La Serie del Lenguaje Moderno Heath: José by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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La señá Isabel mostró tomar parte muy principal[64.3] en su pesadumbre;se deshizo en quejas y lamentos; rompió en

apóstrofes violentísimoscontra los vizcaínos. En todas sus

palabras dejaba, sin embargo,traslucir que consideraba muy

grave el contratiempo.

—¿No es una vergüenza que esos zánganos forasteros sean los

causantesde la ruina de los vecinos de Rodillero?...

Y dirigiéndose a José:

—No te apures, querido, no te apures por quedar arruinado...

No tefaltará Dios, como no te ha faltado hasta ahora... Trabaja con fe, quemientras uno es joven, siempre hay esperanza de mejorar de fortuna.

Estas

palabras

de

consuelo,

dejaban

profundamente

desconsolado a nuestromarinero, pues le advertían bien

claramente de que no había que hablarde matrimonio por

entonces. Y, en efecto, dejó correr los días sinsoltar[64.4] palabra alguna referente a él, ni delante de la maestra nia solas con su novia. Pero la tristeza que se reflejaba en el rostro,acusaba perfectamente el pesar que embargaba su alma: hacía

esfuerzospor aparecer sereno y risueño en la tienda del maestro,

y procurabaintervenir alegremente en la conversación; mas a lo

mejor[64.5] quedabaserio sin poderlo remediar, y se pasaba la mano por la frente conabatimiento. Algo Pg 65 semejante le acontecía a Elisa: también comprendíaque era inútil hablar de boda a su madre, y trataba de ocultar sudesazón sin conseguirlo. En las breves conversaciones que con Josétenía, ni uno ni otro osaban

decirse nada de aquel asunto; pero en loinseguro de la voz, en las tristes y largas miradas que se dirigían y enel ligero temblar de sus manos al despedirse, manifestaban sin necesidadde

explicarse más claramente que la misma idea los hacía a

ambosdesgraciados. Lo peor de todo era que no podían calcular

ya cuándo secalmarían sus afanes, pues pensar en que José ahorrase de nuevo paracomprar otra lancha, valía tanto como[65.1]

dilatar su unión algunosaños.

Mientras los amantes padecían de esta suerte, comenzó a

correr por elpueblo, sin saber quién la soltara, la especie[65.2] de que la pérdidade la lancha no había sido fortuita, sino

intencional. La circunstanciade haber marchado enteras las

amarras se prestaba mucho a este supuesto;además, se había sabido también que el cable del ancla no estaba roto,sino cortado. Teresa fue una de las primeras en tener noticia de ello; ycon la peculiar lucidez de la mujer y de los temperamentos fogosos, pusoen seguida el dedo en la llaga:[65.3]

—¡Aquí anduvo la mano de la maestra!

En vano las comadres le insinuaban la idea de que José tenía en el lugarenvidiosos de su fortuna: no quiso oírlas.

—A mi hijo nadie le quiere mal; aunque haya alguno que le envidie, noes capaz de hacerle daño.

Y de esto no había quien la moviera. Irritósele la bilis[65.4]

pensandoen su enemiga, hasta un punto que causaba miedo:

aquellos días primerosapenas osaba nadiePg 66 dirigirla la palabra; se puso flaca y amarilla;pasaba el tiempo gruñendo por casa como una fiera hambrienta.

Por fin una vez se plantó delante de José con los brazos en jarra,[66.1]y le dijo:

—¿Cuánto vamos a apostar a que cojo a la madre de tu novia

por elpescuezo y se lo retuerzo?

José quedó aterrado.

—¿Por qué, madre?—preguntó con voz temblorosa.

—Porque sí; porque se me antoja... ¿Qué tienes que decir aesto?—repuso ella clavándole una mirada altiva.

El marinero bajó la cabeza sin contestar; conociendo bien a su

madre,esperó a que se desahogara.

Viendo que él no replicaba, Teresa prosiguió, pasando de

súbito de suaparente calma a una furiosa exaltación:

—Sí; un día la cojo por los pocos pelos que le quedan y la arrastrohasta la ribera... ¡A esa bribona!... ¡A esa puerca!... ¡A esa sinvergüenza!...

Y siguió recorriendo fogosamente todo el catálogo de los

dicterios. Josépermaneció mudo mientras duró la granizada;

cuando se fue calmando,tornó a preguntar:

—¿Por qué, madre?

—¿Por qué? ¿Por qué? Porque ella ha sido, ¡esa infame! quien

te hizoperder la lancha...

—¿Y cómo sabe V. eso?—preguntó el pescador con calma.

Teresa no lo sabía, ni mucho menos; pero la ira la hizo mantener enaquel momento que sí, que lo sabía a ciencia cierta,

y no teniendo datosni razones que exPg 67 poner en apoyo de su afirmación, las suplía congritos, con insultos y amenazas.

José trató de disuadirla con empeño, representándola el grave

pecado queera achacar a cualquiera persona una maldad

semejante sin estar bienseguro de ello; pero la viuda no quiso escucharle; siguió cada vez conmayor cólera profiriendo

amenazas. Entonces el marinero, atribulado,pensando en que si su madre llegaba a hacer lo que decía sus relacionescon Elisa quedaban rotas[67.1] para siempre, exclamó con angustia:

—¡Madre, por Dios le pido que no me pierda!

Fue tan dolorido el acento con que estas palabras se

pronunciaron, quetocó el corazón de Teresa, el cual no era perverso sino cuando la ira lecegaba. Quedó un momento

suspensa; murmuró aún algunas frases duras;finalmente se dejó

ablandar, y prometió estarse quieta. Mas a los tres ocuatro días, en un arranque de mal humor, rompió otra vez en

amenazascontra su enemiga. Con esto José andaba triste y

sobresaltado, esperandoque la hora menos pensada se armase un

escándalo que diera al traste consus vacilantes relaciones.[67.2]

Teresa no sosegaba tampoco, queriendo a toda costa convertir

encertidumbre la sospecha que la roía el corazón. Corría por las

casas delpueblo interrogando a sus amigas, indagando con más destreza y habilidadque un experimentado agente de policía. Al

cabo pudo averiguar que, díasantes del suceso, la señá Isabel había tenido larga plática con Rufo eltonto a la orilla del mar.

Este dato bañó de luz el tenebroso asunto; yano había duda: la maestra era la inteligencia y Rufo el brazo que habíacometido el

delito. EnPg 68 tonces Teresa, para obtener la prueba de ello,se valió de un medio tan apropiado a su genio como oportuno en aquellasazón. Buscó inmediatamente a Rufo; hallolo en la ribera

rodeado de unoscuantos marineros que se solazaban

zumbándole, y dirigiéndose a él deimproviso, lanzando rayos de

cólera por los ojos, le dijo:

—¿Conque has sido tú, gran pícaro, el que soltó los cabos de

la lanchade mi hijo, para que se perdiese? ¡Ahora mismo vas a

morir a mis manos!

El tonto, sorprendido de este modo, cayó en el lazo; dio algunos pasosatrás, empalideció horriblemente, y plegando las manos comenzó a decirlleno de miedo:

—¡Peldóneme,[68.1] señá Telesa!... ¡Peldóneme, señá Telesa!...

Entonces ella se vendió a su vez; en lugar de seguir en aquel tonoirritado y amenazador, dejó que apareciese en su rostro una

sonrisa detriunfo.

—¡Hola! ¿Conque has sido tú de veras?... Pero de ti no ha salido esapicardía... eres demasiado tonto... Alguien te ha inducido a ello... ¿Telo ha aconsejado la maestra, verdad?

El tonto, repuesto ya del susto y advertido por aquella sonrisa,

tuvo lasuficiente malicia[68.2] para no comprometer a la madre de su ídolo.

—No señola; no señola; fui yo sólo...

Teresa trató con empeño de arrancarle el secreto; pero fue en vano. Rufose mantuvo firme; los marineros, cansados de aquella

brega, dijeron auna voz:

—Vamos, déjele ya, señá Teresa; no sacará nada en limpio.[68.3]

La viuda persuadida, hasta la evidencia[68.4] de que laPg 69 autora de suinfortunio era la señá Isabel, y rabiosa y enfurecida por no habérselopodido sacar del cuerpo al idiota,[69.1] corrió derechamente a casa deaquélla.

Estaba a la puerta de la tienda cosiendo. Teresa la vio de lejos

y gritócon acento jocoso:

—Hola, señá maestra, ¿está V. cosiendo? Allá voy[69.2] a ayudarla a V.un poquito.

No sabemos lo que la señá Isabel encontraría en aquella voz deextraordinario, ni lo que vería[69.3] en los ojos de la viuda allevantar la cabeza; lo cierto es que se alzó súbitamente de la silla, seretiró con ella y atrancó la puerta, todo con tal presteza, que pormucho que Teresa corrió, ya no pudo alcanzarla. Al verse defraudada,empujó con rabia la puerta gritando:

—¿Te escondes, bribona? ¿te escondes?...

Pero al instante apareció en la ventana la señá Isabel diciendo

conafectado sosiego:

—No me escondo, no; aquí me tienes.

—Baje V. un momento, señora—replicó Teresa, disfrazando

con unasonrisa el tono amenazador que usaba.

—¿Para qué me quieres abajo? ¿Para verte mejor esa cara de

zorra viejaque te ha quedado?[69.4]

Este feroz insulto fue dicho con voz tranquila, casi amistosa.

Teresa seirguió bravamente sintiendo el acicate,[69.5] y alzando los puños a laventana, gritó:

—¡Para arrancarte esa lengua de víbora y echársela a los perros,malvada!

Algunos curiosos rodeaban ya a la viuda; otros se asomaban a

lasventanas de las casas vecinas esperando con visible

satisfacción elespectáculo traji-cómico que se iniciaba. En Rodillero las pendenciasentre mujePg 70 res son frecuentísimas: es lógico, dado el genio vivo yexaltado de la mayoría de ellas: la mala educación, la ausencia deurbanidad propias de la plebe, no

sólo hace que menudeen, sino que lesda siempre un aspecto grosero y repugnante: además, en Rodillero, elasunto de las riñas tiene algo de tradicional y privativo; desde muyantiguo gozan fama en Asturias las disputas de las mujeres de

estepueblo, y se sabe que no las hay más desvergonzadas y temibles cuando sedesbocan. Así que, acostumbradas desde

niñas a presenciarlas y a tomarparte muy a menudo, casi todas conocen bastante bien el arte de reñir yalgunas llegan a ser consumadas maestras. Este mérito no queda oculto;se dice, por

ejemplo: «Fulana riñe bien; Zutana se acalora demasiadopronto;

Mengana da muchos gritos y no dice nada,» lo mismo que en Madridse comentan y aquilatan las dotes de los oradores

importantes. Había nohace mucho tiempo en Rodillero una

persona que eclipsaba a todas lasreñidoras del lugar y las derrotaba siempre que entraba en liza conellas: era un hombre, aunque por sus gustos e inclinaciones tenía muchode mujer; se llamaba, o se llama, Pedro Regalado, pero nadie le conoceallí por otro nombre que por el de el marica de D.

Cándido.[70.1]Teresa, aunque había reñido innumerables veces, no había llegado aadquirir, debido a su natural impetuoso, el grado

de perfección que laretórica de las comadres exigía; aquel velar

las injurias[70.2] paraherir al adversario sin descubrirse;[70.3] aquel subir y bajar la vozcon oportunidad, aquel manotear persuasivo,

aquel sonreír irónico, aquelalejarse con majestad y venir de improviso con un nuevo insulto en laboca. La señá Isabel, por su

posición unPg 71 tanto[71.1] más alta,descendía pocas veces a la palestra de la calle, pero era comúnmentetemida a causa de su astucia y malevolencia.

—A los perros hace tiempo que estás echada tú, pobrecilla—

dijocontestando sin inmutarse a la terrible amenaza de Teresa.

—¡Eso quisieras tú; echarme a los perros! Para empezar me quieres echara pedir limosna, quitándome el pan.

—¿Qué te he quitado yo?

—La lancha nueva de mi hijo, ¡infame!

—¿Que me he comido yo la lancha de tu hijo? ¡No creía tener

tan buenastragaderas![71.2]

Los curiosos rieron. Teresa, encendida de furor, gritó:

—Ríete, pícara, ríete, que ya sabe todo el pueblo que has sido

tú laque indujo al tonto del sacristán a cortar los cables de la lancha.

La maestra empalideció y quedó un instante suspensa; pero repuesta enseguida, dijo:

—Lo que sabe todo el pueblo es que hace tiempo que debieras

estarencerrada, por loca.

—Encerrada, pronto lo serás tú en la cárcel. ¡Te he de llevar a

lacárcel, o poco he de poder!

—Calla, tonta, calla—dijo la maestra, dejando aparecer en su

boca unasonrisa,—¿no ves que se están riendo de ti?

—¡A la cárcel! ¡a la cárcel!—repitió la viuda con energía, yvolviéndose a los circunstantes, preguntó enfáticamente:—

¿Habéis vistonunca mujer más perversa?... La madre murió de un golpe que le dio estabribona con una sartén, bien lo sabéis...

EchóPg 72 de casa a su hermano yle obligó a sentar plaza[72.1]. .. A su marido, que era un buen hombre,le dejó morir como a un perro,

sin médico y sin medicinas, por nogastarse los cuartos... que tampoco eran suyos; y si no mata a éste queahora tiene, consiste

en que es un calzonazos que no la estorba paranada...

En este momento, D. Claudio, que estaba detrás de su mujer sin atreversea intervenir en la contienda, sacó su faz deprimida y más fea aún por laindignación que reflejaba, diciendo:

—¡Cállese V., deslenguada; váyase V. de aquí o doy parte[72.2]

enseguida al señor alcalde!

Pero la maestra, que refrenaba con grandísimo trabajo la ira, hallómedio de darla algún respiro sin comprometerse, y

extendiendo el brazo,le pegó un soberbio mojicón de mano

vuelta[72.3] en el rostro. El pobrepedagogo, al verse maltratado tan inopinadamente, sólo tuvo ánimo paraexclamar, llevándose las manos a la parte dolorida:

—¡Mujer! tú, ¿por qué me castigas?

Teresa estaba tan embebida en la enumeración de las maldades

de suenemiga, que no advirtió aquel chistoso incidente y siguió

diciendo a lamuchedumbre que la rodeaba:

—Ahora roba el dinero de su hija, lo que el difunto tenía de suspadres, y no la deja casarse por no soltar la tajada[72.4]. ..

¡Antesdejará los dientes en ella!...

La señá Isabel lanzó una carcajada estridente.

—¡Vamos, ya pareció aquello![72.5] ¿Estás ofendida porque no quiero quemi hija se case con el tuyo, verdad? ¿Quisieras echar

las uñas a[72.6]mi dinero y diverPg 73 tirte con él, verdad? Lámete, pobrecilla, lámete, quetienes el hocico untado.[73.1]

La viuda se puso encarnada como una brasa.

—Ni mi hijo ni yo necesitamos de tu dinero. Lo que queremos

es que nonos robes. ¡Ladrona! ¡ladrona!... ¡ladrona!... ¡ladrona!

El furor de que estaba poseída le hizo repetir innumerables veces estainjuria, exponiéndose a ser procesada; en cambio la maestra procurabainsultarla a mansalva.[73.2]

—¿Qué he de robarte yo, pobretona? Lo que tenías, ya no se

acuerdanadie de cuándo te lo han robado...

—¡Ladrona! ¡ladrona! ¡ladrona!—gritaba la viuda, a quien

ahogaba elcoraje.

—Calla, tonta, calla—decía la señá Isabel sin caérsele la sonrisa delos labios.[73.3]—Vamos, por lo visto,[73.4] tú quieres que te llame aquello[73.5]. ..

—¡Has de parar en la horca, bribona!

—No te empeñes en que te llame aquello, porque no quiero.—

Yvolviéndose a los circunstantes, exclamaba con zumba:

—¡Será terca esta mujer,[73.6] que se empeña en que le llame aquello! ... ¡Y yo, no quiero!... ¡Y yo, no quiero!...

Al decir estas palabras abría los brazos con una resolución tangraciosa, que excitaba la risa de los presentes. El furor de Teresahabía llegado al punto máximo; las injurias que salían de

su boca erancada vez más groseras y terribles.

Por grande que sea nuestro amor a la verdad, y vivo el deseo

derepresentar fielmente una escena tan señaPg 74lada, el respeto que debemosa nuestros lectores nos obliga a hacer alto.[74.1] Su imaginación podrásuplir fácilmente lo que resta. La reyerta prosiguió encendida largorato y en la misma disposición; esto es, la señá Isabelesgrimiendo[74.2] la burla y el sarcasmo, Teresa arrojándose a todos losdenuestos imaginables; la acción

acompañaba a la violencia de suspalabras; iba y venía con portentosa celeridad; daba vueltas en redondocomo una peonza;

sacudía los brazos en todas direcciones; desgarraba elpañuelo de

la garganta que le sofocaba; todo su cuerpo se estremecíacual si

estuviese sometido a una corriente magnética. Más de cien vecesse alejó de aquel sitio, y otras tantas volvió para arrojar con vozenronquecida un nuevo insulto a la faz de su enemiga.

Por último,rendida a tanto esfuerzo y casi perdida la voz, se alejódefinitivamente. Los curiosos la perdieron de vista entre las revueltasde la calle. La señá Isabel, victoriosa, le gritó aún desde la ventana:

—¡Anda, anda; vete a casa y toma tila y azahar; no sea cosa

que te déla perlesía, y revientes![74.3]

Teresa padecía, en efecto, del corazón, y solía resentirse cuandoexperimentaba algún disgusto. En cuanto llegó a casa cayó en unaccidente tan grave, que fue necesario llamar

apresuradamente alcirujano del lugar.

VIII

CUANDO a la tarde llegó José de la mar y se enteró de lo acaecido,experimentó el más fiero dolor de su vida. No pudo medirlo bien, sinembargo, hasta que suPg 75 madre salió del accidente; los cuidados queexigía y la zozobra que inspiraba le

hacían olvidar en cierto modo supropia desdicha. Mas al ponerse

buena a los dos o tres días, sintió tanviva y tan cruel la herida de su alma, que estuvo a punto de adolecer.No salió de sus labios, a pesar de esto, una palabra de recriminación;enterró su dolor en el fondo del pecho y siguió ejecutando la tareacotidiana con el mismo sosiego aparente. Pero al llegar de la mar porlas tardes, en vez de ir a la tienda de la maestra o de pasar un rato enla taberna con sus amigos como antes, se metía en casa, así quedespachaba los negocios del pescado, y no volvía a salir hasta elsiguiente día a la hora de embarcarse.

Esta resignación mortificaba aún más a Teresa que una reyerta

cada hora:andaba inquieta y avergonzada: su corazón de madre

padecía al ver eldolor mudo y grave de su hijo: aunque no se hubiese apagado ni muchomenos en su alma la hoguera de la cólera, y desease frenéticamente tomarvenganza acabada de la señá Isabel, empezaba a sentir algo parecido alremordimiento.

Pero no fue parte esto a impedir que demandasejudicialmente[75.1]

al sacristán reclamándole los daños causados por suhijo Rufo, el

cual por su inocencia no era responsable ante la ley. Ycomo el hecho estaba bien probado, el juez de Sarrió condenó al cabo alsacristán a encerrar en casa al tonto y a resarcir el valor de la lanchaa José. Lo primero fue ejecutado al punto; mas a lo segundo no era fácildarle cumplido efecto, porque el sacristán vivía de los escasosemolumentos que el cura le pagaba, y no se

le conocían más bienes defortuna:[75.2] cuando el escribano fue a embar Pg 76 garle la hacienda viosenecesitado a tomar los muebles, los enseres de cocina y las ropas decama, todo lo cual, viejo y estropeado, produjo poquísimo dinero. Mas lasacristana debía de estimarlo como si fuese de oro y marfil, a juzgarpor el llanto y los suspiros que le costó desprenderse de ello. Teníaesta mujer opinión de bruja en el pueblo; las madres la miraban conterror y

ponían gran cuidado en que no besara a sus pequeños;

loshombres la consultaban algunas veces cuando hacían un viaje

largo parasaber su resultado. Ella, en vez de trabajar por deshacer esta opinión,la fomentaba con su conducta, a

semejanza de lo que en otro tiempohacían algunas desdichadas que la Inquisición mandaba a la hoguera: lavanidad femenina puede llegar a tales extravíos. Decía la buenaventurapor medio de las cartas o las rayas de la mano; sacaba el maleficio alque no podía usar del matrimonio;[76.1] propinaba untos y polvos paraser querido de la persona deseada, y se daba aire de suficiencia yaparato de misterio que excitaba grandemente la fantasía de los

pobrespescadores.

Al ver que le arrebataban de casa sus muebles, prorrumpió en

maldicionestan espantosas contra Teresa y su hijo, que

consiguió horrorizar a loscuriosos, que como sucede siempre en

tales casos, habían seguido alescribano y al alguacil.

—¡Permita Dios que esa bribona pida limosna por las calles y

laahorquen después por ladrona! ¡Permita Dios que se le haga veneno lo quecoma! ¡Permita Dios que su hijo vaya un día a la

mar y no vuelva!

Mientras los ministros de la justicia desempeñaron su tarea, no

cesó deinvocar al cielo y al infierno contraPg 77 sus enemigos.

Los vecinos que sehallaban presentes marcharon aterrados.

—Por todo lo que tiene D. Anacleto—decía un marinero viejo

a los queiban con él—no quisiera estar ahora en el pellejo de José el de laviuda.[77.1] Hay que temer las maldiciones de esa mujer.

—No será tanto[77.2]—repuso otro más joven y más despreocupado.

—Te digo que sí: tú eres mozo y no puedes acordarte, pero aquí estánCasimiro y Juan, que bien saben lo que a mí me ha pasado con ella haceya algunos años... Iba yo una tarde a la ribera para salir a la merluza,cuando me llamó para pedirme que

llevase conmigo a su Rufo y le hicieserapaz de la lancha. Yo me

negué a ello, claro está, porque ese bobonunca ha servido para nada. Se puso entonces como una perra rabiosacontra mí, y me

llenó de insultos y maldiciones. Yo sin hacer caso seguími camino y entré a bordo: llegamos a la playa de la merluza a eso

delas nueve[77.3] y tuvimos los aparejos echados hasta el amanecer.¿Querrás creer que no aferré más de tres merluzas?

Las demás lanchasvinieron con cada ochenta, ciento y hasta la hubo de cientotreinta.[77.4] Al día siguiente me sucedió poco más o menos lo mismo, yal otro igual,[77.5] y al otro igual... En fin, muchacho, que no tuvemás remedio que ir a su casa y pedirle por Dios que me levantase lamaldición...

Los marineros viejos apoyaron lo que su compañero afirmaba.

Cuando losdemás vecinos tuvieron noticia de las tremendas

maldiciones proferidaspor la mujer del sacristán, también

compadecieron sinceramente a José.La misma Teresa, al

saberlo, se sintió atemoriPg 78 zada, por más que lasoberbia le hiciese ocultar el miedo.

A la hora de comer, la señá Isabel, que lo había aprendido en

la calle,se lo notició a su hija con extremado deleite.

—¿No sabes una cosa,[78.1] Elisa?

—¿Qué?

—Que hoy fueron a embargar los muebles a Eugenia la

sacristana por loque hizo su hijo Rufo con la lancha de José...

¡Pero anda, que no lesarriendo la ganancia[78.2] ni a éste ni a su madre!... Las maldicionesque aquella mujer les echó no son para

dichas[78.3]. .. Creo que dabanmiedo.[78.4]

Elis