Marta y María by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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MARTA Y MARÍA

NOVELA DE COSTUMBRES

ORIGINAL DE

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

ÍNDICE

Prólogo

Pág. 6

Aclaración

7

I.—Desde la calle

9

II.—El sarao de los señores de Elorza

17

III.—La novena del Sagrado Corazón de Jesús

39

IV.—De cómo el marqués de Peñalta fue convertido en duque de Turingia

59

V.—Camino de perfección

78

VI.—En busca del Menino

94

VII.—El alma y el esposo

111

VIII.—Como ustedes gusten

123

IX.—Excursión al Moral y a la Isla

136

X.—Sigue la excursión

150

XI.—¡Caso extraño!

167

XII.—Antecedentes

177

XIII.—En que se narran los trabajos de una virgen cristiana

194

XIV.—Pálida mors

213

XV.—Gocémonos, amado

230

XVI.—El sueño del marqués de Peñalta

245

PRÓLOGO

No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público,sobre hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos queestemos avezados a presenciar todos los días. Tal vez por ello se leacuse de falso o inverosímil y se le juzgue como un producto de lafantasía lejano de toda realidad. Me someto y resigno de antemano aestas censuras, reservándome el derecho de protestar interiormente, yaque no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque—lo hede decir, aunque perezca mi gloria de inventor—todos los hechosfundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más querelacionarlos y darles unidad.

Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque Marta y María no sea una novela bella, es una novela realista. Sé que elrealismo—actualmente llamado naturalismo—tiene muchos adeptosinconscientes, quienes suponen que sólo existe la verdad en los hechosvulgares de la existencia y que sólo estos son los que deben sertraducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados, losdesvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstoldel naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada ysublime poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teoríasestéticas.

ACLARACIÓN

No he querido en la presente obra herir al misticismo verdadero niridiculizar la vida contemplativa. Cervantes, el gran maestro de nuestraliteratura, tampoco quiso atacar al honor y al heroísmo en su inmortal Quijote. Aunque yo piense que la esencia del Cristianismo es caridad ypor lo tanto vida activa, entiendo asimismo que sin una fe viva, estoes, sin la unión mística y amorosa de nuestro espíritu con el Creador,la misma caridad no puede beatificarnos. Pero existen y han existidosiempre seres que transportan la santidad del corazón a la fantasía, dela vida a la quimera, como el ingenioso hidalgo transportaba elheroísmo, y contra estos espíritus exaltados, imaginativos, en el fondovanidosos y egoístas, van las presentes páginas. Así como las aventurasnovelescas de los libros de caballerías enloquecían a los espíritusdébiles, ciertas exageraciones en que incurren los biógrafos de lossantos son extremadamente peligrosas para los temperamentos no bienequilibrados. Sólo los corazones sencillos son gratos a Dios y a loshombres. O niños o como niños, ha dicho el Salvador. En tal pensamientohe pretendido inspirarme para escribir este libro. No obstante, comoalgunas personas piadosas han creído ver en él menosprecio de la vidacontemplativa y burla de las gracias sobrenaturales que Dios ha operadoen algunas santas que la Iglesia venera, y como realmente al arrojarpiedras sobre el falso misticismo pude haber salpicado al verdadero,cúmpleme declarar que si esto ha sucedido, lo deploro. No doy a ningunade las palabras contenidas en mi libro otra significación que la quepueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la IglesiaCatólica, a las cuales me glorio de vivir sometido.

A. P. V.

I

DESDE LA CALLE

Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacíaprodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidadde los cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche eradensa y oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en lastinieblas, y al encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Loscodos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojosde los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamentela mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro!¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre leobligaba a matar en flor su discurso. Y

volvía a imperar el silencio. Elsilencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían losvecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado comoacto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador.Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas másaflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunquela noche no era de las más templadas de otoño.

En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lomismo; pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendopausadamente una agua menudísima que los vecinos de Nieva se habíanacostumbrado a no despreciar, pues a la postre, y a pesar de sus modosblandos y sutiles, moja como cualquiera otra. Sólo unas cuantas personascon paraguas y algunas otras que, no teniéndolo, se amparaban de sufilosofía permanecían a pie firme en medio del arroyo.

Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por laabertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más tristela noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalostorrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.

La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga yguarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villade Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; perotenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosacomo la de una ciudad. Aunque la oscuridad no nos permite descubrirexactamente el aspecto de la casa, se puede asegurar que es un edificiode piedra labrada y de un solo piso, con espacioso soportal, cuyaarquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de susdueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrastanotablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, ysostenido por pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También seobserva la misma diferencia en el piso, que en el soportal de quehablamos es de losa bien aderezada, mientras los demás ofrecen solamenteun incómodo pavimento empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto,llamarla un palacio, no es aventurado afirmar que aquella mansión habíasido construidaa por una persona principal para su exclusivo uso yregalo. La circunstancia de tener sólo un piso, bien claramente lodecía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el arquitecto habíadado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues susproporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que mássaltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable yaristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirarenvidia, no despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios yrencores que excita siempre la opulencia soberbia.

El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fríade que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban loscontornos de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en loshuecos de sus molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarsea la abertura luminosa y feliz de los balcones, que las rechazaba conespanto. Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídaspor la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de losfilósofos que escuchaban al descubierto.

El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales deenfrente no apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que seagrupaban debajo de los arcos de la casa, careciendo de tal recurso,ateníanse exclusivamente a sus orejas, cuya capacidad receptivaprocuraban perfeccionar colocando la palma de la mano por detrás de supabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La oscuridad era grandeen ambos soportales, porque los faroles del municipio despedían suspálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer enapartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendoreflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombrasbrillaba de vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre rojailuminaba un instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en laesquina, aun permanecía abierta una tienda de quincalla; mas podía versela sombra del dueño cruzar con frecuencia por delante de la puertaarreglando ya sus cosas para cerrarla. En el piso principal de la mismacasa, los balcones se hallaban abiertos de par en par. Por ellos salíanvoces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, queafortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de laEstrella, concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena deindefectibles parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podíaevitarse el zumbido particular que origina la aglomeración de gente enun sitio, producido por el roce de los pies, el movimiento de loscuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas que en tono de falsetedejaban caer los unos en los oídos de los otros.

El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiabacon sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata « granDio, morir si giovine».

Terminado el preludio, empezó un acompañamientosuave y discreto. La ansiedad era grande. Al fin, sobre elacompañamiento se alzó una voz clara y dulcísima que sonó en toda laplaza como eco del cielo. Los dos grupos de curiosos se estremecieroncual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una máquinaeléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima deellos.

—Es María—dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que elcuello de la camisa.

—¡Ya era tiempo!—apuntó uno en voz algo más alta.

—Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábricade conservas—exclamó un tercero todavía más indiscreto.

—¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamosoír!—gritó una voz irritada.

—¡Que se calle ése!

—¡Fuera!

—¡Silencio!

—¡Chis, chiis, chiis!

—¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de estepueblo!—volvió a exclamar la voz colérica.

—¡Cállese usted!

—¡No sea usted estúpido, hombre!

—¡Chis, chiis, chiis!

Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi,interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por losentreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrandocon fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en lasencrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentabanel poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable sobre todoelogio!

Para un inteligente de los que se sientan embozados en laescalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese lacantante un prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar lasnotas; mas para los que no se ven atormentados por escrúpulosfilarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy bien y que poseíaespecialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que llegaba hastalo profundo del alma.

Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo,daban pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la músicaen los pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso queen las capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasíapor iglesias, teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna queotra vez pueden gustarla. Nadie chistaba ni se movía un punto de susitio. Con la boca entreabierta y la mirada perdida seguían extáticos elcurso de aquella melodía desesperada en que Violeta se lamentaba demorir después de haber penado tanto. Los más sensibles empezaban asoltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida juvenil.El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable depolvo líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa,sacudieron el sombrero y, lanzando una sorda imprecación a loselementos, vinieron a refugiarse al soportal, produciendo al llegar levedisturbio entre sus convecinos.

Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían nomuy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poneral lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó unacerilla para encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorceo quince años, frescos, risueños y maliciosos que volvieron a borrarseal morir el fósforo.

—Oye, Manolo—dijo uno apagando todo lo posible la voz—, ¿quién te hadado esa boquilla?

—Pues se la he limpiado a mi hermano.

—¿Es de ámbar?

—De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.

—¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú...!

—Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estasculpas?...

Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callarásperamente. Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo convoz apenas perceptible:

—Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?

—¡Sí, Manolo; sí, Manolo!—repusieron precipitadamente los otros, que,por lo visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de sucompañero.

—Pues vais a ver; estaos quietos ahí.

Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta ysoltó tres chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perroscuando se les castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonóinmediatamente por los espacios. Los perros todos de la población,unidos y compactos como un solo mastín, protestaban enérgicamentecontra la pena infligida a un semejante suyo. El canto de María seperdió completamente dentro de aquel formidable ladrido. La multitud queescuchaba

experimentó

dolorosa

sacudida,

se

agitó

tumultuosamente

unosinstantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los malditosanimales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto loinútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos,en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vezmás raros y lejanos. Sólo el perro del comercio de quincalla, queacababa de cerrarse, continuó algún tiempo ladrando con furia. Al fintambién éste cesó, aunque muy a disgusto. El canto de la moribundaVioleta volvió a escucharse, puro y límpido como antes. Los oyentestornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido, sibien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instanteverse privados de aquel placer.

Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibidotambién con risas y aplausos ahogados.

—Anda, Manolito, chilla otra vez.

—Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.

Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando elgrupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros treslamentos como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló elespacio respondiendo a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente,pero con mucho mayor estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzabanfuriosas exclamaciones.

—¡Esto es horrible!

—¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!

—¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!

—¡Maldito!...

—¡Condenado!...

—¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!

—¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!

—¡Silencio, silencio!

—¡Chis, chiis, chiiiiis!

Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron poroportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico deVioleta tornó a aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. Lavoz de María sollozaba de tal suerte al interpretarlo, que el corazón seoprimía y las lágrimas brotaban en los ojos. Un solo perro,

el

delcomercio

de

quincalla,

siguió

ladrando

con

persistencia

sumamenteincómoda, pues la voz de la cantante no acababa de llegar a los oídosdel público con la debida pureza. Un hombre con garrote en mano sedestacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza parahacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies enpolvorosa. El hombre se metió otra vez en el soportal.

Al fin reinabacompleto silencio en la plaza y los aficionados disfrutaban a su sabordel concierto de los señores de Elorza.

¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato paratributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa deaparecer.

El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:

—Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?

—Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.

El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardósilencio.

—Pero ¡ca!—continuó el otro—, no le han cogido, no. ¡Bueno es él paradejarse atrapar!

En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde elsoportal de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando losperros de la vecindad. No es posible describir lo que entonces acaecióen la muchedumbre de oyentes de uno y otro soportal. El tumulto que seprodujo fue en realidad imponente. Una porción de manos se agitaron enla oscuridad esgrimiendo terribles bastones y paraguas. Y de ambosgrupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras para la razacanina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las cabezas.Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.

—¡Matad a ese perro indecente!—gritó una voz dominando el tumulto.

—¡Sí, sí, rompedle el espinazo!—repuso otro buscando ya el género demuerte más adecuado.

—¡Ese perro, ese perro!

—Pero ¿dónde está ese maldito?

—Buscadlo y rompedle el espinazo.

—Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.

—¡Mala centella los mate a los dos!

El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tanescandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar unchirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que porellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendoresfriarse, se retiraron al instante. En la casa de Elorza se asomarontres o cuatro personas, que también se metieron velozmente, y ¡ohdolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.

—¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!

—¿Han cerrado los balcones?

—Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.

De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia.Hubo silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzasmuertas. Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:

—Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.

Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverselentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas sealejaron caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plazacon los paraguas abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitiohaciendo interminables comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Alfin quedó una media docena de curiosos, que, fatigados de murmurar enaquel paraje, se fueron a hacer lo mismo al café de la Estrella.Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café,una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educaciónde aquel pueblo, decía con más cólera aún:

—¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de estavilla!

II

EL SARAO DE LOS SEÑORES DE ELORZA

—¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico!¡No sé por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para lasenfermedades!

El joven se ruborizó de placer.

—Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que elde fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece deabsoluta necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.

—Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tienedelante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted elcuento a don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo,pero tiene la desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y poreso no da casi nunca en el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómoes posible que acierte a curar un hombre que cuando el enfermo le estácontando lo que padece se pone a tajar un lápiz o a tocar el tambor conlos dedos?

¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por su causa! ¡Que Diosno le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le quieremucho... y yo también, no vaya usted a creer... En medio de todo es unbuen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay quedecir la verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgraciade no fijarse..., de no fijarse poco ni mucho.

—Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes deobservación indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprendausted de que califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es unaopinión particular mía que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera,lo mismo en privado que en público. La medicina, a mi juicio, no es otracosa todavía que una profesión empírica, puramente empírica. Repito quees una opinión particular y que, como tal, la expongo; pero abrigo laconfianza de que será muy pronto una verdad universalmente aceptada.

—La verdad es, Isidorito, que a mí no acaba de entenderme. Anteayerpasé todo el día con un ruido en la cabeza, como si estuviese tocandodentro de ella una banda de tambores. Al mismo tiempo esta rodillaizquierda se me había inflamado de tal mo