Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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burlona

complacencia:«Mercader de libros.»

Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándosepor que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras ypoco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes aParís y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego ensilla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro,grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedaden la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, alos que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desdesu cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una«griseta» asomada junto a él.

Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos.

Don Horacio seacordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habíanobligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro delrey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía alos hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»

Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades enlas que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño.Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela delarpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo queestaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. Noparecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba lasbromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban suconversación, pero decía con voz algo trémula:

—Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yoparecía un bárbaro a su lado... Era de nuestra familia, pero vino deMéjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los«insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquellamujer.

A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose unsombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salíaa dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio eidénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol,insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo,siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, queaparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.

Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las callessolitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañanahabía oído la voz de una mujer en el interior de una casa:

Atlota... las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.

Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:

—No soy reloj de p...

Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzabasiempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino,para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.

Algunas veces hablaba a su nieto de las antiguas grandezas de la casa.Los descubrimientos geográficos habían arruinado a los Febrer. ElMediterráneo no era ya el camino de Oriente. Los portugueses y losespañoles del otro mar habían encontrado nuevos derroteros, y las navesmallorquinas pudríanse en la inacción. Ya no había guerras con lospiratas. La santa Orden de Malta sólo era una distinción honorífica. Unhermano de su padre, comendador en La Valette cuando Bonaparte conquistóla isla, había venido a morir a Palma con su pobre pensión de retirado.Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar—donde no quedabacomercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos depescadores—, se habían dedicado a imponer su nombre con un lujoesplendoroso, arruinándose lentamente.

El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuandoser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Diosy los caballeros. La venida al mundo de un Febrer era un acontecimientodel que se hablaba

en

toda

la

ciudad.

La

gran

dama

parturientapermanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempolas puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, laservidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, lasmesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos. Había días de lasemana destinados a la recepción de cada clase social. Unos eranúnicamente para los butifarras, aristocracia de la aristocracia, casasprivilegiadas, contadísimas familias, unidas todas por el parentesco decontinuos cruces; otros días para los caballeros, nobleza tradicionalque vivía, sin saber por qué, supeditada a los anteriores; luego serecibía a los mossons, clase inferior pero en trato familiar con losgrandes, intelectuales de la época, médicos, abogados y escribanos queprestaban sus servicios a las familias ilustres.

Don Horacio recordaba el esplendor de estas recepciones.

Los antiguossabían hacer las cosas en grande.

—Cuando nació tu padre—decía a su nieto—, fue la última fiesta enesta casa. Ochocientas libras mallorquinas pagué a un confitero delBorne por azucarillos, bizcochos y refrescos.

De su padre se acordaba Jaime menos que de su abuelo.

Era en su memoriauna figura simpática y dulce, pero algo borrosa. Al pensar en él sóloveía una barba suave y algo clara como la suya, una frente calva, unasonrisa dulce y unos lentes que brillaban al inclinarse. Contaban que demuchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austerallamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba deenormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos alpretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que larodeaban.

El rompimiento de su padre con ella era, sin duda, la causa de que «laPapisa Juana» se mantuviese alejada de esta rama de su familia, tratandoa Jaime con hostil despego.

Su padre había sido oficial de la Armada, siguiendo una tradición de lafamilia. Estuvo en la guerra del Pacífico, fue teniente en una fragatade las que bombardearon el puerto del Callao, y como si sólo esperasehaber dado una prueba de valor, se retiró inmediatamente del servicio.Luego se casó con una señorita de Palma, de fortuna escasa, cuyo padreera gobernador militar de la isla de Ibiza. «La Papisa Juana», hablandoun día con Jaime, había pretendido herirle, con su voz fría y su gestoaltivo.

—Tu madre era noble, de familia de caballeros... pero no era butifarra como nosotros.

Jaime pasó los primeros años de su vida, cuando empezó a darse cuenta delo que le rodeaba, sin ver a su padre más que en los rápidos viajes quehacía a Mallorca. Era del partido progresista, y la Revolución de 1868le había hecho diputado. Luego, al ser rey Amadeo de Saboya, estemonarca revolucionario, execrado y abandonado por la noblezatradicional, había tenido que acudir a nuevos hombres históricos paraformar su corte. El butifarra, por una exigencia del partido, fue altofuncionario de Palacio.

Su mujer, instada por él para que se trasladasea Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo,que casi acababa de nacer?... Don Horacio, cada vez más enjuto y másdébil, pero siempre erguido en su eterna levita nueva, seguía dando elpaseo diario, ajustando su vida a la marcha del reloj del Ayuntamiento.Liberal antiguo, gran admirador de Martínez de la Rosa por sus versos ypor la elegancia diplomática de sus corbatas, torcía el gesto al leerlos periódicos y las cartas de su hijo. ¿En qué pararía todo aquello?...

En el corto período de la República volvió el padre a la isla, dando porterminada su carrera. «La Papisa Juana», a pesar

del

parentesco,

fingíano

conocerle.

Estaba

ocupadísima en aquella época. Hacía viajes a laPenínsula; giraba, según se decía, enormes cantidades para lospartidarios de don Carlos que sostenían la guerra en Cataluña y lasprovincias del Norte. ¡Que no la hablasen de Jaime Febrer, el antiguomarino! Ella era una verdadera butifarra, una defensora de latradición, y hacía sacrificios para que España fuese gobernada porcaballeros. Su primo era menos que un chueta: era un «descamisado». Ysegún afirmaba la gente, a este odio de ideas iba unida la amargura porciertas decepciones del pasado que no había podido olvidar.

Al restaurarse los Borbones, el «progresista», el palatino de donAmadeo, se convirtió en republicano y conspirador.

Hacía frecuentesviajes; recibía cartas cifradas de París; iba a Menorca para visitar laescuadra surta en Mahón, y valiéndose de sus amistades de antiguooficial, catequizaba a los compañeros, preparando una sublevación de lamarina.

Puso en estas empresas revolucionarias el mismo ardor aventurerode los antiguos Febrer, su audacia tranquila, hasta que repentinamentemurió en Barcelona, lejos de los suyos.

El abuelo acogió la noticia con impasible gravedad, pero ya no le vierona mediodía en las calles de Palma las vecinas que aguardaban su pasopara poner el arroz al fuego. Ochenta y seis años: ya había paseadobastante: ¡para lo que le quedaba que ver!... Se recluyó en el pisosegundo, donde sólo admitía a su nieto. Cuando venían a visitarle losparientes, prefería bajar al salón, a pesar de su debilidad,correctamente vestido, con levita nueva, los dos triángulos blancos delcuello asomando sobre las roscas de la corbata, siempre recién afeitado,con las patillas bien peinadas y el tupé brillante de goma. Llegó un díaen que no pudo abandonar la cama, y el nieto le vio entre sábanas, conel mismo aspecto de siempre, conservando la fina camisa de batista, lacorbata, que el criado le cambiaba todos los días, y el chaleco de sedaa flores. Cuando le anunciaban la visita de su nuera, don Horacio hacíaun gesto de contrariedad.

—Jaimito: la levita... Es una señora, y hay que recibirla con decencia.

Igual operación se repetía al llegar el médico o las contadas visitasque se dignaba recibir. Había que mantenerse hasta el último momentosobre las armas, o sea como le habían visto toda la vida.

Una tarde, llamó con voz débil a su nieto, que leía junto a una ventanaun libro de viajes. Podía retirarse: necesitaba estar solo. Jaime se fuey el abuelo pudo morir dignamente, en la soledad, sin el tormento detener que velar por la pulcritud de sus gestos, pudiendo entregarse sintestigos a las muecas y estremecimientos de la agonía.

Al quedar solos Febrer y su madre, el muchacho sintió ansias delibertad. Tenía llena su imaginación de aventuras y viajes leídos en labiblioteca del abuelo, e igualmente de las hazañas de sus ascendientescelebradas en los relatos de familia. Quería ser marino de guerra, comosu padre y como la mayoría de sus abuelos. La madre se opuso, congrandes extremos de susto que hacían palidecer sus mejillas y azulearsus labios. ¡El único Febrer, sometido a una existencia peligrosa yviviendo lejos de ella!... No; bastantes héroes había tenido la casa.Debía ser señor en la isla; un caballero de vida tranquila, que creaseuna familia para perpetuar el apellido que llevaba.

Jaime cedió a los ruegos de su madre, eterna enferma a la que la menorcontrariedad parecía poner en peligro de muerte. Ya que no le queríamarino, estudiaría otra carrera.

Necesitaba hacer lo mismo que los otrosmuchachos de su edad a los que había tratado en las aulas del Instituto.A los diez y seis años se embarcó para la Península. Su madre deseabaque fuese abogado, para que pudiera desenmarañar la fortuna de lafamilia, gravada y revuelta con hipotecas y préstamos.

Su equipaje fue enorme, un verdadero ajuar de casa, y el bolsillo lollevaba bien provisto. Un Febrer no podía vivir como un simpleestudiante. Fue primero a Valencia, por creer la madre esta poblaciónmenos peligrosa para la juventud. En otro curso pasó a Barcelona, ysucesivamente fue viajando de Universidad en Universidad, según el humorde los catedráticos y su benevolencia con los alumnos. Su carrera noadelantó gran cosa. Aprobaba ciertos cursos por un azar feliz en elmomento del examen o por la tranquila audacia con que hablaba de lo queno sabía.

En otros se atascaba, no pudiendo seguir adelante. La madreaceptaba como buenas todas sus explicaciones al volver a Mallorca. Ellamisma le consolaba, aconsejándole que no extremase sus estudios, y serevolvía contra la injusticia de los tiempos presentes. Su implacableenemiga

«la Papisa Juana» estaba en lo cierto. Estos tiempos no eranpara los caballeros; les habían declarado la guerra, se cometían todaclase de injusticias para mantenerlos relegados.

Jaime gozaba de cierta popularidad en las sociedades y cafés deBarcelona y Valencia donde había juegos de azar.

Le llamaban «elmallorquín de las onzas», porque su madre le remitía el dinero en onzasde oro, que rodaban con reflejo escandaloso sobre las mesas verdes. Alprestigio de esta magnificencia monetaria iba unido su extraño título de butifarra, que hacía sonreír en la Península, evocando en laimaginación de muchos una especie de autoridad feudal, con derechos desoberano, sobre lejanas islas.

Transcurrieron cinco años. Jaime era ya hombre, pero aún no habíallegado a la mitad de sus estudios. Sus condiscípulos de la isla, alvolver durante el verano, regocijaban a los contertulios de los cafésdel Borne con el relato de las aventuras de Febrer en Barcelona. Leveían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gentebravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquínde las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche habíaagarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atletapara arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oíresto, sonreían con un orgullo de localidad. Era un Febrer, un verdaderoFebrer. La isla producía mozos bravos como siempre.

La buena doña Purificación, madre de Jaime, tuvo un grave disgusto y unaalegría maternal al saber que cierta hembra escandalosa había llegado ala isla en seguimiento de su hijo. La comprendía y la excusaba. ¡Un mozotan guapo como su Jaime!... Pero la mozuela alborotó con sus trajes yademanes las tranquilas costumbres de la ciudad; las buenas familias seindignaron, y doña Purificación trató con ella, valiéndose deintermediarios, para darle dinero y que abandonase la isla.

En otras vacaciones el escándalo fue mayor. Jaime, que cazaba en SonFebrer, tuvo relaciones con una payesa joven y hermosa, y casi anduvo aescopetazos con un mozo rústico que la pretendía. Sus amores campestresle ayudaban a pasar el destierro del verano. Era un legítimo Febrer, lomismo que su abuelo. La pobre señora sabía a qué atenerse respecto aaquel suegro siempre serio y correcto, que acariciaba la barbilla de laspayesas jóvenes con una frialdad de señor grave. En los alrededores delpredio de Son Febrer eran muchos los mozos que tenían la cara de donHoracio; pero su esposa la mejicana, alma poética, vivía muy por encimade estas vulgaridades, mientras con el arpa en las rodillas y los ojosentornados recitaba las poesías de Ossián. Las rústicas beldades denítido rebocillo, trenza suelta y blancas alpargatas atraían a lospulcros y señoriales Febrer con una fuerza irresistible.

Cuando doña Purificación se quejaba de las largas excursiones de cazaque emprendía su hijo por la isla, éste se quedaba en la ciudad, pasandoel día en el jardín para ejercitarse en el tiro de pistola. Enseñaba asu asustadiza madre un saco guardado a la sombra de un naranjo.

—¿Ve usted esto?... Es un quintal de pólvora. Hasta que no lo queme nodescanso.

Y madó Antonia temía asomarse a las ventanas de su cocina, y lasmonjas que ocupaban una parte del antiguo palacio

mostraban

un

instantesus

tocas

blancas,

ocultándose

inmediatamente

como

palomas

amedrentadaspor el continuo tiroteo.

El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla demar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de lasdetonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por losagrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas dehiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror. Losárboles eran

viejísimos,

respetables,

como

el

palacio:

naranjoscentenarios, de tronco retorcido, que necesitaban el apoyo de un cercode horquillas para sostener sus miembros venerables; magnolierosgigantes, con más leña que hojas; palmeras infecundas, que se remontabanen el espacio azul buscando el mar por encima de las almenas parasaludarlo con vaivenes de su cabeza empenachada.

El sol hacía crujir las cortezas de los árboles y estallar las simientesolvidadas a flor de tierra; danzaban como chispas de oro los insectoszumbadores en las barras de luz que perforaban el follaje; caían conblando chapoteo, de tarde en tarde, los higos maduros despegándose delas ramas; sonaba a lo lejos el arrullo del mar, batiendo las rocas alpie de la muralla; y en esta calma poblada de murmullos seguía Febrerdisparando pistoletazos. Era ya un maestro. Cuando apuntaba al monigotedibujado en el muro, lamentábase de que no fuese un hombre, un enemigoodiado al que necesitase exterminar. Esta bala iba al corazón. ¡Pum!

Ysonreía satisfecho al ver marcarse el agujero del proyectil en el mismolugar a que había apuntado.

El estrépito de los tiros, el humo de la pólvora, despertaban en suimaginación belicosas fantasías, historias de lucha y de muerte en lasque siempre era un héroe triunfador. ¡Veinte años, y aún no se habíabatido!...

Necesitaba un lance para dar prueba de su coraje. Era unadesgracia que no tuviese enemigos, pero ya procuraría crearse algunocuando volviera a la Península. Y

persistiendo en estos desvaríos de suimaginación, excitada por el estampido de las detonaciones, fingía unlance de honor. Su adversario le tocaba al primer tiro y él caía alsuelo. Aún tenía la pistola en la mano; debía defenderse, debíacontestar tendido en el suelo. Y con gran escándalo de su madre y de madó Antonia, que al asomarse le creían loco, permanecía echado debruces y disparaba en esta posición, amaestrándose «para cuando lehiriesen».

Al volver a la Península con el propósito de seguir sus interminablesestudios, iba fortalecido por la vida de campo, arrogante por susensayos del jardín y deseoso de tener el ansiado duelo con el primeroque le diese el más leve pretexto. Pero como era hombre cortés, incapazde injustas provocaciones, y

su aspecto

imponía respeto

a

losinsolentes, transcurría el tiempo y el lance no llegaba.

Su vitalidadexuberante, su fuerza impulsiva, consumíanse en obscuras aventuras yestúpidos derroches, de los que hablaban luego en la isla con admiraciónlos compañeros de estudios.

Viviendo en Barcelona, recibió un telegrama anunciador de que su madreestaba enferma de gravedad. Tardó dos días en embarcarse: no había unbuque pronto a zarpar.

Cuando llegó a la isla, su madre había muerto. Dela antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie.

Sólo madó Antonia le podía recordar los tiempos pasados.

Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad,tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendidecesde sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes. La casa deFebrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse parasiempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir. Sus restos ydespojos, que hubieran mirado con desprecio los antiguos, representabanaún una fortuna.

Jaime no quiso pensar, no quiso saber. Necesitaba vivir, ver mundo, yrenunció a sus estudios. ¿Qué le importaban las leyes y costumbresromanas y los cánones eclesiásticos para pasar una buena existencia? Yasabía bastante. En realidad, lo mejor y más ameno de sus conocimientosse lo debía a su madre, cuando él vivía, siendo niño, en el palacio, sinhaber visto maestros. Ella le había enseñado algo de francés y un pocode piano en un antiguo instrumento de teclas amarillentas y granfrontispicio de seda roja que casi llegaba al techo. Otros sabían menosque él y eran tan caballeros y mucho más dichosos. ¡A vivir!....

Permaneció dos años en Madrid. Tuvo amantes que le dieron ciertapopularidad, caballos famosos, alborotó en los entresuelos de Fornos,fue íntimo amigo de un torero célebre y jugó fuerte. Tuvo un duelo, perofue a espada—no como él se lo había imaginado, tendido en el suelo, lapistola en la diestra—, y salió del lance con un pinchazo en un brazo;algo como una puntada de alfiler en una epidermis de elefante.

Ya no era «el mallorquín de las onzas». El depósito de redondeles de oroguardado por su madre se había extinguido; pero arrojaba los billetespródigamente en las mesas de juego, y cuando venía «la mala» escribía asu administrador, un abogado hijo de una familia de antiguos mossons,dependientes de los Febrer desde hacía siglos.

Se cansó de Madrid, donde se consideraba casi un extranjero. Perdurabaen él el alma de los antiguos Febrer, grandes viajeros de todos lospaíses menos de España, pues siempre habían vivido vueltos de espaldas asus reyes.

Muchos de sus abuelos eran familiares de todas las ciudadesimportantes del Mediterráneo; habían visitado a los príncipes de lospequeños Estados italianos, habían sido recibidos en audiencia por elPapa y por el Gran Turco, pero jamás se les ocurrió ir a Madrid.

Además, Febrer se irritaba muchas veces con sus parientes de la corte,jóvenes orgullosos de sus títulos nobiliarios, que sonreían al mencionarsu rara cualidad de butifarra. ¡Y pensar que la familia había dejadoque pasasen a

los

parientes

de

la

Península

varios

marquesados,prefiriendo este título supremo de nobleza isleña y el goce de las altasdignidades caballerescas de Malta!...

Comenzó a viajar por Europa, fijando su residencia el otoño y parte delinvierno en París, los meses de frío en la Costa Azul, la primavera enLondres y el verano en Ostende, con varias expediciones a Italia, aEgipto y a Noruega para ver el sol de media noche.

En esta nueva existencia apenas era conocido. Vivía como un viajero más,insignificante glóbulo circulante de la gran red arterial que el ansiadel viaje extiende sobre el continente. Pero esta vida de continuomovimiento, con monotonías abrumadoras e inesperadas aventuras,satisfacía sus instintos atávicos, las aficiones heredadas de susremotos ascendientes, grandes visitadores de pueblos nuevos.

Además, esta existencia errante halagaba su ansia por todo loextraordinario. En los hoteles de Niza, falansterios de la corrupciónmundial correcta e hipócrita, se había visto agraciado en la obscuridadde su cuarto por las más inesperadas visitas. En Egipto había tenido quehuir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor deelegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersosy juveniles esmaltes la podredumbre de su carne.

Estando en Munich cumplió veintiocho años. Había ido poco antes aBayreuth para una representación de las óperas de Wagner, y ahora, en lacapital de Baviera, asistía al teatro de la Residencia, donde severificaba el festival de Mozart. Jaime no era melómano, pero su vidaerrante le obligaba a ir donde iba la gente, y su condición de pianistaaficionado le había hecho asistir dos años seguidos a esta romeríamusical.

En el hotel que habitaba en Munich encontró a miss Mary Gordon, a la quehabía visto antes en el teatro de Wagner.

Era una inglesa alta, esbelta,de pocas y finas carnes; un cuerpo de gimnasta, en el que los deporteshabían contenido las

amenas

redondeces

femeniles,

dándola

un

aspectojuvenil, sano y asexual de bello muchacho. La cabeza era lo más hermoso:una cabeza de paje, con transparencias de porcelana, sonrosadasnaricillas de perro juguetón, húmedos ojos azules y una cabellera rubia,de oro blanquecino en la superficie y oro obscuro en sus profundidades.Su belleza era adorable y frágil; la belleza británica que se pierde alos treinta años bajo violáceas rubicundeces y granulaciones de la piel.

En el restorán había sorprendido Jaime repetidas veces la mirada de susojos azules, cándidos y tranquilamente atrevidos, fijos en él. Iba conuna dama gorda, fofa y de rostro arrebolado, una señora de compañíavestida de negro, con un sombrero de paja roja y un cinturón de igualcolor que partía en dos abultados hemisferios su pecho y su vientre.Ella, juvenil y ligera, parecía una flor de oro y nácar dentro de susvestidos de franela blanca, de corte masculino, con corbata de hombre yun panamá de alas caídas, al que se arrollaba un velo azul.

Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frentea los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando losmármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantabanlas obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelanay guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón depúrpura y la peluca blanca.

Habituados a verse, Jaime la saludaba conuna sonrisa, y ella parecía contestarle tímidamente con el brillo de susojos.

Una mañana, al salir de su cuarto, encontró a la inglesita en un rellanode la escalera. Inclinaba su busto de muchacho sobre la barandilla.

¡Lift!¡lift! —gritaba con su vocecita de pájaro, avisando alencargado del ascensor para que lo subiese.

La saludó Febrer al entrar con ella en la caja movible y dijo algunaspalabras en francés para entablar conversación.

La inglesa callaba,mirándolo fijamente con sus pupilas azules claras, en las que parecíaflotar una estrella de oro.

Permaneció inmóvil como si no le entendiese,pero Jaime la había visto en el salón de lectura hojeando diarios deParís.

Al salir del ascensor, la inglesa se dirigió con paso rápido a laoficina donde estaba pluma en mano el cajero del hotel.

Éste la escuchócon gesto obsequioso, como un políglota pronto a entender a todos loshuéspedes, y saliendo de su encierro fuese hacia Jaime, que fingía leerlos anuncios del vestíbulo, turbado aún por su fracaso. Febrer creyó queno le hablaban a él. «Señor, esta señorita me pide que le presente.»

Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germanatranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo:

Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España.

Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas eshidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.

Luego indicó con sus ojos a la inglesa, que permanecía tiesa y gravedurante esta ceremonia, sin la cual ninguna joven bien nacida puedecruzar su palabra con un hombre:

«M