Los Puritanos y Otros Cuentos by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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L O S P U R I TA N O S

Y

OTROS CUENTOS

POR

ARMANDO PALACIO VALDÈS

EDITED WITH INTRODUCTION AND EXPLANATORY NOTES IN

ENGLISH

BY

W. T. FAULKNER, A.M.

ASSISTANT IN SPANISH, COLUMBIAN UNIVERSITY, WASHINGTON,

D.C.

NEW YORK

WILLIAM R. JENKINS, LIBRERO-EDITOR

851 and 853 Sixth Avenue

Copyright, 1904

By William R. Jenkins

———

All Rights Reserved

Printed by the

Press of William R. Jenkins

New York

Preface

Introduction

El pájaro en la nieve

o

Notes

La confesion de un crimen

o

Notes

El sueño de un reo de muerte

o

Notes

Los Puritanos

o

Notes

Vocabulary

PREFACE

———

The four stories comprising this little volume are, by kind permissionof the author, taken from Aguas fuertes, a volume of novelas ycuadros. They were selected for class use because the language issmooth and easy, being almost entirely free from troublesome idiomaticexpressions and constructions.

I realize that the notes are not exhaustive, but I have endeavored toexplain every serious difficulty either in the notes or in thevocabulary, by the aid of which the student should be able to arrive ata perfect comprehension of the text.

The volume is intended for first year students, and as it has been myexperience that the first year's reading is rather for the acquisitionof a vocabulary than for a study of grammatical constructions, I haveavoided all grammatical explanations.

W. T. F.

COLUMBIAN

UNIVERSITY.

Washington, D.C., 1904.

INTRODUCTION

———

Armando Palacio Valdés was born in 1853 in the province of Asturias.

He is one of the most prominent contemporary novelists of Spain. Hebelongs to that school of writers known as naturalists, and in theopinion of some, he deserves to stand at the head of that school.

His novels treat of contemporary Spanish life. His descriptions anddelineations of character show that he is a close observer, and that hehas a wide knowledge of human life. His novels present an optimisticview of life, though his pictures and characters are not always bright.

He is a popular writer both at home and abroad. Many of his novels havebeen translated into different European languages. In Spain, La HermanaSan Sulpicio and Los Majos de Cadiz, have won the greatest favor.These are both novels of Andalusian life.

In the United States La Hermana San Sulpicio, María y María and Maximina are best known through the translations of Nathan HaskellDole. More recent translations are: La Alegría del Capitán Ribot, byMinna Caroline White; and El Cuarto Poder, by Rachel Chalice.

W. T. F.

EL PÁJARO EN LA NIEVE

———

ERA ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegossuelen aprender, la música; y fue en este arte muy aventajado. Su madremurió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de unregimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que nodaba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado,que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padreindignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír sunombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menosde recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en laniñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demáschicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, alentrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba,hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata yarmoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo sehabía trasformado en malo aquel corazón tan bueno? Juan no podíapersuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas vecesachacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano noquería escribir hasta que pudiera mandar[1] mucho dinero; otras pensabaque iba a darles una sorpresa el mejor día[2] presentándose cargado demillones en el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estasimaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste,exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, seatrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me dael corazón[3] que ha de escribir uno de estos días.»

El padre se murió sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote quele exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como sitratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacarel cadáver de casa sostuvo una lucha frenética, espantosa, con losempleados fúnebres. Al fin se quedó solo; pero ¡qué soledad la suya! Nipadre, ni madre, ni parientes, ni amigos; hasta el sol le faltaba, elamigo de todos los seres creados. Pasó dos días metido en su cuarto,recorriéndolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probaralimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consiguió al caboimpedir aquel suicidio: volvió a comer y pasó la vida desde entoncesrezando y tocando el piano.

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesenuna plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida concatorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, parasostener una casa abierta, por modesta que fuese[4]; así que, pasadoslos primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muypocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada yse fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seisrestantes le bastaban para atender a las demás necesidades. Durantealgunos meses vivió el ciego sin salir a la calle más que para cumplirsu obligación; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa. La tristezale tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba loslabios; pasaba las horas componiendo una gran misa de requiem quecontaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de sudifunto padre; y ya que no podía decirse[5] que tenía los cinco sentidospuestos en su obra, porque carecía de uno, sí diremos que se entregaba aella con alma y vida.

El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado:no sé si entraron los radicales, o los conservadores, o losconstitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sinotarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días,[6] juzgó queJuan era un organista peligroso para el orden público, y que desde loalto del coro, en las vísperas y misas solemnes, roncando y zumbando contodos los registros del órgano, le estaba haciendo una oposiciónverdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estabadispuesto, según había afirmado en el Congreso por boca de uno de susmiembros más autorizados, «a tolerar imposiciones de nadie,» procedióinmediatamente y con saludable energía a dejar cesante a Juan,buscándole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese másgarantías o fuese más adicto a las instituciones. Cuando le notificaronel cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; alláen el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas paraconcluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situación cuando al findel mes se presentó la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lotenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase aempeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otravez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir.Mas otra vez volvió la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vioprecisado a empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era unanillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar.[7] Entonces, porconsideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía,muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho dedejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de lospocos reales que les quedaba a deber.

Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó unainmensa tristeza; ya no podía terminar su misa. Todavía fue algún tiempoa casa de un almacenista amigo y tocó el piano a ratos; no tardó, sinembargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menosamabilidad, y dejó de ir por allá.

Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose conel baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época tanmiserable y angustiosa, que pocos se darán cuenta cabal de los dolores,mejor aún, de los martirios que la suerte le deparó. Sin amigos, sinropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si aesto se agrega el no ver la luz del sol, y hallarse por lo mismoabsolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el límite deldolor y la miseria. De posada en posada,[8] arrojada de todas pocodespués de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen laúnica camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas pordebajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sécuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo,más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café. Al fin sela otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos días: la música deJuan no agradaba a los parroquianos del Café de la Cebada; no tocabajotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquierapolkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertosde Chopín: los concurrentes se desesperaban al no poder llevar el compáscon las cucharillas.

Otra vez volvió a rodar el mísero por los sitios más hediondos de lacapital. Algún alma caritativa, que por casualidad se enteraba de suestado, socorríale indirectamente, porque Juan se estremecía a la ideade pedir limosna. Comía lo preciso para no morirse de hambre en algunataberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigosy malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión lerobaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de drilremendados. Era en el mes de Noviembre.

El pobre Juan, que siempre había guardado en el pensamiento la quimerade la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenzó aalimentarla con afán. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin ponerseñas a la carta porque no las sabía; procuró informarse si le habíanvisto, aunque sin resultado; y todos los días se pasaba algunas horaspidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los únicosmomentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en elángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar, aspirandolos acres olores de la cera y la humedad, escuchando el chisporroteo delos cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos fielesdistribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba estemundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con Dios ysu Madre Santísima. Tenía la devoción de la Virgen profundamentearraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido asu madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna yamorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto enhonor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besardevotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.

Llegó un día, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon.Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a laboca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado conterror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabose una luchadesesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenzadisputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que lerodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era deesperar,[9]

venció el hambre. Después de pasar muchas horas sollozando ypidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha, resolviose a implorarla caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, ydecidió cantar por las calles de noche solamente.

Poseía una vozregular, y conocía a la perfección el arte del canto; mas tropezó con ladificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado,que no lo era tanto como él, le facilitó una guitarra vieja y rota, ydespués de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramarabundantes lágrimas, salió cierta noche de Diciembre a la calle. Elcorazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quisocantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y lavergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared deuna casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó acantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita. Llamó desdeluego la atención de los transeúntes un ciego que no cantaba peteneras omalagueñas, y muchos hicieron círculo en torno suyo,[10] y no pocos, alobservar[11] la maestría con que iba venciendo las dificultades de laobra, se comunicaron en voz bajo su sorpresa y dejaron algunos cuartosen el sombrero, que había colgado del brazo. Terminada la romanza,empezó el aria del cuarto acto de La Africana. Pero se había reunidodemasiada gente a su alrededor, y la autoridad temió que esto fuesecausa de algún desorden, pues era cosa averiguada para los agentes deorden público que las personas que se reúnen en la calle a escuchar a unciego demuestran por este hecho instintos peligrosos de rebelión, ciertahostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin, incompatiblecon el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cual un guardiacogió a Juan enérgicamente por el brazo y le dijo:

—A ver; retírese V. a su casa inmediatamente, y no se pare V. enninguna calle.

—Pero yo no hago daño a nadie.

—Está V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ira la prevención.

Es realmente consolador el ver con qué esmero procura la autoridadgubernativa que las vías públicas se hallen siempre limpias de ciegosque canten. Y yo creo, por más que haya quien sostenga lo contrario, quesi pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos, nodejaría de hacerlo con gusto.

Retirose a su zahurda el pobre Juan, pesaroso, porque tenía buencorazón, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dadopie para una intervención del poder ejecutivo. Había ganado cinco realesy un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó elalquiler del miserable colchón de paja en que durmió. Por la noche tornóa salir[12] y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta areunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridadgritándole con energía:—

Adelante, adelante.

¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes nopodían escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre porquele estremecía, más que la muerte, la idea de infringir los mandatos dela autoridad, y turbar, aunque fuese momentáneamente, el orden de supaís.

Cada noche se iban reduciendo más sus ganancias. Por un lado lanecesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad,que en España se paga siempre muy cara, le iban privando todos los díasde algunos céntimos. Con los que traía para casa al retirarse apenaspodía introducir en el estómago algo para no morirse de hambre. Susituación era ya desesperada. Sólo un punto luminoso seguía viendotenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado:este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas lasnoches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se leocurría el mismo pensamiento:—«Si Santiago estuviese en Madrid y meoyese cantar, me conocería por la voz.» Y esta esperanza, mejor dicho,esta quimera, era lo único que le daba fuerzas para soportar la vida.

Llegó otro día, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieronlímites. En la noche anterior no había ganado más que seis cuartos.¡Había estado tan fría! Como que amaneció Madrid envuelto en una sábanade nieve de media cuarta de espesor. Y

todo el día siguió nevando sincesar un instante, lo cual les tenía sin cuidado a la mayoría de lagente, y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la estética.Los

poetas

que

gozaban

de

una

posición

desahogada,

muy

particularmente,pasaron gran parte del día mirando caer los copos al través de loscristales de su gabinete, y meditando lindos e ingeniosos símiles deesos que hacen gritar al público en el teatro «¡bravo, bravo!» u obligana exclamar cuando se leen en un tomo de versos: «¡qué talento tiene estejoven!»

Juan no había tomado más alimento que una taza de café de ínfima clase yun panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura dela nieve, en primer lugar, porque no tenía vista; y en segundo, porqueaunque la tuviese, era difícil que al través de la reja de vidrioempañada y sucia de su desván pudiera verla. Pasó el día acurrucadosobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando ladulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche,[13] apretadopor la necesidad, desfallecido, bajó a la calle a implorar una limosna.Ya no tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momentoparecido de apuro.

La

nieve

caía

con

la

misma

constancia,

puede

decirse

con

el

mismoencarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que eldía primero en que salió a cantar; pero esta vez no era de vergüenza,sino de hambre.

Avanzó como pudo por las calles, enfangándose hasta másarriba del tobillo: su oído le decía que no cruzaba apenas ningúntranseúnte; los coches no hacían ruido, y estuvo expuesto a seratropellado por uno. En una de las calles céntricas se puso[14] al fin acantar el primer pedazo de ópera que acudió a sus labios: la voz salíadébil y enronquecida de la garganta; nadie se acercaba a[15] él nisiquiera por curiosidad.

«Vamos a otra parte,» se dijo, y bajó por laCarrera de San Jerónimo, caminando torpemente sobre la nieve, cubiertoya de un blanco cendal y con los pies chapoteando agua. El frío se leiba metiendo por los huesos; el hambre le producía un fuerte dolor en elestómago. Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto,que se sintió casi desvanecido, creyó morir,[16] y elevando el espíritua la Virgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada:«¡Madre mía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, sesintió un poco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta laplaza de las Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol y, todavíabajo la impresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el AveMaria, de Gounod, una melodía a la cual siempre había tenido muchaafición. Pero nadie se acercaba tampoco. Los habitantes de la villaestaban todos recogidos en los cafés y teatros, o bien en sus hogareshaciendo bailar a sus hijos sobre las rodillas al amor de la lumbre.Seguía cayendo la nieve pausada y copiosamente, decidida a prestarasunto al día siguiente a todos los revisteros de periódicos paraencantar a sus aficionados con una docena de frases delicadas. Lostranseúntes que casualmente cruzaban lo hacían apresuradamente,arrebujados en sus capas y tapándose con el paraguas. Los faroles sehabían puesto el gorro blanco de dormir, y dejaban escapar melancólicaclaridad. No se oía ruido alguno si no era el rumor vago y lejano de loscoches, y el caer incesante de los copos como un crujido levísimo yprolongado de sedería. Sólo la voz de Juan vibraba en el silencio de lanoche saludando a la Madre de los Desamparados. Y su canto, más quehimno de salutación, parecía un grito de congoja algunas veces; otras,un gemido triste y resignado que helaba el corazón más que el frío de lanieve.

En vano clamó el ciego largo rato pidiendo favor al cielo; en vanorepitió el dulce nombre de María un sinnúmero de veces, acomodándolo alos diversos tonos de la melodía. El cielo y la Virgen estaban lejos, alparecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero noquisieron oírle. Nadie bajó a recogerlo; ningún balcón se abrió siquierapara dejar caer sobre él una moneda de cobre. Los transeúntes, como siviniesen perseguidos de cerca por la pulmonía, no osaban detenerse.

Al fin ya no pudo cantar más: la voz expiraba en la garganta; laspiernas se le doblaban; iba perdiendo[17] la sensibilidad en las manos.Dio algunos pasos y se sentó en la acera al pie de la verja que rodea eljardín. Apoyó los codos en las rodillas y metió la cabeza entre lasmanos. Y pensó vagamente en que había llegado el último instante de suvida; y volvió a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.

Al cabo de un rato percibió que un transeúnte se paraba delante de él yse sintió cogido por el brazo. Levantó la cabeza,[18] y sospechando quesería lo de siempre, preguntó tímidamente:

—¿Es V. algún guardia?

—No soy ningún guardia—repuso el transeúnte,—pero levántese V.

—Apenas puedo, caballero.

—¿Tiene V. mucho frío?

—Sí, señor... y además no he comido hoy.

—Entonces, yo le ayudaré... vamos... ¡arriba!

El caballero cogió a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombrevigoroso.

—Ahora apóyese V. bien en mí y vamos a ver si hallamos un coche.

—¿Pero dónde me lleva V.?

—A ningún sitio malo ¿tiene V. miedo?

—¡Ah! no: el corazón me dice que es V. una persona caritativa.

—Vamos andando... a ver si llegamos pronto a casa para que V. se sequey tome algo caliente.

—Dios se lo pagará a V. caballero... la Virgen se lo pagará... Creí queiba a morirme en ese sitio.

—Nada de morirse... no hable V. de eso ya. Lo que importa ahora es darpronto con un simón... Vamos adelante... ¿qué es eso; tropieza V.?

—Sí, señor; creo que ha dado contra la columna de un farol... ¡Como soyciego!

—¿Es V. ciego?—preguntó vivamente el desconocido.

—Sí, señor.

—¿Desde cuándo?

—Desde que nací.

Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminandoen silencio.

Al cabo éste se detuvo un instante y le preguntó con vozalterada.

—¿Cómo se llama V.?

—Juan.

—¿Juan qué?

—Juan Martínez.

—Su padre de V. Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería¿no es cierto?

—Sí, señor.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unosbrazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voztemblorosa que exclamó:

—¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermanoSantiago.

Y los dos hermanos quedaron abrazadas y sollozando algunos minutos enmedio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzóa gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:

—¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea misuerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto...¿Pero señor, dónde se meten los coches...? Ni uno sólo cruza por aquí...Allá lejos veo uno... ¡gracias a Dios!... ¡Se aleja el maldito!... Aquíestá otro... ésta ya es mío. A ver cochero... cinco duros si V.

noslleva volando al hotel número diez de la Castellana...

Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo metió en elcoche y detrás se introdujo él. El cochero arreó a la bestia y elcarruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientrascaminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contórápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, dondejuntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo,sin comunicación apenas con Europa; escribió tres o cuatro veces pormedio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo respuesta.Y siempre pensando en tornar a España al año siguiente, dejó de haceraveriguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa. Después secasó y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Pero hacía cuatromeses que estaba en Madrid,[19] donde supo por el registro parroquialque su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas ycontradictorias: unos le dijeron que se había muerto también; otros quereducido a la última miseria, había ido por el mundo cantando y tocandola guitarra. Fueron inútiles cuantas gestiones hizo para averiguar suparadero. Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo a susbrazos. Santiago reía unas veces, lloraba otras mostrando siempre elcarácter franco,