Misericordia by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Tanto revolvió,que al fin pudo encontrar algunos empleíllos, indignos ciertamente de suanterior posición, pero que le permitieron vivir algún tiempo sin rebajarse. Su miseria, al cabo, podía decorarse con un barniz dedignidad. Recibir un corto auxilio pecuniario como pasante de uncolegio, o como escribiente de unos boteros de la calle de Segovia, parallevarles las cuentas y ponerles las cartas, era limosna ciertamente,pero tan bien disimulada, que no había desdoro en recibirla.

Arrastróvida mísera durante algunos años, solitario habitante de los barrios delSur, sin atreverse a pasar a los del Centro y Norte, por miedo deencontrar conocimientos que le vieran mal calzado y peor vestido; yhabiendo perdido aquellos acomodos, buscó otros, aceptando al fin, nosin escrúpulos y crispaduras de nervios, el cargo de comisionista oviajante de una fábrica de jabón, para ir de tienda en tienda y de casaen casa ofreciendo el género, y colocando las partidas que pudiera. Mastan poca labia y malicia el pobrecillo desplegaba en este oficiochalanesco, que pronto hubo de quedarse en la calle. Últimamente ledeparó el cielo unas señoras viejas de la Costanilla de San Andrés, paraque les llevara las cuentas de un resto de comercio de cerería, queliquidaban, cediendo en pequeñas partidas las existencias a lasparroquias y congregaciones. Escaso era el trabajo; mas por él le dabantan sólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba el milagro devivir, agenciándose comida y lecho, y no se dice casa, porque enrealidad no la tenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito,se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosacrisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casaconsigo, entendiose con la señá Bernarda, la dueña de los dormitoriosde la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabíadistinguir. Por tres reales le daba cama de a peseta, y en obsequio a laexcepcional decencia del parroquiano, por sólo un real de añadidura ledejaba tener su baúl en un cuartucho interior, donde, además, lepermitía estar una hora todas las mañanas arreglándose la ropa, yacicalándose con sus lavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entrabacomo un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente dehermosura.

La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse...

¡Problemainmenso, álgebra imposible! Con todos sus apuros, aquella temporada ledio relativo descanso, porque no sufría la humillación de pedir socorro,y malo o bueno, tuerto o derecho, tenía el hombre un medio de vivir, yvivía y respiraba, y aún le sobraba tiempo para dar algunas volteretaspor los espacios imaginarios. Su honesto trato con Obdulia, que vino delconocimiento con Doña Paca y de las relaciones comerciales de las viejascereras con el funerario, suegro de la niña, si llevó al espíritu dePonte el consuelo de la concordancia de ideas, gustos y aficiones, lepuso en el grave compromiso de desatender las necesidades de boca paracomprarse unas botas nuevas, pues las que por entonces prestabanservicio exclusivo hallábanse horrorosamente desfiguradas, y por todopasaba el menesteroso, menos por entrar con feo pie en las regiones delo ideal.

XVII

Con el espantoso desequilibrio que trajeron al menguado presupuesto, lasbotas nuevas y otros artículos de verdadera superfluidad, como pomada,tarjetas, etc., en los cuales fue preciso invertir sumas de relativaconsideración, se quedó Frasquito enteramente vacío de barriga y sinsaber dónde ni cómo había que llenarla. Pero la Providencia, que noabandona a los buenos, le deparó su remedio en la casa misma de Obdulia,que le mataba el hambre algunos días, rogándole que la acompañase aalmorzar; y por cierto que tenía que gastar no poca saliva parareducirle, y vencer su delicadeza y cortedad. Benina, que le leía en elrostro la inanición, gastaba menos etiquetas que su señorita, y leservía con brusquedad, riéndose de los melindres y repulgos con que dabadelicada forma a la aceptación.

Aquel día, que tan siniestro se presentaba, y que la aparición de Beninatrocó en uno de los más dichosos, Obdulia y Frasquito, en cuantocomprendieron que estaba resuelto el problema de la reparaciónorgánica, se lanzaron a cien mil leguas de la realidad, para espaciarsus almas en el rosado ambiente de los bienes fingidos. Las ideas dePonte eran muy limitadas: las que pudo adquirir en los veinte años de suapogeo social se petrificaron, y ni en ellas hubo modificación, ni lasadquirió nuevas. La miseria le apartó de sus antiguas amistades yrelaciones, y así como su cuerpo se momificaba, su pensamiento se ibaquedando fósil. En su manera de pensar, no había rebasado las líneas del68 y 70. Ignoraba cosas que sabe todo el mundo; parecía hombre caído deun nido o de las nubes; juzgaba de sucesos y personas con candorosainocencia. La vergüenza de su aflictivo estado y el retraimientoconsiguiente, no tenían poca parte en su atraso mental y en la pobrezade sus pensamientos.

Por miedo a que le viesen hecho una facha, se pasaba semanas y aun mesessin salir de sus barrios; y como no tuviera necesidad imperiosa que alcentro le llamase, no pasaba de la Plaza Mayor.

Le azaraba continuamentela monomanía centrífuga; prefería para sus divagaciones las callesobscuras y extraviadas, donde rara vez se ve un sombrero de copa. Entales sitios, y disfrutando de sosiego, tiempo sin tasa y soledad, supoder imaginativo hacía revivir los tiempos felices, o creaba en lospresentes seres y cosas al gusto y medida del mísero soñador.

En sus coloquios con Obdulia, Frasquito no cesaba de referirle su vidasocial y elegante de otros tiempos, con interesantes pormenores: cómofue presentado en las tertulias de los señores de Tal, o de la Marquesade Cuál; qué personas distinguidas allí conoció, y cuáles eran suscaracteres, costumbres y modos de vestir. Enumeraba las casas suntuosasdonde había pasado horas felices, conociendo lo mejorcito de Madrid enambos sexos, y recreándose con amenos coloquios y pasatiempos muybonitos.

Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, quedeliraba por la música y por el Real, tarareaba trozos de Norma y de Maria di Rohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis.

Otras veces,lanzándose a la poesía, recitábale versos de D.

Gregorio RomeroLarrañaga y de otros vates de aquellos tiempos bobos. La radicalignorancia de la joven era terreno propio para estos ensayos deliteraria educación, pues en todo hallaba novedad, todo le causaba elembeleso que sentiría una criatura al ver juguetes por primera vez.

No se saciaba nunca la niña (a quien es forzoso llamar así, a pesar deser casada, con su aborto correspondiente) de adquirir informes ynoticias de la vida de sociedad, pues aunque algunos conocimientos deello tuviera, por recuerdos vagos de su infancia, y por lo que su madrele había contado, hallaba en las descripciones y pinturas de Ponte mayorencanto y poesía. Sin duda, la sociedad del tiempo de Frasquito era másbella que la coetánea, más finos los hombres, las señoras más graciosasy espirituales. A ruego de ella, el elegante fósil describía losconvites, los bailes, con todas sus magnificencias; el buffet o ambigú, con sus variados manjares y refrigerios; contaba las aventurasamorosas que en su tiempo dieron que hablar; enumeraba las reglas debuena educación que entonces, hasta en los ínfimos detalles de la vidasuntuaria, estaba en uso, y hacía el panegírico de las bellezas que ensu tiempo brillaron, y ya se habían muerto o eran arrinconadosvejestorios. No se dejó en el tintero sus propias aventurillas, o másbien pinitos amorosos, ni los disgustos que por tales excesos tuvo conmaridos escamones o hermanos susceptibles. De las resultas, había tenidotambién su duelo

correspondiente,

¡vaya!

con

padrinos,

condiciones,elección de armas, dimes y diretes, y, por fin, choque de sables,terminando todo en fraternal almuerzo. Un día tras otro, fue contandolas varias peripecias de su vida social, la cual contenía todas lasvariedades del libertinaje candoroso, de la elegancia pobre y de latontería honrada. Era también Frasquito un excelente aficionado al arteescénico, y representó en distintos teatros caseros papeles principalesen Flor de un día y La trenza de sus cabellos. Aún recordabaparlamento y bocadillos de ambas obras, que repetía con énfasisdeclamatorio, y que Obdulia oía con arrobamiento, arrasados los ojos enlágrimas, dicho sea con frase de la época. Refirió también, y para ellotuvo que emplear dos sesiones y media, el baile de trajes que dio, allápor los años de Maricastaña, una señora Marquesa o Baronesa de No sécuántos. No olvidaría Frasquito, si mil años viviese, aquella grandiosafiesta, a la que asistió de bandido calabrés. Y se acordaba de todos,absolutamente de todos los trajes, y los describía y especificaba, sinolvidar cintajo ni galón.

Por cierto que los preparativos de suvestimenta, y los pasos que tuvo que dar para procurarse las prendascaracterísticas, le robaron tanto tiempo día y noche, que faltó semanasenteras a la oficina, y de aquí le vino la primera cesantía, y con lacesantía sus primeros atrasos.

Aunque en muy pequeña escala, también podía Frasquito satisfacer otracuriosidad de Obdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, de los viajes.No había dado la vuelta al mundo; pero

¡había estado en París! y para unelegante, esto quizás bastaba.

¡París! ¿Y cómo era París? Obduliadevoraba con los ojos al narrador, cuando este refería con hiperbólicosarranques las maravillas de la gran ciudad, nada menos que en losesplendorosos tiempos del segundo Imperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia,los Campos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, Palais Royal... y paraque en la descripción entrara todo, Mabille, las loretas!... Ponte noestuvo más que mes y medio, viviendo con grande economía, y aprovechandomuy bien el tiempo, día y noche, para que no se le quedara nada por ver.En aquellos cuarenta y cinco días de libertad parisiense, gozó loindecible, y se trajo a Madrid recuerdos e impresiones que contar paratres años seguidos. Todo lo vio, lo grande y lo chico, lo bello y loraro; en todo metió su nariz chiquita, y no hay que decir que sepermitió su poco de libertinaje, deseando conocer los encantos secretosy seductoras gracias que esclavizan a todos los pueblos, haciéndolestributarios de la voluptuosa Lutecia.

Precisamente aquel día, mientras Benina con diligencia suma trasteaba enla cocina y comedor, Frasquito contaba a Obdulia cosas de París, y tanpronto, en su pintoresco relato, descendía a las alcantarillas, como seencaramaba en la torre del pozo artesiano de Grenelle.

—Muy cara ha de ser la vida en París—le dijo su amiga—.

¡Ah! Sr. dePonte, eso no es para pobres.

—No, no lo crea usted. Sabiendo manejarse, se puede vivir como sequiera. Yo gastaba de cuatro a cinco napoleones diarios, y nada se mequedó por ver. Pronto aprendí las correspondencias de los ómnibus, y alos sitios más distantes iba por unos cuantos sus. Hay restauranes económicos, donde le sirven a usted por poco dinero buenos platos.Verdad es que en propinas, que allí llaman pour boire, se gasta más dela cuenta; pero créame usted, las da uno con gusto por verse tratado contanta amabilidad. No oye usted más que pardon, pardon a todas horas.

—Pero entre las mil cosas que usted vio, Ponte, se olvida de lo mejor.¿No vio usted a los grandes hombres?

—Le diré a usted. Como era verano, los grandes hombres se habían ido atomar baños. Víctor Hugo, como usted sabe, estaba en la emigración.

—Y a Lamartine, ¿no le vio usted?

—En aquella época, ya el autor de Graziella había fallecido.

Unatarde, los amigos que me acompañaban en mis paseos me enseñaron la casade Thiers, el gran historiador, y también me llevaron al café donde, porinvierno, solía ir a tomarse su copa de cerveza Paul de Kock.

—¿El de las novelas para reír? Tiene gracia; pero sus indecencias yporquerías me fastidian.

También vi la zapatería donde le hacían las botas a Octavio Feuillet.Por cierto que allí me encargué unas, que me costaron seis napoleones...¡pero qué hechura, qué género! Me duraron hasta el año de la muerte dePrim...

—Ese Octavio, ¿de qué es autor?

—De Sibila y otras obras lindísimas.

—No le conozco... Creo confundirle con Eugenio Sué, que escribió, si norecuerdo mal, los Pecados capitales y Nuestra Señora de París.

Los Misterios de París, quiere usted decir.

—Eso... ¡Ay, me puse mala cuando leí esa obra, de la gran impresión queme produjo!

—Se identificaba usted con los personajes, y vivía la vida de ellos.

—Exactamente. Lo mismo me ha pasado con María o la hija de unjornalero...».

En esto les avisó Benina que ya tenía preparada la pitanza, y les faltótiempo para caer sobre ella y hacer los debidos honores a la tortilla deescabeche y a las chuletas con patatas fritas.

Dueño de su voluntad entodo acto que requiriese finura y buenas formas, Ponte se las compusoadmirablemente con sus nervios para no dar a conocer la ferocidad de suhambre atrasada. Con bondadosa confianza, Benina le decía: «Coma, coma,Sr. de Ponte, que aunque esta no es comida fina, como las que a usted ledan en otras casas, no le viene mal ahora... Los tiempos están malos.Hay que apencar con todo...

—Señora Nina—replicaba el proto-cursi—, yo aseguro, bajo mi palabra dehonor, que es usted un ángel; yo me inclino a creer que en el cuerpo deusted se ha encarnado un ser benéfico y misterioso, un ser que es mera personificación de la Providencia, según la entendían y entienden lospueblos antiguos y modernos.

—¡Válgate Dios lo que sabe, y qué tonterías tan saladas dice!».

XVIII

Con la reparadora substancia del almuerzo, los cuerpos parecía queresucitaban, y los espíritus fortalecidos levantaron el vuelo a las másaltas regiones. Instalados otra vez en el gabinete, Ponte Delgado contólas delicias de los veranos de Madrid en su tiempo. En el Prado sereunía toda la nata y flor. Los pudientes iban de estación a la Granja.Él había visitado más de una vez el Real Sitio, y había visto correrlas fuentes.

«¡Y yo que no he visto nada, nada!—exclamaba Obdulia con tristeza,poniendo en sus bellos ojos un desconsuelo infantil—.

Crea usted, amigoPonte, que ya me habría vuelto tonta de remate, si Dios no me hubieradado la facultad de figurarme las cosas que no he visto nunca. No puedeusted imaginar cuánto me gustan las flores: me muero por ellas. En sutiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el balcón: después me losquitaron, porque un día regué tanto, que subió el policía y nos echaronmulta.

Siempre que paso por un jardín, me quedo embobada mirándolo.¡Cuánto me gustaría ver los de Valencia, los de la Granja, los deAndalucía!... Aquí apenas hay flores, y las que vemos vienen porferrocarril, y llegan mustias. Mi deseo es admirarlas en la planta.Dicen que hay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas, Ponte; yoquiero aspirar su aroma. Se dan grandes y chicas, encarnadas yblancas, de muchas variedades.

Quisiera ver una planta de jazmín grande,grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendolas mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!...Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa...

¡Ay! esas estufascon plantas tropicales y flores rarísimas, quisiera verlas yo. Me lasfiguro; las estoy viendo... me muero de pena por no poder poseerlas.

—Yo he visto—dijo Ponte—, la de D. José Salamanca en sus buenos tiempos.Figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas.Figúrese usted palmeras y helechos de gran altura, y piñas de Américacon fruto. Me parece que la estoy viendo.

—Y yo también. Todo lo que usted me pinta, lo veo. A veces, soñando,soñando, y viendo cosas que no existen, es decir, que existen en otraparte, me pregunto yo: '¿Pero no podría suceder que algún día tuviera youna casa magnífica, elegante, con salones, estufa... y que a mi mesa sesentaran los grandes hombres... y yo hablara con ellos y con ellos meinstruyera?'.

—¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muy joven, Obdulia, y tiene aúnmucha vida por delante. Todo eso que usted ve en sueños, véalo como unarealidad posible, probable. Dará usted comidas de veinte cubiertos, unavez por semana, los miércoles, los lunes... Le aconsejo a usted, comoperro viejo en sociedad, que no ponga más de veinte cubiertos, y queinvite para esos días gente muy escogida.

—¡Ah!... bien... lo mejor, la crema...

—Los demás días, seis cubiertos, los convidados íntimos y nada más;personas de alcurnia, ¿sabe? personas allegadas a usted y que le tengancariño y respeto. Como es usted tan hermosa, tendrá adoradores... eso nolo podrá evitar... No dejará de verse en algún peligro, Obdulia. Yo leaconsejo que sea usted muy amable con todos, muy fina, muy cortés; peroen cuanto se propase alguno, revístase de dignidad, y vuélvase más fríaque el mármol, y desdeñosa como una reina.

—Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a todas horas. Estaré tan ocupadaen divertirme, que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Que gusto ir atodos los teatros, no perder ópera, ni concierto, ni función de drama ocomedia, ni estreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver y gozar...Pero crea usted una cosa, y se la digo con el corazón. En medio de todoese barullo, yo gozaría extremadamente en repartir muchas limosnas; iríayo en busca de los pobres más desamparados, para socorrerles y...

Enfin, que yo no quiero que haya pobres... ¿Verdad, Frasquito, que no debehaberlos?

—Ciertamente, señora. Usted es un ángel, y con la varilla mágica de subondad hará desaparecer todas las miserias.

—Ya se me figura que es verdad cuanto usted me dice. Yo soy así. Veausted lo que me pasa: hace un rato hablábamos de flores; pues ya se meha pegado a la nariz un olor riquísimo.

Paréceme que estoy dentro de miestufa, viendo tantos primores, y oliendo fragancias deliciosas. Yahora, cuando hablábamos de socorrer la miseria, se me ocurrió decirle:'Frasquito, tráigame una lista de los pobres que usted conozca, paraempezar a distribuir limosnas'.

—La lista pronto se hace, señora mía—dijo Ponte contagiado del delirioimaginativo, y pensando que debía encabezar la propuesta con el nombredel primer menesteroso del mundo: Francisco Ponte Delgado.

—Pero habrá que esperar—añadió Obdulia, dándose de hocicos contra larealidad, para volver a saltar otra vez, cual pelota de goma, yremontarse a las alturas—. Y diga usted: en ese correr por Madridbuscando miserias que aliviar, me cansaré mucho, ¿verdad?

—¿Pero para qué quiere usted sus coches?... Digo, yo parto de la base de que usted tiene una gran posición.

—Me acompañará usted.

—Seguramente.

—¿Y le veré a usted paseando a caballo por la Castellana?

—No digo que no. Yo he sido regular jinete. No gobierno mal... Ya quehemos hablado de carruajes, le aconsejo a usted que no tenga cocheras...que se entienda con un alquilador. Los hay que sirven muy bien. Sequitará usted muchos quebraderos de cabeza.

—¿Y qué le parece a usted?—dijo Obdulia ya desbocada y sin freno—.Puesto que he de viajar, ¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Suiza?

—Lo primero a París...

—Es que yo me figuro que ya he visto a París... Eso es de clavopasado... Ya estuve: quiero decir, ya estoy en que estuve, y quevolveré, de paso para otro país.

—Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvide usted las ascensiones alos Alpes para ver... los perros del Monte San Bernardo, los grandestémpanos de hielo, y otras maravillas de la Naturaleza.

—Allí me hartaré de una cosa que me gusta atrozmente: manteca de vacasbien fresca... Dígame, Ponte, con franqueza:

¿qué color cree usted queme sienta mejor, el rosa o el azul?

—Yo afirmo que a usted le sientan bien todos los colores del iris;mejor dicho: no es que este o el otro color hagan valer más o menos subelleza; es que su belleza tiene bastante poder para dar realce acualquier color que se le aplique.

—Gracias... ¡Qué bien dicho!

—Yo, si usted me lo permite—manifestó el galán marchito, sintiendo elvértigo de las alturas—, haré la comparación de su figura de usted conla figura y rostro... ¿de quién creerá?... pues de la EmperatrizEugenia, ese prototipo de elegancia, de hermosura, de distinción...

—¡Por Dios, Frasquito!

—No digo más que lo que siento. Esa mujer ideal no se me ha olvidado,desde que la vi en París, paseando en el Bois con el Emperador. La hevisto mil veces después, cuando flaneo solito por esas calles soñandodespierto, o cuando me entra el insomnio, encerrado las horas muertas enmis habitaciones.

Paréceme que la estoy viendo ahora, que la veosiempre... Es una idea, es un... no sé qué. Yo soy un hombre que adoralos ideales, que no vive sólo de la vil materia. Yo desprecio la vilmateria, yo sé desprenderme del frágil barro...

—Entiendo, entiendo... Siga usted.

—Digo que en mi espíritu vive la imagen de aquella mujer... y la veocomo un ser real, como un ente... no puedo explicarlo...

como un ente,no figurado, sino tangible y...

—¡Oh! sí... lo comprendo. Lo mismo me pasa a mí.

—¿Con ella?

—No... con... no sé con quién».

Por un momento, creyó Frasquito que el ser ideal de Obdulia era elEmperador. Incitado a completar su pensamiento, prosiguió así:

«Pues, amiga mía, yo que conozco, que conozco, digo, a Eugenia deGuzmán, sostengo que usted es como ella, o que ella y usted son unamisma persona.

—Yo no creo que pueda existir tal semejanza, Frasquito—

replicó la niña,turbada, echando lumbre por los ojos.

—La fisonomía, las facciones, así de perfil como de frente, laexpresión, el aire del cuerpo, la mirada, el gesto, los andares, todo,todo es lo mismo. Créame usted, yo no miento nunca.

—Puede ser que haya cierto parecido...—indicó Obdulia, ruborizándosehasta la raíz del cabello—. Pero no seremos iguales; eso no.

—Como dos gotas de agua. Y si se parecen ustedes en lo físico...—dijoFrasquito, echándose para atrás en el sillón y adoptando un tonillo defranca naturalidad—, no es menor el parecido en lo moral, en el aire depersona que ha nacido y vive en la más alta posición, en algo que revelala conciencia de una superioridad a la que todos rinden acatamiento. Ensuma, yo sé lo que me digo. Nunca veo tan clara la semejanza como cuandousted manda algo a la Benina: se me figura que veo a Su MajestadImperial dando órdenes a sus chambelanes.

—¡Qué cosas!... Eso no puede ser, Ponte... no puede ser».

Entrole a la niña un reír nervioso, cuya estridencia y duraciónparecían anunciar un ataque epiléptico. Riose también Frasquito, ydesbocándose luego por los espacios imaginativos, dio un boteformidable, que, traducido al lenguaje vulgar, es como sigue:

«Hace poco indicó usted que me vería paseando a caballo por laCastellana. ¡Ya lo creo que podría usted verme! Yo he sido un buenjinete. En mi juventud, tuve una jaca torda, que era una pintura. Yo lamontaba y la gobernaba admirablemente. Ella y yo llamamos la atención en La Línea primero, después en Ronda, donde la vendí, para comprarme uncaballo jerezano, que después fue adquirido... pásmese usted... por laDuquesa de Alba, hermana de la Emperatriz, mujer elegantísima también...y que también se le parece a usted, sin que las dos hermanas separezcan.

—Ya, ya sé...—dijo Obdulia, haciendo gala de entender de linajes—. Eranhijas de la Montijo.

—Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel, en aquel gran palacio quehace esquina a la plaza donde hay tantos pajaritos...

mansión dehadas... yo estuve una noche... me presentaron Paco Ustáriz y ManoloPrieto, compañeros míos de oficina... Pues sí, yo era un buen jinete, ycréame, algo queda.

—Hará usted una figura arrogantísima...

—¡Oh! no tanto.

—¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veo así, y suelo ver las cosasbien claras. Todo lo que yo veo es verdad.

—Sí; pero...

—No me contradiga usted, Ponte, no me contradiga en esto ni en nada.

—Acato humildemente sus aseveraciones—dijo Frasquito humillándose—.Siempre hice lo mismo con todas las damas a quienes he tratado, que hansido muchas, Obdulia, pero muchas...

—Eso bien se ve. No conozco otra persona que se le iguale en la finuradel trato. Francamente, es usted el prototipo de la elegancia... dela...

—¡Por Dios!...».

Al llegar a esta frase, el punto o vértice del delirio hízoles caer debruces sobre la realidad la brusca entrada de Benina, que, concluidassus faenas de fregado y arreglo de la cocina y comedor, se despedía.Cayó Ponte en la cuenta de que era la hora de ir a cumplir susobligaciones en la casa donde trabajaba, y pidió licencia a la imperialdama para retirarse. Esta se la dio con sentimiento, mostrándosepesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en suspalacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimospalaciegos. Que estos, ante los ojos de los demás mortales, tomaranforma de gatos mayadores, a ella no le importaba. En su soledad, serecrearía discurriendo muy a sus anchas por la estufa, admirando lasgalanas flores tropicales, y aspirando sus embriagadoras fragancias.

Fuese Ponte Delgado, despidiéndose con afectuosas salutaciones ysonrisas tristes, y tras él Benina, que apresuró el paso para alcanzarleen el portal o en la calle, deseosa de echar con él un parrafito.

XIX

«Sí, D. Frasco—le dijo codeándose con él en la calle de San PedroMártir—. Usted no tiene confianza conmigo, y debe tenerla. Yo soy pobre,más pobre que las ratas; y Dios sabe las amarguras que paso paramantener a mi señora y a la niña, y mantenerme a mí... Pero hay quien megana en pobreza, y ese pobre de más solenidá que nadie es usted... Nodiga que no.

—Señá Benina, repito que es usted un ángel.