Quilito by Carlos María Ocantos - HTML preview

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Y se oyó, como una campanada:

—¡Oro 345!

Llegaron los diarios de la tarde y pasaron de mano en mano, arrebatados,en el furor de saber noticias. ¿Qué había de nuevo?

Nada, los decretosde agua de borrajas del Gobierno, los paños calientes de siempre: lasituación deshauciada, y sus médicos aturdidos, sin saber a qué santoencomendarse. De pronto, la nueva de la renuncia del doctor Eneene, elministro inamovible, surgió como un cohete, se extendió, se propagó atodos lados: muchos incrédulos movían la cabeza; alguien gritó:

—¡Abajo Eneene!

Pero lo cierto es que la noticia nadie la creía. ¡Renunciar Eneene! Sipara arrancar aquel hombre de su poltrona, donde estaba incrustado comoel molusco a la roca, se necesitaba cogerle de una oreja y echarle apuntapiés, y aún así, era casi seguro que había de volver, a hocicar. Yla prueba que no se creía la noticia, es que no produjo impresiónalguna, ni síntoma de mejora siquiera; el oro, en los primeros momentos,bajó cautelosamente dos peldaños, se paró en el 343, miró, olfateó, yluego volvió de nuevo al 45, y como allí sin duda no se encontraba a sugusto, subió al 46, convencido de que la renuncia del señor ministro erauna guayaba de a libra; en cuanto a los demás valores, siguieronbajando la escalera de cabeza.

Naturalmente,

estos

rumores

de

renuncia

vinieron

acompañados de laestupenda nueva de que Esteven se había fundido, como metal puesto alfuego. Esto sí produjo impresión, y muy honda, porque don Bernardino,era, como Schlingen, de los árboles grandes cuya caída parecía más detemer. ¡Andaba enredado en tanto negocio misterioso! de tierras, deferrocarriles, hasta de proveedurías... Se dudaba, sin embargo, de laespecie. Y

los que ponían más empeño en negarla, eran los parásitos delpersonaje, los que vivían de sus cábalas; más de uno sintió calambres enel estómago. Vamos, que si Esteven se hundía, no había ya remisiónposible para nadie: las horcas caudinas en la puerta de la Bolsa, yagachar la cerviz y sufrir el yugo. Pero no; debía estar muy bienforrado, a cubierto de golpes y magulladuras; sus vinculacionesoficiales, de que él tanto alardeaba, servíanle de escudo contra lacrisis. Que en tiempos de escasez padezca hambre el pueblo, el puebloque trabaja, santo y bueno, pues para eso es pueblo...¡que se fastidie!pero los que están arriba, con sus graneros repletos, ¡ca! los lacayosdel magnate nunca han dado más satisfacción a sus apetitos, ellostambién. Esteven era de los lacayos del poder más en privanza: si teníalas llaves de la despensa, ¿a qué había de apretarse la barriga? ¿cómohabía de dejar en seco a sus fieles colaboradores? Aunque desde ya podíaasegurarse que los que pagarían el pato, si el rumor se confirmaba,serían los justos, los de conciencia, los que de buena fe se hubieranembarcado en la nave negrera del compadre de Su Excelencia.

Inútil paréceme decir que Rocchio, el molido y sin ventura, era deéstos; deslumbrado por el sello oficial que se atribuía a todas lasoperaciones de Esteven, se había metido con él en un negocio queprometía el oro y el moro, y más todavía: ciegamente, las manos atadas.

—Cuando se tiene la influencia de don Bernardino—decía,—y se manda enlos Bancos y en los Ministerios, como él, porque allí donde donBernardino dice negro, negro se hace, y donde blanco, blanco... pues,con la influencia de semejante hombre por delante, no hay nada quetemer.

Que el negocio se malogra, porque sí, pues también puede suceder, yqueda uno en descubierto y en situación poco airosa:

—A ver, una cartita de recomendación o una simple tarjeta, es mássencillo, al director A. o B.; que le den lo que necesite, de ordensuperior. Y cátate el dinero en la mano, sin más garantía que la sagradaorden superior; en cuanto al Banco, que espere el reintegro, y si secansa, que se siente. Que sale bien el negocio, y casi siempre salebien... pues al bolsillo, una vez deducidas las ganancias. Con un pilotocomo don Bernardino, se puede navegar confiadamente.

Ahora bien: en medio de todas las amarguras porque estaba pasando, labola aquella de la renuncia de Eneene le dió escalofríos; sí, señor;sería muy bueno para el país la salida de aquel hombre funesto delGabinete, pero... (aquí Rocchio se hacía egoísta) con él se venía abajoEsteven, y el negocio magno se evaporaba. ¡Qué ocurrencias tienen estospolíticos! ¿No había por ahí alguna buena alma que fuera donde ese malaconsejado doctor y le dijera que guardara su renuncia para más tarde,porque cuando la Bolsa liquida no es conveniente tocar a rebato? Tiempono le faltaría para retirarse a la vida privada, tan tranquilo. ¿Quéhabía de suceder, pues, cuando llegó a oídos del desgraciado corredor,que el propio don Bernardino Esteven acababa de dar la soberbiacostalada que decían? Se revolvió como una fiera, levantando la maza desus puños, dispuesto a triturar, cual una nuez, entre sus dedos, lamaligna noticia.

—¿Quién habla aquí de la quiebra de Esteven?—exclamó comiéndose conlos ojos al concurso.—Calumnias, mentiras, estratagemas infames de losalcistas. El juego es tan conocido, que da risa.

Uno preguntó:

—¿Dónde está Esteven?

La verdad era que a don Bernardino no se le había visto todavía; ¿porqué desertaba el puesto en el día de la lucha?

Rocchio tragó saliva y secalló; he aquí una pregunta, que a él no se le ocurriera: ¿dónde estabaEsteven?

—Ya vendrá—dijo dándose a sí mismo confianza,—ya vendrá a confundir asus detractores.

Pero esta afirmación suya no le bastaba; se fué en busca de don Raimundoy le pidió su opinión sobre lo que se decía, ansioso de saber la verdady temeroso, al mismo tiempo, de saberla. Era lo único que daba elportugués, al contado y sin usura: noticias.

—No crea usted ni una jota de la renuncia de Eneene—

contestó;—acabode verle en su despacho y me ha dicho que no soltará a tres tirones lacartera, ni a cuatro; que él tiene la confianza del Presidente, y conesto le basta. Son maniobras de los bajistas, pero ya ve usted quepierden su tiempo: el oro no ha hecho mayor caso y continúa suascensión.

—Razón tenía yo en ponerlo en duda, porque conozco al ministro como amis manos; pero, ¿qué me dice usted de la quiebra de Esteven? ¿Escreíble? ¿Es verosímil?

Don Raimundo guardó un rato la respuesta. Sin mostrar del Cristo, sinolo que él quería dejar ver, contestó:

—¿Esteven? No le diré a usted que no esté comprometido, muycomprometido: era el principal tenedor de vitalicias,

¡calcule usted!Pero quebrado, no, no... al menos a mí me parece.

—Pues claro—saltó el coloso dando una palmada, que sonó como unestampido,—eso digo yo; para que quiebre don Bernardino, es preciso quela Casa Rosada se derrumbe; ¡un situacionista de su importancia!tendría que ver...

—Sin embargo—concluyó el prestamista,—sería bueno que se apartarausted a un lado, ¿me entiende usted? Cuando se presiente un terremoto,hay que huir de los grandes edificios, así como en los días de tormentano debe guarecerse uno bajo los grandes árboles; son los puntos másexpuestos, señor Rocchio,

¿estamos?

Al italiano se le secó la garganta otra vez; don Raimundo movía lanariz, con una expresión tan singular en su grotesca fisonomía, que nose sabía si hablaba de burlas o de veras.

—Eso quiere decir...—dijo Rocchio resoplando como un ballenato.

—Lo que usted quiera, señor Rocchio.

Y le dió el golpe de gracia, con esta preguntita intencionada:

—¿No siente usted hoy olor a pólvora?

—A chamusquina—contestó el otro,—y juraría que soy yo el que arde,como costal de paja.

Cuando volvió a la pizarra, el oro estaba a 347 y el tumulto era tangrande, que aquello parecía una sucursal del infierno. El joven pálido,encaramado sobre una silla, gritaba como un poseído:

—¡Ladrones, ladrones, ladrones!

Se le hacía coro con carcajadas, bastonazos y gritos. Del lado delpasillo, ocupado siempre por Jacinto y sus amigos, se oían, comoredobles de tambor, los mueras a Schlingen. Acercóse al orador elanciano aquel respetable y quiso calmarle.

—Por Dios, ¡mi amigo! basta de palabras gruesas; ya se ha desahogadousted bastante. ¡Un poquito de tranquilidad!

—¡Ladrones!—repitió el joven arrojando su sombrero contra la pizarra.

Le acometió, de pronto, un mareo y cayó de la silla, presa de un ataquede epilepsia; revolcábase en el suelo, echando espumarajos,

dandoalaridos,

braceando

y

pataleando.

Rodeáronle y quisieron llevársele,pero no fué posible, y hubo que esperar a que la terrible crisis pasara;más calmado, derramó abundantes lágrimas.

—¡Mi mujer, mis hijos!—exclamó extraviado;—¿hay alguien que puedadarme ochenta mil nacionales? ¡Una limosna, por Dios!

Le sacaron de allí, en medio de la emoción de los circunstantes.

—¡Oro 348!—dijo una voz.

El alboroto seguía, entretanto. Alrededor de la pizarra, la batallatomaba proporciones colosales; los dos bandos, alcistas y bajistas,luchaban cuerpo a cuerpo, rabiosamente, cada cual en defensa del santobolsillo, con uñas y dientes.

Don Bernardino Esteven se presentó, cuando la batahola llegaba al puntomás alto de su intensidad. Tan tranquilo, como siempre, entró con lacabeza muy levantada y sonriendo; cuatro mozalbetes le sisearon en lapuerta, y hay quien asegura que uno le gritó:

—¡Fuera!

Pero él no se dió por aludido; la exasperación general era contraSchlingen y la primera víctima de éste, él, don Bernardino. Se mezcló alos grupos bulliciosos, dejando oír su palabra de hombre grave einfluyente.

—Pero, señores, ¿qué locura es ésta? ¡El oro a 348! ¿Por qué?

¿Tenemoso no tenemos confianza? El comercio de Buenos Aires es fuerte, espoderoso; el país rico, lleno de recursos; el Gobierno bienintencionado; no hay razón, pues, para esta victoria de los alcistas,tan vergonzosa, tan injustificada.

A la quiebra de Schlingen, la generatriz del desastroso krac, no ledaba importancia: un accidente de la vida bursátil, que nos ha cogidodesprevenidos. Schlingen era el favorito, entre los caballos de lacarrera, y había dado el fiasco más completo y ridículo; he aquí todo.Se hablaba de revolución, de estallido de iras populares, de represaliasterribles... ¿por qué? ¿porque Schlingen había quebrado? ¡La revoluciónque se la clavaran a él en la frente! Todos le miraban; cuando sepresentaba en la boca del lobo, y hablaba con tanto desparpajo, era quelos rumores propalados carecían de fundamento: Esteven aparecía de nuevorodeado de la aureola de que se le había querido despojar, depositariosiempre de los rayos de Júpiter. Los amilanados de una hora antes,recobraron fuerzas y le hicieron una ovación, digna de estómagosagradecidos. Don Bernardino sonreía.

—No tengan ustedes cuidado, señores, ya bajará el oro, porque el nuevoempréstito se hará, y muy pronto, más pronto de lo que todos imaginan.

Decía esto, y se separaba de un grupo para ir a otro, seguido de sucorte de admiradores; y si alguien le hubiera observado, habría vistoque el personaje evitaba cuidadoso un encuentro, que debía serleparticularmente desagradable: el del levitón del señor Portas, que hastahace poco ejercía sobre él la atracción del imán. ¡Misteriosasingularidad, cuya clave poseía quizá míster Robert!

La noticia de que era portador cayó en el vacío; la escopeta de donBernardino marró el tiro lastimosamente. ¡A buen puerto iba con sushistorias de empréstitos, sabidas de memoria y olvidadas de purosabidas! Que se hacía el empréstito; perfectamente, ¿y qué? ¿quiénbeneficiaba de él? ¿el país? ¿el comercio? ¡Quite usted allá, señor donBernardino! Muchos se encogían de hombros. Y el oro, desconfiado comoninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable;apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto,cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzaspara seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba. Elcreía que la salvación de todos estaba en el empréstito; es una deudaque se contrae para pagar otras deudas, es pedir al vecino de enfrente,lo que se debe al vecino del lado; pero lo principal, lo esencialísimoes tener dinero, venga de donde viniere. Se alborotaba con esto. Leparecía verse ya, en compañía del ilustre Eneene, hundiendo laspecadores manos en las arcas recién llegadas, acariciar las flamantesmonedas y atiborrarse de ellas los bolsillos, glotonamente. Su carareflejaba la concupiscencia en que ardía; sus ojos se cerraban, paramantener por más tiempo la deslumbradora visión: un río de orodeslizándose con suave murmullo, y él, en la orilla, llenando suscántaros, tan numerosos que no podían contarse.

Rocchio le vió venir y se le echó encima.

—¡Lucidos estamos, señor Esteven!—dijo sacudiendo su cabeza deleón.—¿Qué le parece a usted?

Llevóle hasta la pizarra y le señaló la prodigiosa cifra, 348, como semuestra un cometa en el cielo.

—¿No lo ve usted bien?—repuso el italiano,—pues empínese sobre lapunta de los pies, porque está muy alta, o eche usted mano de untelescopio; un simple anteojo no basta.

Los dos, pasmados, se callaron. De los ojos de don Bernardino huyó ladorada visión, y sintió los escalofríos de la realidad.

Rocchio, que letenía bajo su mano, no pensó en soltarle; deseaba averiguar muchascosas, descifrar la charada de don Raimundo.

Lo primero que hizo fuépreguntarle por el negocio magno concertado entre ambos. Y entoncesEsteven habló muy bajo, con misterio, como si tratara de un crimen ytemiera verse descubierto.

—Mal, mi amigo; ¡buenos están los tiempos! Todo lo que he conseguido,es que la propuesta sea incluída en las sesiones de prórroga.

—Pero entonces el diputado aquel...

—Se ha dado vuelta en el último momento.

—Haber doblado la propina, haberla triplicado—exclamó Rocchio conimpaciencia.

—Inútil habría sido; usted cree que todo es soplar y hacer botellas. Nohay que apresurarse. ¿Quiere usted que, por precipitarnos, venga undiario de la oposición, nos descubra el gazapo y salgamos todos adanzar? No hay necesidad de exponerse tan a lo tonto; mi amigo el doctorEneene está de por medio, ya lo sabe usted, y él ha de hacer fuerza devela para sacar el negocio adelante.

—Lo que hay es que yo contaba con mi parte de la garantía, para hacerfrente a mis compromisos de fin de mes...

—¿Qué hacerle, amigo Rocchio? Aguantar la mecha, como todos.

Esto de aguantar la mecha, no le sabía a mieles, sin duda, al alicaídocorredor; pensaba que si don Bernardino había venido a la Bolsa, eraporque ni estaba quebrado, ni temía hacer frente a los díceres malévolosdel vulgo, y si esto era así, como parecía, felizmente, no sería él tansimple de no largarle lo que tenía en la punta de la lengua. Y así lohizo, sin ceremonia. Cuando don Bernardino escuchó aquello de Jacintitoy de los cincuenta mil nacionales entrampados, se enfadó, muy lastimadode que fueran a cobrarle cuentas de su hijo, joven mayor de edad, sociode una respetable casa de comercio, que marchaba sin andadores, porqueno le hacían falta.

—Que se le quite a usted eso de la cabeza, señor Rocchio; los negociosde mi hijo no son de mi incumbencia; Jacinto no necesita de la bolsa desu padre para sostener su crédito. El le pagará a usted... cuando le seaposible. Con estos terremotos,

¿quién no tambalea?

Decididamente, Rocchio no estaba de vena; al escuchar a don Bernardino,intenciones tuvo de hacer con él lo que con aquel político de marras, aquien sirvió tan singular desayuno en la misma mañana.

—Si le pego—pensó,—nuestro gran negocio se quedará en nada y yosaldré perdiendo. ¡Paciencia!

Los dedos le bailaban, sin embargo, tal era su coraje; con tantaembestida como había sufrido, su escuálido bolsillo debía estar hechojirones.

—¡Ah, camastrón! ¿esas tenemos? ¡pues en guardia! No he de perderte devista; el amigo Portas, que es un lince, sabe lo que se dice. No hay quefiarse de estos fantasmones. Sigamos el consejo: apartémonos, pero,¡alerta!

Tan decidido que estaba, hacía poco, a defenderle, y ahora de buena ganale hubiera mordido. ¡Sacramento! Una oleada les separó y Estevendesapareció en el torbellino, siempre sonriendo, como hombre satisfechode sí mismo y de los demás. O era un gran farsante o, efectivamente, laquiebra de Schlingen no le había tocado sino de refilón.

Rocchio miró a la pizarra y el bailoteo de sus dedos aumentó: ahíestaban las vitalicias sin dar señales de vida, a pesar de su nombre;tan rudo era el golpe sufrido, pues habían caído de una altura detreinta puntos. El oro, aguijoneado por los alcistas, subió medio puntomás, a 348 ½, forzosamente, a disgusto, demostrando intenciones debajar al 47, mareado quizá de verse tan alto. Todos, al pie de lapizarra, miraban como Rocchio, angustiados, con el terror pintado en lascaras pálidas, más que pálidas, lívidas.

Y de pronto, como cuerpo muerto que un obstáculo fortuito ha detenido ensu caída y rueda al abismo así que la valla cede y se rompe, las vitalicias se vinieron abajo estrepitosamente, dando rebotes sobre lospuntos; y el oro alzó el vuelo y se plantó en el 350, sacudiendo susalas orgullosas. Un clamor terrible se oyó, prolongado, ensordecedor.

Rocchio, inmóvil, sentía que aquel número siniestro, 350, le apretaba lagarganta, le ahogaba; toda la cólera de que en el día había hechoprovisión, y que hacía hervir su sangre, iba a descargarla sobre aquellacifra, nuncio fatal de su ruina. A su lado, míster Robert, inmóvil comoél, contemplaba la pizarra con ira mal reprimida... Un corredor, ciegode furor, dió un palo sobre el encerado, y como si esto hubiera sido lachispa del incendio, míster Robert se abalanzó a la pizarra, de un saltoprodigioso, y quiso arrancarla; quiso y no pudo, y entonces, conenérgico ademán, borró las cifras malditas. Y se volvió, los brazoscruzados, satisfecho y tranquilo, cual si acabara de pisotear bajo suplanta al demonio del agio.

Echáronse sobre él, le increparon, le insultaron, acorralado contra lapizarra, muda ahora; y Rocchio, como fiera a quien abren la jaula,acudió a apoyarle... La lucha estalló entonces: los sombreros rodabanpor el suelo, los bastonazos llovían; todos gritaban, enzarzados unoscon otros, en torno de míster Robert, impasible. Y Rocchio, desgarradala pechera, babeando de rabia, repetía:

—¡Ah,

brigantes!

¡ah,

estafadores!

¡Sacramento!

¡Sacramento!

Del torbellino fué arrancado el vengador, que sonreía con desprecio, porun grupo de amigos; a tiempo que salía, del pasillo, a paso de carga,el escuadrón de Quilito y se lanzaba a la pelea, al grito de ¡mueraSchingen! Don Raimundo pasaba, buscando asustado la salida. Aquellalegión de diablos le rodeó, dando alaridos; un bastonazo le derribó lachistera tornasol, y empujón va, empujón viene, le dieron el granmanteo, entre risas y burlas. Como pelota, iba de un lado al otro,sudando, gesticulando, descompuesto. Quilito le arrancó uno de losfaldones y lo izó en la punta de su bastón.

—¡Basta, dejémosle!—gritó Jacinto.

Y le largaron, huyendo el portugués despavorido, rabo entre piernas.

Esteven, entretanto, al que un grupo de fieles protegía, invocaba atodos para restablecer el orden. ¿Qué pasaba allí?

¿por qué barullo tangrande? Se adelantó, cuando un furioso se le vino encima con el puñocerrado y le escupió a la cara este insulto:

—¡Canalla!

Dos o tres voces gritaron al mismo tiempo:

—¡Abajo Eneene!

Las invectivas caían sobre él, como lluvia de piedras; una mano, másaudaz que las otras, se prendió de la solapa de su abrigo. Y abandonadode su estado mayor, que se desbandó, escapó también, como don Raimundo,en completa derrota.

Las iras comprimidas por tan largo tiempo, se habían desbordado; segritaba, se forcejeaba, se luchaba. ¡Y qué! ¿el oro tenía que burlarsesiempre del comercio honrado, del que no juega, del que no busca en laespeculación sino en el trabajo el bienestar y el sustento? La mano demíster Robert, al arrojarle de un revés, de su insolente altura, habíahecho justicia.

La sarracina continuaba; muchos timoratos escapaban a la calle Piedad,espantados; otros se guarecían detrás de las puertas, de las columnas,de las mesas. Y en medio de la confusión, de las voces, de las carreras,de los golpes, la enseña de la autoridad se mostró...

Rocchio, indomable, protestaba, siempre al pie de la pizarra y loscompañeros de Jacinto. Quilito llevaba, a guisa de bandera, el faldón dedon Raimundo, y gritaba:

—¡Muera Schlingen!

VI

Susana Esteven repasaba al piano una sonata de Beethoven.

Antes de salira compras, en compañía de Angelita, su madre le había dicho:

—¡Me atacas la cabeza, Susana, con esa sonata! Parece que tocas aánimas o que llamas a misa. Esta música alemana no puedo sufrirla. ¿Porqué no estudias un valsecito francés, alegre, o un aire de opereta?Mira, ¡Madame Angot! eso es música.

Susana era muy bonita y muy simpática; un terroncito de azúcar, unapaloma, un dije: todas las hipérboles de la comparación, no alcanzaríannunca a dar una idea exacta de lo que era esta niña hechicera, sin hiely sin malicia. Tenía más de los Vargas que de los Esteven, aunque nadade su madre, Gregoria, la excepción de la familia; aquella dulzura decarácter le venía de su tía Casilda, y era más blanda que ella todavía,más sumisa, más dócil, quizá porque las contrariedades de la vida nohabían llegado a agriarla, y del tío Pablo Aquiles esa debilidad queparece ser patrimonio de la bondad, generalmente, y por eso dicen quelos buenos son los tontos. No lo era Susana, sin embargo, aunque buena ydébil; en la casa era ella el ama de llaves, la que lidiaba consirvientes, la que organizaba y dirigía todo. Venía Jacinto:

—Nanita, vas a pegarme este botón, ¿verdad? y luego me das una puntadaen este ojal y otra en el forro del chaqué. Eso es; así me gusta.

—Nanita—decía Angela, la menor, una niña que entre otros defectos queya irán saliendo, tenía el horrible e imperdonable de comerse lasuñas,—Nanita, vas a desenredarme el pelo y hacerme la trenza. Así;perfectamente.

Misia Gregoria llegaba:

—Anda, hija mía, ve cómo esa condenada de cocinera prepara elescabeche; tú entiendes de guisos.

Y raro era el día en que el padre no la dijera:

—Hijita, vas a ponerme en limpio ese manuscrito que está sobre la mesadel escritorio; tu letra es más clara que la de Jacinto, y no echasborrones, ni haces raspaduras.

A todos atendía Susana, y todo lo ejecutaba a maravilla. Y en el salón,en el escritorio, en el tocador y en la cocina, siempre era la misma,dispuesta y viva, amable y afectuosa. Se levantaba la primera, y yalavada y peinada, iba a ver preparar el desayuno de la familia; que elchocolate de don Bernardino, y el mate de la madre, y el te con leche delos hermanos, estuvieran en el punto en que el capricho de cada cual loexigía; daba prisa a los criados, y les amonestaba, suavemente.

—Bernardo, ¿quiere usted hacerme el favor de darme el jarro de laleche? Muchas gracias. ¿Ha llevado ya al niño los diarios?

ya sabe ustedque él gusta de leerlos en la cama. Manuela, ¡ha dejado usted cortar el chocolate! un poquito de más cuidado, se lo ruego a usted.

Si no había criado, ella lo hacía, y arreglaba los cuartos y tendía lamesa; una vez, se despidió a la cocinera, y como el servicio anda así,como Dios quiere, Susana tuvo que ir a la cocina y preparó un almuerzoque daba gloria.

—¡Esta Susanita—decía el padre,—es tan buena! si ella faltara, no séqué sería de la casa.

Misia Gregoria la daba a arreglar los vestidos que la modista no habíaconseguido sacar a su gusto. Y todavía tenía tiempo para repasar suslecciones de idiomas, y acompañar a su hermana al paseo, o a tiendas, oa visitas, y también a su madre. Ella se complacía en ser útil, enservir; no tenía más ambición que agradar a todos. Por lo cual, todos laadoraban. Esteven la llamaba su Nanita querida; la madre hablaba demandar construir un nicho muy dorado con dosel y todo, para meterladentro, como santita que era; Jacinto la traía regalos siempre quepodía, y en cuanto a Angela, caso extraño, su antítesis, el polo opuestode Susana, la respetaba y miraba como algo superior y sobrenatural.

Desde muy niña fué así Susana, de una pasta que ni amasada por manos deángeles. En los rincones pasaba las horas muertas jugando a las muñecas,sin chistar; ella misma confeccionaba las prendas liliputienses con quevestía a su pequeña familia, tan hábilmente, que todos se maravillabande la práctica de aquellas manecitas en manejar la aguja y las tijeras;misia Gregoria guardaba todavía, como oro en paño, las camisitas yvestidos hechos por su adorado prodigio a los cuatro años. Cuando seaburría de las muñecas, tomaba su libro de cuentos, y llegaba el caso dereferir lo que leía sin olvidar un detalle, condimentando su relacióncon observaciones propias, siempre atinadas. Don Bernardino, asustado deesta precocidad, hablaba con terror de la meningitis.

—Preferiría—decía a su mujer,—que fuera menos despierta, porque estasinteligencias desarrolladas así de golpe o no dan ya nada de sí y seestacionan o hacen estallar el frágil vaso del cerebro.

—¡Qué ocurrencia! ¿De modo que estarías más satisfecho si la niñatuviera en vez de esa cabeza llena de talento, una calabaza vacía? Aver, preciosa, cuéntame la historia de Pulgarito, o dime cuántos ríostiene la República Argentina.

A pesar de los temores del padre, la meningitis no vino; Susana creció,como un lirio, y a los diez y ocho años era una mujercita en la quetodas las promesas de la niña habían madurado, a pesar del ambiente pocofavorable en que la planta se desarrollara. Porque hay que decir, que niel padre, ni la madre, ni los hermanos, ofrecían un ejemplo digno deimitarse: misia Gregoria, en primer lugar, que recordaba, como horriblepesadilla, los años pasados bajo el cerrojo de su padre, don Aquiles,no quería oír de poner cortapisas al capricho de sus hijos; dejarles,que hagan lo que quieran, que gocen sin trabas de la edad dichosa...¡Contrariar a los niños, hacerles llorar! ya vendrán, ya vendrán laspenalidades de la vida, demasiado pronto, y entonces sabrán lo que essufrir: ahora, dejarles en libertad. Con esto, soltaba tanto la cuerda,que Jacinto, que era un potro, y Angelita, una machona muy de temer,campaban por sus respetos y hacían de su capa un sayo. Si Estevenintervenía, pronto a castigar una travesura o una inconveniencia, acudíala señora en defensa del reo: