Los Espectros-- Novelas Breves by Leonid Nikolayevich Andreyev - HTML preview

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L. ANDREIEV

Los espectros

NOVELAS BREVES

La traducción del ruso ha

sido hecha por N. Tasin

MADRID, 1919

Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA.

INDICE

Los espectros

El honor

Cristianos

Ben-tovit

Un hombre original

¡No hay perdón!

Las bellas sabinas

Cuadro primero, segundo, tercero

Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.—MADRID Leónidas Andreiev, uno de losmás grandes maestros de la literatura rusa moderna, acaba de morir a laedad de cuarenta y siete años. Nacido en el centro de Rusia, en Orel, deuna familia pobre, estaba predestinado a una vida llena de miserias y deprivaciones. Pero su energía y su voluntad de hierro le han permitidosubir a las más altas cimas de la vida intelectual rusa. Después dehacer sus estudios en el colegio, sin un céntimo en el bolsillo, sinpoder esperar ninguna ayuda material, partió para Petrogrado e ingresóen la Facultad de Derecho.

Cuenta en su autobiografía que durante los años de sus estudiosuniversitarios vivía en la más negra miseria y a veces estaba sin comerdos días seguidos. En 1894, cansado de luchar, desesperado, intentósuicidarse y se tiró un balazo en el pecho.

Pero los médicos salvaron lavida de quien algunos años más tarde debía ser gloria de la literaturarusa.

Sus primeras novelas, El silencio, Había una vez y otras, le dieron aconocer inmediatamente. El mismo Tolstoi saludó la aparición de estaestrella ascendente. El joven escritor tuvo un feliz principio. Lacrítica le consagró elogiosos estudios: los editores solicitaban sucolaboración. Sus posteriores novelas pusiéronle al lado de otros dosgrandes novelistas rusos: Gorky y Chejov. Cada una de sus nuevas obras,citaremos, entre otras, Los siete ahorcados, Judas Iscariote, La risaroja, El gobernador, Sachka Yegulev, Los espectros, fueron unacontecimiento literario.

Actualmente es Andreiev el autor que más se lee en Rusia. Sus novelas,así como sus obras de teatro, tienen un éxito incomparable. Susmanuscritos son pagados a razón de docenas de miles de rublos. La mayorparte de sus obras están traducidas a todas las lenguas europeas. EnEspaña, Andreiev empieza a ser conocido gracias a las recientestraducciones de sus obras Sachka Yegulev, Los siete ahorcados, etc...

LOS ESPECTROS

I

Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefede la oficina de Administración local, había perdido definitivamente larazón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastanteimportante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.

Aunque no tenía aún derecho al retiro, se le concedió, en atención a susveinticinco años de servicios irreprochables y a su enfermedad. Graciasa esto, tenía con que pagar su estancia en la clínica hasta su muerte:no había la menor esperanza de curarle.

Al comienzo de la enfermedad de Pomerantzev su mujer, de quien se habíaseparado hacía quince años, pretendió tener derecho a su pensión; paraconseguirla, hasta hizo que un abogado litigara en su nombre; peroperdió la causa, y el dinero quedó a la disposición del enfermo.

La clínica se hallaba fuera de la ciudad. Al lado del camino, su aspectoexterior era el de una simple casa de campo, construida a la entrada deun bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundopiso era mucho más pequeño que el primero. El tejado era muy alto, ytenía la forma de un hacha invertida. Los días de fiesta, para alegrar alos enfermos, se izaba en él una bandera nacional.

En las mañanas apacibles de primavera y de otoño llegaban de la ciudadlos sones apagados de las campanas y el ruido sordo de los coches; pero,en general, un silencio profundo reinaba en torno de la clínica, másprofundo que en la aldea próxima, donde se oían los ladridos de losperros y los gritos de los niños. Allí no había ni perros ni niños. Lacasa estaba rodeada de un alto muro. Alrededor se extendía una pradera,que pertenecía a la clínica y se hallaba siempre desierta. A cosa de unaversta se alzaba, entre los árboles, la estrecha chimenea de unafábrica, de la que no se veía nunca salir humo. La fábrica, perdida enmedio del bosque, parecía abandonada.

Muy pocos de los que transitaban por el camino sabían que tras el altomuro y las puertas cerradas había locos. Los demás—los campesinos quepasaban en sus cochecillos saltarines, los cocheros de punto procedentesde la ciudad, los ciclistas, siempre apresurados sobre sus máquinassilenciosas—estaban habituados a ver el alto muro y no paraban en él laatención. Si cuantos se encontraban en su recinto se hubieran escapado ose hubieran muerto de repente, habríase tardado mucho en advertirlo; loscampesinos en sus cochecillos y los ciclistas sobre sus máquinassilenciosas hubieran seguido pasando por delante del muro sin sospecharnada.

El doctor Chevirev no admitía en su clínica locos furiosos; por esoreinaba en ella el silencio como en cualquier casa respetable, habitadapor gentes bien educadas. El único ruido que se oía a todas horas, desdeque, hacía ya diez años, se había abierto la clínica, era tan regular,suave y metódico, que no se advertía, como no se advierten los latidosdel corazón o el acompasado sonido de un péndulo. Lo producía un enfermoque llamaba a la puerta cerrada de su habitación. Estuviera dondeestuviera, siempre encontraba alguna puerta, a la que empezaba a llamar,aunque bastase empujarla ligeramente para que se abriese. Si se abría,buscaba otra y empezaba a llamar de nuevo; no podía sufrir las puertascerradas. Llamaba de día y de noche, sin poder apenas tenerse en pie, decansancio. Probablemente, la insistencia de su idea fija le había hechoadquirir el hábito de llamar también durante el sueño; al menos, elruido regular, monótono, que hacía no cesaba en toda la noche. Además,no se le veía nunca en la cama, y se suponía que dormía de pie, al ladode la puerta.

En fin, había gran tranquilidad en la clínica. Muy raras veces, casisiempre durante la noche, cuando el bosque invisible, sacudido por elviento, lanzaba gemidos lastimeros, alguno de los enfermos, presa de unaangustia mortal, empezaba a dar gritos. Por lo general, se acudía conpresteza a calmarlo; pero ocurría en ocasiones que el terror y laangustia eran tales que resultaban ineficaces todos los calmantes, y elenfermo seguía gritando. Entonces la angustia se les contagiaba a todoslos habitantes de la clínica, y los enfermos, como muñecos mecánicos alos que se hubiera dado cuerda a la vez, empezaban a recorrernerviosamente sus habitaciones, agitando los brazos y diciendo cosasestúpidas e ininteligibles. Todos, incluso los enfermos más apacibles,llamaban violentamente a las puertas e insistían en que se los dejaselibres.

Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba entonces porteléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en el restorán Babilonia,donde acostumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don detranquilizar a los enfermos sólo con su presencia. Pero hasta muchotiempo después de su llegada los enfermos balbuceaban cosas fantásticasdetrás de la puerta de su cuarto y la clínica parecía un gallinero dondehubiera entrado, durante la noche, una zorra.

Pero esto ocurría raras veces y no se advertía fuera, porque el camino,por la noche, estaba completamente desierto. Además, los gritos, altravés de los muros, parecían de hombres que estaban de broma, a lo quecontribuían no poco ciertos enfermos, que cantaban en sus momentos decrisis.

II

La habitación de Pomerantzev estaba arriba, y su ventana daba al bosque.En verano, cuando penetraba por la ventana abierta el aroma de los pinosy de las acacias y se veía sobre la mesa un vaso con flores, diríaseque, en efecto, era aquello una casa de campo. Adornaban las paredestres cuadros que Pomerantzev había llevado, así como un gran retrato desu hijo, muerto de difteria hacía mucho tiempo; todo esto daba a lahabitación un aspecto muy agradable. Pomerantzev estaba satisfechísimode su cuarto, y se pasaba largos ratos contemplando los cuadros, de losque uno representaba una muchacha guardando unos patos; otro, un ángelbendiciendo la ciudad, y el tercero, un rapaz italiano. Invitaba a todosa visitar su cuarto, y tenía una singular complacencia en que el doctorChevirev fuese a verle lo más a menudo posible. Si alguien—los enfermoso el doctor—se resistía a visitarle, recurría a pequeñas astucias:aseguraba que en su cuarto había un ruiseñor que cantaba admirablemente.De esta manera procuraba atraer gente a su habitación. Los enfermosestaban tan encantados como él de su aposento, y cuando les daba porelogiar la clínica, hablaban de él en primer término. Desde unprincipio, Pomerantzev se percató de que se hallaba en una casa delocos, pero le tenía sin cuidado: estaba seguro de que, si quisiera,podía convertirse en espíritu puro y volar así por todo el mundo. Losprimeros días de su estancia en la clínica volaba cotidianamente a laciudad, a su oficina; pero después le requirieron quehaceres de másmonta, y no atendió ya a su oficina, por falta de tiempo.

Era de alta estatura, enjuto; tenía el pelo espeso, muy negro yenmarañado. Era miope y llevaba lentes muy gruesos. Cuando se reíaenseñaba no sólo los dientes, sino las encías también, lo que producíael efecto de que la risa rebosaba en todo su ser. Se reía con muchafrecuencia. Tenía voz de bajo profundo.

No tardó en trabar amistad con todos los demás enfermos, y ocupó entreellos un lugar de mucho relieve. Se constituyó en protector de suscompañeros de clínica. Se imaginaba ser un personaje muy importante, deuna posición muy elevada; pero no tenía un concepto preciso de cuál eratal posición, y sus ideas sobre ella cambiaban muy frecuentemente: tanpronto se creía el conde Almaviva como el gobernador de la ciudad o untaumaturgo y bienhechos de los hombres. La sensación de un poder enorme,de una fuerza infinita y de una gran nobleza no le abandonaba jamás. Coneste motivo ponía en su modo de tratar a la gente una benevolencia degran señor, y rara vez era con ella severo y arrogante. Sucedía estocuando le llamaban «Egor», en lugar de «Georgi», como él quería que lellamasen. Entonces se indignaba hasta saltársele las lágrimas, gritabaque se intrigaba contra él y escribía largas quejas al Santo Sínodo yal Capítulo de la Orden de Caballeros de San Jorge. El doctor Chevirev,como recibiese una queja de aquéllas, le envió inmediatamente unarespuesta oficial en toda regla, en la que le daba una completasatisfacción. Pomerantzev se calmó, y hasta hizo rabiar un poco aldoctor, que parecía muy asustado con la queja de su enfermo.

—No hay que apurarse—tranquilizaba éste al doctor—. Ya está todoarreglado.

Los enfermos no eran muy numerosos en la clínica: once hombres y tresmujeres.

Vestían como solían hacerlo en su casa, y había que fijarsemucho para darse cuenta de un pequeño desorden en su aspecto exterior,desorden contra el cual Chevirev no podía hacer nada. Llevaban loscabellos, por lo general, bien peinados. Las dos únicas excepciones eranuna señora que se obstinaba en llevarlos sueltos, lo que producía unaimpresión cómica, y un enfermo, llamado Petrov, que llevaba el pelo y labarba muy largos, por miedo a las tijeras, y no permitía que le pelasen,por temor a que le degollaran.

En invierno, los enfermos preparaban por sí mismos un lugar parapatinar, y se dedicaban con placer a dicho deporte. En primavera yverano trabajaban en la huerta, cultivaban flores y parecían hombresllenos de salud, normales. En todas estas ocupaciones, Pomerantzev erasiempre el primero. Sólo tres de los enfermos no tomaban parte en lostrabajos ni en los juegos: Petrov, el de la larga barba; el enfermo quellamaba día y noche a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombreAnfisa Andreievna. Durante muchos años había estado empleada como ama dellaves en casa de una condesa, algo parienta suya, donde dormía en unacama muy corta, casi de niño, en la que no podía acostarse sin encogerlas piernas. Cuando se volvió loca, creía tenerlas encogidas para todala vida y encontrarse, por tanto, en la imposibilidad de andar. A todahora atormentábala el temor de que cuando muriese la colocaran en unataúd demasiado corto, donde no pudiera estirar las piernas. Era muymodesta, suave, de lindo rostro exangüe, como se pinta a las monjas y alas santas. Mientras hablaba, sus largos dedos blancos arreglaban losencajes rotos de su peto. Le enviaban muy poco dinero para sus gastos, yllevaba trajes extraños, hacía mucho tiempo pasados de moda.

Tenía una confianza absoluta en Pomerantzev, y le rogaba con frecuenciaque se cuidase del ataúd cuando ella muriese.

—Es verdad que el doctor me lo ha prometido; pero no tengo granconfianza; su papel es engañarnos, mientras que usted es de losnuestros. Además, no es gran cosa lo que le pido a usted: un ataúd largocostará unos tres rublos más que un ataúd corto. Ya he sacado la cuenta.Pero es preciso que alguien se cuide de eso. ¿Usted me lo promete?

—¡Sí, señora! Cuente usted conmigo. Haré una colecta entre los enfermosy se le construirá a usted un mausoleo en el cementerio.

—Muy bien. Un mausoleo; me parece muy bien. Se lo agradezco a ustedmuchísimo.

Y su pálida faz se coloreaba ligeramente, como blanca nube matutinaherida por el primer rayo del sol.

Hacía mucho tiempo que no creía en Dios, y un día, como hubieran llevadoa casa de la condesa unos iconos, cometió con uno de ellos un horrorososacrilegio. Con este motivo, se cayó en la cuenta de que había perdidoel juicio.

Durante los paseos, que eran obligatorios para todos los enfermos,Petrov se mantenía siempre a distancia por temor a un ataque súbito; enverano llevaba en el bolsillo, para defenderse, una piedra, y eninvierno, un pedazo de hielo. El enfermo que llamaba a las puertas semantenía también a distancia. Después de pasar rápidamente por todas laspuertas abiertas, se detenía ante la del jardín y se ponía a llamar aella, sin apresurarse, insistentemente, de un modo monótono, conintervalos regulares. Al principio de su estancia en la clínica teníalos dedos hinchados y cubiertos de cicatrices; pero con el tiempo sefueron tornando insensibles, la piel se endureció, y cuando llamaba, sepodía creer que sus dedos eran de piedra.

Pomerantzev se creía obligado a charlar un poco con él siempre que leencontraba.

—¡Buenos días, señor! ¿Sigue usted llamando?

—¡Sí!—respondía el otro, mirando a Pomerantzev con sus grandes ojostristes y extrañamente profundos.

—¿No abren?

—No—respondía el enfermo.

Su voz era débil, suave, como un eco, y tan extrañamente profunda comosus ojos.

—¡Déjeme usted, voy a abrir!—decía Pomerantzev.

Y empezaba a empujar la puerta, a forzar la cerradura; pero la puerta nocedía.

Entonces añadía:

—Descanse usted un poco; mientras tanto, yo llamaré.

Por espacio de algunos minutos, Pomerantzev llamaba concienzuda yenérgicamente con el puño en la puerta. El otro descansaba, frotándoselas manos y mirando con ojos asombrados, y al mismo tiempo indiferentes,al cielo, al jardín, a la clínica, a los enfermos. Era de elevadaestatura, hermoso y fuerte aún. El viento acariciaba su barba entrecana.

Una vez se le acercó lentamente Petrov y le preguntó con voz queda:

—¿Hay alguien detrás de la puerta? ¿Quién es?...

—¡Es necesario que la abran!

—¡Qué tontería! ¿Y si entra cuando usted la abre?

—Es necesario que la abran.

—¿Cómo se llama usted?

—No lo sé.

Petrov se rió recelosamente y, apretando el pedazo de hielo que llevabaen el bolsillo, volvió de puntillas a su sitio, detrás de un árbol,donde se sentía en seguridad relativa en caso de un ataque súbito.

En general, los enfermos charlaban mucho y se complacían en la charla;pero apenas habían cambiado las primeras palabras, no se escuchaban yalos unos a los otros, y hablaba cada uno para sí. Merced a esto, susconversaciones tenían siempre para ellos un gran interés.

Todos los días, el doctor Chevirev se sentaba, ya al lado de uno, ya allado de otro, y escuchaba atentamente lo que los enfermos decían.Parecía que también él hablaba mucho; pero, en realidad, nunca decíanada y se limitaba a escuchar.

Todas las noches, desde las diez hasta las seis de la mañana, permanecíaen el restorán Babilonia, y era incomprensible cómo tenía tiempo paradormir, para vestirse con tanto atildamiento, para afeitarse diariamentey aun para perfumarse un poquito.

III

Pomerantzev estaba siempre contento de todo y de todos. Además de estarloco, padecía del estómago, de gota y otras muchas enfermedades; a vecesel doctor le ponía a régimen; a veces le privaba durante un día enterode todo alimento; pero a Pomerantzev todo esto le tenía sin cuidado.Estaba siempre de buen humor, incluso cuando no le daban nada de comer,y se enorgullecía de sus enfermedades, dándole las gracias al doctorChevirev por la gota, que consideraba una enfermedad noble, con la quesu importancia adquiría aún mayor relieve.

El día que el doctor observó por primera vez en él esta enfermedad, sellenó de satisfacción y estuvo todo el día dando órdenes, con graveacento, a los demás enfermos, que se distraían en levantar una montañade nieve; se imaginaba ser un general que vigilaba la construcción deuna poderosa fortaleza.

No había nada que no mirase con ojos optimistas, y hasta en los malesencontraba siempre algo bueno. Una vez, en invierno, se inflamó derepente la chimenea de la clínica; temíase un incendio, y todos losenfermos estaban asustados. Sólo Pomerantzev se felicitaba; tenía laseguridad de que el fuego había destruido a los malignos diablos que,escondidos en la chimenea, aullaban durante la noche. En efecto: losaullidos cesaron, y Pomerantzev escribió un extenso relato de lo quehabía ocurrido y se lo envió al Santo Sínodo, que, por mediación deldoctor, le contestó dándole las gracias. De cuando en cuando volaba a laciudad, a su oficina; pero lo hacía cada vez más de tarde en tarde;todas las noches recibía la visita de San Nicolás, con quien acudía,volando, a todos los hospitales de la ciudad, y se dedicaba a curarenfermos.

Por la mañana levantábase agotado, cansado, con las piernas hinchadas yun dolor horrible en todo el cuerpo, y tosía terriblemente durante horasy horas.

—¡Qué! ¿Cómo se encuentra usted hoy?—le preguntaba el doctor,sentándose a su lado en la cama.

Pomerantzev, esforzándose en contener la tos, respondía:

—Me encuentro admirablemente. ¡Nunca me he sentido tan bien!

Y cuando había logrado dominar definitivamente el acceso de tos, añadíacon una sonrisa jovial y los ojos brillantes.

—Sólo estoy un poco cansado. No es extraño, por lo demás. ¡He visitadoesta noche tres hospitales! ¡Y he tenido en ellos no poco que hacer!Figúrese usted que solamente en el hospital Detegzev había cinco niñosenfermos de fiebre tifoidea. Uno estaba casi muriéndose. Por fortuna,San Nicolás le curó en seguida, soplándole en la cara. El niño se pusoal punto muy alegre y pidió de beber. Yo y San Nicolás lloramos dealegría.

¡Palabra de honor!

Los ojos de Pomerantzev se llenaron de lágrimas; pero se apresuró asecárselas, y añadió en son de broma:

—¡Vaya un doctor San Nicolás! No se parece usted a él...

Pero inmediatamente, temiendo que el doctor se ofendiese, procurótranquilizarse:

—¡No, no, querido doctor! No tome usted en serio lo que acabo dedecirle. Bien sé que es usted un hombre excelente y cumpleconcienzudamente con su deber. Usted se parece a San Erasmo. También esun buen santo.

—¿Usted le ha visto?

—¡Ya lo creo! Yo he visto a todos los santos.

Y se puso a describir detalladamente los rostros de los santos, que,desde luego, eran todos buenos y nobles.

Después se levantó, dio algunas vueltas por la estancia, hizo algunosejercicios gimnásticos y, al fin, se detuvo junto a la ventana abierta.

—¡La nieve comienza ya a derretirse!—dijo—. ¡Me da un gusto!... ¿Quévamos a hacer hoy, doctor?

—¿Quiere usted romper el hielo del estanque?

—¿Romper el hielo? ¡Dios mío, me entusiasma! Romper el hielo es ayudara la primavera. ¡Verdaderamente, doctor, es usted un hombre excelente!

—Y usted un hombre feliz.

Se separaron grandes amigos.

Un cuarto de hora después, Pomerantzev, todo salpicado de hielo y denieve, trabajaba enérgicamente con la pala, hundiéndola en el hielo, yamedio fundido y semejante a azúcar cande. El trabajo hacía entra encalor a Pomerantzev, que estaba fatigado y sudando; pero se sentía felizy miraba con ojos encantados alrededor. El día primaveral sonreía. Delos tejados, de los árboles, del muro, caían lentamente gotas de agua,que lo ennegrecían todo en torno. Se aspiraba el olor de la nievederretida, del estiércol, los mil olores indefinibles de la primavera.

—¡Mire usted cómo trabajo!—gritaba Pomerantzev a la enfermera, unamuchacha bajita, envuelta en una capa de pieles.

Estaba sentada en un banco, dando pataditas en el suelo para calentarselos pies, y vigilaba a los enfermos. La naricita se le había puestoencarnada a causa del frío.

—¡Muy

bien,

Georgi

Timofeievich!—respondió

con

voz

débil,

sonriéndoleafectuosamente—. Me gusta mucho verle a usted trabajar.

Pomerantzev no ignoraba que la enfermera estaba enamorada de él, y,aunque no podía corresponder a tal amor, respetaba sus sentimientos yprocuraba no comprometer a la muchacha con cualquier imprudencia.Imaginábase que era una heroína que había abandonado a su opulenta yaristocrática familia para cuidar a los enfermos, aunque, en realidad,era una pobre huérfana sin parientes. Estaba seguro de que la cortejabanoficiales de la guardia imperial, y ella los rechazaba para consagrarsepor entero a su deber penoso. Se mantenía con ella en una actitudparticularmente respetuosa, la saludaba con extremada cortesía, lallevaba del brazo a la mesa y le enviaba en verano, con el guarda, ramosde flores; pero evitaba cuidadosamente el quedarse solo con ella, parano ponerla en una situación falsa.

A propósito de esta enfermera tenía frecuentes disputas con el enfermoPetrov, que la juzgaba de una manera harto distinta. Petrov afirmaba queera, como por lo demás lo eran todas las mujeres, perversa, embustera,incapaz de un sincero amor.

—Después de hablar con alguien—decía—, se burla de él. Hace unmomento, por ejemplo—seguía diciéndole confidencialmente a Pomerantzev,acariciándose la larga barba—, hace un momento coqueteaba con usted yconmigo, y estoy seguro de que ahora se está burlando de nosotros, y,escondida detrás de la puerta, ¡está llamándonos imbéciles! ¡Está ahí,créame usted! Hasta juraría que está haciéndonos muecas. ¡Oh, conozcomuy bien a esa maligna criatura!

—¡Se engaña usted! ¡Yo sí que la conozco!

—Pues está ahí, detrás de la puerta. La oigo. ¿Quiere usted que lasorprendamos?

Y los dos, cogidos de las manos, se acercaban lentamente, de puntillas,a la puerta.

Petrov la abría bruscamente.

—¡Se ha escapado!—decía con tono triunfal—. Ha oído nuestraconversación y ha huido. ¡Oh, son el diablo! Es muy difícilsorprenderlas. Puede uno perseguirlas toda la vida sin tener buen éxitonunca.

Un día afirmó que la enfermera era la querida del guarda y había tenidocon él un niño, a quien acababa de matar; le había ahogado con unaalmohada, y por la noche le había enterrado en el bosque. El sabía hastael sitio donde el pobre niño estaba enterrado.

Pomerantzev, indignado al oír tales acusaciones, retrocedió unos cuantospasos, tendió solemnemente la mano derecha y dijo con voz grave:

—¡Señor Petrov, es usted un monstruo! No volveré nunca a darle a ustedla mano.

Voy a pedir a nuestros compañeros que juzguen su conductainnoble.

Y, en efecto, dio al punto principio a la organización de un tribunal.Pero la tentativa fracasó. Cuando Pomerantzev hubo conseguido que todoslos enfermos se sentasen en semicírculo, la señora de los cabellossueltos propuso de repente que se jugase un rato al anillo, y no hubo yatribunal posible.

Media hora después, Pomerantzev y Petrov charlaban amistosamente, comosi nada hubiera ocurrido: habían olvidado por completo su desavenencia.Y hablaban, precisamente, de la enfermera y de su belleza; uno y otroestaban de acuerdo en que tal belleza existía; pero Pomerantzev afirmabaque era una belleza de ángel, mientras que Petrov sostenía que era unabelleza de demonio. Luego Petrov habló largamente, en voz baja, de susenemigos.

Tenía enemigos que habían jurado perderle. Con apariencia deinformaciones financieras publicaban en los periódicos artículos encontra suya, llenos de calumnias y de insinuaciones; sostenían contra éluna campaña persistente, por medio de carteles y de prospectos; leperseguían por todas partes en automóviles ruidosos; le acechaban detrásde los árboles. Habían sobornado a los hermanos de Petrov y a su ancianamadre, que todos los días le echaba veneno en la comida, por lo que élno se atrevía a comer y estuvo a punto de morirse de hambre. Sí, eranpoderosísimos sus enemigos, podían filtrarse al través de las piedras,de las paredes y de los árboles. Un día pasaba por el bosque, y un árbolse inclinó sobre su cabeza y tendió las ramas para estrangularle. Allevantarse por la mañana no estaba seguro de pertenecer por la noche almundo de los vivos; al acostarse, no tenía ninguna certeza de que no leasesinarían durante la noche. Sus enemigos poseían el don de penetrar ensu cuerpo; ocurría a menudo que su pierna o su brazo no le obedecían,paralizados por ellos. Podían también penetrar en su alma; confrecuencia, por la mañana, trataban de impulsarle al suicidio y le dabanconsejos sobre el mejor modo de realizarlo; una vez le habían aconsejadoque rompiese un cristal de la ventana y con uno de los pedazos secortase la arteria del brazo izquierdo por encima del codo. El doctorChevirev no ignoraba que Petrov era perseguido por numerosos enemigos.La antevíspera, por la noche, había lle