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BIBLIOTECA DE LA NACIÓN

ANDRÉ THEURIET

———

PATERNIDAD

traducción castellana

de

RAMÓN POMÉS

BUENOS AIRES

1912

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

PRIMERA PARTE

o I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X

SEGUNDA PARTE

o I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X

PRIMERA PARTE

I

El rápido de París a Belfort atraviesa velozmente los arrabales. Aunqueestamos en mayo, la mañana sin sol es fría. Un fuerte viento delNoroeste impulsa grandes nubarrones que se deshacen en lluvia sobre loscampos de trigo, de cebada y de alfalfa que cubren con sus variadosmatices las monótonas llanuras de la Brie. Las gotas de lluvia pintanlos más extraños dibujos sobre los cristales de un vagón de primeraclase en que va un solo viajero quien parece preocuparse muy poco delmal tiempo.

Abrigadas las piernas por ancha manta y una gorrilla sobrelos ojos, está absorto en la lectura de unos documentos y en el examende unos planos que va sacando de una gran carpeta puesta sobre losalmohadones y en la que puede leerse esta inscripción: Bosques deVal-Clavin.

Petición de deslindes. Al través de la lluvia poco tienede interesante el paisaje; pero, por la tensión de los músculos de surostro y por la honda preocupación del viajero, se adivina que seguiríadel mismo modo indiferente a lo de afuera aunque llenara el sol elespacio todo y fuese el paisaje mucho más pintoresco.

Es hombre de unos cincuenta años y, sin embargo, sus movimientos sonligeros, ágiles; su vestir, muy cuidado y de una eleganciairreprochable, le da un aspecto de plena juventud. Sus rasgos son finosy correctos, en su barba cortada en punta y en sus cabellos castaños seven mezclados algunos hilillos blancos; el firme modelado de su boca yde su nariz aguileña, con las dos arrugas verticales que afirman suentrecejo, indican en él una fuerte voluntad. Cuándo levanta un poco sugorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad,se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcísimo,que corrigen por la expresión un poco dura y fría de todo el rostro.

En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una rosetaroja. Una gran distinción de maneras, junto con sus actitudes reservadasy una bien estudiada gravedad descubren

a

un

personaje

perteneciente

almundo

administrativo, y, aunque el expediente que examina no revelase suprofesión, adivinaríase en él a un funcionario que ha escalado elevadospuestos y que está bien penetrado de la importancia de su cargo.

En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legión de Honor»,como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de laescuela de Nancy a los veintidós años, ha ascendido rápida ymerecidamente. No sólo

posee

vastísimos

conocimientos

en

materia

deselvicultura, sino que se mostró siempre como un notable administrador.Lleno de amor por el oficio y dotado de una gran fuerza de trabajo,reúne al espíritu de organización la habilidad práctica del hombre denegocios. Así, hablan de él sus compañeros como de un futuro directorgeneral. La única cosa de que se le podría acusar es de una ciertafrialdad de alma—esa impasibilidad egoísta del célibe, a quien la vidaha hecho sufrir poco y que no está dispuesto a comprender lossufrimientos de los demás.—En Delaberge, este defecto débese menos auna natural sequedad de corazón que a las particulares condiciones enque su infancia y su juventud se desenvolvieron.

Hijo de empleado, desde sus primeros años ha sido víctima de esa vidanómada de pájaro silvestre, de esos múltiples cambios de residencia quehacen pequeños sin patria de los hijos del funcionario público.Llevado de un colegio a otro colegio hasta el día de su entrada en laEscuela Forestal, puede decirse que no conoció el pueblo en que habíanacido, y por consiguiente, nada sabía de aquellos cariños quelentamente se forman en el corazón del hombre y le unen para siempre ala provincia en que nació, a la casa en que se hizo hombre, a laspiedras, a los árboles, a los horizontes que cada día sus ojoscontemplaron. Los numerosos y fuertes lazos que van del mundo exterioral mundo de nuestro espíritu son otros tantos agentes creadores de lasensibilidad. Los primeros colores del nido pintan las primerasimaginaciones del niño y penetran profundamente y para siempre en sucorazón; esto faltó a Delaberge.

Su juventud ha transcurrido en una atmósfera llena de frialdad, en mediode las preocupaciones de los exámenes y de los ascensos que había queconquistar a punta de espada.

Ha ignorado aquella pasión que vuelvetierna el alma hiriéndola de muerte. A lo sumo, ha tenido en esa épocade su vida alguna ligera amistad femenina tan rápidamente anudada comoprontamente rota. Separado muy joven aún de sus padres, que perdió antesde haber llegado a los treinta años, ha podido gustar muy poco de lasalegrías de la familia. Sin la menor fortuna, no ha pensado más que enhacer rápida y honrosamente su camino. El trabajo ha llenado toda suvida y el deseo de llegar pronto ha dirigido todas sus facultades haciala realización de sus ambiciosos proyectos.

Como muchos funcionarios sin fortuna, retrocedió ante lo desconocido delmatrimonio, creyendo que las obligaciones y las responsabilidades de lavida conyugal son obstáculo para las funciones administrativas. Hapermanecido soltero y se ha absorbido cada vez más en trabajos que lehan robado por completo los días y aun con frecuencia las noches; hallegado el primero a la oficina, ha salido el último, ha comido en elrestaurant o en cualquier mesa oficinesca y no ha entrado en su casasino para dormir. Así, desde los treinta a los cincuenta años, se hadeslizado su metódica y correcta existencia, digna y laboriosa, perotambién sin el calorcillo de una dulce intimidad, sin hacer el menoralto en el ensueño o en la fantasía...

No obstante, hoy que goza ya de un relativo bienestar, que su ambiciónadministrativa está ya casi satisfecha, alguna vez vuelvemelancólicamente la vista hacia atrás y con espanto se ha de confesar así mismo que su pasado está vacío de recuerdos alentadores y se dacuenta de su triste aislamiento. Cuando al salir de la casa de un amigoen que ha oído voces infantiles y risas de juventud, vuelve a su tristecuarto de soltero, siéntese lleno de añoranza por lo pasado y deinquietud por lo porvenir, pensando en la rapidez con que pasan losaños, en la época cada vez más cercana del retiro, en las prosaicasmiserias y los asquerosos servilismos que turban el ocaso de la vida deun solterón.

Llegado a la meseta de los cincuenta se parece el hombre a un extraviadoviajero que ha escalado la cima de la montaña por abruptos y pedregosossenderos y que, una vez llegado arriba, comprende que equivocó porcompleto la senda. Entonces, ve el camino verdadero que dulcemente vasubiendo por entre alegres pueblecillos y bosques en que cantan lasfuentes y los pájaros, y por entre prados que las flores de todo coloresmaltan, sin que pueda volver atrás para gozar de aquellos perdidosencantos...

Cuando siente Delaberge tales añoranzas pregúntase si no ha despreciadoestúpidamente el todo por la nada, y entonces llena su mente y leobsesiona la idea del matrimonio. Se mira al espejo, se dice que esjoven todavía y murmura como Juan de Lafontaine: «¿Ha pasado ya para míel tiempo del amor?» Pero ni aun durante estas crisis de tristeza leabandona del todo su habitual egoísmo. Piensa menos en amar que en seramado. No ve en el matrimonio sino una compañía que alegre suexistencia, un hijo en quien su propio ser reviva. En medio de esedespertar de la juventud, de esos deseos de romper con su vida monótona,la preocupación de sí mismo es lo que en él predomina. Quiere dar calora su corazón, conocer la alegría de lo imprevisto, gozar las emocionesraras y nunca sentidas...

Así, aceptó con verdadera alegría la misión de arreglar amistosamentecon los propietarios y campesinos el interminable asunto de losdeslindes de Val-Clavin...

Un prolongado silbido anuncia la proximidad de una estación. El tren,pasado ya Bar-sur-Aube, va a detenerse en Clairvaux. Delaberge levantala cabeza, deja sobre el asiento sus papeles y baja el cristal de laventanilla para respirar un poco de aire puro.

II

El aspecto del paisaje se ha ido modificando poco a poco.

Las montañasson más altas y el valle se ha estrechado. Ha cambiado también elaspecto del cielo. Aparece a trechos el azulado espacio y no llueve ya.Los negros nubarrones huyen rápidos y caen los rayos del sol sobre loscampos, haciendo humear las mojadas praderas y brillar como diamanteslas gotas de lluvia en los manzanos en flor. Por entre el rasgado denegra nube descúbrese un trozo de intenso azul más allá de un pequeñobosque de álamos cuyas hojas de oro pálido parecen temblar bajo lainesperada luz, mientras sobre unos sombríos nubarrones se destacatriunfante y luminoso el arco iris. En esos intervalos de sol y sombracorre por encima de la tierra verdeante como una alegría primaveral, delmismo modo que el viento riza la argentada superficie de un lago.

Estaradiante alegría solar brilla a trechos sobre toda la campiña, sobrelos ondulantes campos de cebada y de centeno, sobre los taludes llenosde rojas amapolas y va comunicándose sucesivamente a los huertos, en quede nuevo vuelven los insectos de todas clases y colores a zumbarcontentos, y a los grupos de árboles en que los pájaros entonan otra vezsu amoroso trino. Toda esta alegría penetra dulcemente en el cerebro deDelaberge y le distrae de sus laboriosas meditaciones jurídicas.

Después de un alto de pocos minutos en Clairvaux, marcha el tren porentre colinas cubiertas de bosque que dejan ver de vez en cuando lasclarísimas aguas del Aube.

El sol ha triunfado decididamente y el cielotodo es ya de un sedoso azul. Una pacificadora serenidad emana de lashúmedas selvas, de vez en cuando interrumpidas por anchos vallados enque la mirada se refresca como en un baño de verdor... El inspectorgeneral ha cerrado la carpeta del expediente y la ha metido en suvalija. Después vuelve a la ventanilla del vagón y apoyándose de codosen ella respira con avidez el fuerte olor de la tierra refrescada por lalluvia. Como buen funcionario forestal, su corazón se alegra a la vistade los árboles. A decir verdad, el bosque ha sido el único amorfervoroso de su vida y siéntese enternecido al encontrarse de nuevo enla campiña donde pasó sus años juveniles.

Este enternecimiento le recuerda los melancólicos pesares que conturbansu alma hace algún tiempo... Un grupo de árboles bajo los cuales hacenla siesta los leñadores después de haber comido; un pueblecillo en quese oye el toque de misa matutina y en que tenues humaredas se deslizanpor encima de las techumbres de teja; una casuca campesina con susventanas abiertas en que flotan cortinillas blancas, puesta la ropa asecar tendida en la valla y cubriendo la suave colina la viña y elhuerto... Todo eso le induce a dulcísimos ensueños de vida rústica.

Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre sumujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, noofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas queaquellos mentidos placeres

parisienses

de

que

tan

poco

disfruta.

¿El,Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la nocheen dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a lascosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que esepropietario que vive olvidado en su pueblo? Y dentro de diez, de quinceaños todo lo más, cuando deje de ser una de las ruedas importantes de laadministración, ¿cuál será la perspectiva de su existencia? Será aquellavejez sin apoyo y solitaria de todo funcionario retirado, que languideceen su ociosidad y no sabe dónde plantar su tienda...

Y de nuevo entonces, como una esfinge atormentadora, surge en su mentela pregunta de si ha pasado o no la edad en que sin imprudencia puede elhombre casarse y crear una familia. Esta vez, debido quizás al influjode ese alegre sol de mayo, la respuesta se formula en su espíritu conmenos vacilaciones, con mayor claridad que nunca.

Ha llevado siempre una existencia sobria, y sabe que existe en éltodavía un gran fondo de vigor, una buena reserva de los tesorosjuveniles. No es una ilusión, no se deja engañar por falsas apariencias.Goza de una salud de hierro, conserva todos sus dientes y sus cabellos;sus músculos tienen aún toda su fuerza, sus articulaciones toda suagilidad. En el mundo oficial que frecuenta ha observado alguna vez quelas mujeres no desdeñan su conversación ni su compañía. Además, nunca hade ser tan loco que se case con una jovencita; mas si por acasoencontraba una mujer que se acercase a los treinta, agradable ysimpática, nada se había de oponer a que pensase en el matrimonio. Notiene más que cincuenta años y podría ver aún a sus hijos crecer, pasarde la adolescencia a la juventud y ¿quién sabe? tal vez viviría bastantetiempo para verles también casados...

Tener hijos, un hijo en quien él mismo reviviera, eso daría nuevoimpulso a su vida y una hermosa finalidad a sus energías... Cuando seexamina a fondo, Delaberge llega a confesarse que, en ese cambio devida, lo que con mayor fuerza le atrae no son precisamente los encantosde la compañía conyugal, sino la esperanza y las alegrías de lapaternidad.

Mientras va el inspector general abstraído en tan hondas meditaciones,corre el tren a toda marcha y el aspecto del paisaje cambia otra vez.Deja la vía férrea el valle del Aube, sube raudo una pendiente yatraviesa luego una llanura pedregosa en que crece raquítico el centenoy en que de vez en cuando rompen la monotonía de la línea recta pequeñosgrupos de árboles desmedrados. Rasga el aire un silbido agudísimo. Correligero el tren por un largo viaducto de tres filas de arcos desde elcual se ve el río Suize ondular lo mismo que una culebra, por entre losprados. Aparecen en el horizonte siluetas de campanarios, de cúpulas yde techumbres de teja, destacándose sobre el oscuro verdor de losárboles, y el tren detiene poco a poco su marcha.

—«¡Chaumont! ¡Diez minutos y fonda!»

Aquí es donde Delaberge ha de bajar. Arregla su equipaje y se asoma a laportezuela buscando en los andenes al inspector provincial, su antiguocamarada de Escuela a quien advirtió de su llegada y en cuya casa se hade hospedar.

Allí está, en efecto, el inspector buscando también a su amigo. Es unhombre pequeño y gordinflón, metido en estrecha casaca, cubierta lacabeza con sombrero de anchas alas y con guantes negros. Su vestir,mitad ceremonioso y mitad descuidado, afirma todavía su aspectoprovincial.

Baja Delaberge del vagón y los dos antiguos camaradas se estrechan lamano.

—Mi querido inspector general—comienza el hombre gordinflón,—estoycontentísimo de verle otra vez... ¿Ha tenido usted buen viaje?

—Excelente, querido Voinchet... pero ¿cómo es eso, vas a tratarme de usted ahora, tú que eres mi más antiguo amigo?

—¡Dios mío—murmura Voinchet,—creí que las conveniencias de lajerarquía!...

—No bromees... Nada, tienen que ver con nosotros las convenienciasjerárquicas... Háblame ahora mismo de o voy a pedir albergue a lahospedería.

—Te obedezco—contesta el inspector provincial y queda con ello más asus anchas.

Mientras aguardaba al tren, más de un cuarto de hora estuvopreguntándose con ansiedad si tutearía a Delaberge, como en otrostiempos, o si por deferencia a su grado superior le hablaría de usted.Ahora ya, libre de aquel peso, se muestra alegre y decidor. Y mientrasse saca del vagón y se carga el equipaje del inspector general contemplaa su camarada y amablemente sonríe.

—¿Sabes que no noto en ti ningún cambio?... Te encuentro hoy tan ágil ytan fuerte como al salir de la Escuela.

—¡Adulador!—replica Delaberge,—la verdad es que nuestros cabelloscomienzan a blanquear y que llevamos cada uno veintiocho años más sobrela cabeza.

En el fondo, sin embargo, le han halagado no poco las palabras de sucamarada, sobre todo al ver que éste parece mucho más viejo que él.

Los años han engordado al inspector provincial y han quitado expresión asu fisonomía; la somnolencia de la vida de provincia ha apagado la vivaluz de sus ojos; la costumbre de tener que hablar y obrar siempre concierta parsimonia ha quitado a su rostro toda expresión.

Rueda ya el coche carretera adelante y habla Voinchet de nuevo.

—Mi mujer nos aguarda para almorzar... ¡Oh!... Un almuerzo sencillo,después del cual podrás irte a descansar... Te advierto, querido, queesta tarde te será preciso sufrir una pequeña molestia... En honor tuyo,hemos invitado a algunas personas a comer.

—¡Diablo!—murmura

Delaberge

visiblemente

contrariado.—No esperabaeso...

—Dispénsame, pero los periódicas han dado la noticia de tu llegada... Yhabríamos dejado agraviadas a todas nuestras relaciones si leshubiésemos quitado el placer de estar y de hablar contigo algunashoras... No tienes idea, amigo mío, de las suspicacias provinciales...Por otra parte, no seremos muchos... Estarán el presidente del tribunal,el secretario general de la prefectura, un segundo inspector y suesposa...

y nadie más.

—Ya son bastantes—dice Delaberge con sonrisa de resignado.

—¡Ah! se me olvidaba... Estará también una amiga de mi mujer, la señoraLiénard, la que principalmente hace uso de los bosques de Val-Clavin...Quizás no te arrepientas de hablar con ella, pues si logras hacerleentender la razón, este negocio del deslinde irá como sobre ruedas... Esla más ardorosa y la más fuerte adversaria de la Administración...

¡Ea,hemos llegado ya!

El carruaje se ha detenido a la entrada de una calle desierta en queverdea la hierba por entre las piedras.

Enfrente de la iglesia de SanJuan se abren los porches de una antigua casona que se levanta entre elpatio y los huertos.

Mientras

el

conductor

descarga

el

equipaje,Voinchet entra en la casa llamando a un criado.

Habiendo quedado solo unmomento, Delaberge contempla la dormida calle sobre la cual las paredesde la vieja iglesia extienden una sombra de claustro. Y en la fríaausteridad de este sitio solitario, la perspectiva de una comida oficialcon los notables que habitan en esta ciudad muerta le da un escalofríode hondo malestar.

III

Hacia las seis y media de la tarde, rehecho completamente por una buenasiesta, pensó Delaberge que se acercaba el momento de la comida yprocedió a vestirse y arreglarse esmeradamente, no por coquetería, sinopor pura costumbre. Creía que una presencia irreprochable se impone

alos

funcionarios

que

representan

a

la

Administración pública.

Anudando su corbata pensaba ya en la molestia de esa comida oficial enque durante largas horas estaría como en representación ante losinvitados de su amigo y en que el deber profesional le obligaría aconversar con la principal interesada en el asunto de los bosques deVal-Clavin. A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de sucasa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señoraLiénard, debía ser ya una mujer de edad madura y de trato pocoagradable. Delaberge veíase ya discutiendo con una pleiteante campesinay esta enfadosa perspectiva le ponía de mal humor.

Cuando entró en el salón verde y oro, lleno de muebles y adornado conchucherías de dudoso gusto, casi todos los invitados habían llegado ya. yle fueron presentados formando una sola fila. El presidente deltribunal, un hombre pequeñito que habla con pretensión florida, reciénafeitado y de piel sonrosada, con unos ojos brillantes y siempreinquietos; el secretario general de la prefectura, alto, de anchasespaldas, tieso siempre, como orgulloso de los triunfos que le valía suvoz de barítono; el segundo inspector, moreno, de grandes cejas, con losbigotes como de cepillo, con los cabellos cortados según la ordenanza,presentaba el tipo completo del forestal a la manera antigua, feo comoun jabalí y rugoso como un roble.

Y mientras su esposa la inspectora, delgaducha y metida en su vestidomarrón bordado de azabache, conversaba con la señora de Voinchethablándole de lo difícil que es hoy procurarse buenos criados, Delabergese llevaba al inspector su amigo a un rincón de la sala preguntándolesobre todos los detalles del asunto que allí le había traído. Elforestal, envanecido de absorber por completo la atención de susuperior, le iba dando toda clase de noticias técnicas. Y

hacía más deun cuarto de hora que hablaba, cuando Delaberge, al través de lasprolijas frases de su subordinado, oyó a la señora de Voinchet quedecía:

—¡Ah! por fin... Ya comenzaba usted a inquietarme...

Muy tarde llega,amiga mía.

A lo que una voz alegre y limpia contestaba así con un ligero acentoprovincial:

—Perdóneme, he querido, para honrar mejor su casa, estrenar un vestidonuevo y la modista no me lo ha traído sino hasta ahora mismo... cuandoya comenzaba a enfadarme.

En aquel mismo instante abríase de par en par la puerta del comedor y uncriado con guantes blancos y casaca negra decía así: «La señora estáservida».

—Señor inspector general—dice la señora de Voinchet acercándose aDelaberge,—el brazo, si usted gusta...

Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él laseñora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvíahacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba:

—¡Qué distraída soy!... Es necesario que antes le presente a mi queridaamiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin...El señor Delaberge, inspector general de montes.

Aunque ordinariamente dueño de sí mismo, Delaberge no supo disimular unaviva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se habíaimaginado, veía ante sí a una mujer joven, de unos veintiséis años,esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desdeel primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido,Delaberge saludó.

No le habría pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señoraLiénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresaigual. Sus clarísimos ojos contemplaban a Delaberge y parecía reflejarseen su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o sepregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tienedelante. Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. Laseñora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo elbrazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.

En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derechade la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba laseñora Liénard; de manera que Delaberge tenía frente a frente a lapropietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietudque suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla consosegado detenimiento.

El famoso vestido nuevo que había motivado el retraso de Camila Liénardera negro y guarnecido con cintas malva; Delaberge, acostumbrado a losrefinamientos de la elegancia parisiense, hubo de confesarse que lamodista hubiera podido emplear mejor el tiempo. El cuerpo, que era desatén, no favorecía mucho al talle de la dama, el cual parecía noobstante bien contorneado. La ropa se arrugaba feamente en los hombros,y en el cuello parecía querer ahogarla. En suma, la joven aparecía muymal vestida, pero demostraba preocuparse por ello muy poco. Su buenhumor no se resentía para nada de la fealdad del traje ni éste lograbacontener

la

expresiva

vivacidad

de

sus

movimientos. Con su boca un pocogrande, su barbilla algo gruesa y sus cejas finísimas, no parecíaprecisamente bella, pero tenía unos hermosos ojos llenos de luz yviveza, unos abundantes

cabellos

castaños

que

le

caían

graciosamentesobre las sienes, una gran frescura en toda su persona, un modograciosísimo de reír, y todo esto junto producía una agradable impresiónde juventud, de espiritualidad, de alegría sana y fuerte que llenaba degozo el corazón. Comprendíase que era una mujer noblemente expresiva,llena de una natural espontaneidad.

—¿La señora Liénard está casada?—preguntó en voz baja Delaberge a suvecina de mesa.

—No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Unseñor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola enRosalinda donde está haciendo mucho bien.

Delaberge contempló entonces con mayor complacencia aun a aquellamujer... La señora Liénard estaba discutiendo a media voz con elinspector provincial, su vecino de mesa, y sin abandonar su aire deamable alegría le atacaba con maliciosas recriminaciones, ante lascuales se rebelaba el otro con tonos de malhumor.

—¡Ah! no es usted muy amable con los pobres—

exclamaba ella.

Y en ese momento levantó la cabeza y sorprendió la atenta y curiosamirada de Delaberge. Lejos de sentirse ofendida por ello, sonrió alencontrar su mirada los ojos de éste y prosiguió:

—Vaya, decididamente es mucho mejor dirigirse a Dios que a sussantos... Que lo diga si no el señor inspector general.

Tomado así como testigo, Delaberge preguntó con su aire gravementeamable:

—¿De qué se trata, señora?

—De ese deslinde que la Administración forestal quiere imponer. Bajo elpretexto de que es imposible evaluar por separado los derechos de losusua