Paternidad by Andre Theuriet - HTML preview

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Como había dicho Simón a su madre, el día siguiente era el señalado parala reunión del sindicato que se había constituido para resistir mejor alas pretensiones de la Administración forestal; se componía de algunosconsejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y deSimón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.

Ya la mayoría de ellos se habían ido reuniendo ante la alcaldía en lapequeña plaza de los Abades, cuando llegó Delaberge. Como es fáciladivinar, había dormido muy mal aquella noche y su pálido rostroconservaba las huellas de sus pasadas conmociones. Con la lucidez deespíritu que suele producirse al despertar, se le apareció la situaciónmás cruel todavía. Cuando se arrepentía de no haberse creado unafamilia,

cuando

pensaba

precisamente

en

el

matrimonio, venía aofrecerle el destino esa irónica sorpresa... Mientras él arrastraba porel mundo su soledad y sus nostálgicos ensueños de paternidad, allá en unrincón de un pueblo medio perdido entre los bosques, había un muchachorobusto e inteligente que le debía a él la vida. Y

cuando hubiera podidoamar a ese muchacho, cuando se hubiera sentido orgulloso de confesarlopor hijo suyo, veíase condenado a olvidarle, a comprimir en lo mássecreto de su corazón los fuertes impulsos de su ternura. Lo mejor quepodía hacer en favor de este hijo suyo era marcharse y no verle nuncamás... Había de ahogar en germen ese amor que hubiera sido para él unverdadero consuelo.

Ha sido muchas veces desmentida la «voz de la sangre» y es necesarioconvenir en que, en determinadas condiciones permanece muda en absoluto.D'Alembert podía con razón decir que su verdadera madre era la mujer delvidriero que le recogió y no la señora de Tencin, que le habíaabandonado. Es probable que Simón hubiera experimentado un sentimientoparecido con respecto al Príncipe si se le hubiese revelado suverdadero origen. Pero, en el caso de Delaberge, el instinto paternalbruscamente despertado en su corazón, hablaba un lenguaje muydiferente. A la vista de ese hijo suyo que tanto se le parecía y que lehabía sido tan simpático desde los primeros momentos, sentía como unaespecie de admirado amor y se decía a sí mismo que no podría consolarsejamás de haberle tan pronto perdido.

Avanzó lentamente hacia la alcaldía, buscando a Simón Princetot entrelos campesinos allí reunidos y sintiéndose hondamente disgustado al noverle. Todos aquellos hombres que discutían libremente y en voz alta, secallaron en seco al acercarse el inspector general. Apartáronse paradejarle pasar y apenas si le saludaron, contentándose con observarle dereojo.

Embarazado con acogida tan llena de desconfianza, Delaberge se dirigiórápidamente hacia la puerta del edificio en el momento preciso en quedaba las diez el reloj. En aquel mismo instante apareció Simón en laplazuela caminando con paso firme y decidido, grave el continente,amable el rostro y brillante la mirada.

Los grupos se estrecharon en torno de él y todas las manos se tendieronafectuosamente hacia la suya. El mismo Delaberge, deteniendo de nuevo elpaso, se preguntó si no iría también a hablarle... Simón le había vistoya, sus miradas se cruzaron y el impulso generoso del inspector generalse vio cortado por la mirada hostil que el joven le había dirigido.

Cambiaron un frío saludo y en seguida se dirigieron separadamente haciala alcaldía: Simón en medio de todos sus amigos y teniéndose quecontentar Francisco con la compañía del alcalde que acababa de separarsede los demás para

recibir

oficialmente

al

representante

de

laAdministración pública.

En la sala de la alcaldía, desnuda y de paredes blanqueadas, sentado ala derecha del alcalde el inspector general presenció la entrada de losindividuos del sindicato.

Fueron llegando en fila, llevando unos lablusa nueva que les caía en pliegues rígidos sobre el pantalón de lana,y luciendo otros sus trajes del domingo ya pasados de moda.

Sentados ensemicírculo en torno de la ancha mesa, frotábanse maquinalmente susrugosas manos y avanzando su cuello tostado por el sol y por el aire,dirigían sus curiosas

y

circunspectas

miradas

hacia

aquel

elevadofuncionario que la Administración les enviaba de París. Simón entró elúltimo y fue a sentarse en el centro casi enfrente de Delaberge, quien,al ser invitado a ello por el alcalde, se levantó para dar a conocer elobjeto de su misión.

Independientemente de la emoción que le causaba la presencia del hijo deMiguelina, el hecho de no haber recibido a tiempo la respuesta delministerio le dejaba en situación desairada, pues no podía ofrecer alsindicato la equitativa solución que él había imaginado y esto le quitóuna parte de su natural elocuencia. No podía entonces hacer otra cosaque escuchar las quejas de los usuarios sin poder proponerles en el actouna transacción satisfactoria.

Se limitó, pues, a leer la comunicaciónque le daba plenos poderes para someter el litigio a nuevo examen yestudiar las bases de un arreglo. Hecho esto, declaró que se sentíaanimado de los mejores sentimientos de conciliación y muy deseoso deencontrar, de acuerdo con el sindicato, una solución que, sin lesionarlos derechos del Estado, diese satisfacción a los intereses delmunicipio y de los particulares.

Sus palabras fueron escuchadas en medio de un glacial silencio y enseguida volviéronse todas las miradas hacia Simón Princetot, que sepreparaba ya a replicar.

El joven, sin mostrarse en lo más mínimo conturbado, habló conentonación firme y seca, diciendo:

—Muy corta será nuestra respuesta. Como acaba de decirnos, el señorinspector general tenía la misión de visitar los bosques de Val-Clavin yexaminar el emplazamiento de las nuevas tierras de pastoreo. Si, segúnera su deber, ha procedido detenidamente a esa visita, se habrá podidodar fácilmente cuenta de la naturaleza y del valor de las tierras queahora se nos ofrecen. Sabe, por consiguiente, tan bien como nosotros,que los bosques de Carboneras son insuficientes en cuanto a leña eimpropios en cuanto al pastoreo, privados de caminos de comunicación, yque nos es, por tanto, imposible consentir en lo que sería para nosotrosun odioso engaño. Pido, pues, al mandatario de la Administración públicaque nos diga francamente si aprueba la solución injusta que al conflictohan dado los forestales de Chaumont...

Mientras Simón hablaba, el inspector general tenía fijas en él susmiradas con una atención llena de ternura.

Ahora es cuando se daba cuenta más exacta de esa semejanza que tantohabía sorprendido a la señora Liénard.

Esa semejanza no saltaba a losojos, como había maliciosamente pretendido la Fleurota; para descubrirlaera necesario estudiar muy de cerca y en la intimidad los modos de ser yde expresarse del joven Princetot. Consistía no tanto en la paridad delos rasgos fisonómicos como en la analogía de las inflexiones de voz ydel ademán sobrio y enérgico; consistía principalmente en un idénticotemblor de los párpados y de los labios bajo el golpe de una irritaciónsúbita. Descubríase también en ciertos pequeños detalles que solamenteFrancisco podía apreciar; así, por ejemplo, Simón llevaba vestidososcuros, mostraba en toda su persona un exquisito cuidado, sin aquelrebuscamiento empero que suele gustar a los jóvenes, sin un solo colorvistoso, sin una sola joya. Siempre había sentido Delaberge predilecciónpor los colores oscuros, la misma repugnancia por las joyas demasiadovistosas, y con la más profunda emoción iba comprobando esa semejanza degustos, esas singulares afinidades... De tal modo estaba absorbido en suansioso examen que no se dio cuenta al principio de la acerba entonacióny de las agresivas intenciones que Simón ponía en su réplica.

Solamente los murmullos de aprobación con que fueron acogidas laspalabras del joven le sacaron de su ensueño y entonces comprendió que sele atacaba de frente.

—Señores—objetó con suave tono,—comprendo muy bien su impaciencia,pero las formalidades administrativas van menos de prisa que susdeseos. Hecha está mi opinión en este asunto y expresada la tengo en miinforme dirigido al ministro. Sin embargo, el deber profesional meobliga a guardar silencio hasta haber recibido de París una respuesta.No puede tardar, y apenas la reciba me apresuraré a ponerla en suconocimiento.

—Demasiado conocemos esos medios dilatorios—

interrumpió Simón;—haceya dos años que se nos quiere engañar con promesas y aplazamientos. Nadale cuesta a usted la paciencia, señor inspector general, pues cobra susueldo del mismo modo. Bastante más cara es para nosotros, pues nosperjudican mucho esas lentitudes administrativas. Mientras usted nosadormece con buenas palabras, quedan desconocidos nuestros derechos,nuestros intereses sufren y disminuyen nuestros recursos. No podemos pormás tiempo aguardar a que resuelvan el asunto esos agentes forestalesque nos mandan de París y que no hacen sino engañarnos...

Bien clara había de ver con esto Delaberge la animosidad de sucontrincante. Las duras e irritantes palabras de Simón tenían uncarácter de violencia que no consienten las discusiones puramentejurídicas. Por encima de la administración pública, rectamente sedirigían contra el inspector general. No era un adversario lo que éstetenía enfrente, sino un enemigo.

No comprendía Delaberge el motivo de ese inesperado ataque; y era mayoraún su dolor al verse objeto de una hostilidad semejante por parte deaquel joven que era hijo suyo y a quien de buena gana y con la másprofunda terneza hubiera estrechado contra su corazón. Se había yaresignado a separarse de él como de un extraño; pero dejarle por todorecuerdo ese odio inexplicable, constituía para él una amargura supremaque le hacía sufrir hondamente.

—¿No es ésta la opinión de todos los aquí reunidos?—

continuaba Simónvolviéndose hacia los campesinos, que abrían inmensamente los ojos y leescuchaban admirados.—

¿No es tiempo ya de que pasemos de las palabras alos actos?... Puesto que la Administración quiere ser con nosotrosequitativa, no nos queda más que dirigirnos a los tribunales... Quetodos aquellos que sean de mi parecer levanten la mano.

Y como movidos por una misma descarga eléctrica, todos aquellos hombreslevantaron sus nudosas manos con amenazadora energía.

—¡Muy bien!—exclamó triunfante y, dirigiéndose luego hacia Delaberge,con mirada retadora le dijo:—Señor, nada más tenemos que decirle enestos momentos... En el término de veinticuatro horas, recibirá ustednuestra respuesta por mano del procurador.

Levantóse y se dirigió hacia la puerta seguido del grupo de losusuarios. El mismo alcalde se batió en retirada y dejó sólo al inspectorgeneral. Sorprendido y con el corazón lleno de amargura, se quedóFrancisco un momento solo en la sala desnuda y vacía, escuchando elpesado andar y las risotadas de los campesinos que bajabanatropelladamente la escalera y percibiendo en medio de aquel ruido esaspalabras dichas con burlona voz: «¡Muy bien!

¡Maltrecho y sin palabra,le ha dejado Simón a ese orgulloso parisiense!»

VII

Movido por el despecho y también por el vehemente deseo de conocer lacausa de tan incomprensible enemiga, Delaberge abandonó a su vez lasala. Desde los umbrales de la alcaldía vio a Simón Princetotdespidiéndose de sus amigos y atravesando lentamente la plazuela. Elinspector general apretó el paso y le alcanzó ya bajo los tilos delpaseo. Caminaba el joven con las manos en los bolsillos e inclinadameditativamente la cabeza. A solas ya, se iba disipando poco a poco susatisfacción por el triunfo obtenido. El calor y las irritaciones dehacía poco iban dejando lugar a una reflexión más justa y mesurada.

Seacusaba Simón de haber mezclado su rencor personal en una cuestión denegocios, comprometiendo quizás los mismos intereses que se le habíanconfiado... Nada realmente había ganado obrando como un niño que golpeala piedra que le ha hecho caer. Su cólera en nada podía cambiar loshechos desgraciados que la habían motivado. Después, lo mismo que antes,continuaban siendo sus desilusiones iguales. Lo que la víspera habíaobservado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla delparque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard nose preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amablesatenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo quehabía visto la tarde anterior

en

Rosalinda:

veía

la

puertecilla

abrirsebruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender aDelaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...

Mientras sentía irritarse más sus celos y sangraba dolorosamente sucorazón a tan odioso recuerdo, oyó muy cerca los precipitados pasos y lavoz de aquel mismo hombre a quien de tal modo aborrecía.

-Señor—murmuró Delaberge,—tenga la bondad de concederme un momento.

Volvióse Simón y una llamarada de odio brilló en sus ojos; supo, sinembargo, contenerse. Silenciosamente, se dirigió hacia una calletransversal mucho más solitaria.

—¿Qué me quiere usted?—preguntó cruzando los brazos.

—Me ha parecido que en la alcaldía se ha dejado usted llevar deimpulsos apasionados más bien que prudentes...

Créame usted, espere aúndos días antes de tomar una resolución extrema... No le hablo ahora comoadversario, sino como amigo.

—Usted no es mi amigo—replicó con dureza el joven.

—Deseo serlo de todo corazón y me sorprende su hostilidad. Sin embargo,no creo haberle dado motivo para que me trate como enemigo, desde latarde en que juntos volvimos de Rosalinda.

Esta alusión a Rosalinda, lejos de calmar al hijo de Miguelina, parecióaumentar todavía su irritación.

—¡Detesto el disimulo!—exclamó.—Me prometió usted aquel día obrarlealmente y con justicia respecto a los usuarios, y me ha engañadousted...

—¡No me acuse a la ligera!—repuso Francisco con una mansedumbre que noimpresionó a su interlocutor.—Le repito que he escrito ya al ministro yno tiene usted derecho a condenarme sin saber en qué sentido lo hice...¿Por qué motivo no me concede usted su confianza y me niega los días deplazo que le pido?

—¿Por qué?—replicó Simón, dejándose llevar por el ardor juvenil que nopodía ya contener.—Porque he adivinado sus intenciones, porque sé loque se propone con su perpetua dilación... ¡Esto le permite prolongar suestancia aquí y multiplicar sus visitas a Rosalinda!

Delaberge le miró con honda estupefacción y de nuevo se sintió doloridopor la enemiga que brillaba en sus ojos.

—Me extraña—dijo con acento de reproche—que mezcle usted a la señoraLiénard en nuestra discusión.

—¡Ah!—murmuró sarcásticamente el joven Princetot.—

¿Esto leextraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocerque ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de susequívocas asiduidades.

—Mis asiduidades nada tienen de misterioso—repuso el inspectorgeneral,

levantando

con

indiferencia

los

hombros,—y no tengo razónninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.

—¡Pero se esconde usted para salir!

—¿Que yo?...

—Sí, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla...¡Atrévase a negarlo!

—Ahora comprendo...

Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otroshechos más graves le habían hecho olvidar; recordó la huida de aquelhombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecía aSimón.

Fue como un rayo de luz que iluminó la situación e hizo más inteligiblepara Delaberge la extraña conducta del joven Princetot... El pobremuchacho amaba a la señora Liénard. Con la viva intuición de losenamorados, adivinó los propósitos matrimoniales de un recién llegadoque le parecía sospechoso y el demonio de los celos mordió en sucorazón. Ya mal dispuesto contra ese intruso, había vigilado sus visitasa Rosalinda, le había sorprendido saliendo de la finca por una puerta dela que no se servían mucho sus propietarios y esto encendió en su almala violenta enemistad que acababa de estallar furiosa en la reunión dela alcaldía.

Un sentimiento de honda pena, una lástima dolorida llenó todo elespíritu de Delaberge... ¡No le faltaba más que ser el rival de supropio hijo! Lo que en él había de sensibilidad generosa, adormecidapor una larga práctica del egoísmo y por la costumbre de no vivir sinopara sí, despertóse súbitamente en su corazón. Tuvo clara conciencia desus responsabilidades y de la situación casi trágica en que seencontraba... Sintió que una profunda emoción le oprimía el pecho y lehumedecía los ojos.

—De manera—murmuró con insegura voz—que era usted quien me espiaba...

—¡Sí, yo mismo!—afirmó Simón lanzando sobre su interlocutor una miradade cólera y de reto.

Hubo un momento de silencio; después puso Delaberge su mano sobre elhombro del joven y repuso:

—Hijo mío—y sintió como una amarga dulzura en los labios al pronunciarestas palabras,—la pasión le ha cegado... Sus sospechas no se fundansino en simples apariencias,

pero

desde

el

momento

que

esas

aparienciashan podido engañarle a usted y hacerle sufrir, es seguro que habrécometido yo alguna falta... Me apena profundamente que mi irreflexivaconducta haya podido inducirle a error.

Simón pareció desconcertado por la humildad de esa confesión y contemplóa su interlocutor menos hostilmente, a pesar de lo cual persistía aúnen sus ojos y en la, contracción de sus labios un resto de desconfianza.

—Le aseguro a usted—continuó Francisco—que siento por la persona deque hablamos, una muy afectuosa estimación, pero que no pienso ni enhacerle la corte, ni en casarme con ella... Ya ve usted que le hablo contoda franqueza; tenga usted conmigo un poco de confianza y contésteme:¿está usted enamorado?

Simón se turbó y el rubor coloreó sus mejillas... el rubor de un jovenseriamente enamorado y que se escandaliza al ver descubierto el tímidoamor que guardaba religiosamente escondido.

—¿Por qué tal suposición?—balbuceó inseguro.

—Porque—replicó

Delaberge,—sería

sin

esto

imperdonable el espionaje aque se ha entregado...

Solamente la pasión puede excusarle... Usted amaa la señora Liénard.

Confuso, bajó el joven la cabeza y replicó hoscamente:

—¿Con qué derecho me interroga usted?

—Con el derecho que usted me ha dado tratándome como rival a quien sedetesta... Su antipatía no puede explicarse sino por la ceguera de loscelos, y por esta misma razón le repito que está usted enamorado de laseñora Liénard.

—¿Se burla usted de mí?—murmuró Simón esquivando la mirada deDelaberge.

—No, hablo con toda mi seriedad... En su edad es un sentimiento naturaly no tiene por qué avergonzarse.

—Solamente yo soy el dueño de mis pensamientos... No he de dar a nadiecuenta de ellos.

—¿Ni siquiera a la señora Liénard?

—A ella menos que a nadie... Si lo que usted supone fuese cierto, yo lejuro que nunca lo sabría ella... ¡No permitiré yo que pueda sospecharjamás una locura semejante!

—¿Una locura?... ¿A qué llama usted una locura?

—Llamo locura a amar un imposible... No somos ella y yo de un mundomismo...

Francisco sonrióse melancólicamente y habló así:

—Estas consideraciones no suelen pesar mucho sobre el corazón de unamujer que ama, y no hay motivo para que Camila no le ame a usted. Esusted su igual por el espíritu y por la educación; es ella demasiadointeligente para no haber apreciado sus méritos... Sea usted menosmodesto y no desespere de nada... De todas maneras, después de lo queacabo de decirle, ya ve usted que no he de hacerle yo la menor sombra.No me tenga por enemigo, y además le ruego que aguarde un poco paratomar una resolución extrema en el asunto de los deslindes... Mañana,pasado mañana lo más tarde, podré sin duda comunicarle algo que ledemostrará la injusticia de sus sospechas... Adiós...

Y como si de pronto hubiese temido que le traicionase la emoción,alejóse bruscamente del hijo de Miguelina.

VIII

Algunas horas después Delaberge se internaba en el bosque y se dirigíamuy pensativo hacia Rosalinda.

No tenían sus pensamientos ni la ligereza de las blancas nubecillas quecorrían por encima de los árboles, ni tampoco la alegría de las flores,cuyas notas de color vivísimo salpicaban la hierba, sino que eran muygraves y trascendentales.

«Sí—iba diciéndose,—Miguelina se engaña: algo hay que puedo yo hacerpor ese muchacho que es mío y de quien la fatalidad para siempre mesepara... Puedo darle la felicidad con que sueña y que desesperaalcanzar. Ama a la señora Liénard, y ella siéntese también inclinada aamarle.

Solamente que, por orgullo, teme el muchacho descubrir suternura, y ella también, demasiado respetuosa con ciertas exigenciassociales, duda en dejarse llevar por sus propias inclinaciones. Puesbien, yo puedo servir de lazo de unión entre estos dos corazones que sedesean y no se atreven a confesarlo. Dignos son el uno del otro y comohechos para saborear esa felicidad rarísima: el amor en el matrimonio.Esta felicidad yo se la habré dado y al menos tendré una acción buena enmi existencia inútil. Me consolaré en mi soledad pensando que ellos sonfelices y, aunque delgadísimo, esto será un lazo de unión entre mi hijoy yo.»

Esta idea le alegró un poco el corazón, y meditando en todo elloperdíase su mirada en las lejanías del bosque...

Una apagada y verdosaclaridad reinaba en aquel fresquísimo lugar. Los diminutos pétalos queenvuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, sedesprendían de las ramillas y caían al suelo como finísima lluvia,produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol loshacía a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.

«Durante toda mi existencia—pensaba Francisco—han ido cayendo en elpasado todos mis días, lo mismo que esos pétalos secos, sin que un soloacto generoso los haya iluminado un instante. Ya no será ahora así, yatendré un rayo de sol en mi pobre vida.»

Del mismo modo que el verdor le refrescaba los ojos, la idea de que ibaa trabajar por la felicidad de Simón, de que ya no vivía únicamente parasí, le refrescaba el alma. Esto le daba valor para hablar a la señoraLiénard de esos delicados asuntos de sentimiento, tan peligrosos cuandose ha estado a punto de amar a la mujer con quien se trata de ellos.

Mucho se esforzaba en olvidarla, pero no podía disimularse que aúnsentía una tierna inclinación hacia esa mujer, cuyo sabroso encanto ycuyo espíritu lleno de alegres ternuras habían por un momento hecholatir su corazón de cincuentenario. En el aire perfumado de los bosquesla riente imagen de la señora Liénard se le aparecía con mayoresatractivos aún; veía sus ojos límpidos, su frente pura y la morbidez desus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba deél una profunda melancolía al pensar que todas esas delicias, que todasesas suavidades de la intimidad femenina no se habían hecho para él.

Unhúmedo soplo, que de vez en cuando movía las hojas de los árboles yparecía subir de las profundidades del bosque iba murmurando en susmismos oídos: «¡No será para ti!...»

De pronto, la presencia de un roble joven y robusto, que elevaba a loscielos su tronco recto y liso, le recordaba a su hijo Simón y le hacíaavergonzarse de su vuelta al egoísmo.

«Seamos fuertes—se decía entonces,—si no te costase esto unsacrificio, ¿dónde estaría el mérito del acto que vas a cumplir?»

Arrojaba de sí con energía esas añoranzas y luchaba valientemente conesos enternecimientos retrospectivos.

Quería presentarse ante la señoraLiénard, dueño por completo de sí mismo, a fin de hacer más persuasivassus palabras y arrancarle la confesión de su amor por el jovenPrincetot. Apresuró el paso como si la rapidez de la marcha hubiesetenido la virtud de avivar sus ardores y de espolear su voluntad.Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligerolatir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en elsalón donde se encontraba la señora Liénard.

—¡Ah!—exclamó ésta al verle,—en la cara le conozco que viene ustedpara despedirse...

Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa desus labios y de sus ojos.

—No sé cómo expresarle—continuó diciendo la joven—

hasta qué punto meentristece la idea de su marcha.

Mientras hablaba, sus clarísimos ojos se ensombrecían y cubríanse de unasutil humedad, por lo que Delaberge comprendió que eran absolutamentesinceras sus palabras.

—Sí—repuso

Francisco

también

profundamente

conmovido;—vengo adespedirme de usted; probablemente marcharé mañana.

—¡Tan pronto!... Me han dicho, sin embargo, esta mañana que de suconferencia con los usuarios no ha resultado nada bueno... ¿Habremos derenunciar a toda esperanza de arreglo?

—Eso no; lo que hay es que les ha faltado a los usuarios un poco depaciencia... No he recibido todavía la respuesta del ministro; pero,entre nosotros, puedo decirle que estoy casi seguro de que habrá de sersatisfactoria.

—Gracias por el interés que nos demuestra... Mas es para mí un dolorque usted se marche... Me había acostumbrado ya a sus buenas visitas, yno puedo imaginarme que sea ésta la última... Siéntese aquí, muycerquita...

Hablaba con tono tan afectuoso, filial casi, que fue dando a Franciscomayor aplomo para abordar la delicadísima cuestión de que queríahablarle. Se sentó a su lado y le dijo así, esforzándose por sonreír:

—Antes de separarnos, señora mía, sería bueno quizás que reanudásemosnuestra conversación de ayer... Temo no haber correspondido como debía ala confianza de que me dio usted tan gran testimonio... Al ver mi prisapor marcharme, seguramente me acusó usted de indiferencia.

No hay nadade eso. He pensado mucho, por el contrario, en todo lo que usted me dijoy he tomado en ello un verdadero interés.

—¿Será cierto?... Me alegro mucho, pues ya me sentía avergonzada de nohaberle hablado sino de mí y casi me arrepentía de haber estadocontándole tan minuciosamente las quimeras que rebullen en mi locacabeza.

—¿Es que no son en realidad sino quimeras?

Camila Liénard se ruborizó y abrió inmen