Quilito by Carlos María Ocantos - HTML preview

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A las cinco y media, cuando ya no se veía en el escritorio, místerRobert cerró su libro; la claraboya dejaba caer una luz mortecina, queembrollaba los números sobre el papel, simulando extraña danza deesqueletos, y no era posible continuar el trabajo. A veces, cuando laurgencia del asunto lo requería, encendía el gas y seguía en su tarea,sin preocuparse de la hora, ni de la que marcara su estómago, mientrassu aristocrático socio faroleaba en Palermo, descuidado. No salía, sindejarlo todo en orden, cada cosa en su sitio de costumbre: la pluma, muylimpia, envuelta en el mismo pedacito de tela negra, que trajo el primerdía; la chaqueta de casa, en el segundo clavo de la percha del fondo; ellápiz, la regla y el lacre en el cajón del centro de su mesa, objetostodos que cuidaba con cariñoso esmero, como dóciles compañeros de lalabor diaria. Así resplandecía el sitio que él ocupaba de sorprendentelimpieza, en medio del desorden y la dejadez del resto de la habitación;al principio, quiso imponer sus hábitos morigerados, asignando su puestoa cada objeto y haciendo que la escoba y el plumero desempeñaran elpapel que aconseja y manda la higiene; pero aquello fué lo mismo quepretender aplicar la regla de San Benito a una tropa de reclutas.Jacintito tenía convertido el escritorio en club familiar, y allí secharlaba y fumaba, como se jugaba al box y al palo, y en momentos deamistosa expansión volaban los libros, cual si tuvieran alas; todo locual contribuía a darle el aspecto de sala de escuela, manchado de tintael suelo y garabateadas las paredes por los muchachos revoltosos.

MísterRobert creyó poner un dique a la invasión, ordenando su mesa y los avíosde escribir con la minuciosidad femenina que le caracterizaba, mas nologró escapar a sus efectos: su querida pluma, cuyo rum-rum le era tangrato, abandonaba a lo mejor el lecho de cartón y el cobertor de lana,que tan bien sabía prepararle, y salía a recorrer las otras mesas,volviendo de estas calaveradas maltrecha y sin barbas; parecidasexcursiones hacían el lápiz, que llegaba despuntado; el secante, quetraía perfiles grotescos, y la regla, con más porrazos que cabeza deturco. Puso entonces todo bajo llave, pero asimismo no le dejabantranquilo: ya era Jacintito, que le pedía papel y lo borroneaba o plumay la echaba a perder; ya el escribientillo que tenían, cagatinta conaires de ministro, de onda sobre la frente, que escribía a fuerza deraspador y de sandáraca, quien no sabía resistir ante la roja barra delacre o el paquete de sobres, liado en su elegante cinturón de colores.A pesar de su carácter blando, el inglés tenía sus cuartos de hora demal humor, y nada le incomodaba más que encontrar una cosa fuera de susitio, o no encontrarla en ninguna parte: entrecerrando sus ojos dealbino, como un murciélago a quien daña la luz, se revolvía en su bancode patas largas, buscando en los cajones, palpando sobre la mesa;convencido de la inutilidad de sus pesquisas, miraba al escribiente,como si quisiera devorarle, pero no decía nada, porque guardaba sussentimientos y sus pasiones bajo la llave de la reflexión, tan bien,como los objetos de su escritorio.

Con Jacinto no se llevaba mal, y con esto queda dicho que, si susrelaciones no eran cordiales, tampoco estaban a matar. Para un hombretan metódico como míster Robert, que tenía clasificadas las horas deldía y llevaba el debe y haber de su vida, con la mismaescrupulosidad que el libro mayor de la casa, el carácter inconsistentede su socio, aquella falta de instrucción y de juicio, que denotaba ensus actos y en sus palabras, no podía inspirarle confianza ni simpatía.La ley de la necesidad le obligaba, sin embargo, a soportar compañía tanincómoda, pues el otro representaba la fuerza bruta, es decir, elcapital, y él no traía sino la inteligencia y el trabajo, que noalcanzan en plaza cotización alguna, menos cuando van refrendados por lafirma del favoritismo.

Míster Robert no concurría a cafés ni a teatros; su distracción única,suprema, que saboreaba con el deleite de un goloso, era su familia: lamujer, un ángel; el hijo, otro ángel, y el padre, viejo patriarca deIrlanda, más católico que el Papa y de una honradez a toda prueba; deesos caracteres que ya no se estilan y que, temerosos, se esconden enel santuario del hogar, como prenda pasada de moda, para no exponerse ala irrisión del público. Tal como llega al nido la paloma amorosa,trayendo en el pico el alimento para su prole, las alas fatigadas, perosatisfecha de no haber perdido el viaje, así entraba en su casa místerRobert cada noche; besaba a su mujer, a su hijo y a su padre, yaoctogenario y medio baldado, y se sentaba sonriente, mientras la soperahumeaba sobre la mesa. ¿Qué había de ir él buscando fuera, si el amor yla felicidad le hacían compañía?

Salió del escritorio, cerrando la puerta con el llavín, que guardó, y sefué por la acera de la izquierda, que seguía siempre con lluvia o conbuen tiempo, a tomar el tranvía en la esquina de la Catedral. Al pie delfarol, recorría los diarios de la tarde, espiando la aparición, del ladodel río, de la luz verde, azul o roja del vehículo; el frío y la humedadle incomodaban, e impaciente por la tardanza, se paseaba por el atriosolitario, como galán que espera: el rumor inmenso de la ciudad se habíaapagado, las luces palidecían en medio de la neblina, las vidrieras delos escaparates sudaban de frío, las palmeras tísicas de la plaza sequejaban... Andando, míster Robert pasó la esquina de Reconquista yllegó hasta la Bolsa, en su afán de salir al encuentro del tranvía,creyendo así alcanzarle más pronto.

¡Qué triste y silencioso estaba el edificio, que en el día rebosa deanimación y de gente! Las puertas cerradas, las bombas de gas apagadas,las banderas, con que se engalanara la víspera, enrolladas al asta porel viento, todo envuelto en la niebla, como en un sudario. Ahí estaba,en la actitud de fiera que reposa, bien nutrida de vidas y de honras;los lamentos de las víctimas no se oían, pero quizá, aplicando el oído,se escuchara la voz doliente de los desgraciados, que la loca ambiciónsacrificara. Semejante a aquel palacio de los cuentos, en el cual seentraba por una puerta riendo y salíase por la otra llorando; ¡cuántos ycuántos habrían penetrado en el fatal recinto, con la sonrisa de laesperanza en los labios, y salido con las lágrimas del desengaño en losojos! Picados todos por la tarántula del lucro fácil, vienen, en danzainfernal, a ofrecer sus dádivas al monstruo: uno, el pan suyo de cadadía; otro, el blanco cordero de sus ilusiones; aquél, su crédito; éste,su nombre, el porvenir, la vida... Todo lo devora la fiera hambrienta.Las filas se clarean; pero, como en las batallas, los que vienen detrásocupan el sitio de los caídos y el asalto a la fortaleza de la fortunase renueva, con más vigor en cada acometida. Sigilosamente, tiende eltrabajo su escala al primer baluarte, y va subiendo peldaño a peldaño,regando el camino con el sudor de su frente, y llega y se reposa y miratodo aquel estruendo y aquel chocar de pasiones, que bulle en suderredor, como mar agitado por la tormenta; cobra nuevos alientos, ysube y sube, siempre peldaño a peldaño... a veces, flaquean las fuerzas,se detiene, vacila, cae...

pero, agarrado a la escala, recobra pronto elequilibrio y vuelve a subir penosamente. Mira hacia arriba, y le espantael camino que aun falta; mira hacia abajo, y le asusta el espectáculodel combate. Y mientras el trabajo recorre el áspero camino paso a paso,ya animoso, ya desfallecido, hay afortunado que, de un golpe de ala,llega a la cima, y desde lo alto ríe desdeñosamente de aquel quepretende subir arrastrándose como la culebra, y le apostrofa y leinsulta. Torna el otro a mirar hacia arriba y ve con desconsuelo, quehay quien sube con alas que a él le negaron y que la ansiada meta no latocará él con sus manos callosas, sino a costa de esfuerzos supremos.¿Por qué no mejor dejarse caer y abandonar la empresa? Se reanima, ysigue subiendo, siempre peldaño a peldaño, en tanto que la cima vacoronándose de vencedores. Y llega él también, fatigado, enfermo,moribundo casi, y se sienta en la altura a descansar, satisfecho deltriunfo...

Mas he aquí, que se oye un gran estruendo y la fortaleza sederrumba, falta de cimientos, arrastrando a los que subieron con alas yal que subió paso a paso. ¡Y en el campo de la catástrofe, la fieraescarba y se ceba!

De pie en la acera, meditabundo, enfrente del silencioso edificio,míster Robert pensaba que no es otro el destino del trabajo honrado, enlucha abierta con el agio: el interés los une en apretada cadena, y estal la solidez de sus eslabones, y tal el engranaje de la máquina, queel que cae, arrastra a los demás que le siguen, envolviendo a todos enla propia ruina. ¿Y las fatigas y los desvelos del que sembró susemilla, cuidó su germinación, se recreó en la florescencia y se preparóa recoger el fruto apetecido? ¡Quién sabe! él era de los que van poco apoco, por la recta de la honradez, enemigo de las curvas delmercantilismo, y quizá en el nublado que se aproximaba, cayera también,víctima inocente de ajenos errores. ¿Qué sería entonces de su pobrefamilia? ¿sembraría nueva semilla, sin temor de que las bestias delvecino pisotearan su sembrado y le arruinaran una vez más?

Había caído en dos ocasiones: la primera, por manipulaciones de un sociodesordenado; la segunda, por manejos de un corredor desleal, y en ambastuvo que responder con su capital y sus ahorros de la impericia y de lamala fe ajenas. ¡Horas más amargas, no las recordaba en su vida! Sucasamiento postergado, su porvenir obscurecido, decaído el ánimo... Yvolvió al trabajo, con rabioso tesón, dispuesto a llegar o a perecer.Divisaba ya la tierra prometida, cuando nuevo golpe le sume otra vez enla desgracia, y otra vez encuentra fuerzas para rehacerse, y llega yrealiza todo su programa de felicidad. Pero entonces luchaba solo, noarriesgando sino el propio bienestar, mas ahora, que tenía seres débilesy queridos que proteger... Cual otro Sisifo, subía por tercera vez lamontaña, con el peso de su honradez sobre los hombros, expuesto a laacometida del agio, que le acechaba y le echaría a rodar al menordescuido. Y bien, si era vencido, no había de ser sin una ferozresistencia, sin luchar cuerpo a cuerpo con el odiado enemigo y tratarde ahogarle entre sus brazos robustos.

La niebla se hacía más espesa y la fachada de la Bolsa adquiría extrañoaspecto, detrás de aquella cortina de tules; míster Robert creía ver enlos huecos de las columnas, en el borde de las cornisas y sobre elmarco de puertas y ventanas, urnas cinerarias y fúnebres inscripciones,antorchas volcadas y figuras de buhos solitarios, el conjunto, en fin,de las tristes alegorías de los comenterios. Llegaba a leer el aquíyace fatal y deletreaba nombres; entre éstos el suyo. Antojábasele eledificio, inmenso panteón de vivos.

Las puertas se abrían sin ruido y veíanse luces amarillas y nichos quese descubrían por sí solos y tumbas que se destapaban, y allá en elfondo una mesa, sobre la mesa una bandeja y sobre la bandeja monedasapiladas; un juego de dados muy cerca, y de pie, al lado de ella, unafigura enmascarada, que bien podía ser Mercurio, a juzgar por el piealado, que trataba de disimular bajo la vestidura que le servía dedisfraz. Y de cada nicho

y

de

cada

tumba

salían

sombras

que,

en

correctaformación, avanzaban hasta la mesa, cada una con un bolsillo de oro enla mano, y en llegando arrojaban el bolsillo, al mismo tiempo que lafigura enmascarada volvía los dados. Una voz siniestra cantaba losnúmeros, y a cada cifra, que repercutía lúgubremente bajo las bóvedas,se desprendía una sombra de la mesa, abandonando sobre la bandeja elbolsillo. Luego volvían con otro y más tarde con otro, y el oro seamontonaba de manera tal, que tocaba al techo en soberbia columna detentadores chispazos. Y los dados seguían bailando y cantando la vozsiniestra. De repente, escuchóse un gran rumor y estallaron, como truenoformidable, las lamentaciones de las sombras; dando ayes dolorosos, seapartaban de la mesa, volvían a sus nichos y a sus tumbas, yregistraban los cuatro rincones, buscando una moneda más que arrojar enla bandeja; las que tropezaban con ella, corrían a ofrecerla a la figuraenmascarada, quien, de una vuelta de dados, hacíala desaparecer; las quenada encontraban, gemían, la cara contra la tierra. Bien pronto, no seoyó sino el concierto colosal de quejas, que la mala suerte arrancaba alos perdidosos; los dados quedaron quietos y la voz siniestra se apagó.Tímidamente, acercóse una sombra y echó sobre la mesa algo que brillabacomo diamantes.

—Aquí traigo las lágrimas de mi esposa—dijo,—tómelas usted el peso yaprecie bien los quilates.

Otra trajo el corazón de su madre, diciendo:

—Es de oro macizo.

Dos llegaron, entregando la primera un escudo y la otra una lanza. Estadijo:

—Doy a usted mi nombre; no tiene mella.

La del escudo dijo:

—Entrego a usted mi crédito; no lleva abolladura.

Con arrogancia, una quitó de sus hombros el manto y lo arrojó sobre eltapete, diciendo:

—Ahí va mi honra; no tiene tacha.

Otra, que aparecía encorvada por el pesar o por los años, trajo costosajoya, manchada de sangre.

—Aquí tiene usted la felicidad de mi hogar—dijo;—esas manchas salencon oro derretido.

Fueron así todas ofreciendo lo poco que tenían, lo único que lesquedaba; y cuando la última vuelta de dados faltaba que dar, aparecióuna sombra más pequeña que las otras, con toda la cara y todas lastrazas de Jacintito Esteven, trayendo un ave desplumada y malherida, ypresentándola, dijo:

—Este es el trabajo; ábrale usted el vientre y encontrará dentro huevosde oro...

Aquella fantasmagoría desapareció; el telón de niebla cayó sobre lafachada de la Bolsa, y quedaron ocultas las figuras del sombrío drama,que la imaginación del comerciante acababa de hacer representar. MísterRobert levantó su brazo, cual si lanzara un anatema, y exclamó:

—¡Garito amparado por las leyes, ladrón de haciendas, yo te maldigo!

Venía el tranvía, el suyo, con su luz roja brillando, como un ojo defuego, en medio de la neblina; míster Robert se metió en él, transido defrío. El reloj del Cabildo daba las seis.

Era la hora ordinaria de su regreso al hogar, en invierno, porque enverano no lo hacía hasta después de las siete. Al escritorio llegabasiempre a mediodía; el mismo tranvía le dejaba en la esquina de laCatedral. De ida y de vuelta, irremediablemente, tenía que pasar pordelante de la Bolsa, y no lo hacía sin arrojarle una mirada de odio, talera la ojeriza que sentía por aquella institución, no por lo que ellarepresentaba, sino por lo que era al presente, convertida en mercado deespeculaciones vergonzosas. Pasaba sin querer detenerse, contemplandocon lástima a los que penetraban en el sitio maldito, viejos y jóvenes,espoleados todos por la misma idea de crear fortuna sobre base de arena;mirábales al rostro y sorprendíale la palidez intensa, la miradainquieta, el respirar anheloso, de los que corren tras una quimera, comotras la mariposa un niño, y a intervalos, ya ponen sobre ella la mano,como la retiran desengañados, se agitan, se revuelven y consumen enestériles esfuerzos. El, entretanto, iba a su trabajo con latranquilidad del hombre que todo lo espera de su propia iniciativa y node una vuelta de dados, sólo con el cuidado del que lleva un pedazo depan y trata de defenderlo de los canes famélicos que le siguen.

A la hora en que míster Robert pasaba para el escritorio y desde esahora en adelante, todos los días hábiles, es tal la afluencia de genteen la Bolsa, que diríase ermita de santo milagroso en día de romería.Por ambas puertas, porque tiene dos entradas, y es por eso tan difícilde guardar, llegan, salen, se tropiezan, se codean los neófitos y losiniciados en el culto del sagrado becerro, que van a prosternarse anteel ara y a consultar el oráculo; no da éste a conocer sus sentencias pormedio de epiléptica pitonisa, sentada en su trípode y acompañada detruenos y relámpagos, sino por modesto civil que, tiza en mano, lastraduce fielmente sobre negro pizarrón, y son escuchadas con avidez yrecogidas y transmitidas de los que salen, a los que entran, de éstos alos que llegan después y de los últimos que se retiran, a la ciudadinmensa, que espera anhelante, como si de la cotización bursátildependieran su bienestar y su porvenir, y se regocija o alarma,alternativamente.

La fila de tílburis se estaciona a lo largo de la ancha acera; decada uno baja ligeramente el corredor, abandonando las riendas en manosdel lacayo, sube aprisa la escalinata y se pierde en el grupo numerosodel pórtico. A bocanadas sale a la calle el rumor de adentro, y arreciapor instantes la agitación y el vocerío; una sola pregunta rueda entodos los labios: ¿A cuánto el oro? Se hacen comentarios sobre lascontingencias que pueden ofrecer las operaciones realizadas, se discutenlas noticias políticas y se habla de las bajas que la crisis produce. Elsol cae a plomo sobre la gran plaza, y los chicos de los tílburis dormitan, aburridos. Sale a paso de carga el corredor que acaba deentrar y se aleja en el ligero vehículo; va preocupado, el ceñofruncido, con el aire de un diplomático encargado de la resolución dearduo asunto; a poco vuelve, y cinco minutos después está otra vez en lacalle. Tal entrar y salir de gentes apresuradas, tanto secreteo en losrincones, la inquietud que en los semblantes se retrata, todo hace creeral transeunte curioso que en aquella casa tan grande, que quiere serpalacio, hay un enfermo grave que se muere por momentos. Por eso, lasconsultas de médicos se multiplican y aparecen los parientes y amigoscontristados.

De los primeros en llegar era el insigne portugués don Raimundo, despuésde dar una regular batida por las aceras del Cabildo y del Palacio deGobierno, tarea que llevaba a cabo con el arte de un consumadopolizonte; llegaba malhumorado, porque él decía repugnarle en extremoesta caza cotidiana al deudor olvidadizo, verse obligado a acechar acada uno, correr detrás, cogerle por los faldones y recordarle por lacentésima vez, por la milésima vez que en tal fecha le hizo talpréstamo, y esto todos los días, y siempre sin resultado. No entrabainmediatamente, sino que se quedaba en el pórtico viendo el desfile,caladas las gafas y sonriendo a unos y a otros. ¡Señor don Raimundo,aquí!

¡Señor don Raimundo, allá! Era alguien que le reconocía o alguienque le necesitaba. Charlaba con todos, pedía informes y daba noticias, ya lo mejor se escurría, rodeaba la manzana e iba a apostarse en lapuerta de la calle Piedad.

—Entre usted, amigo don Raimundo—le decían.

—Luego, luego—contestaba,—es la hora de levantar la caza y no quieroasustarla.

De allí marchaba de nuevo al Palacio de Gobierno y otra vez al Cabildo,para volver a ponerse de facción en la Bolsa.

—¿Ha visto usted a S***?—preguntaba.

—Acaba de entrar.

Seguía el rastro de S***, como perro perdiguero, y no lo abandonabahasta no dar con él, empresa tanto más difícil, cuanto que las dosopuestas salidas del edificio son obstáculo no pequeño para todavigilancia; a pesar de su acentuada miopía, iba directamente tras lapista, de tal manera, que diríase era el olfato y no la vista que leguiaba. Veíasele atravesar la plaza, agitando los faldones de su levitóncolor de café, pasar bajo la arquería de la Recova, perderse entre elhormiguero de la acera y al cabo de corto rato reaparecer, por el ladocontrario, la chistera en la mano y secándose la frente y la calva conel pañuelo. Concluída la requisa, entraba tranquilamente en el sagradorecinto, y como era así tan locuaz y francote, tenía su círculo que lefestejaba; mas, ocurría a veces con él lo que con aquella gata doncellade la fábula, que, en viendo un ratón, le corría detrás, olvidando sunuevo papel y su alto rango: alguien pasaba junto al grupo, en que donRaimundo peroraba con su grandilocuencia de costumbre, veíale el oradory allí mismo se dejaba su discurso y su público, para correr en pos delotro y echarle el guante sin más trámite. Luego volvía, y connaturalidad pasmosa tomaba el hilo de la oración, donde la había dejado:

—Pues bien, señores, sucedió que...

A pesar del cargo que ejercía, que es en el comercio lo que el verdugoen la justicia, no puede decirse que fuera un mal hombre mi donRaimundo: tenía sus escrúpulos de conciencia, sus asomos de caridad ymás fama de blando y misericordioso, que de inexorable y de cruel;aunque esto quizá dependa de la manera en que él, ejecutor de la ley dela necesidad, se conducía con el mísero sentenciado, pidiéndole perdónantes de apretar el nudo de la garganta, porque la forma suele salvar elprincipio.

Hay que aclarar esto de los escrúpulos de conciencia del insigneportugués: con ello ha querido decirse, que no era capaz de cometer unrobo en despoblado, ni de llevar a cabo, ostensiblemente, acción algunade las que pena el código; pero realizaba sin ambages negocitos de doblefondo y a tan delicada y lucrativa faena dedicaba todo su tiempo, todasu inteligencia y todas sus uñas. Apoderarse del caudal del prójimo, esun robo; sisar del tesoro público, no lo es. El que cae en aquel pecado,pierde la estimación y la libertad; el que mete mano en las arcasfiscales, gana posición y renombre. Don Raimundo, pues, la metía hastael codo sin miramientos, y procuraba acercarse del lado que máscalentaba el sol, tras del servicio por proveer, tierras que liquidar oconcesión que acordar. Así tenía, a más del producto de sus préstamosusurarios, la renta fabulosa que sacaba sin repugnancia del estercolerode los negocios sucios. En cuanto a su caridad, practicaba la de suconveniencia, y nada más.

Cualquiera dirá, enterado de estos datos, que, siendo don Raimundo untipo moral despreciable, era un tipo social despreciado. Pues, ¡no,señor! Don Raimundo de Melo Portas e Azevedo era un hombre a quien seagasajaba y mimaba, como puede serlo, y en realidad no lo es, el varónde grandes y positivos méritos. La ola de la emigración europea, entrelo bueno y lo malo que periódicamente nos aporta, había arrojado anuestras playas este digno ejemplar de la familia de los natobdélidos,honorable agrupación zoológica a la que da tono y carácter lasanguijuela; la prodigiosa bondad del suelo y del ambiente contribuyó asu rápido desarrollo.

Es indudable que don Raimundo tenía talento, no esa facultad creadoraque da vida al libro, a la estatua, al cuadro, y que tan bajo se cotizaen el mercado social, sino ese sexto sentido indispensable para andarsuelto, sin peligro, por los vericuetos del mundo, y se llama sentidopráctico, el savoir vivre de los franceses, y consiste en buscarle lavuelta, como quien dice, a las cosas y hablar a cada cual en su idioma.Este talento especialísimo poseíalo el portugués en grado sumo, y asíera él de escurridizo, de flexible y de listo; sabía amoldarse a lascircunstancias, aprovechar los momentos y servirse de los hombres. Detodo sacaba partido y lo mismo espigaba en los campos de la miseria, quesegaba en los de la opulencia.

Su hablar dulzón, su aire humilde, su afabilidad exquisita, le abríantodas las puertas y le ganaban todas las voluntades. De lo que se decíade él, burlábase desdeñoso: don Raimundo trabajaba en la sombra y sussecretos guardábanlos sus cómplices y sus víctimas, empeñados todos encallar, por conveniencia o por vergüenza.

No era en llegar tan exacto ni tan matinal don Bernardino Esteven, otrafisonomía curiosísima del pandemónium bursátil.

Entraba majestuosamente,como gran sacerdote que va a oficiar de pontifical, saludaba condistracción, hablaba con misterio, tenía ¡oh! y ¡ah! en abundanteprovisión, para servirlos de comentario a lo que escuchaba, pasando asípor hombre que sabía muchas cosas, a quien sus altas vinculacionesimpiden ser explícito... Había engrosado hasta el punto de parecerobeso; se teñía la barba y llevaba pelada la coronilla; pero su aire erasiempre el mismo: diríase que estaba más hinchado de orgullo, que degrasa. Cual si fuera zahorí que lleva en la mano el número ganancioso,estrecho círculo le rodeaba, tratando de adivinarlo en un gesto, enmedia palabra de tan conspicuo personaje; y cuando las ráfagas de latormenta próxima, que así temían los árboles corpulentos como los enanosarbustos, se hacían sentir con mayor ímpetu, a él se acercaban todos,como barómetro seguro, a consultar su prestigioso consejo. Sabían que suvoz era la del Sinaí, que por su boca hablaban los profetas deloficialismo, porque era compadre y socio en primer grado del ministroEneene, de aquella encanijada personilla que había subido a la poltronaministerial a gatas, y convertido el despacho en pulpería;forzosamente, tenía que saber algo, que conocer el pensamiento luminosoy la fórmula salvadora de los pastores del asustado rebaño: el loboestaba ahí y la hora del banquete iba a sonar. Esteven hablaba entoncesde planes financieros, más o menos complicados, de economías, dereformas, que habían de volver todo a su quicio, ajustando las clavijasque el favoritismo dejara demasiado flojas, y se mostraba partidario deconcluir con el despilfarro, con el agio y demás plagas de la época, mástemibles aún que las egipcias: su lenguaje era el de un puritano amachamartillo, ardoroso, intransigente. Y citaba, como prueba al canto,el presupuesto que su amigo ilustre el doctor Eneene componía: rebaja desueldo a todos los empleados de inferior categoría, porque para lo quehacen bien pagados están con cuatro cuartos; supresión de media docenade ordenanzas y de las pastas, que una malísima costumbre había dado decompañía al te de las tres de la tarde, en la oficina, y hasta quizá sehiciera cuestión de gabinete el suprimir también el te. A la tropa palolimpio, dieta perpetua a los maestros e impuestos al buen pueblo, sobretodo impuestos, muchos impuestos; la hacienda no se nivela de otramanera. Con esto, y un par de sablazos más a los ingleses, quedaba lasituación dominada. ¡Era mucho hombre este doctor Eneene!

Sulugarteniente ensalzaba los planes del señor ministro con convicción queparecía sincera, pero los que le oían no se dejaban ganar de suentusiasmo. ¿Era cierto que Eneene y Esteven estaban metidos hasta elpescuezo, en el pantano de los negocios turbios? ¿que don Bernardino erael maestro concertador de los chanchullos oficiales, quien organizabalas empresas subterráneas, dirigía detrás del anónimo toda clase decompañías, pescaba toda clase de concesiones y disponía, como de cosapropia, de los empleos del Gobierno y del dinero de los Bancos? Hastalos niños lo sabían y repetíanlo todos los ecos.

Su palacio era un jubileo de postulantes, un steeple-chase detrás dela cartita de recomendación, de doctorcitos sin conchavo e inútiles detodo pelaje, desde los que no tienen colocación en la estancia, hastalos que estorban en su casa; daba audiencias como un ministro y dossecretarios le asistían en el despacho de su correspondencia. Venalhasta la impudicia, recibía regalos de sus protegidos y el precio de sufirma variaba según la ocasión y según el asunto: desde el portal hastael desván, el pie tropezaba con objetos de arte, abandonados, oferta dela turba de ambiciosos agradecida. Su mujer, Gregoria, ostentaba lasjoyas de una reina, que los amigos del omnipotente socio de S. E. seapresuraban a ofrecerla el primero de año o el día de su santo; y sushijas, Susana y Angelita, no bebían las perlas disueltas en el vino desus comidas, se decía, porque no les daba la gana.

Este detentador de fortunas ajenas, llegado a una insolente altura porsendas extraviadas y procedimientos vergonzosos, gozaba de un favor y deuna influencia más insolentes todavía.

Se le adulaba, como si susantecedentes no se conocieran o quizá porque se conocían; entre donRaimundo y él, igualmente criminales y condenados a la misma pena por laopinión pública, había una capitalísima diferencia: la que existe entreel ladrón y el ratero, no porque el portugués se contentara con pequeñosrobos al por menor, que era un pez de primera magnitud, sino porque antelas hazañas de don Bernardino, quedábase en mantillas. La llave