Paternidad by Andre Theuriet - HTML preview

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SEGUNDA PARTE

I

Al poner Francisco Delaberge la palabra «urgente» en su informe dirigidoa la Administración esperaba recibir una pronta respuesta. Los días quese pasaron aguardando la decisión ministerial pareciéronle tanto máslargos por cuanto vivía muy solitario en la hospedería del Sol de Oro.La señora Miguelina se había hecho invisible de nuevo y parecía ponercada vez más empeño en esconderse. El mismo Simón Princetot, hacia elcual sentíase atraído y con quien le hubiera gustado conversar, nomanifestaba grandes deseos de continuar las relaciones empezadas enRosalinda.

También se escondía. El inspector general no quería acusarlea él de reserva tan extremada; sospechaba más bien que la señoraPrincetot había procurado alejar de él a su hijo y quitarle así todopretexto de nuevas entrevistas. Estas ofensivas y misteriosasprecauciones mantenían en el espíritu de Delaberge la enervanteinquietud que tanto le hacía sufrir desde su conversación con Miguelina.

Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con laesperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvióFrancisco hacer una nueva visita a la señora Liénard.

La perspectiva de pasar una hora o dos en compañía de la encantadoraviuda le alegraba suavemente el corazón.

Cierto que se hubiera mentido así mismo si se hubiese querido convencer de que sentía hacia Camila unade esas tardías pasiones que atormentan a veces con tan dura crueldad alos hombres que han doblado el cabo de la cincuentena. No, no era eso;pero, cuando volvía a sus pensamientos matrimoniales, cuando se forjabaen su imaginación una vida nueva en que había de verse convertido enpadre de familia, veía siempre el franco y amable rostro de la señoraLiénard asomarse en alguna de las ventanas de sus castillos en el aire.Mientras caminaba hacia Rosalinda, se entretuvo en edificar una vez másese quimérico refugio en que soñaba abrigar su edad madura.

«Seguramente—pensaba,—enamorarse a mi edad se presta un poco alridículo, pero no hay duda que la señora Liénard realizaríacumplidamente mis ideales. Con su gracia, con su naturalencantadoramente expansivo, alegraría los años que me falta vivir; notiene ni la frivolidad, ni la empalagosa coquetería de las señoras quetrato en París; sería una mujer de su casa, activa y alegre, una esposaque me haría honor y que, no habiendo tenido antes hijos, amaría a losque pudiesen nacer de nuestro matrimonio... Sí, pero, suponiendo queaceptase unir su existencia a la mía, ¿no sería demasiado joven para miscincuenta años?...»

Ocupado el pensamiento en tales cavilaciones, un poquitín egoístas,atravesó Delaberge la avenida de los fresnos y llegó a la misma terraza,donde encontró a la señora Liénard formando un magnífico ramo con lasflores de su jardín.

—Ya lo ve usted, señora—dijo saludándola,—cómo abuso de la libertadque me dio y vengo a pasar unos momentos en su compañía a títuloúnicamente de vecino.

Camila Liénard le recibió con amable sonrisa y le tendió su

morenamanecita,

cuya

fina

epidermis

habían

ligeramente rasgado las espinas delos rosales; y dijo la viuda:

—Estoy encantada de su visita y le pido solamente permiso para acabareste ramo... No tardaré mucho, pero es faena que no puedo aplazar... Hevisto que necesitaban ser cambiadas las flores que tengo en los jarronesdel salón...

Hay dos cosas que no puedo sufrir: las cintas descoloridasy las flores mustias.

—¿Puedo ayudarle?

—Ciertamente. Tome esas tijeras y tenga la bondad de cortar las floresque yo vaya designando.

Delaberge se puso alegremente al trabajo. A medida que ella le ibanombrando las flores las cortaba él dócilmente, alguna vez se equivocabay la viuda le reñía... De pie en medio de los caminillos del jardín, alviento los cabellos, relucientes los ojos en la sombra de su sombrero depaja, la señora Liénard, apretando contra el pecho el ramo ya voluminosode sus flores, le iba dando sus indicaciones con voz límpida y musical.

—Sobre todo, córteme largos los tallos... Deme esos narcisos... No, no,esas flores, ésas no lo son... Aquellas otras, blancas con el corazónanaranjado... ¿Cómo no conoce usted el narciso de los poetas?... Noparece usted muy fuerte en la botánica de jardín, señor forestal.

Y ambos se reían. Delaberge se complacía en esa labor florida quecompartía con la amable mujer. Sentíase rejuvenecido por el contacto delos fresquísimos pétalos de tantas y tantas flores, de todos colores yformas, subiéndosele a la cabeza los primaverales perfumes de las rosas,de los junquillos y de los iris... Cada vez que añadía una flor albrazado de la viuda, era para él una delicia rozar apenas los dedos deCamila por entre las hojas llenas de humedad.

—Basta—dijo ella al cabo de algunos minutos.—Ya tenemos bastantesflores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones.

Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual habíaalgunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantescolores dos pequeños jarrones llenos de agua.

Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos.Francisco presentaba una a una las flores a la señora Liénard, quien lasiba disponiendo artísticamente en los jarrones, combinando los matices yvariando de sitio las flores según su forma y su tamaño. Poco a pocolos iris violados, las blancas madreselvas y los miosotis iban surgiendogentilmente de entre una corona formada de rosas y de narcisos.

Por debajo del emparrado se veía una parte de la terraza, bordeada denaranjos y un trozo de la fachada con sus ventanas abiertas, animadotodo por el susurro de innumerables insectos, borrachos de sol.

Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesarsuyo, se atrevió a hacer una tímida insinuación:

—¡Esta Rosalinda es un paraíso!... Pero un paraíso en que se vivaconstantemente en compañía de sí mismo, puede a la larga hacersemonótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad?

La señora Liénard fijó sus límpidos ojos en su interlocutor. Dejó caerde sus manos la rosa cuyas espinas iba quitando y, apoyándose de codosen la mesa, se quedó pensativa un momento. Se entreabrieron sus labios,como a punto de hacer una confidencia, mas en seguida cerráronse otravez.

Hubo un corto silencio y volviendo a su labor de ir colocando con artelas flores en los jarrones, habló Camila de este modo:

—Sin duda cree usted, señor Delaberge, que es demasiado absoluto miaislamiento... ¡Dios mío, también yo, algunas veces, lo creo así!... Yme pregunto si no haría mucho mejor modificando un poco mi existencia,aunque es ésta una pendiente hacia la cual no me agrada guiar misensueños... Y no obstante...

Hizo la señora Liénard un gracioso mohín y se calló.

Los dos jarrones estaban ya listos. La viuda se levantó, sacudióse lasverdes hojitas que se le habían quedado adheridas en la falda y tomandouno de los jarros suplicó a Delaberge que tomase el otro, diciéndolosonriente:

—Continúo abusando... Pero es usted tan amable que no temo serindiscreta.

—Tiene usted razón, señora—replicó galantemente Delaberge;—trátemecomo un amigo... Siento únicamente que se limiten mis servicios a tanpoca cosa... Quisiera poder

pagar

mucho

mejor

mi

deuda

de

reconocimientohacia

usted,

tan

hospitalaria,

tan

benévolamente amable con un pobredesterrado como yo. Si alguna vez le parece su casa un poco solitaria,es ésta al menos una soledad deliciosa, mientras que la hospedería del Sol de Oro no es más que un fastidioso desierto.

Habían entrado ya en el salón.

—Entonces—repuso la señora Liénard, tomando de sus manos eljarrón—cuando se sienta demasiado triste allá abajo, véngase aquí unosmomentos.

—¿Me permite usted que vuelva?... Entonces, márchome enteramente feliz.

Creyó conveniente no prolongar más su visita y se dispuso a despedirse.

—¡Hasta bien pronto!—le dijo ella tendiéndole con amable vivacidad sumano.—Hasta mañana, si quiere usted.

Sí, venga usted mañana: tal vez...tal vez tenga un consejo que pedirle.

Y salió Delaberge de la casa, animado por la esperanza de una tanpróxima visita y también por la perspectiva de esa misteriosaconfidencia que la viuda quería hacerle.

II

Al día siguiente de aquel en que Delaberge había ayudado a la señoraLiénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado elalmuerzo, atravesó la cocina del Sol de Oro y se dirigió hacia laescalera que conducía a la habitación roja. Había ya puesto el pie sobreel primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguía con miradaansiosa, le preguntó:

—¿Dónde vas?

—Al cuarto del señor Delaberge. Mañana se reúne en la alcaldía elsindicato formado por los usuarios y antes de convenir con ellos laforma en que habremos de proceder, desearía ver al inspector general...Ya comprendes... No estaría de más hacerle hablar y saber cuáles sonsus intenciones...

Miguelina sacudió de un lado a otro la cabeza y levantó los hombrosdiciendo:

—Trabajo inútil, el inspector ha salido apenas ha acabado elalmuerzo... ¡Ah! ¡no para un momento en su cuarto! Ayer se pasó la tardeen casa de la señora Liénard y pienso que hoy ha vuelto allá, pues le hevisto que tomaba el camino de Rosalinda...

Mientras ella hablaba íbase oscureciendo la fisonomía de Simón, lo queno se escapó a las miradas de la señora Miguelina. Hacía tiempo quehabía leído ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmenteque lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspectorgeneral, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.

Entonces se le ocurrió que el medio mejor para impedir que Francisco ySimón llegasen a más íntimas amistades era separar a aquellos doshombres por medio de los celos, sirviéndose de la señora Liénard como deun seguro elemento de discordia. En el fondo temía la influencia quepudiera ejercer en su hijo la propietaria de Rosalinda.

Sabía que Simónhabíase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a laseñora Liénard y veía con terror el desarrollo de una pasión, que, segúnella, no podía tener para su hijo sino crueles desengaños. Díjose queexcitando los celos de Simón podía lograr dos cosas de una vez: hacerleolvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.

Se aproximó al joven, le puso una mano en el hombro y murmuró con acentode maternal compasión:

—¡Pobre hijo mío, te das mucho trabajo por nada y aun creo que te hasmetido en un mal negocio!...

—No soy de tu parecer, mamá; la causa que defiendo es justa y además nopuedo abandonar ahora a las honradas gentes que me han confiado susintereses.

—No quieras engañarme ni engañarte a ti mismo... Tengo fina la mirada yveo claras las cosas... Si has tomado con tanto empeño este asunto, noha sido por los hermosos ojos de los usuarios de Val-Clavin, sino porlos de la señora Liénard.

—Mamá—interrumpió Simón ruborizándose un poco,—

calla, te lo ruego...¿Por qué dices eso?...

—Digo lo que pienso, lo que es verdad... Estás enamorado de la señoraLiénard y te imaginas que va a recompensar tu trabajo consintiendo enllamarse la señora Princetot...

—¡No!—exclamó el joven.—¡Nunca he pensado cosa tan absurda!

—Tanto mejor si me engaño, hijo mío, pues yo te aseguro que, de haberloesperado, tú te habrías de arrepentir temprano o tarde... Más que ellavales, no hay que dudarlo; pero esas señoras se creen hechas de otrapasta que nosotros. Quieren casarse con gentes de su mundo propio ymientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señoraLiénard se deja hacer la corte por el inspector general.

—¡Vaya, mamá!—dijo Simón.—¡Qué sabes tú de eso!

—Lo sé muy bien—afirmó la señora Miguelina;—¡si salta a los ojos!...Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a lapropietaria de Rosalinda. Parece que se habían visto ya en Chaumont y elasunto de estos deslindes no ha sido más que un pretexto para explicarsu estancia en Val-Clavin... Ese forestal entretiene a todos conpalabras y vagas promesas a fin de poder estar más tiempo cerca de laviuda y acabar su conquista... En la reunión de mañana trata tú deponerle entre la espada y la pared pidiéndole una contestacióncategórica y ya verás cómo yo tengo razón...

Simón inclinó la cabeza, se mordió los labios y frunció duramente lascejas. Miguelina comprendió que comenzaba a dudar y adivinó al mismotiempo, por la contracción dolorosa de su rostro, que sufría el muchachocruelmente.

Entonces le atrajo hacia sí, le tomó la cabeza entre lasmanos y le besó con profunda ternura en la frente...

—¡Pobre hijo mío!—agregó.—Duéleme el mal que te hago, pero yo noquiero que se burle nadie de ti...

Reflexiona sobre todo esto y, créeme,no te dejes engañar ni por las coqueterías de la señora Liénard, ni porlos halagos del señor Delaberge...

Simón se desprendió de los brazos de su madre y se alejó rápidamente.Tenía necesidad de encontrarse a solas y de pensar mucho en las celosasaprensiones que las palabras de su madre habían despertado en suespíritu.

Al salir de su casa dirigióse hacia los bosques de Carboneras:Ciertamente, con su intuición femenina, Miguelina Princetot habíaadivinado lo que pasaba en el corazón de su hijo; pero le atribuía almismo tiempo miras ambiciosas que él no había tenido jamás. Amaba, enrealidad, a la señora Liénard, pero la amaba con amor cándido yapasionado, aunque nunca se había hecho la ilusión de que su ternura sepudiese ver correspondida. No ignoraba que una barrera casiinfranqueable le separaba de la viuda. Y aunque amaba sin esperanza ysin la ilusión de verse a su vez amado, no por eso había de ser menosaccesible a los celos. Recordaba la impresión de hondo disgusto quehabía dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge aRosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonceslas puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíaseque, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector generalconversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buentérmino sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira lehizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible leoprimía el corazón. No pudo resistir más... Aunque hubiese de serhorrendo el sufrir, quería de una vez acabar con sus mortalesinquietudes y conocer toda la realidad de sus angustiosas sospechas.Abandonó las alturas del bosque y caminando por entre los herbajes sedirigió hacia la cerca del parque.

III

Mientras la señora Princetot hablaba con su hijo y arrojaba en su pechola mala semilla de los celos, el inspector general, conmovido lo mismoque un muchacho que acude a su cita primera, seguía a buen paso elcamino de Rosalinda.

Se había vestido con más cuidado que de costumbre y su andar era másfirme que otras veces... Vivamos en plena lozanía juvenil o hayamos yamadurado como una fruta de otoño, siempre que se trata del eternofemenino nos sentimos

prisioneros

de

las

mismas

ilusiones,

nosenloquecen las mismas dulces fantasías.

Caminando aprisa, Delaberge encontraba mayor frescor en la verdura delos prados, un sabor mucho más dulce en el aire que respiraba. Losargentinos sones de las campanas del pueblo, volando por encima de losbosques, le mecían alegremente, mientras iba saboreando con fruiciónlos recuerdos de su anterior visita.

¡Oh, esas campanas de los pueblos, modestas como los viejos campanariosque las sustentan, de sonido ligero y límpido como la atmósfera de losbosques en que vibra, cristalino y cantante como los riachuelos encimade los cuales se para un momento, inmenso es el encanto que desparramanpor los solitarios campos... meciendo con pacíficos ensueños el espíritude quienes lo escuchan!... Sea joven o viejo, esté triste o alegre,aquel hasta cuyos oídos llega el dulcísimo son se siente conmovido en lomás hondo y le parece elevarse por encima de las miserias terrenales...Despiertan en el corazón no se sabe qué de un gran frescor matinal ycándido: es el acompañamiento amistoso de nuestros ensueños, de nuestrosdeseos, de nuestras

añoranzas...

intensificándolas

todavía.

El

encantode su música despierta en nosotros, con sus colores de alba purísima,los más caros recuerdos de nuestra juventud...

Regocijado interiormente por el clarísimo son de las campanas, Franciscose representaba con mayor fuerza en su imaginación a la señora Liénardsentada bajo el emparrado, con su vivacidad de gestos y su prestancia,con su amable sonrisa, con sus relucientes y oscuros ojos y con sugracia un poco silvestre. Recordaba sus menores palabras y se lasrepetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosaque hemos arrancado al paso.

Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón,Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba;brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas.

—¡Bienvenido, señor Delaberge!—dijo.—Ha sido usted muy amablecumpliendo tan puntualmente su promesa...

Grande es mi contento...

Y le tendió la mano, que el inspector general besó con caballerescagalantería.

—No había de olvidar lo prometido—repuso Delaberge reteniendo unmomento los dedos de la joven entre los suyos.—¿De qué se trata, señoramía?

Ruborizóse ella otro poco, retiró la mano y la puso suavemente sobre elbrazo del caballero al tiempo que murmuraba, mostrándole una de lasventanas.

—Venga usted, hablaremos con más libertad en el jardín...

Y a través de las avenidas asoleadas le condujo hasta el centro delparque. Había allí, en medio de una encrucijada en forma de estrella, unpabellón rústico, adornado su exterior por multitud de plantastrepadoras. El interior estaba decorado con sencillez y eran sus mueblesde una elegante rusticidad. Por los ventanales del pabellón cuya luztamizaban las plantas que a medias los cubrían, distinguíanse hastaperderse de vista las verdeantes avenidas del parque. En el centro delpabellón había una mesa y sobre la mesa estaban preparados algunosrefrescos.

—Instalémonos aquí—dijo Camila acercándose a la mesa.—Aquí estaremosbien y, como creo que ha de tener usted mucho calor, voy a prepararle unjarabe de frambuesas.

Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellónque el ramaje caído de las hayas cubría de verdor, el rostro franco yligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todoeso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacíale perderpoco a poco el sentido de la realidad.

Con la ingenua presunción de un hombre que no tiene una experienciagrande de las cosas de amor, interpretaba según su propio deseo elcomportamiento de la señora Liénard, y vagas reminiscencias de novelasleídas en su juventud

le

hacían

creer

en

una

tierna

y

delicadapremeditación por parte de la joven viuda. El aislado pabellón y lasprecauciones tomadas para sustraerse a toda clase de indiscretasmiradas, daban a aquella cita un aspecto galante que de una maneradeliciosa conturbaba su corazón de viejo soltero.

Al dejar el vaso sobre la mesa, volvió Delaberge hacia la señora Liénardsu mirada tiernamente interrogativa.

—Usted se preguntará, sin duda—comenzó ella,—qué es lo que yo puedotener que decirle a usted... Pues bien, vamos a ello... Es un pocodelicado y quizás se extrañe de la facilidad con que hago misconfidencias a una persona a quien he visto por la primera vez haceapenas diez días... En primer lugar, usted no es para mí undesconocido... Su amigo el señor Voinchet me ha hablado con el máscaluroso elogio de su lealtad y de su claro juicio. Además, piense quevivo sola aquí, sin parientes próximos, sin más relaciones que las quepuedo tener con honrados campesinos o con agentes de negocios. No es muyfrecuente encontrarme con un hombre como usted, de su carácter y de suautoridad, por todo lo cual habrá de perdonarme la libertad que acabo detomarme para pedirle consejo...

Finalmente—prosiguió

con

expresióntodavía

más

afectuosa,—creo ya haberle dicho que desde los primerosmomentos me inspiró usted una gran confianza.

Cuando me son simpáticaslas personas, siento en mí un algo que no me engaña nunca y me impulsahacia ellas...

Esta especie de confesión murmurada en la quietud de aquel sitio, dondeel roce de los movientes verdores contra los cristales de las ventanasrevelaban tan sólo la existencia del mundo exterior, aumentó todavía laemoción y las esperanzas de Francisco. Estrechó la mano de la señoraLiénard y declaróse profundamente agradecido por la confianza que sedignaba mostrarle.

—Le agradezco—añadió Delaberge—que me trate como amigo; aunque es dereciente fecha nuestro conocimiento, le puedo asegurar, señora, quehabré de serle enteramente leal.

Siento por usted la más tiernaestimación y el ardiente deseo de serle útil.

—En tal caso, voy a poner ahora mismo su indulgencia a prueba...

Se detuvo un momento, bebió un poco de agua de frambuesas para darsealgún aplomo y después prosiguió:

—He pensado muchísimo en una frase que se le escapó a usted ayer conrespecto a mi vida solitaria... Su observación vino precisamente enapoyo de ciertas reflexiones que yo vengo haciéndome alguna que otra vezdesde hace lo menos un año... Sí, aunque pongo en mi vida algunaactividad, me pesa mi aislamiento con frecuencia... Pienso que tengoveintiséis años y que no es ciertamente una edad para entregarse porcompleto al retiro. Tengo salud excelente, un humor más bien alegre quemelancólico, no me siento con vocación para una viudez perpetua y mepregunto algunas veces si no obraría muy santamente casándome denuevo...

—Tiene usted razón—afirmó Delaberge animándose;—la soledad no esbuena para nadie, pero es peor todavía para una mujer joven, para unalma expansiva y encantadora como la suya... No aguarde para hacerlo laedad de las vacilaciones y de las añoranzas...

—Sin duda—replicó ella sonriendo;—pero, aunque estoy todavía lejos dela treintena, pienso que la edad de las vacilaciones ha llegado ya... Unprimer matrimonio medianamente feliz despierta una precoz desconfianza;es como un vuelco de carruaje, que nos hace cobardes para siempre. Midifunto marido, el señor Liénard, era un hombre honrado, pero uncompañero poco agradable; débil y a la vez duro de corazón, enfermizo yprematuramente viejo, me tenía encerrada sin quererlo en una atmósferallena de melancolías y de fastidio. Necesité toda mi juventud, toda lafuerza que había en mí para conservar, después de cinco años desemejante régimen, mi buen humor y mi excelente salud. Me casé con élcasi sin conocerle, y no quisiera caer de nuevo en el propio error sialguna vez me decido a casarme. Desearía que ahora guiasen mi elecciónmenos las puras conveniencias que una inclinación sinceramentesentida... He aquí por qué, antes de dar a mis ensueños actuales unaforma de realidad, he querido oír el parecer de un hombre serio... Ustedvive en París, señor Delaberge, usted tiene experiencia del mundo ypodrá, por tanto, aconsejarme bien.

—¡Ay, señora!—replicó suspirando—yo soy un célibe que ha hechosiempre vida muy retirada, puedo decir que he pasado toda mi existenciaen las oficinas. Sin embargo, conozco algo a los hombres y puedoayudarle a ver con claridad a través de sus vacilaciones... Antetodo—agregó sonriendo discretamente,—¿cuál sería su ideal? ¿Lo haentrevisto ya usted en sus ensueños?

—Alguna vez—contestó ella bajando los ojos.—En primer lugar, detestoa los caracteres ligeros, a las gentes frívolas y ociosas; me gustaría,pues, si yo llegase a tomar un segundo marido, que fuese hombre de unespíritu bien cultivado y que se ocupase útilmente en algo; me gustaríaque fuese a la vez tierno y fuerte, reservado y digno...

Delaberge estaba encantado; sin adularse mucho, tenía plena concienciade poder cumplir el programa de la joven, y una alegre claridadiluminaba su rostro.

—¡Muy bien!—dijo.—Esto en cuanto a lo moral...

Pasemos ahora a lascualidades físicas... ¿Desearía usted que el marido ideal fuese muyjoven?

—Sin creerlo en absoluto necesario—repuso ella,—

paréceme, sinembargo, que la juventud no estaría de más...

La juventud es la que haceresaltar las cualidades morales y las hace fecundas. Recuerdo dos versosde Víctor Hugo que me impresionaron hondamente cuando los leí y que sepueden aplicar muy bien al caso:

Yo creo que la ancianidad penetra por los ojos y que envejecemos antessi vivimos con gente vieja...

Es mi parecer que solamente cuando no existe una gran diferencia de edadentre la mujer y el marido es posible la mutua estimación ybenevolencia.

—¿Cree usted?—murmuró Delaberge.

Los rasgos de su rostro se alargaron y la luz que iluminaba sus azulesojos desapareció de pronto, como apagada por un soplo trágico.

—¿Le parece a usted que soy exigente?—preguntó ella al notar esecambio de fisonomía.

—¡Tiene

usted

derecho

a

serlo!—repuso

melancólicamente.

—Entiéndame usted bien; no doy importancia ninguna a lo que llamanfigura brillante...

Levantó sus hermosos ojos hacia los verdes ramajes que se movían másallá de los ventanales, como si buscase en el ancho espacio la imagendel marido soñado y continuó con la mirada fija en los lejanoshorizontes:

—No deseo ni un buen mozo, ni un hombre de mundo...

Yo desearía quefuese joven mi marido, pero que su juventud estuviese hecha deentusiasmo, de ardor, de ternura... Que no tuviese nada de frivolidad,ni de las elegancias superficiales de los jóvenes de hoy. Me causanhorror los hombres desocupados... Yo desearía que el marido de mielección tuviese el espíritu lleno de nobles ambiciones, que tuviesesencillo el corazón y amase como yo el campo y sus grandesespectáculos... Que fuese orgulloso, que no debiese su posición ni a untítulo de nobleza ni al dinero, que la hubiese conquistado por suspropios méritos. Yo entonces le amaría por sí mismo, por su espí