La Serie del Lenguaje Moderno Heath: José by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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mucha cautela hasta el suelo. Después de permaneceralgunos momentos inmóvil para cerciorarse de que nadie le había

sentido,se introdujo muy despacito en la huerta. Lo primero que

hizo en cuantose halló entre los cuadros de las legumbres, fue arrancar una cebolla yecharle los dientes. En cuanto la engulló,

arrancó otras tres o cuatro yse las metió en los bolsillos; después se volvió otra vez a paso delobo[99.3] hacia la tapia. Mas antes de llegar a ella percibió conterror que se movían las ramas del pomar por donde había saltado, y a laescasísima claridad de la noche observó que el bulto de un hombre seagitaba entre ellas y

se dejaba caer al suelo, como él había hecho. D.Fernando quedó

petrificado; y mucho más creció su miedo y su vergüenzacuando

el hombre dio unos cuantos pasos por la huerta y se vino haciaél: lo primero que se le ocu Pg 100 rrió fue echarse al suelo: el hombre pasórozando con él: era José.

¿Vendrá también a robar?—pensó D. Fernando; pero José dejó

salir de suboca un silbido prolongado, y el señor de Meira vino a entender que setrataba de una cita amorosa, cosa que le

sorprendió bastante, puescreía, como todo el pueblo, que las relaciones de Elisa y el marineroestaban rotas hacía ya largo tiempo. No tardó en aparecer otro bulto porel lado de la casa, y

ambos amantes se aproximaron y comenzaron a hablaren voz

tan baja que D. Fernando no oyó más que un levísimo

cuchicheo. Lasituación del caballero era un poco falsa; si a los jóvenes les diesepor[100.1] recorrer la huerta o estuviesen en ella hasta que el díaapuntase y le viesen, ¡qué vergüenza! Para evitar este peligro searrastró lenta y suavemente hasta el pomar y se ocultó entre unasmalezas que cerca de él había, esperando que José se marchase paraescalar de nuevo el árbol y retirarse a su casa. Mas al poco rato deestar allí[100.2] comenzaron a caer algunos goterones de lluvia, y losamantes vinieron también a refugiarse

debajo del pomar, que era uno delos pocos árboles copudos[100.3] y frondosos de la huerta, y el máslejano de la casa. Don Fernando

se creyó perdido y comenzó a sudar demiedo; ni un dedo se atrevió a mover. Elisa y José se sentaron en elsuelo uno al lado

de otro dando la espalda[100.4] al caballero, sinsospechar su presencia.

—¿Y por qué crees que tu madre presume algo?—dijo José en

voz baja.

—No sé decirte; pero de algunos días a esta parte[100.5] me mira muchoy no me deja un instante sola. El otro día, mientras estaba

barriendo lasala, me puse a canPg 101 tar; al instante subió ella y me dijo: «¡Parece queestás contenta, Elisa! Hacía ya mucho tiempo que no te salía la voz delcuerpo. »[101.1] Me lo dijo de un modo y con una sonrisa tan falsa, queme puse colorada y me callé.

—¡Bah, son cavilaciones tuyas!—replicó el marinero.

Guardó silencio, sin embargo, después de esta exclamación y al cabo deun rato lo rompió, diciendo:

—Bueno es vivir prevenidos. Ten cuidado, no te sorprenda.

—¡Desgraciada de mí entonces! Más me valiera no haber

nacido—repuso lajoven con acento de terror.

Ambos volvieron a quedar silenciosos. Elisa, cabizbaja y

distraída,jugaba con las hierbas del suelo. José alargó la mano tímidamente, y,simulando también jugar con el césped,

consiguió rozar suavemente losdedos de su novia. La lluvia, que

comenzaba a arreciar, batía las hojasdel pomar con redoble[101.2]

triste y monótono; la huerta exhalaba ya unolor penetrante de tierra mojada.

—¿Pensáis salir mañana a la mar?—preguntó Elisa al cabo de

un rato,levantando sus hermosos ojos rasgados hacia el

marinero.

—Me parece que no—repuso éste.—¿Para qué?—añadió con

amargura.—Haceocho días que no traemos valor de cinco duros.

—Ya lo sé, ya lo sé; este año no hay merluza en la mar.

—¡Este año no ha habido nada!—exclamó José con rabia.Pg 102

Otra vez quedaron silenciosos. Elisa seguía jugando con las hierbecitasdel suelo. El marinero le había aprisionado un dedo entre los suyos y loestrechaba suavemente, sin osar apoderarse de la mano. Al cabo de unrato, Elisa, sin levantar la cabeza, comenzó a decir, en voz baja ytemblorosa:

—Yo creo, José, que la causa de todo lo que nos está pasando,

es lamaldición que te ha echado la sacristana. ¿Por qué no vas a

pedirla quete la levante?... Desde que esa mujer te maldijo no te ha salido nadabien.

—Y antes tampoco[102.1]—apuntó José con sonrisa melancólica.

—Otros muchos lo han hecho antes que tú—siguió diciendo la

joven, sinhacer caso de la observación de su amante.—Mira, Pedro el de laMatiella, ya sabes cómo estaba, flaco y amarillo que daba lástimaverlo[102.2]. .. todo el mundo pensaba que se moría.

En cuanto pidióperdón a la sacristana, empezó a ponerse bueno

y ya ves hoy cómo está.

—No creas esas brujerías, Elisa—dijo el marinero, con una inflexión devoz en que se adivinaba que él andaba muy cerca de

creerlas también.

Elisa, sin contestar, se agarró fuertemente a su brazo con un movimientode terror.

—¿No has oído?

—¿Qué?

—¿Ahí entre las zarzas?

—No he oído nada.

—Se me figuró escuchar la respiración de una persona.

Ambos quedaron un momento inmóviles con el oído atento.Pg

103

—¡Qué miedosa eres, Elisa!—dijo riendo el marinero.—Es el

ruido de lalluvia al pasar entre las hojas hasta el suelo.

—¡Me parecía!...—repuso la joven sin quitar los ojos de la malezadonde estaba oculto el Sr. de Meira, y aflojando poco a poco el brazo desu novio.

Mientras tanto, aquél sudaba copiosamente temiendo que José

viniese aexplorar las zarzas. Afortunadamente, no fue así: Elisa

se tranquilizópronto, y viendo a su amante triste y cabizbajo, cambió de conversacióncon ánimo de alegrarle.

—¿Cuándo comenzaréis a salir al bonito?... Tengo ya deseos

de queempiece la costera... Me da el corazón[103.1] que va a ser muy buena...

—Allá veremos—repuso José moviendo la cabeza en señal de

duda.—Creoque saldremos dentro de quince o veinte días...

¿Qué vamos a hacer sino?...

—Comienza el buen tiempo... y vendrán en seguida las

romerías... ¡Quégusto!... La de la Luz[103.2] es ya de mañana en un mes—dijo Elisaesforzándose por aparecer alegre.

—¡Qué importa que comiencen las romerías si yo no puedo

acompañarte enellas!—exclamó el marinero con acento

dolorido.

—No te dejes acobardar, José, que todo se arreglará... Hay que

tenerconfianza en Dios... Yo todos los días le pido al Santo Cristo que te débuena suerte, y que le toque en el corazón a mi

madre.

—Es difícil, Elisa... es muy difícil... Si no me ha querido cuandotenía algunos cuartos, ¿cómo me ha de querer hoy que soy un pobrete, ytengo sobre los hombros tanta familia? Pg 104

Elisa comprendió la justicia de esta observación; pero repuso con latenacidad sublime que el amor comunica a las mujeres:

—No importa... yo creo que se ablandará. Tengamos

confianza en el SantoCristo de Rodillero, que otros milagros mayores ha sabido obrar...

La lluvia arreciaba con ímpetu; de tal suerte, que ya el árbol nobastaba a proteger a los amantes: las hojas se doblaban al peso delagua, y la dejaban caer en abundancia sobre sus

cabezas. Pero ellos nilo advertían siquiera, embargados

enteramente por el deleite de hallarsejuntos; las manos

enlazadas, los ojos en extática contemplación.

Elisa logró al cabo ahuyentar la melancolía de su novio; su plática tomóun sesgo[104.1] risueño; hablaron de los incidentes ocurridos en pasadasromerías, y rieron de buena gana

recordándolos.

—¿Te acuerdas cuando Nicolás nos convidó en la romería de

San Pedro?...Tú me dijiste por lo bajo:[104.2]—«Hay que beberle todo el vino quesaque...»

—Porque en seguida vi que el gran tacaño[104.3] lo que quería eraechársela de rumboso[104.4] a poca costa.

—¡Qué trabajo me costó echar todo el vaso al cuerpo![104.5] Tú te lobebiste en un decir Jesús[104.6]. .. y anda que Ramona tampoco se portómal del todo.[104.7]

—Pero, cuando vio que Bernardo se lo iba a tragar entero también, ¿quéde prisa le echó mano,[104.8] verdad?

—¡Como que ya no podía resistir más el pobre!—dijo Elisa rompiendo areír.—Lo mejor de todo fue lo que decía para

disculpar la porquería...«¡Ésa es una broma!... ¡yo no quiero bromas!...» Cuando se me representala cara que ponía el infeliz

al vernos Pg 105 apurar el vaso, me río como unaloca, aunque esté sola...

Ambos reían en efecto, procurando no hacer ruido.

—Por cierto—siguió Elisa, fingiendo seriedad,—que tú más

tarde tepusiste un poco alegre, y le diste un beso a mi prima Ramona.

—No me acuerdo.

—Sí; no te acuerdas de lo que no quieres.

—De todos modos, estando borracho, no sabe uno lo que hace.

—No se te ocurriría, sin embargo, echarte al agua.

—¡Claro!

—Pero se te ocurre besar a las muchachas.

—No estando borracho, jamás—afirmó resueltamente José.

—¡Madre mía, si en la hora de la muerte me pusieran a la cabeceratantos angelitos como besos habrás dado!

—Te irías sola para el cielo—repuso el marinero riendo.

La plática se trocaba en alegre disputa: los amantes se

embriagaban conaquella charla sencilla hallando tan chistoso lo

que mutuamente sedecían, que no cesaban de soltar carcajadas,

cuyo ruido apagabanllevando la mano a la boca. La noche, oscura y lluviosa, era para ellosplácida y grata como pocas.

Pero Elisa creyó percibir otra vez la respiración que antes laasustara.[105.1] Se quedó algunos instantes distraída; y no queriendodecir nada a José porque no la llamase otra vez medrosa, optó porsepararse.

—Ya debe de ser muy tarde, José—dijo levantánPg 106dose.—

Mañana tengo quemadrugar... además, nos estamos poniendo

como una sopa.[106.1]

El marinero se levantó también, aunque no de buen grado.

—¡Qué bien se pasa el tiempo a tu lado, Elisa!—dijo

tímidamente.

La joven sonrió con dulzura oyendo aquella declaración que el

marinerono había osado pronunciar hasta entonces, y un poco ruborizada le tendióla mano.

—Hasta mañana, José.

José tomó aquella mano, la estrechó tierna y largamente, y contestó conmelancolía:

—Hasta mañana.

Pero no acababa de soltarla: fue necesario que Elisa dijese otra

vez:

—Hasta mañana, José.

Tiró de ella con fuerza, y se alejó rápidamente en dirección a

la casa.El marinero no se movió, hasta que calculó que estaba ya

dentro: luegoescaló cautelosamente la cerca, montó sobre ella, y

desapareció por elotro lado.

Algunos instantes después, salía de su escondite el Sr. de Meira mojadohasta los huesos.

—¡Pobres muchachos!—exclamó sin acordarse de su propia

miseria ytrepando con trabajo por el pomar. Y una vez en la calle, enderezó lospasos hacia su mansión feudal acariciando en

la mente un noble, cuantosingular proyecto.[106.2] Pg 107

XI

POCOS días después, D. Fernando de Meira se personó en casa

de José, muytemprano, cuando éste aun no había salido a la mar.

—José, necesito hablar contigo a solas; ven a dar una

vuelta[107.1]conmigo.

El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque

hastaentonces jamás se lo había pedido directamente: cuando el

hambre más leapuraba, solía llegarse a él, diciéndole:

—José, a Sinforosa se le ha concluido el pan, y no quisiera tomárselo ala otra panadera... Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza...

Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviesemuy apurado; de otra suerte, ni directa ni

indirectamente se humillaba apedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensarotra cosa, y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en elbolsillo, se echó

a la calle[107.2] en compañía del anciano.

Guiole D. Fernando fuera del pueblo, y cuando estuvieron a algunadistancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silenciodiciendo:

—Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero,¿verdad?[107.3]

José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le

sorprendióun poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquellapregunta.Pg 108

—Phs... así así,[108.1] D. Fernando. No estoy muy sobrado... pero enfin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazode pan.

—Un pedazo de pan es poco... No sólo de pan vive

elhombre[108.2]—manifestó el señor de Meira sentenciosamente; y despuésde caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, yencarándose con el marinero le preguntó:

—¿Tú te casarías de buena gana con Elisa, verdad? José

quedósorprendido y confuso.

—¿Yo?... Con Elisa no tengo nada ya[108.3]. .. Todo el mundo lo sabe...

—Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con

Elisa;[108.4]me consta—afirmó el caballero resueltamente.

José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación

cuando D.Fernando le atajó diciendo:

—No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te

casaríasgustoso.

—¡Ya lo creo!—murmuró entonces el marinero bajando la

cabeza.

—Pues te casarás—dijo el Sr. de Meira ahuecando la voz todo

lo posibley extendiendo las dos manos hacia adelante.

José levantó la cabeza vivamente y le miró, pensando que se había vueltoloco; después, bajándola de nuevo, dijo:

—Eso es imposible, D. Fernando... No pensemos en ello.

—Para la casa de Meira no hay nada imposible—respondió el

caballerocon mucha mayor solemnidad.[108.5] Pg 109

José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquellailustre casa.

—Nada hay imposible—volvió a decir D. Fernando

lanzándole una miradaaltiva, propia de un guerrero de la

reconquista.[109.1]

José sonrió con disimulo.

—Atiende un poco—siguió el caballero:—en el siglo pasado,

un abuelomío, don Álvaro de Meira, era corregidor[109.2] de Oviedo. Había allíuna casa perteneciente al clero que estorbaba

mucho en la vía pública, yel corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con laoposición del Obispo y cabildo

catedral, los cuales le manifestaron quede ningún modo lo intentase, so pena de excomunión; pero el corregidor,sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla

dealbañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al Obispo,alborótase su ilustrísima,[109.3] convoca al cabildo y deciden irrevestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella; pero mibisabuelo lo supo, ¿y qué hace entonces? Va y manda a allá[109.4] alverdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todoalbañil que se baje del tejado... ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!... Yla casa vino al suelo.

D. Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó

de golpe eledificio clerical; mas José pareció enteramente insensible a esta proezade los Meiras: seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que eralástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos losseñores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unoscuantos para la señá Isabel. Pg 110

—Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja[110.1]—

siguió elhidalgo,—¡hay que temblar!... Toma—añadió sacando

del bolsillo unpaquetito y ofreciéndoselo:—Ahí tienes diez mil reales: cómprate unalancha, y deja lo demás de mi cuenta.[110.2]

El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano

pensandoque aquello era una locura del Sr. de Meira, a quien ya

muchos nosuponían en su cabal juicio.

—Toma, te digo; cómprate una lancha, y a trabajar.

José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto

al ver queeran monedas de oro. D. Fernando, sonriendo

orgullosamente continuó:

—Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?

—Veinte.

—¿Los ha cumplido ya?

—No señor; me parece que los cumple el mes que viene.[110.3]

—Perfectamente: el mes que viene te diré lo que has de hacer.

Mientrastanto, procura que nadie se entere de tus amores...

mucho sigilo y muchaprudencia.

D. Fernando hablaba con tal autoridad, y arqueaba las dejas tanextremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y

torcida, consiguióinfundir respeto al marinero; casi llegó a creer en el misterioso einvencible poder de la casa de Meira.

—A otra cosa... ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?

—¿Qué lancha? ¿la de mi patrón?

—Sí.Pg 111

—¿Para ir a dónde?

—Para dar un saleo.[111.1]

—Si no es más que para eso...

—Pues a las doce de la noche, pásate por mi casa[111.2] dispuesto asalir a la mar: necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás...Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar[111.3] la compra de lalancha; ve a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.

Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador

del señor deMeira; todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de sucasa[111.4] de qué modo habría llegado aquel dinero a manos delarruinado hidalgo, y se propuso no hacer uso de él en

tanto queno[111.5] lo averiguase. Pero como los enigmas, particularmente losenigmas de dinero, duran en las aldeas

cortísimo tiempo, no se pasarondos horas sin que supiese que D.

Fernando había vendido su casa el díaanterior a D. Anacleto, el

cual la quería para hacer de ella una fábricade escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. Elseñor de Meira la tenía empeñada ya hacía algún tiempo a un

comerciantede Peñascosa en nueve mil reales. D. Anacleto pagó

esta cantidad y ledio además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó adevolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese,porque le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad depréstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.

Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella

misteriosa cita dela noche, y aguardaba con impaciencia la hora,

para ver lo que era. Unpoco antes de dar Pg 112 las doce por el reloj de las Consistoriales[112.1]enderezó los pasos hacia el palacio de Meira; llamó con un golpe a lacarcomida puerta y no tardó mucho el propio D. Fernando en abrirle.

—Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?

—Debe de estar, sí señor.

—Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.

D. Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba enel zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado concordeles.

—Es muy pesado, te lo advierto.

Efectivamente, al tratar de moverlo se vio que era casi

imposiblellevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.

—En hombros no podemos llevarlo, D. Fernando. ¿No será

mejor que loarrastremos poco a poco hasta la ribera?

—Como a ti te parezca.

Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa; apagó D. Fernando el candil,cerró la puerta y, dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaronlentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira ibataciturno y melancólico, sin despegar los labios: José le seguía elhumor, pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar loque aquella pesadísima caja

contenía.

Fue necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha y, graciasa ellos, hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo.

Entraron después,y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otrasembarcaciones. Pg 113

La noche era de luna, clara y hermosa; el mar tranquilo y dormido comoun lago; el ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contrala voluntad del hidalgo, que pretendía

tomar uno, y apoyándolossuavemente en el agua se alejó de la tierra.

El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y

taciturno

comohabía

salido

de

casa.

José,

tirando

acompasadamente de los remos, leobservaba con interés.

Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero,después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.

—Basta, José.

El marinero soltó los remos.

—Ayúdame a echar este bulto al agua.

José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más, de

descubrir aquelextraño misterio, se atrevió a preguntar

sonriendo:

—¿Supongo que no será dinero lo que V. eche al agua, D.

Fernando?

Éste, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto,suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:

—No; no es dinero... es algo que vale más que el dinero... Me

olvidabade que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho elfavor de acompañarme.

—No se lo decía por eso, D. Fernando: a mí no me importa nada lo quehay ahí dentro.

—Desátalo.

—De ningún modo, D. Fernando; yo no quiero que V.

piense... Pg 114

—¡Desátalo, te digo!—repitió el señor de Meira, en un tono que no dabalugar a réplica.

Obedeció José y, después de separar la múltiple envoltura de lona que lecubría, descubrió, al cabo, el objeto, el cual no era otra cosa que untrozo de piedra toscamente labrado.

—¿Qué es esto?—preguntó con asombro.

D. Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, contestó:

—El escudo de la casa de Meira.

Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro ymiraba de hito en hito[114.1] al caballero, esperando algunaexplicación; pero éste no se apresuraba a dársela: con los

brazoscruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia

adelante, contemplabasin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto.Al fin dijo en voz baja y temblorosa:

—He vendido mi casa a D. Anacleto... porque un día u otro yo

moriré, y¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?... Pero se lavendí bajo condición de arrancar de ella el escudo... Hace unos cuantosdías que trabajo por