Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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pasó

varias

veces

ante

la

amorosa

pareja

sonriendodiscretamente.

—¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. ¡Qué mala idea haber venido á estelugar!

Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta delas transformaciones operadas por el tiempo.

—Estás más moreno—dijo ella—. Pareces un hombre de mar.

Julio la encontraba más hermosa que antes, reconociendo que bien valíasu posesión las contrariedades que habían originado su viaje á América.Era más alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene elpaso musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero queadmiró al volverla á ver fué el ritmo suelto, juguetón y gracioso conque marchaba por el jardín buscando nuevo asiento. Su rostro no era detrazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro deparisiense.

Todo cuanto han podido inventar las artes delembellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida á los másexquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunosmeses antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reuniones,tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de la tarde. Elegantey pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por supremaaspiración el ser un maniquí que realzase con su gracia corporal lasinvenciones de los modistos, había acabado por sentir las mismaspreocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose una vidainterior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo suantigua frivolidad, fué Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haberorganizado su existencia definitivamente—las satisfacciones de laelegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto—, unacatástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presenciaparecía haber olvidado, trastornó su inconsciente felicidad. Ella, quese creía el centro del universo, imaginando que los sucesos debían rodarcon arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con másasombro que dolor.

—Y tú, ¿cómo me encuentras?—siguió diciendo Margarita.

Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda,añadiendo:

—Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahoraempieza á llevarse corta y con mucho vuelo.

Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como deella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios ála belleza de Margarita.

—¿Has pensado mucho en mí?—continuó—. ¿No me has engañado una solavez? ¿Ni una siquiera?... Di la verdad: mira que yo conozco bien cuandomientes.

—Siempre he pensado en ti—dijo él llevándose una mano al corazón comosi jurase ante un juez.

Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en susinfidelidades—que

ahora

estaban

completamente

olvidadas—le habíaacompañado el recuerdo de Margarita.

—¡Pero hablemos de ti!—añadió Julio—. ¿Qué es lo que has hecho eneste tiempo?

Había aproximado su silla á la de ella todo lo posible. Sus rodillasestaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola,introduciendo un dedo por la abertura del guante.

¡Aquel maldito jardín,que no permitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en voz bajadespués de tres meses de ausencia!... A pesar de su discreción, elseñor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarles irritado porencima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos...¡Venir á hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando todaEuropa estaba amenazada de una catástrofe!

Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de suexistencia durante los últimos meses.

—He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabesque me fuí á vivir con mamá, y mamá es una señora á la antigua, que nocomprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hechovisitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darleprisa... Y nada más.

—¿Y tu marido?...

—No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno... tancorrecto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponerobstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica.Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento alpensar que he sido mala con él.

—¿Y yo?—dijo Julio retirando su mano.

—Tienes razón—contestó ella sonriendo—. Tú eres la vida.

Resultacruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos ensi molestamos á los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.

Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entreellos como un soplo glacial. Julio fué el primero en reanimarse.

—¿Y no has bailado en todo este tiempo?

—No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones dedivorcio!... No he ido á ninguna reunión chic desde que te marchaste.He querido guardar cierto luto por tu ausencia.

Un día tangueamos en unafiesta de familia. ¡Qué horror!...

Faltabas tú, maestro.

Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante susojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado suamor, de cinco á siete de la tarde, bailando en los hoteles de losCampos Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango con la tazade té.

Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impulsos de una obsesióntenaz que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.

—Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente hablatanto!... ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?

Desnoyers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de unaguerra. Era algo absurdo.

—Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocidoalemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igualque nosotros. Un profesor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá quelas guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dosmeses, apenas quedarían hombres; á los tres, el mundo se vería sindinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él loexplicaba palpablemente, de un modo que daba gusto oirle.

Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; peroasustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:

—Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Seacabarían las reuniones, los trajes, los teatros.

Hasta es posible queno se inventasen modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?... YParís desierto... ¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuandovenía en tu busca!... No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nosvamos á Vichy: mamá necesita las aguas; luego á Biarritz. Después iré áun castillo del Loire. Y además, hay nuestro asunto, mi divorcio,nuestro casamiento, que puede realizarse el año que viene... ¡Y todoesto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra!

No, no es posible. Soncosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro deAlemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse encosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra yse preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es undisparate.

Necesito que tú me lo digas.

Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de laconversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ellaevocó en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. Nohabían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.

—¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantascosas...

El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios.

Traía menosde lo que esperaba. Había encontrado al país en una de sus crisisperiódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos milfrancos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Másadelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo parientesuyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía satisfecha. Tambiénadoptó ella un aire de mujer grave, á pesar de su frivolidad.

—El dinero es el dinero—dijo sentenciosamente—, y sin él no hay dichasegura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos iradelante... Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo hadicho á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de sufábrica, no le permiten restituir con tanta prisa como él quisierahacerlo. El pobre me da lástima...

Tan honrado y recto en todas suscosas. ¡Si no fuese tan vulgar!...

Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elogios espontáneos ytardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto alescucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.

—¿Y tu familia? ¿La has visto?...

Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse á laCapilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de laavenida Víctor Hago. Había subido al primer piso por la escalera deservicio, como un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lomismo que un soldado amante de una de las criadas. Allí había venido áabrazarle su madre, la pobre doña Luisa, llorando, cubriéndolo de besosfrenéticos, como si hubiese creído perderle para siempre. Luego habíaaparecido Luisita, la llamada Chichí, que le contemplaba siempre consimpática curiosidad, como si quisiera enterarse bien de cómo es unhermano malo y adorable que aparta á las mujeres decentes del camino dela virtud y vive haciendo locuras. A continuación, una gran sorpresapara Desnoyers, pues vió entrar en la cocina, con aires de actrizsolemne, de madre noble de tragedia, á su tía Elena, la casada con elalemán, la que vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.

—Está en París hace un mes. Va á pasar una temporada en nuestrocastillo. Y también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo «elsabio», al que no he visto hace años.

La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo.

«El viejoestá en casa; ten cuidado», le decía su madre cada vez que levantaba lavoz. Y su tía Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo queuna heroína resuelta á dar de puñaladas al tirano si pasa el umbral desu cámara. Toda la familia continuaba sometida á la rígida autoridad dedon Marcelo Desnoyers.

—¡Ay, ese viejo!—exclamó Julio, refiriéndose á su padre—.

Que vivamuchos años, pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!

Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había tenido que acelerarel final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos.

«Márchate;podría sorprendernos, y el disgusto sería enorme.» Y

él había huído dela casa paterna saludado por las lágrimas de las dos señoras y lasmiradas admirativas de Chichí, ruborosa y satisfecha á la vez de unhermano que provocaba entre sus amigas escándalo y entusiasmo.

Margarita habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, unhombre á la antigua, con el que no llegarían nunca á entenderse.

Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lode mayor urgencia, lo que interesaba á su porvenir. Pero otras cosas másinmediatas quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos, tímidasy vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían áhablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el númerode testigos. La señora de los perros y la peluca roja pasaba con másfrecuencia, acortando sus vueltas por el square para saludarlos conuna sonrisa de complicidad. El lector de periódicos contaba ahora con unvecino de banco para hablar de las posibilidades de la guerra. Eljardín se convertía en una calle.

Las modistillas, al salir de losobradores, y las señoras, de vuelta de los almacenes, lo atravesabanpara ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada vez másfrecuentado, y todos los transeuntes lanzaban al pasar una miradacuriosa sobre la señora elegante y su compañero, sentados al amparo deun grupo de vegetación, con el aspecto encogido y falsamente natural delas personas que desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actituddespreocupada.

—¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. Nos van á sorprender.

Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reconocer á una empleada deun modisto célebre. Además, podían atravesar el jardín algunas de laspersonas amigas que una hora antes había entrevisto en la muchedumbreque llenaba los grandes almacenes próximos.

—Vámonos—continuó—. ¡Si nos viesen juntos! Figúrate lo quehablarían... Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.

Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?... París era pequeño paraellos por culpa de Margarita, que se negaba á volver al único sitiodonde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en unrestorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos. Ellasólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al mismo tiempo sentíamiedo á la curiosidad de la gente. ¡Si Margarita quisiera ir á suestudio, de tan dulces recuerdos!...

--- No; á tu casa no—repuso ella con apresuramiento—. No puedo olvidarel último día que estuve allí.

Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa el agrietamiento deuna primera vacilación. ¿Dónde estarían mejor?

Además, ¿no iban ácasarse tan pronto como les fuese posible?...

—Te digo que no—repitió ella—. ¡Quién sabe si mi marido me vigila!¡Qué complicación para mi divorcio si nos sorprendiesen en tu casa!

Ahora fué él quien hizo el elogio del marido, esforzándose por demostrarque esta vigilancia era incompatible con su carácter.

El ingeniero habíaaceptado los hechos, juzgándolos irreparables, y en aquel momento sólopensaba en rehacer su vida.

—No; mejor es separarse—continuó ella—. Mañana nos veremos. Túbuscarás otro sitio más discreto. Piensa; tú encontrarás solución átodo.

Pero él deseaba la solución inmediata. Habían abandonado sus asientos,dirigiéndose lentamente hacia la rue des Mathurins.

Julio hablaba conuna elocuencia temblorosa y persuasiva.

Mañana, no: ahora. No tenían masque llamar á un «auto» de alquiler; unos minutos de carrera, y luego elaislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad enaquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no habíatranscurrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entrevistas.

—No—dijo ella con acento desfallecido, buscando una últimaresistencia—. Además, estará allí tu secretario, ese español que teacompaña. ¡Qué vergüenza encontrarme con él!...

Julio rió... ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este camarada queconocía todo su pasado? Si lo encontraban en la casa, saldríainmediatamente. Más de una vez lo había obligado á abandonar el estudiopara que no estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir lossucesos. De seguro que había salido, adivinando una visita próxima queno podía ser más lógica.

Andaría por las calles en busca de noticias.

Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados suspretextos.

Desnoyers

calló

también,

aceptando

favorablemente susilencio. Habían salido del jardín, y ella miraba en torno coninquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante ybuscando un refugio. De pronto vió ante ella una portezuela roja deautomóvil abierta por la mano de su compañero.

—Sube—ordenó Julio.

Y ella subió apresuradamente, con el ansia de ocultarse cuanto antes. Elvehículo se puso en marcha á gran velocidad. Margarita bajóinmediatamente la cortinilla de la ventana próxima á su asiento. Peroantes de que terminase la operación y pudiera volver la cabeza, sintióuna boca ávida que acariciaba su nuca.

—No; aquí no—dijo con tono suplicante—. Seamos serios.

Y mientras él, rebelde á estas exhortaciones, insistía en susapasionados avances, la voz de Margarita volvió á sonar sobre elestrépito de ferretería vieja que lanzaba el automóvil saltando sobre elpavimento.

—¿Crees realmente que no habrá guerra? ¿Crees que podremos casarnos?...Dímelo otra vez. Necesito que me tranquilices... Quiero oirlo de tuboca.

II

El centauro Madariaga

En 1870, Marcelo Desnoyers tenía diez y nueve años. Había nacido en losalrededores de París. Era hijo único, y su padre, dedicado á pequeñasespeculaciones de construcción, mantenía á la familia, en un modestobienestar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marceloempezaba los estudios preparatorios, cuando murió el padrerepentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses, él ysu madre descendieron la pendiente de la ruina, viéndose obligados árenunciar sus comodidades burguesas para vivir como los obreros.

Cuando á los catorce años tuvo que escoger un oficio, se hizo tallista.Este oficio era un arte y estaba en relación con las aficionesdespertadas en Marcelo por sus estudios forzosamente abandonados. Lamadre se retiró al campo buscando el amparo de unos parientes. El avanzócon rapidez en el taller, ayudando á su maestro en todos los trabajosimportantes que realizaba en provincias. Las primeras noticias de laguerra con Prusia le sorprendieron en Marsella trabajando en eldecorado de un teatro.

Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jóvenes de sugeneración. Además estaba influenciado por los obreros viejos, quehabían intervenido en la República del 48 y guardaban vivo el recuerdodel golpe de Estado del 2 de Diciembre. Un día vió en las calles deMarsella una manifestación popular en favor de la paz, que equivalía áuna protesta contra el gobierno. Los viejos republicanos en luchaimplacable con el emperador, los compañeros de la Internacional queacababa de organizarse, y gran número de españoles é italianos huídos desus países por recientes insurrecciones, componían el cortejo. Unestudiante melenudo y tísico llevaba la bandera, «Es la paz lo quedeseamos; una paz que una á todos los hombres», cantaban losmanifestantes. Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez sonoídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviarlos. Apenasentraron en la Cannebière los amigos de la paz con su himno y suestandarte, fué la guerra lo que les salió al paso, teniendo que apelaral puño y al garrote. El día antes habían desembarcado unos batallonesde zuavos de Argelia que iban á reforzar el ejército de la frontera, yestos veteranos, acostumbrados á la existencia colonial, pocoescrupulosa en materia de atropellos, creyeron oportuno intervenir en lamanifestación, unos con las bayonetas, otros con los cinturonesdesceñidos. «¡Viva la guerra!» Y una lluvia de zurriagazos y golpes cayósobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo el cándido estudiante quehacía llamamientos á la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envueltoen su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enteróde más, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en unhombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.

Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio,irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las másextremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureciócomo algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le eraposible protestar de otro modo, abandonaría su país. La lucha iba á serlarga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. El entraba en quintadentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejorle pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un pocoal acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no laabandonarían y él tenía el propósito de trabajar mucho para enviarledinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!...¡Adiós, Francia!

Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofreció el embarque sinpapeles en tres buques. Uno iba á Egipto, otro á Australia, otro áMontevideo y Buenos Aires; ¿cuál le parecía mejor?... Desnoyers,recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo quele marcase, como lo había visto hacer á varios héroes de novelas. Peroaquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose enFrancia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase sudestino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuandoestuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo ázarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata...» Yacogió estas palabras con un gesto de fatalista.

«¡Vaya por la Américadel Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por ciertaspublicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles decaballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutosvolteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.

El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América:cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado,que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpede mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando ámerced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los revesessufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintióvergüenza al saber que la nación se gobernaba por sí misma,defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él habíahuído!...

Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de sufuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, susrelaciones de compañerismo, el ambiente en que vivía, todo le hubiesearrastrado á la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría enun presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alabó suresolución y dejó de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad deganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba áconocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada yaventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través de los másdiversos oficios y las más disparatadas improvisaciones. Se sintiófuerte, con una audacia y un aplomo que nunca había tenido en el viejomundo. «Yo sirvo para todo—decía—, si me dan tiempo para ejercitarme.»Hasta fué soldado—él, que había huído de su patria por no tomar unfusil—, y recibió una herida en uno de los muchos combates entre«blancos» y «colorados» de la Ribera Oriental.

En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La ciudad empezaba átransformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pasóvarios años ornando salones y fachadas.

Fué una existencia laboriosa,sedentaria, y remuneradora. Pero un día se cansó de este ahorro lentoque sólo podía proporcionarle á la larga una fortuna mediocre. El habíaido al nuevo mundo para hacerse rico como tantos otros. Y á losveintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de lasciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturalezavirgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte, pero la langosta losarrasó en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con solo dospeones tropas de novillos y mulas, que hacía pasar á Chile ó Bolivia porlas soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta nocióndel tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses porllanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna,como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en unode estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fuécuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.

Conocía á este millonario rústico por sus compras de reses.

Era unespañol que había llegado muy joven al país, plegándose con gusto á suscostumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormespropiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, á causade su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes delcampo trasladaban al apellido el título de respeto que precede alnombre, llamándole don Madariaga.

—Compañero—dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que enél era raro—, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele delejos. ¿Por qué sigue en esa perra vida?... Créame, gabacho, y quédeseaquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.

Al concertarse el francés con Madariaga, los propietarios de lasinmediaciones, que vivían á quince ó veinte leguas de la estancia,detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase deinfortunios.

—No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemosperdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay quematarlo ó abandonarlo. Pronto se marchará usted.

Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en talesmurmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible; pero tocado decierta simpatía por el francés, procuraba no molestarlo con suirritabilidad.

—Es una perla ese gabacho—decía, como excusando sus muestras deconsideración—. Yo lo quiero porque es muy serio.... Así me gustan á mílos hombres.

No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué podía consistir estaseriedad tan admirada por su patrón, pero experimentó un secreto orgulloal verle agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba alhablar con él un tono de rudeza paternal.

La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á la que él llamabala china, y dos hijas, ya mujeres, que habían pasado por un colegio deBuenos Aires, pero al volver á la estancia recobraron en parte larusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vividoen el campo desde su llegada á América, cuando la gente blanca no seatrevía á establecerse fuera de las poblaciones por miedo á los indiosbravos. Su primer dinero lo ganó como heroico comerciante, llevandomercancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios, fué heridodos veces por ellos, vivió cautivo una temporada y acabó por hacerseamigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, pocodeseada por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que había dedefender carabina en mano de los piratas de las praderas.

Luego se casócon su china, joven mestiza que iba descalza, pero tenía varios camposde sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobretierras de su propiedad que exigían varias jornadas de trote para serrecorridas. Después, cuando el gobierno fué empujando los indios hacialas fronteras y puso en venta

los

territorios

sin

dueño—apreciando

comouna

abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos—, Madariagacompró y compró á precios insignificantes y con larguísimos plazos.Adquirir tierra y poblarla de animales fué la misión de su vida. Aveces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables,no podía reprim