Pasarse de Listo by Juan Valera - HTML preview

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—Más bien será un desmayo de debilidad—exclamó un cuartointerlocutor, que despuntaba por lo gracioso—. Su mujer lo gastará todoen moños, y comerá poco en su casa.

En fin, aunque no eran muy caritativos los compañeros, atendieron a donBraulio, quien no tardó en volver en sí.

Su primer cuidado fué suplicar a los allí presentes que no dijeran nadade lo ocurrido, a fin de que en su casa al saberlo no se asustasen.

Todos le prometieron callar.

Don Braulio aseguró entonces que se hallaba enteramente repuesto, yvolvió a su asiento y se puso a trabajar como si nada hubiera pasado.

No salió aquel día de la oficina ni medio minuto antes de la hora decostumbre.

Cuando volvió a su casa, nadie hubiera notado en su rostro la menorhuella de dolor.

Dijo tranquilamente a su mujer que Paco Ramírez le llamaba al lugar; quetenía que arreglar allí un negocio importante, y que aquella misma nocheiba a tomar el tren de Andalucía.

Alguna extrañeza causó a doña Beatriz el repentino viaje de don Braulio;pero éste afirmó con serenidad que no era negocio que debiese inspirarcuidado, y así desvaneció todo recelo, tanto de la mente de su mujer,cuanto de la mente de Inesita, la cual se mostró también algomaravillada al principio.

Don Braulio mismo preparó su maleta auxiliado por su mujer.

Durante la comida apareció alegre y hasta más hablador que de costumbre.

En un momento en que doña Beatriz dejó solo a don Braulio con Inesita,don Braulio dijo a ésta que cuando él volviese del lugar le traería aPaco a vistas, y que esperaba que se habían de gustar y se habían decasar a escape.

Paco no había venido aún, por más que lo deseaba, porque quería dejararregladas todas sus cosas y allegar muchos fondos para comprar dijes yprimores que regalar a su futura.

En una palabra; don Braulio lo hizo tan perfectamente que no despertó enel ánimo de doña Beatriz ni de su linda hermanita la menor sospecha deque su inesperada y súbita determinación pudiese tener por causa unpesar acerbo, ni por móvil y propósito nada de siniestro ni de trágico.

Ambas hermanas pugnaron por acompañar a don Braulio a la estación; perodon Braulio se opuso, sosteniendo que era una incomodidad inútil la quequerían tomarse. Así, aunque a duras penas, las persuadió a que sequedaran y no fueran a despedirle.

Cuando llegó la hora de la partida, don Braulio hizo venir un cochecillopor medio del portero, quien bajó la maleta y la colocó en él.

Doña Beatriz abrazó y besó cariñosamente a su marido, y él correspondiócon no menor cariño.

—Cuídate mucho, Braulio, y vuelve cuanto antes—dijo doña Beatriz.

—Adiós, querida mía. Pronto estaré de vuelta—contestó don Braulio.

En seguida bajó la escalera, viéndole bajar ambas hermanas, que hasta lapuerta, al menos, le habían acompañado.

A poco se oyó rodar el coche en que don Braulio iba.

Beatriz e Inés volvieron a entrar en la habitación y se sentaron juntoal brasero, una enfrente de otra.

—¡Qué precipitación de viaje!—dijo doña Beatriz sencillamente.

—¿Estará enfermo Paco?—exclamó Inesita—. Tal vez llame porque estéenfermo y Braulio no nos lo haya querido decir.

—No lo creas, Inés—contestó doña Beatriz—. Braulio no sabe ocultarmenada. Va para negocios del caudal, que ni tú ni yo entendemos. Yo tengotal confianza en Braulio, que no he querido cansarle en que me expliquede qué naturaleza son esos negocios que tamaña prisa requieren. Bástamecon que me haya dado

completa

seguridad

de

que

no

ocurre

nada

aflictivo.¿Cómo, además, había él de ir tan alegre y tranquilo como va si hubieseque lamentar una desgracia?

De este modo siguieron hablando ambas hermanas hasta que sonaron lasdiez, hora en que solían acudir a la tertulia de los de San Teódulo.

Beatriz dijo que como tenía, a pesar de todo, cierta pena por la partidade su marido, no quería ir a la tertulia aquella noche; pero Inesita laanimó, sostuvo que no había razón para no hacer lo que todas las otrasnoches, y al cabo logró de su hermana que fuese como de ordinario.

La anciana ama del cura era quien las acompañaba cuando iban solas y apie a la tertulia sin que don Braulio las acompañase. Aquella noche elama las acompañó también.

Cuando llegaron a la tertulia, ya estaba enella el Conde de Alhedín, quien de día en día iba descuidando más susotras tertulias y diversiones, y acudiendo más temprano y sin faltar unasola noche en casa de Rosita.

XIX

Al tercer día después de la partida de don Braulio, recibió Paco Ramírezuna carta de Madrid. La vista del sobrescrito, cuya letra reconoció alpunto, le llenó de contento, mezclado con alguna inquietud y extrañeza.

La carta era de doña Beatriz, la cual, no por falta de cariño, sino pordesidia, no le había escrito jamás desde que del lugar se habíaausentado. Don Braulio era quien siempre escribía a Paco y le dabanuevas de la salud de todos.

—¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué novedad será ésta?—pensó Paco—. ¿Estaráenfermo Braulio? ¿Por qué me escribe Beatriz?

Sobresaltado con tales ideas, abrió corriendo la carta y leyó lo quesigue:

«Querido Paco: Aunque me tienes enojada porque llamas a Braulio contanto misterio, arrancándole del lado mío, todo te lo perdonaré si me ledespachas pronto y le dejas libre para que se vuelva con su mujercita,que no vive a gusto sin él.

»Sobre el perdón, podrás contar con mi gratitud, si, a más de devolvermecuanto antes el bien que me quitas, me le mimas y regalas como él semerece, todo el tiempo que ahí permanezca.

»Mira que Braulio está muy delicado de salud. No le fatigues llevándolea cazar. Procura que se cuide, porque es muy descuidado.

»Nosotras, Inesita y yo, estamos en Madrid divertidísimas.

Todas lasnoches vamos de tertulia en casa de Rosita, la hija del escribano deVillabermeja, que es ahora condesa, y una de las mayores elegantas dela corte. A su casa no van, por lo común, más señoras que nosotras; peroen cambio van muchos hombres de los más distinguidos en letras, armas ypolítica. Hay allí la mayor cordialidad. Parecen todos amigos íntimos ycariñosos.

Sin embargo, pocos días ha, dos de los tertulianos tuvieronun duelo, y uno de ellos salió herido. Por fortuna, la herida fué muyligera. No he podido averiguar la causa de este duelo. Todos me hanafirmado que ha sido por una niñería. Yo lo he sentido mucho, porque elduelo fué entre mis dos tertulianos favoritos.

Es el uno un poeta, cuyosversos sonoros, religiosos y sentimentales, me conmueven y diviertenpoquísimo; pero que en prosa es un truhán bastante ameno y buen chico enel fondo.

El otro es la flor de los caballeros principales: discreto,galante, gracioso y con un pico de oro para entretener a las mujeres y atodo el mundo cuando está de humor y se pone a charlar. El talCondesito, porque es un Condesito, me tiene enamorada. El me quierebien, me adula; eso sí, es un adulador y un embustero de primera fuerza;pero yo, si bien reconozco sus traidoras lisonjas y sus embustes, medejo cautivar por ellos. Así es que somos excelentes amigos.

»Inesita está siempre en Babia, soñadora y distraída, aunque bien desalud.

»En suma; no lo pasamos mal a pesar de lo poco que tenemos para vivir enMadrid, donde todo es carísimo.

»Ahora es cuando siento el primer disgusto desde que estoy aquí. No sépor qué estoy inquieta y desazonada. Será una tontería. ¿Qué quieres? Lapartida repentina de Braulio me trae cavilosa. Al principio, hastadespués de haberse ido, todo me pareció natural y sencillo. Hoy me pongoa reflexionar, echo a volar la imaginación y me finjo vagamente milabsurdos. Por esto también quiero que me devuelvas a Braulio cuantoantes.

Vente tú con él a pasar una temporadita en esta corte. Verás loque te diviertes en el teatro Real y en los Bufos y la Zarzuela.

Nuestracasa en un chiribitil y no tenemos cuarto que ofrecerte; pero comeráscon nosotras de diario. Adiós. No quiero que digas a Braulio que te heescrito. No quiero que se engría del cuidado que por él me tomo, o quese fastidie de que no le dejo un instante de libertad. Cuídale tú mucho,sin que él sepa que yo te lo encargo. Es muy aprensivo y se afligiríaimaginando que yo le tengo por enfermizo, cuando, siendo tan perezosacomo soy, me muevo a escribirte sólo para encargarte que me le cuides.Adiós, repito, y quiéreme como a tu buena hermana.

»BEATRIZ.»

Esta carta, que, por venir de quien venía, encantaba a Paco Ramírez, nopudo menos de llenarle al mismo tiempo de zozobra. Paco veía y calculabaclaramente que su amigo Braulio debía de haber llegado al lugarveinticuatro horas antes que la carta. ¿Dónde se había metido? ¿Dóndehabía ido a parar? Paco hizo las más extrañas y alarmantes suposiciones.¿Si habrá enfermado en el camino y se habrá quedado en alguna estación?¿Si merced a esa cordialidad de la tertulia de Rosita, el pobre Braulio,que es enclenque y nada ágil, habrá tenido también que andar a tiros o asablazos y le habrán enviado cordialmente al otro mundo? Era evidenteque Braulio había engañado a su mujer diciéndole que Paco le llamaba.¿La habría engañado también diciéndole que iba al lugar y yéndose a otraparte o quedándose de oculto en Madrid? ¿Con qué propósito, Braulio, queera veraz, aunque muy reconcentrado o metido en sí, habría forjado talesmentiras?

Devanándose los sesos para explicarse la causa de la tardanza deBraulio, pasó Paco dos días mortales. Braulio no parecía y los temoresde Paco se acrecentaban. No sabía qué determinación tomar. Escribir adoña Beatriz diciéndole la no aparición de su marido, era infundirle elmismo pesar que tenía él y tal vez descubrir además un secreto deBraulio: algo que le importaba mucho que su mujer no supiese.

Paco aguardó con impaciencia, pero aguardó.

La estación del ferrocarril estaba a cuatro leguas del lugar.

Uncarricoche traía a los pasajeros desde el punto por donde el ferrocarrilpasaba.

Paco salió a caballo dos veces a una legua de la población a recibir asu amigo. Este no llegó ni la vez primera ni la segunda.

A poco de volver a su casa la segunda vez sin traer consigo a Braulio,Paco recibió una carta certificada.

Si la de doña Beatriz le sorprendió con sólo ver su letra en elsobrescrito, más le sorprendió esta nueva carta, así por la letra, queera la de don Braulio, como también por el certificado.

La abrió Paco con profunda emoción y leyó lo siguiente:

«Querido Paco: No acierto a entenderme directamente con Dios ni adesahogar con él mis penas. Le busco en el abismo de mi alma; pero mipensamiento se cansa y se asusta atravesando soledades infinitas sinllegar nunca a donde él reside. Si yo no hubiese dejado de ser creyente,tendría mi confesor, quien lo sabría todo. No necesito consejo. Elconsuelo es imposible. Sin embargo, este peso que me oprime el corazónse aligeraría comunicando con Dios por medio de un ser humano. Haycosas que se avergüenza uno de confesarse a sí mismo; y esas cosas, porextraña contradicción, fatigan y matan si con alguien no se confiesan.Por eso voy a decírtelo todo. No seas severo conmigo.

No me condenes pormiserable y falto de pudor si te lo digo todo: si te descubro lo que amí mismo debiera yo ocultarme.

»Harto conoces mis ideas. Yo no quiero que Beatriz me ame por caridad,ni por gratitud, ni por miedo de castigo o de venganza, por parte mía opor parte del cielo. No quiero que me ame ni en cumplimiento de un debermoral, ni por consideración a leyes dictadas por los hombres. Quiero queme ame por amor, como yo la amo.

»Esto era imposible. Mi vanidad me engañó y por eso me casé con Beatriz;feo yo y ella hermosa; viejo, y ella joven; pobre, y ella con todos losinstintos y las inclinaciones a la elegancia, al lujo y a brillar en elmundo.

»¿Qué había en mí que pudiera hacerme amable a sus ojos?

¿Un corazónnoble? ¿Una inteligencia elevada? ¿En qué obra mía se advierte lanobleza de mi corazón? ¿Dónde se hace patente la elevación de miinteligencia? Me atribuyo sin motivo estas prendas superiores. Soy unnecio vanidoso.

»¿Qué hombre hay, por incapaz que sea, que no halle razones para estarcontento de sí mismo? El feo se halla agraciado; el cobarde, humano ybenigno; el tonto, lleno de candor y de inocencia; el afeminado, culto;el brutal e intratable, brioso y leal; el insolente, franco; el bajo yadulador, afable y bueno. Así también yo me engañaba.

»A veces entreveía yo mi engaño, y me atormentaba la sospecha de miindignidad. Y no me atormentaba por amor a mí mismo, por menospreciarme,por sentir que valía yo menos. Me atormentaba porque desaparecía a misojos todo razonable y fundado motivo de que Beatriz me amase.

»Con todo, yo estaba ciego. Dependía mi felicidad hasta tal punto delamor de Beatriz, que, destruído ya por mi crítica impía todo fundamentoen que mi amor pudiera apoyarse, cerraba yo los ojos de mi alma para nover que aquel amor se derrumbaba, se perdía para siempre, cuando yonecesitaba que fuese eterno.

»De aquí mi absurda, mi inverosímil ceguedad, siendo yo por lo común tansuspicaz y receloso.

»Todo Madrid lo sabe y sin duda lo dice. Yo seguiría ignorándolo, si unadelación anónima no hubiese venido a dar luz a mi entendimiento.

»Era una deshonra. Pasaba yo por un marido sufrido y consentido. Y sinembargo (me humilla mi flaqueza), me duele que me hayan desengañado. Mealegraría de seguir en el engaño y de ser el ludibrio de las gentes contal de no perder la fe en ella, con tal de creer que me ama todavía.

»La carta delatora me ha hecho ver lo que yo no quería ver, sin advertirque era yo quien no quería ver.

»Es evidente mi infortunio.

»He querido, no obstante, negármele aún. He querido persuadirme de queera la carta una calumnia. Nuevas pruebas me dicen que no.

»El vínculo indisoluble que ata mi existencia a la de Beatriz no es elde la religión; no es el de las leyes. Esos los rompería yo en seguidaal verla culpada. El vínculo indisoluble es el de mi amor, que su culpano extingue ni ahoga.

»¿Cómo separarme para siempre de ella si mi corazón queda con ella parasiempre?

»Nada le he dicho. No le he dado la menor queja. ¿Cómo quejarme sinmatarla? ¿Cómo matarla amándola tanto?

»Toda explicación con ella, toda palabra sobre su falta me pareceríafea. Un diálogo entre ambos sobre tan infame asunto sería monstruoso.Valdría más matarla sin hablarle de la razón que para matarla tengo.

»He huído de casa suponiendo que tú me llamabas. Ella me cree en eselugar. En casa no sé qué hubiera yo hecho. Quizá alguna acción indigna.Quizá hubiera llorado y me hubiera quejado como vil. Quizá la hubieramaltratado como verdugo.

»Pero no... yo no hubiera podido maltratarla. Mi corazón es todoternura... todo vileza para con ella. No soy un hombre... soy un niño...un esclavo.

»Es menester que lo sepas todo. Quiero que te compadezcas de mí; hastade lo ridículo que en mí hay. Ríete también... soy digno de compasión yde risa.

»Aquella noche de mi simulada partida entré en casa misteriosamente. Medeslicé por la escalera arriba ya tarde.

Tengo las llaves, y abrí; entréy me escondí en mi cuarto. Aun no habían vuelto ellas de la tertuliadonde van todas las noches; donde va también el hombre que me mata. Lasoí llegar, las oí reír, celebrando los chistes de ese hombre. Paradistraer las penas que por mi ausencia pudiera suponerse que tenía mimujer, él había estado más parlanchín y chistoso que de costumbre.

»Tuve calma para aguardar que se acostaran, y aun para aguardar queBeatriz se durmiera. Durante algún tiempo hubo en mí cierta energía deque ahora me estremezco. Pensé en matar a Beatriz a puñaladas mientrasdormía.

»Te aseguro que penetré en su alcoba con este propósito tremendo. Ríeteahora. Es muy cómico, es jocoso lo que te voy a decir. Yo no uso armas,no tengo más que una gumía que me trajo de presente un oficial amigo,que fué de los que entraron en Tetuán. Con dicha gumía quería yomatarla. La llevaba yo desnuda en la mano derecha; en la mano izquierdallevaba la palmatoria.

»Sin verme en ningún espejo, me veía yo en mi imaginación, y yo mismo medaba grima, no por lo criminal, sino por lo grotesco. Tan chiquituelo,tan feo, tan valetudinario y tan canijo; empleadillo de última clase...¿qué derecho tenía yo a las grandes pasiones? Yo era un Otelo desainete.

»Iba conteniendo la respiración... de puntillas... lleno de miedo de quemi mujer despertase. Me parecía que si despertaba y me veía iba a soltaruna carcajada.

»Así llegué junto a ella. Ella no se despertó. Dormía con la bocaentreabierta, mostrando sus dientes blanquísimos e iguales.

¡Quéfrescura y qué rojo carmín en sus húmedos labios! ¡Qué largas pestañasunidas! ¡Qué sonrisa apacible! ¡Qué frente serena! Si Desdémona hubierasido como Beatriz, Otelo no le hubiera dado muerte. No comprendíentonces que pudiera caber monstruosidad semejante en ser humano porbárbaro que fuese.

Mi cólera cedió paso al enternecimiento. Un diluviode lágrimas bañó mis mejillas. Puse la gumía sobre la mesa de noche.

Lapuse allí con mucho tiento y temblando de que mi mujer se despertase.Volví a mirar a Beatriz. La miré como quien mira el tesoro que haperdido. Todo su valer, toda su belleza, todo su hechizo fulguró antemis ojos con más brillo que nunca. ¿Qué bastarda dulzura, qué amor sinhonra y sin vergüenza, qué afecto villano me emponzoñó en aquel instanteel corazón y corrió por mis venas con mi perversa sangre? Ello es queenjugué mis lágrimas, bajé la cabeza con lentitud y suavidad, y sinrozar apenas con los labios, besé sus mejillas sonrosadas.

»Por fortuna se realizó en mí la reacción. El ultraje recibido seofreció a mi espíritu. Me llené de rubor. Tuve vergüenza; tuve asco demi flaqueza.

»La idea de matar a Beatriz me solicitó de nuevo la voluntad indecisa.Empuñé el hierro nuevamente. Nuevamente retrocedí espantado.

»Huí del cuarto; huí de la casa como un ladrón. Abrí ambas puertas conlas llaves que había guardado, cerrando luego cuidadosamente. Meencontré en la calle.

»¿Qué hacer? Yo me veía ridículo. No podía sufrirme. En mitad de lacalle me dió un ataque de risa nerviosa. Si alguien me oyó debió tomarmepor loco.

»Multitud de pensamientos encontrados, y todos tristísimos, cruzaban pormi mente; pasaban y volvían con persistencia cruel.

»Por un breve momento insistí en imaginar aún que podría ser calumnia ladelación anónima, pero pronto huyó de mí esta idea consoladora. Es laúnica que no ha vuelto.

»¿Qué solución tenía la crisis en que me hallaba? ¿Acaso había yo deasesinar a mi mujer? ¿Acaso había yo de asesinar a su amante?

»No; no era debilidad mía: yo me sentía con ánimos para matar a alguienque hubiera venido en aquel punto a robarme el reloj o los pocos realesque en el bolsillo llevaba; pero quizá por una perversión moral, nopodía yo considerar de ladrón al que me robaba la dicha, el amor de mimujer y la limpia honra de mi casa. El reloj y el dinero son mipropiedad, no tienen libre albedrío; no se van con el ladrón y me dejanporque le prefieren, mientras Beatriz se iba con otro y me dejaba porquele prefería.

El hacía bien en llevársela. ¿Por qué había yo deasesinarle por esto? ¿Qué me debe él a mí para respetar mi felicidad ydesatender la suya?

»Deseché, pues, de mi alma el pensamiento de asesinar a mi rival.Juzgándole en el tribunal de mi conciencia, yo no le absolvía, peroreconocía la incompetencia del tribunal. Yo no le absolvía por ser yo elagraviado. Si el agraviado hubiera sido un indiferente, le hubieraabsuelto. Podía, pues, matarle, no como justicia, sino como venganza.

»Entonces pensé en el duelo; pero ¿cómo pelear ni con espadas ni conpistolas que en la vida he tomado en las manos?

Me repugnaba además laidea de darme antes por ofendido; de reclamar igualdad de condiciones yde probabilidades para vengar mi agravio; de confesar mi torpeza en lasarmas y mi incapacidad; de apelar a no sé qué medios para forzar a unrival dichoso a que se pusiera de suerte enfrente de mí, que yo, flaco,viejo y enfermizo pudiera matarle, siendo él joven, ágil y robusto.

»Ni el asesinato ni el duelo eran posibles. Otro hombre que no fuese yose separaría para siempre de su mujer. No había partido más conforme ala razón. Yo, sin embargo, no podía seguirle. Yo no viviré lejos deella. Es horrible, es estúpido, es monstruoso, pero yo la amo; seguiréamándola siempre. Sin su amor, el mundo será un desierto para mí; lavida, soledad medrosa; mi corazón, un vacío que con nada se llenará.

»El alma humana necesita amar, adorar, creer. El cielo ha castigado lasoberbia de mi alma. De ella han sido arrojados ídolos, altares, todoser digno de adoración y de amor. En cambio, puse mi adoración, mi amor,mi fe y mi esperanza en Beatriz. Ella era... es mi idolatría.

»El amor del descreído es inmenso. El descreído consagra a un objetodespreciable toda la fuerza de amor con que procura el creyente elevarsea su ideal divino.

»En fin, ¿para qué cansarte? He vagado como una fiera mansa que llevaclavado en el pecho un dardo envenenado. De noche he vagado; de día heestado oculto. Tengo vergüenza de que la gente me vea. Se me antoja quetodos conocen la burla de que soy víctima, mi paciencia, mi amor malpagado, y que van a reír al verme o van a escupirme a la cara.

»Anoche llegó mi ridiculez a último extremo.

»Ya no cabe la menor duda. Yo andaba en torno de mi casa, y cerca de lascuatro de la mañana vi que salía un hombre...

misteriosamente... deallí. Tengo ojos de lince... le vi... era él.

Llevaba yo un revólver en el bolsillo. ¿Para qué? Si hubiera disparado los seis tiros quetiene, ninguno hubiera dado a mi enemigo. No sé tirar, y además metemblaba la mano. Todo yo estaba convulso.

»Además, ¿por qué no confesarlo? Creo que yo no sería capaz de matarle,aunque le hallase dormido y pudiese poner a mansalva el cañón del revólver en una de sus sienes.

»No comprendo ya más que una cosa. No puedo sufrir mi amorinextinguible. No puedo sufrir la ridiculez que en mí noto.

Hasta lapoesía de un gran dolor no es dable en mí, porque me río yo mismo de midolor y le hallo cómico.

»No me queda más recurso, si no muero buenamente, que buscar modo demorir cuanto antes.

»Perdona este largo desahogo. Perdona esta prolija carta. Será laúltima. Adiós.»

Paco Ramírez era un hombre de cierta ilustración y de claroentendimiento; pero le tenía aún más sano que claro; le tenía tan sanocomo su cuerpo, que era el de un atleta. Paco amaba a don Braulio,aunque era quien más le había siempre echado en cara que se pasase delisto, que tuviese maneras de pensar que él calificaba de tortuosas yque se hiciese víctima de los más alambicados y singulares sentimientos.

Apenas leyó la carta, creyó que Braulio estaba loco. No podía creer lafalta de doña Beatriz: tan buena opinión tenía de ella.

Imaginó al puntoque la persona de quien andaba celoso Braulio era el Conde, de quienBeatriz le hablaba en su carta. Fuese como fuese, Paco temió unacatástrofe. Pensó en que Braulio, o se iba a morir, o se iba a matar, ose iba a Leganés. A fin de evitarlo, si era tiempo, se pusoinmediatamente en camino para Madrid. Braulio no le había dado señas,pero él le hallaría. Si no llegaba a salvarle, llegaría a vengarle. Pacono se andaba con metafísicas ni discreteos. No pensaba ni en asesinatosa traición ni en duelos de toda ceremonia. Sólo pensaba en sacar el amory hasta el alma del Condesito de su gallardo cuerpo a mojicones ypatadas.

Con tan buenos propósitos, ansioso además de ver a su Inesita, y conesperanzas de enamorarla y de traérsela al lugar, a las treinta y doshoras no cabales de haber recibido y leído la lamentable carta de sudesesperado amigo, llegó Paco a esta heroica y coronada villa, y sinsacudir siquiera el polvo del camino, después de dejar la maletilla enuna casa de huéspedes, y de instalarse, tomando cuarto en ella, sedirigió a la vivienda de las dos lindas hermanas.

XX

Conforme iba Paco Ramírez hacia dicha vivienda, aunque muyapresuradamente, se ofrecían a su imaginación con mayor viveza todas lasdificultades de la entrevista que debía tener.

En la carta de don Braulio recordaba los párrafos más siniestros yominosos, y preveía alguna desgracia. Hasta una contradicción que habíanotado en la carta le daba entonces mucho que sospechar. Don Braulioconfesaba al principio, como era cierto, que jamás usaba ni llevabaarmas, y hacia el fin de la carta hablaba de un revólver que tenía enel bolsillo. Paco Ramírez veía claro que don Braulio le había comprado ole había adquirido en aquellos días, después de la noche que estuvo deoculto en su casa. ¿Para qué esta adquisición? ¿Qué pensaba hacer sudesventurado amigo?

Paco estaba cierto de que don Braulio no mataría ni a su mujer ni a surival, pero tenía miedo de que atentase a su propia vida, y ya pensabaen vengarle matando al Condesito.

Era Paco tan fuerte, tan sereno, y estaba tan seguro de sí, que nada leparecía más fácil.

En cuanto a doña Beatriz, Paco la amaba como a una hermana y larespetaba como a un ser superior, por donde, aunque le afligiese muchoel creerla culpada, como ya la creía, estaba dispuesto a perdonarle laculpa. En este punto comprendía y aplaudía y hasta bendecía la debilidado la ternura de don Braulio. Lo que no se explicaba es que don Brauliono tratase de vengarse del Condesito de cualquier modo que fuese.

Entre tanto, ¿qué iba él a hacer, qué iba a decir en casa de doñaBeatriz? Después de reflexionarlo, formar varios planes y componermentalmente varios discursos, determinó dejarse guiar de la inspiracióndel momento e improvisarlo todo.

Así llegó a casa de don Braulio. Subió los escalones de dos en dos ytiró del cordón de la campanilla. Eran las nueve de la mañana.

En seguida le abrieron, con aquella franqueza y prontitud con que suelenabrir los pobres.

Apenas tuvo tiempo de ver quién le abría. Se encontró ceñido por unosbrazos que le estrechaban y abrumado por una boca que cubría susmejillas de un diluvio de sonoros besos.

—¡Válgame Dios, hombre!—dijo al cabo el ama Teresa, que era quien lebesaba—. ¡Cómo has embarnecido en estos tres años! Da gloria verte:estás hecho un real mozo. Pero díme, ¿y don Braulio? ¿Viene contigo?¿Qué ha hecho en el lugar? ¿Por qué no escribe? Beatriz está con el almaen un hilo.

—Quiero verla. ¿Puedo verla?—dijo Paco.

—Ahora mismo. Entra. ¿Traes noticias de don Braulio?

—Sí.

—Pues entra.