La Niña de Luzmela by Concha Espina - HTML preview

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1922

PRIMERA PARTE

I

Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo queparecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, detarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.

En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo seconmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar,correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces,compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en unrincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:

—Son

los malos

…,

los malos

…; siempre estuvo el mi pobreposeído….

Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida ysilenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegríadisparatada y sonriendo con mucha tristeza.

En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manosardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojosgarzos y profundos, le había dicho con fervor:

—Llámame padre…, ¿oyes?… llámame padre.

La niña, trémula, decía que sí.

Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido yamustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana,llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía«a escucho»:

—Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?

También la niña respondía que sí.

* * * * *

Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, unzumbido penoso en la cabeza….

¿Iría a morirse ya?

El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, quehabiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas,no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con lamansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.

Sin embargo, don Manuel estaba muy triste en aquella tarde oscura deseptiembre.

Miraba a Carmen jugar en el amplio salón, con aquel apacible sosiego queera encanto peregrino de la criatura. Todos sus movimientos, todos susademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía enextremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras señorilesrespondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen.

Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era unmisterio.

En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel aquellaniña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de luto.

El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida yaen ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:

—Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como sifuera mi hija.

La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado susemblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos conblandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.

La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de sullegada se hizo un puesto de amor en el palacio de Luzmela.

—¿Cómo te llamas?—le había preguntado Rita con mucha curiosidad.

Y ella balbució con su vocecilla de plata:

—Carmen….

—¿Y tu mamá?…

—Mamá….

—¿Y tu papá?…

—Padrino….

—¿De dónde vienes?

—De allí—y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín.

—¡Claro, como las flores!—dijo Rita encantada de la docilidad graciosade la niña.

Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien buscala solución de un enigma.

Mirándola detenidamente, movía la cabeza.

—En nada, en nada se parece…. El señor es moreno y flaco, tienenarizona y le hacen cuenca los ojos; esta chiquilla es blanca como losnácares, tiene placenteros los ojos castaños y lozano el personal…; ennada se le parece.

Y la buena mujer se quedó sumida en sus perplejidades y enamorada de laniña.

Con una facilidad asombrosa acomodóse Carmencita a la vida sedante yfría de Luzmela. Su naturaleza robusta y bien equilibrada no sufrióalteración ninguna en aquel ambiente de letal quietud que se respirabaen el palacio; ella lo observaba todo con sus garzos ojos profundos, yse identificaba suavemente con aquella paz y aquellas tristezas de lavieja casa señorial.

El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y dedulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila ysilenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esaaguda intuición que nunca engaña a los niños.

Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, poraquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del reciobalconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardínpenumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas desombra.

Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto descompuestoo en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela se empañecíancon iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía con el espasmode una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la nobleza de susinclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, y la buena Rita,convertida en guardiana de la criatura, no podía mencionarla sin decircon íntima devoción:

—Es una santa, una santa…. Sólo una vez se recordaba que Carmencitahubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha ensollozos.

Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, residenteen un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita.

Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuandola dama se apeó de un coche en la portalada.

Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblanteanguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomópor ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le apretóen las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en amargollanto, toda llena de miedo.

Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrióinquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos chillonesy babosos, diciendo a guisa de explicación:

—Como no me conoce, se asusta un poco.

Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después serefugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido.

II

El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con unaextraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otrasimágenes lejanas y tentadoras.

Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusiónrehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por elcontrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?… ¡Don Manuel habíarodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero!

De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en elmuro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña.

Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manosexangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muyenfermo; ¿iría a morirse ya?…

Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente, sentada enun taburete en el hueco profundo de una ventana.

Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:

—El señorito Salvador.

—Que pase—dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibirla visita con sonrisa plácida.

Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza, enelegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en lealtady en nobleza era grande aquel mozo.

Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que elcaballero de Luzmela le dijese:

—¡Hola, médico!

No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba devisita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unosguantes viejos.

Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña enlazabasu bracito al del mozo recién llegado.

—No sabes lo oportunamente que llegas, hijo—exclamó el enfermo.

—Qué, ¿se siente usted peor, acaso?

—Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y tengo lapreocupación constante de que voy a vivir ya contados días.

—Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de lamuerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis.

—Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que yotengo es algún eje roto aquí—y señaló su corazón—, y creo que aquítambién—añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca.

Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó porla sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchabaatentamente.

Observándola don Manuel, le dijo:

—Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres?

Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó:

—¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente?

—No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le digo a tu hermano.

Salvador la atrajo a sus rodillas y la acarició tiernamente.

—Son bromas del padrino, Carmen; anda, corre a jugar.

Se fué con su paso majestuoso y su aire noble de madona.

Desde el umbral de la puerta se volvió a sonreirles, segura de que ellosestaban mirándola, en espera de aquella gracia suya.

Reinó en el salón un breve silencio, y, con otro suspiro doliente,murmuró don Manuel:

—Por ella, por ella lo siento, sobre todo.

—Por Dios, deseche usted esa idea….

Pero él, obediente a su pensamiento, concluyó:

—Y por ti también, Salvador.

El mozo tragó la saliva con alguna dificultad, y balbució unas,entrecortadas frases de consuelo; estaba emocionado y torpe.

Le miró el enfermo con cariño, y tomándole las manos cordialmente, ledijo:

—Vamos, hay que ser hombres de veras; yo he andado, hijo mío,temerosos caminos sin temblar, y es preciso que no me acobarde en elanhelo de este último que voy a emprender. Tú debes ayudarme, y en ticonfío; te necesito, Salvador; ¿estás pronto, hijo, a valerme?

—¿Yo, señor?… Yo siempre estoy pronto a lo que usted mande. ¿Acaso mivida no le pertenece a usted?

—¡Oh, muchacho, qué cosas dices! Tu vida le pertenece a la humanidad, ala ciencia; le pertenece a la juventud, a la dicha…. Tú vienes ahora,Salvador, yo me voy; me voy temprano…. ¡he vivido tan de prisa!

Heamado mucho, he sufrido mucho, y también he gozado, que no es esta horade mentir, ni siquiera de disimular…. Y mira, no creas que yo he sidotan malo como dicen…. Anduve por el mundo locamente y pequé y caíveces innumerables; pero otras veces, ¡también muchas!, levanté a loscaídos en mis brazos, prodigué a los tristes mi corazón y mi fortuna…,fuí piadoso y noble….

Callaba Salvador entristecido y confuso. Don Manuel miraba vagamente unanubecilla blanca que se deshacía en jirones leves, sobre el fondo grisde un cielo huraño.

Volvióse hacia el joven, y le dijo de pronto:—¿Sabes que ayer estuvoaquí el notario de Villazón?

El muchacho interrogó perplejo:

—¿Estuvo?

—Sí; yo le había mandado decir que deseaba verle. Hablamos un largorato y convinimos en que mañana volvería para recibir mis últimasdisposiciones.

Salvador se agitó en su silla protestando:

—Pero, Dios mío, acabará usted por matarse con esa ansiedad.

—Al contrario; estos preparativos me tranquilizan; hallaré reposo ybienestar en arreglar todas mis cuentas, y para que, después de realizarestos propósitos, tenga descanso mi corazón, es preciso que tú me hagasuna solemne promesa.

—Por hecha la puede usted contar.

—Tú quieres mucho a Carmen, ¿no es cierto?

—Cierto es que la quiero mucho.

Se enderezó el de Luzmela conmovido y le blanqueó intensamente la fazcetrina.

—Oye bien, Salvador…: voy a dejar sola en el mundo a Carmen, y Carmenes mi hija; tiene apenas trece años la inocente, y quedará en la vidasin sombra y sin nombre….

Se apagó tremulante la voz del solariego; Salvador, inmutado por lagravedad de aquella revelación que tal vez esperaba, se atrevió a decir,después de meditar:

—Si usted la reconoce….

Otra vez se alzó, como en sollozo contenido, la voz temblorosa.

—Pero estoy fatalmente condenado a no poder hacerlo…. Esta única florde mi existencia es el fruto de mi mayor pecado…: no hablemos de él,que es irremediable; hablemos de ella, de la pobre flor sin sombra.

—¿No estoy aquí yo? ¿De nada podré servirle cuando tanto la quiero?

—Sí; sí que la servirás de mucho: esa es mi esperanza….

—Pues ordene usted, señor.

—Si tú fueras también mi hijo, yo te la confiaría descansadamente.

Estaba Salvador anhelante, mirando al enfermo, que continuó con su vozgrave y triste:

—Pero no lo eres, no; yo te lo juro…. Por ahí se ha dicho que sí…;¡se dicen tantas cosas! Yo he oído el rumor de esta calumnia rondandoen torno mío, y la he dejado crecer a intento, porque si esta mentiraponía una mancha más en mi reputación, ponía en cambio un poco deprestigio en tu juventud abandonada. Si eras hijo del señor de Luzmelatenías porvenir, y tenías un puesto en la vida…; pero no lo eres,no….

Estaba Salvador trémulo; tenía el semblante demudado y una expresióndesolada en los ojos. Veía quebrarse en pedazos su más cara ilusión. Erabueno; pero era hombre y había sentido siempre atenuada la ignominia desu madre, creyendo culpable de ella al noble señor del valle, don Manuelde la Torre y Roldán. He aquí que don Manuel era inocente de la deshonraque le hizo nacer, y que Salvador, herido en su orgullo, veía el nombrede su madre hundirse en la infamia, como si hasta aquel momento hubieraestado solamente empañado de un leve rubor.

—Entonces, mi padre… murmuró temblando.

—Piensa sólo en tu madre—respondió el caballero; los padres de ocasiónsomos siempre unos cobardes…, unos viles; ¡ellas, las madres sí queson valientes en casi todas las ocasiones! La tuya lo fué; por verlayo, tan desgraciada y tan sufrida, cargar contigo denodadamente, dileapoyo y la cobré afecto. No me recaté para ampararla, ni ella tuvoreparo en apoyarse en mí, honradamente. Cuando la pobre se alzaba sobresu dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vinola muerte y se la llevó…. ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale conrespeto y con amor!

Salvador interrogó otra vez con amargura.

—Pero, ¿y mi padre…, mi padre?

—¿Qué te importa de él? ¿Le debes gratitud por el ser que fortuitamentete dió, en la inconsciencia de su brutalidad?… ¿Acaso podemosconsiderarnos padres siempre que afrentamos a una mujer?

—Quisiera, sin embargo, saber su nombre.

Don Manuel guardó silencio.

—Saber—añadió el mozo—su clase social.

El de Luzmela vió cómo se agitaba en este anhelo la vanidad del joven;vaciló un momento, y luego dijo con firmeza:

—Ya sabes que ésta no es hora de mentir. Salvador: tu padre era uncampesino de origen humilde lo mismo que tu madre.

—Y, ¿vive?

—Emigró, y ya no se supo más de él.

—¿Era soltero?

—Lo era.

—¿Y jamás consintió…?

—¿En reparar su delito?… ¡Nunca!… ¿No te digo que nada le debes?Eres hombre, y hombre cabal. Deja que esa humillación pase por debajo detu orgullo, y no le fundes en hechos de que no eres responsable.

Pero estaba profundamente abatido Salvador. En vano trataba de lucharcontra la pesadumbre de aquella sorpresa que casi destruía supersonalidad de un solo golpe inesperado.

Compadecido don Manuel, ablandó su voz para decirle efusivamente:

—Todavía estoy aquí yo, hijo. En la negra hora de su agonía le juré atu madre ampararte, y he tratado de cumplir mi juramento. Te eduqué y tehice un hombre; dócil ha sido tu condición para que yo haya podidoformar de ti un mozo tan noble y amable como para hijo le hubieradeseado. Si por creerte mío has tenido tesón y firmeza para llegar a loque eres… ¿tan ajeno a mí te juzgas ya, que así te amilanas yvacilas?… Aunque no te di el ser, ¿no soy algo más padre tuyo queaquel que te le dió?… ¡Y si te acobardas ahora que yo te necesito!…

No acabó don Manuel este sentido discurso sin que el joven hubieralevantado la cabeza, brillantes los ojos zarcos y sinceros, todailuminada de una grata expresión su simpática fisonomía.

Se quiso arrodillar con un movimiento espontáneo y devoto para suplicar.

—Perdón, señor, perdón…. He dejado arruinar todo mi valorindignamente, pero ha sido un momento; ya pasó; estoy tranquilo, estoycontento si le puedo servir a usted de algo, yo, pobre de mí, que tantole debo….

—Cállate…. ¡Si me lo vas a pagar todo! Bien sabe Dios que no tuvenunca intención de cobrártelo; pero ahora—añadió implorante—espreciso, hijo mío, que me devuelvas en Carmen todo el bien que te hice.

—Cuanto yo pueda y valga se lo ofrezco a usted dichoso.

—Pues oye.

Se recogió un momento a meditar, y dijo luego:

—¿Qué juicio has formado tú de mi hermana?

—¿Juicio?… Ninguno; ¡la he tratado tan poco!

—Pero, ¿qué impresión te causa?

—Me parece buena señora.

—¿Y qué has oído de ella por ahí, como voz general?

—Dicen que es un poco rara; algo histérica.

—Sí, tiene que serlo; era epiléptica nuestra madre, y nuestro padre elhidalgo de Luzmela ¡bebía tanto ron!… Pero, en fin, ¿la creen buena?

—Buena sí.

—Te extrañarán estas preguntas; pero yo te voy a decir una cosa: apenasconozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no meacuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allía la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada enRucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar laEuropa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado cuántomi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos miscaprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó paradarme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en sutestamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era uncalavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin embargo,yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no veía más quela hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más tormentososde mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad, tal vez por misuperior linaje, tal vez por las muchas preferencias que en vida y enmuerte me prodigó mi padre. Estas diferencias me separaron mucho de mihermana. Vino entonces mi casamiento, tan lleno de esperanzas para mí.Me creí reconciliado con el amor del terruño y con la paz de mi valle;restauré esta casa, soñando vivir siempre en ella en idílicos goces;evoqué la visión de unos hijos robustos y de una patriarcal vejez…:¡sueño fué todo! Desperté de él con la esposa muerta entre los brazos.Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como endineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía.Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa queacaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejosde mi solar. Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manosllenas; pero no fuí tan insensato que llegara a empobrecerme.

Algunasveces volvía yo a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme poraquí, bien avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños;pero nunca lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En unode estos viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía enlos brazos una niña.

Me estuve entonces aquí un año entero; un año quefué para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña,tan impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mivoluntad sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocenciame cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña delabandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me sometí asu hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya, desdeentonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces. Mi vidatenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y levantarsemi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia pendiente dela mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces: mi cuñado memostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y orgulloso, noponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato saber que mihermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente arruinada por sumarido, y a menudo le mandaba reservadamente algunas cantidades comoregalo para mis sobrinos, a quienes apenas conozco….

Calló don Manuel y se quedó abstraído breve rato.

Luego dijo:

—Y hemos llegado, querido Salvador, al caso que me preocupa y desvela.

¿Merecerá mi hermana que yo le confíe mi hija?… Tú, ¿qué crees?…

—Yo creo—respondió el joven—que no es muy fácil acertar con larespuesta, ya que ni usted ni yo la conocemos bien.

—Por eso vacilo….

—¿Y ha pensado usted en qué condiciones le confiaría la tutela de Carmen?

—Sí; lo he pensado: le dejaría a mi hermana la mitad de mi fortuna conla condición de que fuese una buena madre para la niña.

Salvador escuchaba con asombro a don Manuel.

—Pero eso—dijo—sería caso de una comprobación delicada y difícil.

—Tengo previstas todas las dificultades: de todo ello hablaremos…. Yoquisiera dejarle a mi hija un constante testimonio de mi ternura, sinperturbar su alma con la trágica historia de su nacimiento. Puesto que ala cara del mundo no le puedo decir que soy su padre, ¿a qué inquietarsu inocencia con el descubrimiento de una pérfida acción que cometí?…Quiero que mi memoria le acompañe dulce y serena, como la vida que hadisfrutado junto a mí. Quiero ser su providencia y su amparo más allá dela muerte, sin que mi nombre caiga de su corazón, ennegrecido por lasombra de mis culpas…. Para ella quiero ser siempre bueno… ¡siempre!

Quedóse el de Luzmela ensimismado; ardía en sus ojos la luz de laesperanza con radiante expresión.

Y mientras Salvador le contemplaba con recogida actitud, continuó don Manuel:

—Al enviudar mi hermana hace poco, se ha apresurado a mostrársemeafectuosa, lo que me prueba que antes no tenía libertad para hacerlo.Parece que la niña le es muy simpática. Si ella además le lleva elbienestar y la holgura, ¿no ha de quererla bien?

—Yo creo que sí.

—¿Verdad que sí?

—Es verdad….

—Pero supongamos que me equivoco; que cometo un gran desatino, y queella no trate bastante bien a la niña. En ese caso dejaré a Carmen elderecho de reclamarle mi herencia, y todavía te quedas tú con otra parteigual a la de mi hermana.

—¿Yo, dice usted?

—Tú, que eres mi segundo heredero, a quien lego la mitad de miscaudales.

—Pero… ¿usted ha pensado?…

—Yo he pensado mucho, hijo mío; tú, si no quieres contrariar mi postrerdeseo, serás un buen administrador de mi media fortuna; gastarás lasrentas, como tuyas que serán, y el capital lo conservarás para cuandoCarmen lo necesite. Figúrate que por amor se casa pobre…; tú la dotas;o que se casa contigo…; la dotas también; o que se muere…; laheredas, quedándote tranquilamente con mi legado, que legalmente serátuyo.

—¿Y si muriese yo?

—Se lo dejas a ella. Y si nada necesita, tuya será entonces, sincondiciones, la herencia.

—Por Dios, señor, yo creo que jamás un testamento se ha hecho así, detan extraña manera….

—No se habrá hecho; pero se va a hacer ahora; mejor dicho, ya se estáhaciendo.

—¿Ya?…

—Sí; le estamos haciendo tú y yo; un testamento moral entre dos hombreshonrados…. Testo yo, y tú asientes; recibes mi legado y juras cumplirmi voluntad…. ¿Te figuras que estas condiciones que te impongo iban aconstar en papeles? No, hijo, no; se confirmaría entonces la opinióngeneral de que estoy un poco «tocado»…; ya sabes que se dice porahí….

—Sin embargo, señor, medite usted bien que es demasiado absoluta laconfianza con que usted me honra.

Puedo extraviarme; puedopervertirme…, volverme loco; hágalo usted en otra forma, limitándomela acción; ajustándome el camino…; nómbreme usted, si quiere, tutor deCarmen.

—Te nombro su hermano, su protector, acaso su esposo, dentro de micorazón; ante la ley te nombro mi heredero sin condición alguna.

Salvador se paseaba por la sala agitado; mortificaba su barba rubia conuna mano implacable, y sus espuelas levantaban en la estancia silenciosaun belicoso acento metálico.

Moría la tarde en la cerrazón sombría del cielo, y don Manuel tendíahacia el joven una mirada ansiosa.

Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolidoreproche:

—¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!…

Él se volvió hacia el enfermo; estaba pálido y tenía la voz angustiosa.

—¿No querer yo servirle a usted? Es que me aterra el temor de no saberhacerlo; de no poder, de no ser digno de esta ciega confianza con queusted me abruma.

—Si no es más que eso….

Y don Manuel, alzándose del sillón, estrechó al muchacho en un abrazoardiente, y teniéndole así, preso y acariciado, dijo con solemnidad:

—Doy por recibido tu juramento, y le pongo este sello de nuestrocariño.

Quiso salvador confirmar:

yo juro

; pero el de Luzmela le tapó la bocacon su descarnada mano.

—Está jurado, hijo mío; ven y siéntate otra vez a mi lado; no mesostienen las piernas.

Se sentaron.

Comenzó don Manuel a hablar animadamente con la voz impregnada deemoción y de dulzura.

Salvador le atendía en silencio, sin dejar de mesarse la barbafebrilmente; y en esto se oyeron en el pasillo unas palabras recias yunos pasos sonoros.

—Son el cura y el maestro—dijo don Manuel contrariado.

—Entonces me voy, con su permiso; aun no hice hoy la visita en Luzmela,y está cayendo la noche.

¿Cuándo quiere usted que vuelva?

Ya habían anunciado a don Juan y a don Pedro, cuando don Manuelrespondió:

—Ven mañana temprano; te espero en mi despacho a las nueve, y tequedarás a comer.

Los dos hombres se estrecharon las manos fervorosamente, y Salvador hizoun breve saludo a los recién llegados.

Salió. En la meseta amplia de la monumental escalera encontró aCarmencita: estaba apoyada en la maciza reja del ventanal, y miraba alcielo o al campo ensimismada.

Al sentir las espuelas de Salvador en la escalera, se volvió hacia élsonriendo, y observándole muy atenta, preguntó:

—¿Le mandaste al padrino alguna medicina?

Bajaba el mozo embargado de emociones. La dulce voz de la niña le hizoestremecer. Contemplóla con un respeto y una sumisión que no le habíainspirado jamás, y apremiado por su mirada interrogadora, replicó:

—Está muy bien el padrino, querida.

Ella le tendió la frente esperando un beso, y el pobre muchacho seinclinó y le besó la mano con noble acatamiento.

Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud