que aquellos mismosplaceres secretos de su retiro voluntario, llegaron a parecerlainsuficientes, no saciaban su sed de emociones extrañas; y, entonces,rompiendo la crisálida de su encerrona, determinó salir al mundo, no sincautela, no sin disimulos, en busca de aventuras de que no había de darcuenta a los parientes, procuradas entre misterios que las había dehacer más sabrosas.

Una noche dormitaba Eufemia en el gabinete de su ama, dando cabezadascontra la pared, cuando tuvo que despertar sobresaltada por un golpe quesintió en un hombro; era la mano de Emma, que la llamaba; estaba laseñorita en camisa, pálida como nunca, su respiración era anhelante, lasnarices se la ponían hinchadas, abriéndose como fuelles.

—¿Qué hora es?—preguntó con voz ronca.

—Serán las diez, señorita.

—Y llueve.

Eufemia atendió al ruido de la calle.

—Sí, llueve.

—Vamos a salir.

—¡A salir!

—Sí, tú calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de percal, y un mantón tuyoy un pañuelo...

vamos las dos de artesanas. Vamos al teatro, a lacazuela. Hoy hacen la... no me acuerdo cómo se llama; es una óperanueva, muy buena, lo leí en el cartel al volver de misa, en la esquinadel Ayuntamiento. Corre, vete por eso; oye, tráeme aquel alfiler delpelo, el de cabeza de dublé, que te costó dos reales. Ninguno de esostipos está en casa.... Vamos a correrla todos.... Conque...

¡andando!

-X-

Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y ledespertó diciendo:

—La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.

—¿Al médico?—gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama yrestregándose los ojos hinchados por el sueño—. ¡Al médico, tantemprano! ¿Qué hay, qué ocurre?

No se le pasó por las mientes que se pudiera necesitar al médico paracurar algún mal; la experiencia le había hecho escéptico en este punto;ya suponía él que su mujer no estaba enferma; pero Dios sabía quécapricho era aquel, para qué se quería al médico a tales horas y cuálsería el daño, casi seguro, que a él, a Reyes, le había de caer encima aconsecuencia de la nueva e improvisada y matutina diablura de su mujer.

—¿Qué tiene? ¿Qué pide?—preguntaba con voz de angustia, como implorandoluces y auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas,buscaba debajo del colchón los calcetines.

Eufemia se encogió de hombros, y, acordándose del pudor, salió de laalcoba para que se vistiera el señorito.

El cual, a los dos minutos, se acercaba al lecho de su mujer,arrastrando las babuchas de fingida piel de tigre, y abrochándose hastala barba un gabán de medio tiempo, gris, muy usado, que le servía debatín en las estaciones templadas. Temblaba Bonis, más que por el frescode la madrugada, por la incertidumbre y el miedo. No había en el mundocosa que más temblón le pusiera que la zozobra de la incertidumbre anteun mal próximo, de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes,sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado, a deshora,cortándole el sueño, la digestión o el placer de oír música, o dedivagar imaginando:

«Como este diablo de fantasía de liebre todos lospeligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocidoexactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo me figuro comocuarenta».

Tiempo hacía que sus relaciones con Emma y con el tío eran para élconstante ocasión de sobresaltos. De ambos esperaba y temía terriblesdescubrimientos, quejas, acusaciones concretas, crueles recriminaciones,singularmente de su mujer. ¿Qué sabía? ¿Qué no sabía? ¿Qué tregua deldiablo, que no de Dios, era aquella que le estaba dando, y por qué se ladaba y hasta dónde llegaría?

¿Por qué, si le había cogido en flagrante olor de polvos de arroz(aunque, en aquel trance, inocente), no había sacado todavía laconsecuencia de su maldita observación? ¡La que le estaría preparando!Le horrorizaba el momento de una explicación, como él se complacía enllamar a la escena que preveía; pero la prefería, o tal se le figuraba,al estado de susto perpetuo, de excitación leporina en que vivía de díay de noche. En cuanto Emma le hablaba, o le miraba, o le mandaba allamar, creía llegado el momento.

—¿Qué pasa, hija mía?—preguntó a su cónyuge con la suavidad del mundo, ydando diente con diente, inclinado sobre la cabecera del lechomatrimonial.

—Quiero que vayas tú mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida,antes que salga a la visita; quiero verle inmediatamente.

—Pero, ¿te sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!...

—Por lo mismo, yo me entiendo. Anda, anda; tú, corre y tráeme a D.Basilio.

Bonis no discutió. Peor era meneallo; podían salir los polvos de arrozpor cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó y vistió de prisa yse echó a la calle, ya un poco más valiente, gracias al chorro de aguafría con que se había regado el cogote. Tenía notado que el agua fríavertida por la nuca le daba mucho valor y le reconciliaba con la vida;le repugnaba esta dependencia del espíritu con respecto de la materia,pero tenía que reconocerla.

Por fortuna, la casa del médico no estaba lejos y no pudieron ser muchaslas hipótesis dolorosas del miedo, tocante a la relación que pudieratener la visita de D. Basilio con el drama conyugal de su casa, cuyoenredo llegaba a su mayor complicación, o poco entendía Bonis de teatrocasero y de las mañas de su mujer. ¿Qué papel representaba allí aquelpersonaje inopinado y que tan tarde aparecía, D. Basilio? No podíasospecharlo.

El inopinado personaje era un hombre como de cuarenta años, queprocuraba disimular más de diez; más bajo que alto, delgado, a su modoesbelto, de largo levitón-gabán, muy ceñido y de color manteca, sombrerode copa de anchas alas; su rostro era blanco, anémico; los ojos azulesoscuros, vivarachos, y, al quedarse quietos, penetrantes; usaba gafas deoro, largas patillas, tal vez untadas de negro; tenía labio fino y manopulida, pie pequeño y bien calzado; era homeópata, y muy sentimental; apesar de la homeopatía, que profesaba acaso por moda y para el vulgo delas damas, era especialista en partos y en enfermedades de la matriz yde la mala educación de las señoritas y señoras que las hacíaaprensivas, antojadizas, caprichosas.

Reconocía ante las damas laeficacia terapéutica de la fe y de los cuarterones de aceite ardiendo enlos altares; pero en cambio exigía que se diese crédito a los misteriosde sus glóbulos. Creía, o decía creer mucho, en la influencia de lo moral sobre lo orgánico, y tenía una sonrisa singular, melancólica, deresignación e inteligencia, para comunicar con las señoras guapas estasu creencia.

D. Basilio Aguado dividía a los parroquianos o clientes en dos razas;los que le llamaban D.

Basilio y los que le llamaban Aguado. Estosúltimos le comprendían; los otros eran, o tontos o malvados. Emma teníala habilidad de no equivocarse nunca; le llamaba siempre por elapellido.

Bonis, siempre D. Basilio; a pesar de sus esfuerzos, le vencíala costumbre, que era en todo el pueblo llamar al médico don Basilio, ensu ausencia. Lo de D. Basilio era símbolo de su mal sino, de las culpasde su padre, de la prosa miserable que le ataba a su oficio de médicoprovinciano, oscurecido: el Aguado representaba sus sueños de ambición,sus instintos de delicadeza, sus triunfos entre las damas, la homeopatíay otra porción de cosas ideales y bonitas que no son del momento.

Era el homeópata madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonisle encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar la visita a unembajador, que así era como él siempre se vestía para acercarse a lacabecera de sus enfermos.

Mientras se abrochaba los guantes, oía a Bonis su tartajosa explicación,dando grande importancia, a fuerza de cabezadas de inteligencia yasentimiento, a todo lo que decía. La verdad era que Reyes no tenía nadaque explicar en rigor, pero no importaba; de todas suertes, aquello leparecía interesante al médico, que, serio en medio de sus sonrisascorteses, siguió al esposo atribulado por la calle. Disputaron conademanes y pasos atrás acerca de quién dejaba a quién la acera; vencióal fin Bonis, que insistió más, y cuya humildad era muchísimo más ciertaque la del médico. Por el camino éste siguió enterándose, por que locreyó de su deber, y Bonis siguió diciendo nada entre dos platos. Por lodemás, Aguado se sabía de memoria a doña Emma Valcárcel. Era su médicopredilecto, a temporadas, porque ella, fijo y único, no lo quería.Cambiaba de médico como pudiera cambiar de favorito si fuese unaCristina de Suecia o una Catalina de Rusia, y siempre tenía enmovimiento un ministerio de doctores. Aguado era de los que más tiempoocupaban el poder, por ser especialista en enfermedades de la matriz, yen histérico, flato y aprensiones, total flato.

Bonis admiraba en general la ciencia, a pesar de la repugnanciainstintiva que le inspiraban las exactas y las físicas, que sólo hablana la materia; creía en la medicina, no por nada, sino porque en losapuros de la salud, si no se recurría a los médicos, ¿a quién se iba arecurrir? Había que tener fe en algo; su débil espíritu no le consentíaen ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza, sin una tabla aque agarrarse. Recordaba que en las enfermedades de sus padres y de sushermanos, todos ya muertos, siempre había tomado al médico porProvidencia; en vano era que en los tiempos de salud en casa participasedel general escepticismo de que los mismos doctores solían hacer alarde;caía un ser querido en cama, y ya estaba Bonifacio creyendo en lamedicina. Algo había leído de lo que somos por dentro, y pensaba leermucho más si llegaba a tener familia, para criar bien a su hijo, yaunque no la tuviese, que ya no la tendría con aquella matriz estropeadade su mujer, para hacerse filósofo cuando tronase con Serafina y sefuera sintiendo viejo (era su plan para la vejez solitaria, hacersefilósofo). Pero a pesar de todas estas lecturas pasadas y futuras, sefiguraba el organismo humano con una especie de conciencia en cada dedoy en cada víscera y en cada humor; y lo de agradecer el estómago, porejemplo, las medicinas, lo tomaba al pie de la letra. Además, larelación de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia paraBonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología milagrosa einfinitesimal; quiere decirse, que por gota de más o de menos dellíquido más anodino, podía, según él, reventar el paciente o ponersesano en un periquete. Esto lo había aprendido de su mujer, que por gotade más o de menos, vertida por él con pulso trémulo, en una cucharillade café, le había puesto como un trapo en infinitas ocasiones.

En suma, respetaba en el Sr. Aguado la ciencia oculta, al favorito de su mujer, al homeópata y al partero que él había soñado cuando habíaacariciado la esperanza de tener un chiquillo.

Llegaron juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labiosestrechos, sonreía, apretándolos.

Así como, si a Sagasta o a Cánovas, caídos los llamase la Reina alamanecer, poco más para formar Ministerio, a ellos no se les ocurriríapreguntarle por qué tanto madrugar, sino formar ministerio cuanto antes:así, D. Basilio, de quien hacía meses que su doña Emma estaba olvidada,se abstuvo de inquirir por qué tal apuro en llamarle, y entró de llenoen el fondo de la cuestión desde el primer momento. Antes de todo,quería datos, antecedentes.

A ver qué había pasado desde tal tiempo a aquella parte (la fecha justade su última visita). D.

Venancio el alópata, además alcalde y tambiénespecialista en partos, había andado allí. ¿Para qué? Para nada; perohabía andado. Había recomendado la dieta. ¡Malo! D. Venancio era ungrandísimo tragaldabas, que tenía indigestiones como podría tenerlas uncañón cargado hasta la boca, y las curaba con dietas dignas de laTebaida. Sin más razones, recetaba también dietas absolutas a todos susclientes como el mejor específico del mundo. Aguado, que tenía elestómago perdido sin necesidad de comer, era enemigo de la dietatratándose de personas delicadas como doña Emma. Pues bien, de todo elmal de que aquella señora no se había quejado todavía, tenía la culpa lafalta de alimento, la dieta del otro. Emma calló a esto; no se atrevió adecir lo bien y mucho que venía comiendo aquella temporada.

Por fin Aguado la dejó explicarse, y ella se quejó de lo siguiente:

«No le dolía nada, lo que se llama doler, pero tenía grandes insomnios,y a ratos grandes tristezas, y de repente ansias infinitas, no sabía dequé, y la angustia de un ahogo; la habitación en que estaba, la casaentera le parecían estrechas, como tumbas, como cuevas de grillos, yanhelaba salir volando por los balcones y escapar muy lejos, beber muchoaire y empaparse en mucha luz.

Su melancolía a veces parecía fundarse enla pena de vivir siempre en el mismo pueblo, de ver siempre el mismohorizonte; y decía sentir nostalgia, que ella no llamaba así, porsupuesto, de países que jamás había visto ni siquiera imaginado conforma determinada. Este prurito extravagante llegaba a veces al absurdode desear vivamente estar en muchas partes a un tiempo, en muchospueblos, junto al mar y muy tierra adentro, en lo claro y en lo oscuro,en un país como en aquel suyo, donde había muchos prados verdes, perotambién en una región seca, de cielo diáfano, sin nubes, sin lluvias.Pero, sobre todo, lo que necesitaba era no ahogarse, no estar oprimidapor techos y paredes, etc., etc».

Para Bonis nada de esto ofrecía novedad, a no ser en la forma, pues sumujer se había pasado la vida pidiéndole la luna. Sólo cuando oyóaquello de anhelar salir volando por el balcón, pensó, sin querer, enlas brujas que van los sábados a Sevilla por los aires, montadas enescobas; y tuvo cierto miedo supersticioso de esta inclinación, queofrecía relativa y sospechosa novedad. Se puso colorado, avergonzándosede su mal pensar. Ni en idea se atrevía a ofender a Emma, por temor deque le adivinase el pensamiento.

D. Basilio interrumpió a la dama, extendiendo la mano y pidiéndole elpulso por señas. Sonrió con gesto de inteligencia, como diciendo quetodo lo que aquella señora había expuesto lo había previsto su sabiduríay era cosa que andaba escrita en libros que tenía él en casa. Después,como solía en lances tales, hizo caso omiso de la variedad de fenómenosrelatados por la enferma, para fijarse en la causa una, y dijo:

—El histerismo es un Proteo.

—¿Quién?—preguntó Emma.

—Uno—advirtió Bonis, luciendo sus conocimientos clásicos—, que robó elfuego a los dioses.

—Eso es—afirmó el médico, que no conocía de la biografía de Proteo másdatos que los conducentes a su cita—. El histerismo—añadió—, comoProteo, toma infinidad de formas.

—¡Ah, sí!—interrumpió con ingenuidad Bonis—. Dispense usted, D. Basilio;el que robó el fuego a los dioses fue otro, fue Prometeo.... Me habíaequivocado.

El doctor se puso un poco encendido y disimuló con un ziszás entre cejay ceja su enojo, doble por lo de haberle llamado D. Basilio y haberlehecho enseñar la punta de la oreja de su descuidada educación en materiade antigüedades.

«¡Qué animal es este calzonazos!» pensó, y siguió:

—Es necesario que vayamos a la raíz del mal. El mal está dentro, en loque llamamos el espíritu, porque advierto a ustedes (y esto lo dijovolviéndose a Bonis, para deslumbrarle y vengarse) que soy vitalista, yno sólo vitalista, sino espiritualista, aunque no es esa la modareinante.

No le cogía a Reyes tan de nuevas la cuestión como creía el otro.Justamente él, en los ratos que dejaba la flauta y no podía ver aSerafina, y su mujer no le necesitaba, y, sobre todo, en la cama, antesde dormirse, consagraba no poco tiempo a meditar sobre el gran problemade lo que seremos por dentro, por dentro del todo; y tenía acerca de larealidad del alma ideas muy arriesgadas y que creía muy originales.También era él espiritualista, ¡ya lo creo!, ¡a buena parte!...

—El mal está en el espíritu, y el espíritu no se cura conpócimas—prosiguió D. Basilio.

—¿Pero no dice usted que esto es histérico?—pregunto Emma sonriendo.

—Sí, señora; pero hay relaciones misteriosas entre el alma y el cuerpo,y yo no soy de los que dicen (volviéndose otra vez a Bonis) post hoc, ergo propter hoc.

Decididamente quería deslumbrarle y hacerle pagar caro lo de Proteo yPrometeo; porque D.

Basilio no acostumbraba a hacer alardes deerudición, y a la cabecera de los enfermos más parecía un moralista delgénero de los elegantes y atildados, que un doctor de borla amarilla.

Bonis se puso a traducir para sus adentros el latín, y no tropezó másque en el propter, cuyo significado no recordaba; ya lo buscaría en elDiccionario. Ello era una preposición. Bonifacio Reyes había cursado enel Instituto provincial los primeros años de filosofía, pero sin llegara bachiller; mas su ciencia no provenía de ahí, sino de lo que ya vadicho, de un gran prurito que, ya de viejo, le había entrado de instruirse, y no sólo por completar su educación, sino porque como anteshabía soñado con ser padre, la gran dignidad que atribuía a este sacerdocio le había parecido merecer un plan, todo un plan de estudios serios y profundos, que pudieran servir en su día de alimento espiritualal hijo de sus entrañas y de las entrañas de su mujer.

Como Emma, que nada entendía del trivio ni del cuadrivio, seimpacientase un poco viendo que Aguado no acababa de recetarle lo queella necesitaba, el médico, que comprendió la impaciencia, resumió,diciendo que no hacían allí falta alguna los jaropes del otro, quebastaban unas tomas de aquellos glóbulos que él guardaba en aquella cajatan mona; y, sobre todo, mucho paseo, mucho ejercicio, distracción,diversiones, aire libre y mucha carne a la inglesa. Con este motivo dela carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo era por aqueltiempo casi inaudito, de gran novedad por lo menos; abominó del cocido;achacó la falta de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carnefrita que se come en esta pobre España, etc., etc.

Dicho y hecho. Hubo una revolución en aquella casa. Todos los Valcárcelde la provincia, hasta los del más lejano rincón de la montaña, supieronque por prescripción facultativa Emma había cambiado de vida; se habíaresuelto, venciendo su gran repugnancia, a salir mucho, frecuentar lospaseos, las romerías y hasta las funciones solemnes de iglesia, y podíaser que el teatro.

D. Juan Nepomuceno dejaba hacer, dejaba pasar.

Emma le presentaba las cuentas de la modista, que subían a buenos picos,y él pagaba sin chistar. También hubo que hacerle ropa nueva a Bonis,pues su mujer sólo en este punto tenía buena idea de la dignidad de unmarido. Él era el que la había de acompañar ordinariamente, y en vanoella luciría las mejores telas y los sombreros más caros si su esposodescomponía el cuadro con malos géneros y prendas cortadas a sierra porun sastre indígena. Se volvió al paño inglés y a los artistas famosos deMadrid. Ahora Bonifacio se dejaba vestir bien con mayor agrado, puesSerafina notó el cambio y le encontró muy de su gusto. Pero ¡ay!, quesus relaciones ilícitas tropezaban con mayores dificultades que hastaallí, pues el tiempo libre escaseaba, y había que disimular en paseos ydemás sitios públicos, donde desde lejos se veían los amantes enpresencia de la esposa, al parecer descuidada, pero Dios sabía....

Bonis, con la espalda abierta, como él decía, temía a todas horas quellegase el momento de una explicación; pero Emma nunca volvía sobre elasunto de los polvos de arroz. Tampoco aludía jamás a lo que aquellanoche extraña había sucedido, ni había vuelto a tener iniciativas deaquel género. Lo que sí hacía era hablar mucho del teatro, y preguntarlesi conocía al tenor, y al barítono, y a la tiple; y pedía señas de suvida y milagros, ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque esclaro que por referencias lejanas....

Una tarde, después de comer a la francesa, gran novedad en el pueblo,donde el clásico puchero se servía en casi todas las casas de doce ados, Emma, que bebía a los postres una copa de Jerez superior auténtico,traído directamente, por encargo de la señora, de las bodegas jerezanas,se quedó mirando a su marido fijamente, con ojos que preguntaban y sereían, burlándose al mismo tiempo; mientras sus labios y el paladarsaboreaban un buche del vino andaluz que ella zarandeaba con la lenguavoluptuosamente. Separó un poco la silla de la mesa, se puso sesgada ensu asiento, estiró una pierna, enseñó el pie, primorosamente calzado, yen verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara con el Jerez y nopudiera hablar por esto, por señas empezó a interrogar a su marido,señalándole el pie que enseñaba, y después indicando con un dedolevantado en alto, que movía al compás de la cabeza, algún lugar lejano.

Comían solos el matrimonio y D. Juan Nepomuceno, pues por raro accidenteno había huésped pariente en casa por aquellos días; D. Juan es claroque vivía con los sobrinos. Bonis al principio no comprendió nada de lasseñas de su mujer ni les atribuyó gravedad alguna.

—¿Qué dices, chica? Explícate.

—¡Mmm, mmm!—murmuró ella, y siguió con la misma pantomima, cada vez másacentuada en los gestos. Nepomuceno bebía también su copita de Jerezllena de migas de rosquilla de yema, y callaba; como si no estuviera ensus atribuciones fijarse en las tonterías de su sobrina, que, desde quehabía vuelto a darse de alta, hacía la loquilla y la muchacha y sepermitía unas bromitas y unas alusiones alarmantes, de que él no queríahacerse cargo por ahora.

—Pero habla, mujer, no entiendo eso... del pie...—repitió Reyes.

Emma tragó el buche de Jerez; pero en vez de hablar, volvió a llenar laboca y a renovar la pantomima con mayores aspavientos.

Bonis se fijó bien; primero señalaba al pie, bueno; y después, con eldedo y la cabeza, quería indicar algo que no estaba presente....

No comprendía.... Pero de repente, el corazón le dio dos latigazos, y unsudor frío comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo labellaquería que solían en los casos apurados, se le declararon enhuelga, como si huyeran solas del apuro. El físico, la parte material,le anunciaba un peligro de que su oscuro entendimiento no se daba cuentatodavía. Allí había algo serio; ¿pero qué?

Bonis miró angustiado a Nepomuceno por ver si sorprendía connivenciaentre el tío y la sobrina. Nada; D. Juan, como si no estuviera allí.

—Pero, hija mía, ¡por los clavos de Cristo!...

Emma arrojó el buche de Jerez al suelo, y alargando más el pie hacia suesposo y enseñando parte de la pantorrilla, gritó como si hablara a unsordo:

—Quiero decir, por los clavos de una puerta, entiéndelo, que bien claroestá... quiero decir que... qué te parece de ese pie que te enseño,mastuerzo.

—Primoroso, hija mía.

—No hablo del pie, borrico; el pie ya sé yo lo que vale; hablo de lasbotas.... Te pregunto si sabes quién tiene otras iguales.

—¿Yo?, cómo he de saber....

—Pues no hay más que estas y otras vendidas; me lo ha dicho Fuejos, elmismísimo zapatero, tu amigo Fuejos. No ha vendido más que estas y lasde la tiple. Y por eso te preguntaba yo...

alcornoque. Tienes unamemoria como un madero. Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las dela tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas bien!...

Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las rodillas de su marido.El tío estaba del otro lado de la mesa y no podía ver el pie levantado,ni tampoco lo intentaba.

Bonis buscó, por instinto, un vaso de agua sobre la mesa, metió en laboca el cristal, y así se estuvo, primero bebiendo, y después haciendoque bebía.

Y pensó, sin querer, en medio de sus angustias, que no podemosfigurarnos ni describir los que no pasamos por ellas: «Esto es lo que enlas tragedias se llama la catástrofe». Y más pensó, a pesar de loapurado de la situación: «En las óperas podemos decir que también haycatástrofes»; y se acordó de la Norma, que era su mujer; y de Adalgisa,que era la tiple; y de Polión, que era él; y del sacerdote, que eraNepomuceno, encargado sin duda de degollarle a él, a Polión.

—Pero, vamos, calabacín, di algo; ¿son o no son estas lo mismo que lasde la tiple? ¿Me engañó aquel tío o no?

Sacando fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando comoun ventrílocuo, tan de adentro le salía la poca voz de que podíadisponer:

—Pero Emma, ¿cómo quieres que yo conozca... las botas de esa señorita?

Entonces fue D. Juan Nepomuceno el que habló; pero antes se puso en pie,clavó también los ojos en su sobrino por afinidad, y cuando éste casicreía que iba a sacar el cuchillo para herirle, exclamó con grancachaza:

—Tiene razón Bonifacio; ¿cómo quieres que él sepa cómo son las botas quecompra la tiple?

No ha de ser él quien las pague.

—Eso es una... bobada, tío, y usted dispense; el que paga las botas aesas señoritas no suele conocérselas, como dice este; si la Gorgheggitiene querido que le pague las botas, ese... le conocerá otra cosa, perolas botas no, y menos estas que yo digo, que las compró esta mañana.Pero este papanatas sí las ha visto, y por eso yo le preguntaba; sóloque tiene una cabeza como un marmolillo y todo lo olvida. Vamos a ver;¿no estabas tú en la tienda de Fuejos cuando entró esta mañana a lasdoce la tiple, y anduvo escogiendo botas y pidió la última novedad, yFuejos le enseñó unas como estas? ¿Y no te preguntó la tiple a ti tuopinión, y no dijiste que eran preciosas... y no se las calzó allídelante de vosotros, delante de ti y del hipotecario Salomón el Cojo?¡Pues hombre, si todo esto me lo contó el zapatero, y por eso yo lecompré estas; porque no había vendido más que otras, y esas a la tiple,que viste muy bien!

—Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona, es absolutamentefalsa—dijo con voz bastante repuesta Bonis, que también se levantó paramedirse con el tío—. Yo no he entrado hoy en la zapatería de Fuejos, ypuedo probar la coartada; a las