Plick y Plock by Eugène Sue - HTML preview

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—¿Y por qué, comandante?

—¡Oh! porque yo hundí cinco veces mi kangiar en la garganta del buenanciano emir que nos recogía a Sed'lha y a mí, y me hizo instruir comoun rabino.

—¡Dios del Cielo! ¡otro asesinato! ¡Usted asesino de su bienhechor!

—Había abusado de la hospitalidad que nos diera para seducir a mihermana, con la que no podía casarse. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar,Blasillo?

El joven español ocultó la cabeza entre sus manos.

—¿Y su hermana?—preguntó.

—Me quedaba aún una última prueba de afecto que darle, y se la di.

—¿Cuál?

—La maté, Blasillo.

—¿Mató también a su hermana? ¡Usted fratricida! ¡Anatema!

—¡Niño! ¿sabes tú qué suerte espera en Egipto a una joven de mi razaque se ha dejado seducir, cuando el seductor es casado? La despojan desus vestidos y la pasean desnuda por la ciudad; después la mutilan delmodo más horrible, la meten en un saco y la exponen a la puerta de unamezquita, donde todo hombre, incluso un cristiano, puede llenarla degolpes, de injurias y de barro... ¿Qué hubieras, pues, hecho más por tuhermana, Blasillo?

—¡Siempre asesinatos, siempre! No obstante, yo admiro a usted—dijoBlasillo anonadado.

—¡Bebamos, niño! ¿ves? la espuma plateada tiembla y chisporrotea.Bebamos, y arrojemos a la sombra los negros recuerdos del pasado. ¡Portu amante Juana, por sus ojos negros!

Blasillo repitió casi maquinalmente:

—¡Por Juana y sus ojos negros!

—Blasillo, ¿dónde iremos a arrojar el áncora?

—Propongo que en Francia, comandante—y mostraba su copa medio vacía—

,porque, por mi Juana, ¡si los franceses se parecen a su vino!...

—Justo, Blasillo, justo. Como su vino, ellos estallan, chisporrotean yse evaporan.

—Pero por lo menos no habrá allí, así lo espero, minaretes de flechasagudas sobre los cuales sienten a las gentes, mezquitas donde insulten alas jóvenes, y cristianos que degüellen a un anciano como un corzo.Además, usted no ha estado allí, ¿verdad, comandante?

—Sí, Blasillo.

—¿Y permaneció usted mucho tiempo en ese hermoso país?

—Blasillo, cuando salí de Egipto, vine a Cádiz, en tiempos de lasCortes; ofrecí mis servicios y no me preguntaron si llevaba la cruz o elturbante, pero me hicieron maniobrar una hermosa fragata de guerra, ycuando vieron que yo servía para el caso, me la confiaron. Hice algunosafortunados cruceros, y sobre todo recorrí la costa con el mayorcuidado. Más tarde, cuando la santa alianza tuvo que reconocer que tudulce país tenía la fiebre amarilla...

—¡Por mi Juana! era una fiebre de libertad.

—Bien, Blasillo, fue un pequeño acceso de libertad, corto y rápido, quela santa alianza detuvo prontamente con un poco de pólvora de cañón.¡Hermosa victoria!

porque tus compatriotas que no tiran jamás sobre unhombre que lleva un crucifijo, tuvieron que bajar sus armas ante lascruces, los pendones y los religiosos que precedían al ejército francés,y se arrodillaron ante el enemigo como al pasó de una procesión. De modoque ésta fue una victoria, una victoria de agua bendita, Blasillo.

Yoseguí otro sistema; dejé pasar las tonsuras y tiré sobre los soldados.Por esta causa, cuando la paz de Cádiz, fui condenado a muerte pormasón, comunero, rebelde y hereje, que viene a ser lo mismo. Huí aTarifa, donde me refugié con Valdés y algunos otros hombres. Nossitiaron, y al cabo de ocho días de una vigorosa defensa, tuve la suertede caer moribundo entre las manos de un oficial francés que favoreció mifuga, y me dirigí a Bayona y de allí a París.

—¿A París, comandante? ¿Usted ha estado en París?

—Sí, hijo mío; y allí, vida nueva; reanudé la amistad con un capitán dela marina que había conocido en el Cairo en el momento en que iba a serdecapitado por haber levantado el velo a una de las mujeres de unfellah. Yo le salvé a bordo de mi brick. Al encontrarme en Francia,quiso atestiguarme su agradecimiento, y me presentó a un pequeño númerode amigos, como un proscrito de la Inquisición. Entonces recibí tantas ytan calurosas protestas de interés, que me conmoví, Blasillo. Bienpronto el círculo se engrandeció, y todos quisieron oírme contar midesgraciada existencia. Yo me presté a ello; siempre es dulce hablar desus desgracias a quien las compadece, y hay en ello como una miserablecoquetería que impulsa a decir: Ved cómo mi herida sangra aún. Pero mivanidad fue cruelmente castigada, porque advertí un día que se me hacíarepetir con demasiada frecuencia mis desgracias. Más desconfiado,estudié aquellas almas generosas, y escuché las reflexiones que hacíannacer mis confesiones.

Entonces pude apreciar el interés que se teníapor el hombre que ha sufrido mucho. Al principio quedé anonadado,después me dio risa. Figúrate tú, Blasillo, que querían a todo precioemociones nuevas, como ellos decían, y, para proporcionárselas habríanasistido, creo yo, a la agonía de un moribundo, y habrían analizado unoa uno todos sus movimientos convulsivos. Y, a falta de mi agonía,explotaban el relato de mis males, y se complacían en hacer vibrar cadacuerda dolorosa de mi corazón, para apreciar su sonido. En cuanto a mí,con los ojos chispeantes, el pecho hinchado por los sollozos, lescontaba la agonía de mi pobre hermana y mis horribles imprecacionescuando vi que estaba muerta... muerta para siempre... entonces ellos,palmoteando, decían: «¡Qué expresión! ¡qué gesto! ¡Qué bienrepresentaría el Otelo!» Sí, cuando yo les contaba mis combates por laindependencia de España, que me habían proscrito; cuando mi exaltaciónafricana llegaba hasta el delirio y yo gritaba jadeante: ¡libertad!¡libertad!... ellos decían: «¡Qué hermoso está! ¡Qué bien representaríael Bruto!» Y después, cuando habían asistido a la tortura moral que meimponían exaltando mis recuerdos, se iban tranquilamente al baile, asus ocupaciones, a otros placeres: porque para ellos todo estaba dicho:la comedia ya había sido representada. Entonces, yo creía despertar deun sueño, y me encontraba solo con mi amigo el capitán de barco,orgulloso de mí, como el que exhibe un tigre aprisionado.

—¡Infame!—exclamó Blasillo.

—No, Blasillo; aquellas buenas gentes trataban de distraerse. ¡El díaes tan largo! y además, ¿de qué podía quejarme? no me habían silbado, alcontrario, me aplaudían.

¿Qué quieres? mi vida es un papel; así comoasí, todo es comedia: amistad, valor, virtud, gloria, abnegación.

—¡Oh! ¡comandante!—exclamó Blasillo con amargura.

—¡Todo, muchacho, todo! hasta la piedad de las mujeres por ladesgracia. Y si no, escucha; yo amaba con pasión a una mujer hermosa,joven, rica y brillante. Una tarde, yo me había deslizado en su tocadorantes de la hora, y acurrucado detrás de un espejo, esperaba. De pronto,se abre la puerta, y Jenny entra con una mujer hermosa, joven también.Bien pronto vinieron las confidencias, y como su amiga le envidiase miamor, ella respondió: «¿Crees que le amo? no, condesa; pero me choca yme enternece; me da miedo y me divierte. ¡Qué pálidas resultan laslamentaciones de un héroe de novela al lado de su desesperación! porque,querida mía, cuando el pobre muchacho llega al capítulo de sus disgustospasados, llora con lágrimas de verdad y, ¿lo creerás tú? me conmuevo»añadió riendo fuertemente. Ya ves, Blasillo; había faltado a susdeberes y se había entregado a mí para hacerme representar sucesivamentelos remordimientos, el furor o el amor; me inspiró piedad entonces,Blasillo. ¡Bebamos, muchacho! ¡Por la hospitalidad de Francia, como túdices, por la libertad!... Una mañana, mi amigo el capitán, vino adecirme que mi presencia en París podría encender de nuevo la antorchade la revolución en España, y que si en el plazo de tres días no habíaabandonado Francia, me exponía a ser detenido y a ser conducido a lafrontera...

allí, ya comprendes lo que me esperaba. Viendo mi embarazo,el excelente hombre, que debía tomar en Nantes el mando de un negrero,me propuso partir con él; yo acepté, y diez días después estábamos a lavista del estrecho de Gibraltar: Mi buen amigo quiso dejarme en Tánger,donde yo permanecí algún tiempo; allí, el judío Zamerith, jefe de una denuestras sectas de Oriente, me cedió las dos tartanas con sustripulaciones de negros mudos, y tú, querido mío, y tú de propina; tú,pobre aspirante de marina, al que habían hecho prisionero a bordo de unyate, cuyo pasaje fue asesinado; ¡tú, pobre niño, que has querido unirtea mi suerte! ¿Amas, pues, al condenado? di, ¿me amas?

El gitano pronunció estas últimas palabras con aire emocionado. La únicalágrima que en mucho tiempo había derramado, brilló un momento en susojos, y tendió la mano a Blasillo, que la asió con una exaltacióninconcebible, exclamando:

—¡En vida y en muerte, comandante!

Y una lágrima obscureció también la mirada de Blasillo; porque todo loque impresionaba el alma o la cara del maldito, se reflejaba en él comoen un espejo.

No obstante, y aunque hubiese adoptado las ideas del gitano, esto no eraen él la pálida y servil parodia de aquel carácter singular; pero estecarácter resumía a sus ojos todos los rasgos que hacen al hombresuperior, y lo copiaba como una bella alma copia a la virtud. Si queríacompartir todos sus peligros, es que obraba movido por una especie defatalismo, persuadido de que vivía de su vida y de que moriría de sumuerte.

En fin, aquel hombre singular era para aquel niño apasionado másque padre, amigo o jefe, era un dios.

Y en efecto, aquel compuesto de audacia y de sangre fría, de crueldad yde sensibilidad; aquel golpe de vista seguro y penetrante de profundotáctico, unido a una prontitud de ejecución siempre justificada por eléxito; aquel lenguaje, tan pronto cargado de los colores orientales, tanpronto abrupto y brusco; aquellos vastos conocimientos, aquelloscrímenes, excusables y comprensibles hasta cierto punto, aquel interésque rodeaba al proscrito, aquella existencia prematuramente amargada,las amargas revelaciones de aquella alma fuerte y generosa, a quien eldestino condujo a demostrar el amor filial por un asesinato, y el amorfraternal por otro asesinato; en fin, la vista de aquel réprobo, grandeen medio de sus desgracias, todo aquello debía fascinar a unaimaginación ardiente y joven. Así, el gitano ejercía sobre Blasilloaquella inevitable y potente influencia que un hombre tan extraordinariodebía imponer a todo carácter exaltado; en una palabra, Blasilloexperimentaba por él aquel sentimiento que comienza en la admiración yacaba en la abnegación heroica.

—¡Bebamos, Blasillo!—repuso el comandante, cuya mirada habíarecuperado su vivacidad habitual—, bebamos, porque acabo de hacerte unalarga y aburrida confesión, hijo mío; únicamente ten presente que no hasde volverme a hablar jamás de esto; ahora ya conoces mi vida. ¡Vamos!¡por tu Juana!

—¡Por su monja, capitán!

—Ya la había olvidado, así como mi proyecto de escalo, porque los murosson elevados, Blasillo.

—¡Por el Cielo, comandante! si los muros del convento de SantaMagdalena son elevados, una flecha provista de un hilo de seda lanzadapor una ballesta, puede llegar bien alto, y caer en el jardín delclaustro.

—¿Y después, Blasillo?

—Después, comandante, la monjita que habrá recibido el hilo de seda,del cual usted habrá guardado un cabo, se lo notifica por un ligeromovimiento; entonces usted ata una escala de cuerda a la extremidad delhilo que cae por la parte de fuera; la joven tira hacia ella, fija laescala en el muro, como ha hecho usted por la parte de fuera, y ¡por laVirgen! usted puede una noche entrar en el santo recinto y salir tanfácilmente como yo vacío esta copa.

—Por mi kangiar, joven, conoces el fuerte y el flaco del reducto, y, afe mía, tengo deseos de...

En aquel momento, un viejo negro de cabellos blancos, el únicotripulante que no era mudo, descendió rápidamente, se lanzó hacia lahabitación, e interrumpió al gitano.

X

E L P R O D I G I O

...Yo

no

sé,

maestro,

si

es

demonio

o

brujo;

mi

manta

encarnada

se

ha

vuelto

negra,

y

he

mellado

mi

larga

espada

escocesa

golpeando

el

ala

satinada

de

un

joven

cisne.

WORD'WOK, « Aventuras de Ritsborn, el buen loco».

—Y bien, Bentek—dijo el gitano al viejo negro—, ¿qué quieres? ¿Porqué has llegado aquí saltando y debatiéndote como un tiburón al queclavan el harpón?

Pero Bentek, viviendo entre mudos, había acabado por tomar horror a lapalabra y por perder casi la costumbre de hablar; de modo que norespondió más que por el monosílabo ¡pom! ... ¡pom! ... que acompañabacon gestos bruscos y precipitados.

—¡Ah! ya caigo—dijo Blasillo—; el viejo cormorán quiere probablementehablar del cañón.

Blasillo no se equivocaba, porque apenas había terminado de hablar,cuando un cañonazo lejano se oyó, después otro y después otro.Finalmente, advirtieron un vivo cañoneo.

Eran los valientes de Massareo que destruían la otra tartana.

—¡Por los santos del paraíso!—exclamó el ardiente joven—, ya habla elcañón.

El gitano escuchaba silenciosamente, mientras que Bentek continuaba sininterrumpirse sus ¡pom! ... ¡pom! y su viva pantomima. Blasillo,poniéndose apresuradamente un cinturón, colocaba en él su sable, supuñal y sus pistolas. Tenía ya el pie en la primera grada de la escaleradel sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, legritó:

—Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo delconvento de Santa Magdalena.

—¡Beber...

hablar!...

¿en

este

momento?—preguntó

Blasillo,

confundido,abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir laescalera.

El gitano miró fijamente a Bentek, e hizo un gesto que el viejo negrocomprendió en toda su expresión, porque en dos saltos desapareció.

—Sí, hijo mío, bebamos en este momento; porque, Blasillo, tú eres comoel joven y ardiente savo que, como no distingue el grito inofensivo delalción del grito de guerra de la gaviota, afila sus uñas y su pico parasostener un combate imaginario.

—¡Cómo!...

—Escucha atentamente ese ruido, y no oirás que esos cañonazos seancontestados; si tú no estuvieses aquí, si no te hubieses visto obligadopor ese levante del infierno a abandonar la pobre hermana de mi tartana,que, completamente desamparada, flota ahora al capricho de las olas comoel nido desierto de una gaviota; si tú no estuvieses aquí, querido, yono me quedaría tendido sobre este sofá, porque temería por ti.

Así,pues, calma ese ardor, Blasillo; se trata seguramente de algún buque queha zozobrado y que pide auxilio. Pero se equivoca; lo que hice ayer porti, Blasillo, no lo hubiese hecho ni lo haré jamás por nadie.

—Le debo la vida una segunda vez, comandante; sin usted, sin latempestad que me arrojó a su paso, yo me hubiera hundido con ladesgraciada canoa en que navegaba al dejar la tartana.

—Pobre niño, tú habías maniobrado, sin embargo, con una rara habilidadpara conducir a esos pesados guardacostas lejos de la punta de la Torre,mientras que yo desembarcaba el contrabando del tonsurado... Mala nochepara él, Blasillo; ¿por qué blasfemaba?... el buen Dios le hacastigado—añadió riendo y vaciando su copa.

—¡Por el alma de mi madre, comandante! la segunda tartana marchaba comouna dorada, ¡qué ligereza! hubiese virado en redondo en un vaso de agua.¡Ay! ¿qué queda ahora de ese bonito y fino buque? ¡nada!... algunasplanchas rotas o empotradas en las rocas.

—¿Llegué, pues, bien a propósito, Blasillo?

—¡Dios del Cielo! comandante, había perdido el palo mayor y el bauprés;las tres cuartas partes de la tripulación habían sido barridas por lasolas, y las bombas no bastaban para achicar el agua ¡ay! No tuve másremedio que abandonar el buque, que a estas horas ya debe habersehundido.

En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que elgitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.

La noche era sombría y fresca, y el condenado, encontrándose en la mismadirección que la escampavía de Massareo, que tiraba del lado opuesto,había podido aproximarse sin ser visto, ya que el fogonazo de lasandanadas no iluminaba más que el casco del navío sobre el cual tiraban.

El réprobo se dejó ir aún un instante, hizo apagar todas las luces, y sepuso al pairo a medio tiro de fusil del guardacostas, que continuabadisparando, y cuyos tripulantes, atentos, estaban agrupados sobre losempalletados. Se oían perfectamente las voces de Santiago y del valienteMassareo.

—¡Por el Cielo! ¡es el casco de la otra tartana el que hunden esosperros!—exclamó Blasillo en voz baja, mostrando al gitano los restosdel pobre buque, que, iluminado a cada andanada, comenzaba efectivamentea hundirse—. ¡Fuego sobre ellos, comandante, fuego!

—Silencio, niño—respondió el condenado.

Y se llevó a la cámara a Blasillo, haciendo descender también a Bentek.

Se sabe que después de la heroica expedición de Santiago contra latartana que sólo tenía un inocente buey por todo defensor, se sabe que,vuelto a bordo, el digno teniente de la Urna de San José, habíadecidido al capitán Massareo a destruir la embarcación, esperando asíborrar las trazas de su mentira.

Su voz agria y chillona lo dominaba todo a bordo de la escampavía.

—¡Vamos, valor, hijos míos!—decía—, Dios es justo y por su asistenciay la mía nos vemos libres de ese infernal gitano.

—¡Cómo!—preguntó el honrado Massareo—, ¿está usted bien seguro,Santiago, de que el condenado está entre el número de los muertos?

—¿Dónde quiere usted que esté, capitán? Con semejante tiempo no eraposible salvarse a nado. Pero, escuche—dijo al ver que la tartana ya sehundía—; he querido reservarle una sorpresa; tengo la certeza de que hamuerto, porque yo mismo lo he derribado al suelo y lo he agarrotado.

—¡Tú!—dijo Massareo con aire de incredulidad.

—¡Yo!—contestó Santiago con un impudor inconcebible.

—Santiago, si puedes darme pruebas de lo que dices, ¡por el dedopequeño del pie de San Bernardo!, la aduana y el señor gobernador deCádiz te darán más escudos que los que necesites para armar y equipar unbuen buque de tres palos y hacer viajes a Méjico.

—Una prueba, capitán... aunque no fuesen más que esos horriblesaullidos... ¿cree usted que un hombre ordinario puede gritar de esamanera?... ¿quién quiere que sea más que el condenado?

Se trataba del desgraciado buey, que, presintiendo su fin, mugíalamentablemente.

—La verdad es, Santiago—repuso el capitán estremeciéndose—, que niusted ni yo pediríamos socorro de esa manera.

—¡Y si hubiese visto usted al maldito—continuó Santiago—cuando yo leplanté dos balas en el costado! ¡si usted hubiera visto al monstruo cómose debatía! pero ¡por los siete Dolores de la Virgen! su sangre eranegra, negra como el alquitrán, y olía tan fuertemente a azufre, queBenito creyó que quemaban mechas en la cala.

—¡Santa Virgen, tened piedad de nosotros!—dijo el bueno de Massareointeresado hasta el último punto—; pero, ¿por qué ha tardado ustedtanto en dar esos detalles?

Como partió una andanada al mismo tiempo que la pregunta del capitán,Santiago aparentó no haberla oído, y continuó con una imperturbableimpudicia:

—Aún le veo, capitán, todo vestido de rojo ¡el malvado! con unascalaveras bordadas de plata, y después una talla... ocho pies y algunaspulgadas; unos hombros...

unos hombros anchos como la popa de laescampavía, y después una barba roja, cabellos rojos, ojos brillantes, yunos dientes... es decir, unos colmillos como un jabalí.

En cuanto a lospies, los tenía torcidos como las patas de mi carnero Pelieko.

Massareo bendecía a Dios, persignándose de que, por su voluntad, sehubiera podido librar a la costa de un tal réprobo.

En aquel momento, la tartana se hundió destrozada, entre los alegresgritos de la tripulación del guardacostas, y el espesor de lastinieblas, que, durante aquel largo cañoneo, habíanse disipado aintervalos, parecía aumentar. El mar estaba casi tranquilo, y no senotaba más que una débil brisa del Sud.

—En fin—exclamó el capitán—, por la intercesión de Nuestra Señora ypor el valor de Santiago, que puede contarlo como un milagro, nos hemosdesembarazado de ese demonio. Pero que se haga la voluntad de Dios entodas las cosas. Hijos míos, de rodillas, y demos las gracias a Dios porese testimonio de su bondad hacia los bienaventurados, y de su cóleracontra los malditos.

—Amén—respondió la tripulación, que se arrodilló, y todos entonaronuna especie de Te Deum de un efecto muy agradable.

El aire era pesado, la noche sombría, y a dos pasos no se distinguía unbulto.

Al fin del primer versículo se hizo el silencio, un profundo silencio.Massareo, solo, dijo:

—Dios de bondad, que velas por tus hijos y los defiendes contraSatanás...

No pudo decir nada más.

El, Santiago y todos los tripulantes, quedaron petrificados sobre elpuente, con los ojos fijos, extraviados, y en una espantosa inmovilidad.

—Palabra de honor... creo...

Ya sabéis que el mar estaba tranquilo, la noche obscura... todoobscuro... ¡Pues bien!

Un inmenso foco de una luz roja y brillante se levantó de pronto; elmar, reflejando aquella claridad deslumbrante, hizo rodar olas de fuego,la atmósfera se inflamó y las cimas de los peñascales de la Torre setiñeron de una luz purpurada, como si un vasto incendio hubiera hechopresa en la costa.

Aquella luminosa aureola era surcada en todas direcciones por largas,cintas de fuego que estallaban en mil chispas, se entrecruzaban y caíanen lluvia de oro o de azul o de fuego. Eran millares de ardientesmeteoros que centelleaban chisporroteando, vivos y frecuentes relámpagosde una blancura deslumbrante.

Y después, en medio de aquel lago de fuego aparecían el gitano y sutartana.

Era el gitano en persona rodeado de su tripulación de negros, cuyasrepugnantes figuras semejaban máscaras de bronce enrojecidas al fuego...

El gitano, sobre el puente de su buque, completamente vestido de negro,con su gorro adornado de una pluma blanca, los brazos cruzados y montadosobre su caballito que llevaba una rica gualdrapa de púrpura, y cuyascrines, trenzadas de hilo de oro, caían formando globitos de cristal yde pedrería, sujetos con cintas de plata.

Al lado del réprobo y apoyado en el cuello de Iscar, se veía al jovenBlasillo, vestido de negro también, y teniendo en la mano una largacarabina damasquinada; después, Bentek y sus negros, formados en dosfilas, rodeaban silenciosamente los cañones, y el ligero humo blancuzcoque se elevaba de cuando en cuando probaba que las mechas estabanencendidas y las piezas cargadas.

No había nada en el mundo más imponente que aquel espectáculo, quesemejaba una aparición satánica; porque el profundo silencio de latripulación del réprobo, su inmovilidad, el buque negro que, a los ojosde los españoles, que ignoraban que el gitano tuviese dos tartanas,parecía surgir del fondo del abismo en medio de oleadas de luz y dellamas, en el momento mismo en que la creían destruida para siempre; elrostro tranquilo y frío del condenado, cuya mirada tenía algo desobrehumano, todo esto debía aterrorizar al desgraciado Massareo y a susacólitos que no vieron en esta aventura pirotécnica más que el triunfode Satanás.

La voz del condenado tronó, y toda la tripulación de la escampavía, queestaba arrodillada y como fascinada ante aquel extraño espectáculo, cayóde bruces contra el puente.

—¡Y bien!—dijo el gitano—, ¡y bien, valiente guardacostas, ya ves queni el viento ni el fuego pueden nada contra mí, y que cada una de tusbalas han reparado una de mis averías. ¡Por Satanás! mi dueño, ¿teatreverás aún a perseguir al gitano, creerás aún que miserables como túy los tuyos puedan detener en su carrera al que resiste a los embates dela tempestad y a la voluntad de Dios?

Nadie en la escampavía se atrevió a contestar esta impertinentefanfarronada.

—Pero, ¡por la ardiente pupila de Moloch! ¿no respondéis? Vamos, queese capitán que ha restaurado mi tartana con tanta diligencia, que esevaliente capitán se levante, o destrozo su embarcación. ¡Palabra dehonor! Pensad bien, hermanos míos, que vosotros no encontraréis como yoen el fondo del Océano bravos demonios de alas de fuego que, saliendo delos abismos de lava ardiente en que se agitan, tomen vuestra escampavíasobre sus hombros para ponerla a flote. Porque la claridad que vosotrosveis, hermanos míos, no es más que el reflejo de sus alas que handesplegado un momento. Por última vez, capitán, levántate, o atacaré tunavío con un cierto fuego que el agua bendita y los exorcismos no podránapagar, te lo juro.

Los españoles sufrieron un instantáneo sobresalto, como si hubiesenrecibido una conmoción eléctrica, pero nadie se levantó.

—¡Por la uña de Belcebú! es sin duda ese héroe del frac azul y de lacharretera de oro que oculta su cabeza detrás de un cañón y que no semenea más que un pescado muerto... Blasillo, hijo mío, haz que escondaesa pierna que se le ve aún, porque el valiente se desliza como unaculebra a lo largo de ese afuste.

Blasillo dejó caer el gatillo de su larga carabina, y el capitánMassareo, por el brusco movimiento que le hizo hacer su herida, seencontró casi sentado en el puente, fijando en el gitano unos ojosmortecinos que miraban sin ver.

Creo que la bala de Blasillo le había roto una pierna.

—Ve a decir a los sabuesos de la aduana y al señor gobernador de Cádiz,que yo hubiera podido destrozar e incendiar tu buque, y que no lo hehecho. Mírame bien—

añadió el gitano poniéndose la punta de su índice enla frente amplia y despejada—, mírame bien, para que te acuerdes delcondenado y de su clemencia; pero como mañana podrías creer que setrataba de un sueño, he aquí lo que te probará la realidad de tu visión.¡Adiós, valiente!

Al mismo tiempo tomó una mecha de las manos de Bentek, y se aproximó aun cañón; el disparo partió, la bala silbó, rompió el palo de mesana delguardacostas, hundió una parte de la borda, mató dos hombres e hiriótres.

Apenas había resonado el cañonazo, cuando el inmenso foco de luz enmedio del cual apareciera el gitano, se extinguió como por ensalmo, y laobscuridad profunda que reemplazó a aquella claridad deslumbrante, hizolas tinieblas más espesas aún; ya no se distinguía nada, ni se oía nada.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . .

—Y bien, Blasillo, ¿qué dices tú de mi venganza?—preguntó el gitano asu joven compañero después que se hubieron alejado mucho de laescampavía por medio de los larg