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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

H. CONSCIENCE

———

LA NIÑA ROBADA

BUENOS AIRES

1919

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

LA NIÑA ROBADA

Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII

I

La mañana era hermosa; el cielo estaba claro y profundo como un marazul; el sol desprendía del follaje de las encinas un perfume penetranteque dilataba los pulmones y daba bienestar al corazón.

Catalina salió de su choza y se adelantó hasta la orilla del bosque, porun sendero que, dando varios circuitos, conducía a la calzada de laaldea de Orsdael.

Aunque caminase muy ligero, iba mirando al suelo como una persona cuyoespíritu está oprimido por el peso de alguna inquietud. Y hasta decuando en cuando meneaba la cabeza, volviendo los ojos hacia elcastillo, con expresión de tristeza.

Pensaba, sin duda, en la suerte deMarta Sweerts, en las sangrientas afrentas que tenía que sufrir todoslos días, en la inutilidad de los esfuerzos para descubrir elimpenetrable secreto.

Cuando llegó a la carretera, advirtió al intendente que iba unos cienpasos delante de ella. Esto la alegró porque no había visto a Martadesde hacía una semana. Esperaba que si podía entrar en conversación conMathys, sabría noticias de su amiga, y quizá esta ocasión le permitiríadecirle algunas palabras en su favor.

Apresuró el paso hasta que alcanzó al intendente. Cuando estuvo a sulado le dijo en tono cortés, casi acariciador:

—Buen día, señor Mathys. ¡Qué cielo tan claro! ¡Qué aire tan puro!Parece que uno se sintiera rejuvenecido, ¿verdad?

—Sí, hace buen tiempo... Buenos días—murmuró Mathys sin mirar a lacampesina.

Dicho esto, acortó el paso como si quisiera quedarse más atrás.

—Perdone, señor intendente, que me atreva a hacerle una pregunta: mirespeto, mi afecto por usted son mi disculpa.

Parecéis estar enfermo,pero confío que no será nada.

—No estoy enfermo—respondió Mathys refunfuñando.

—¿Quizá tendréis un disgusto o habréis sido también objeto de unainjusticia?

—Sí, he tenido un disgusto y estoy incomodado. Vos, Catalina, habéiscontribuído a ello más que nadie; pero quiero creer que vos, lo mismoque yo, habréis sido engañada por una falsa apariencia.

—¡Que yo soy la causa de vuestra tristeza!—exclamó la campesina consorpresa—. ¡Imposible, señor intendente!

—¿No me ha hecho en toda ocasión elogios exagerados de la nueva aya?¿No me habéis pintado a vuestra amiga como una mujer buena, atenta yamable? ¿No llegasteis hasta hacerme creer vos misma que estabaagradecida a mi amistad y me tenía algún afecto?

—¿Y no es así, señor?

—Callaos, Catalina; el aya es orgullosa, mal educada y colérica. Alprincipio supo disimular sus defectos; pero ahora apenas si se dignaresponderme. Tiene un humor áspero y sombrío. Casi estoy por creer,cuando reflexiono respecto de su conducta arrogante, que me mira como susirviente. Para protegerla contra la condesa, me expongo de la mañana ala noche a sufrir altercados y disgustos... ¡Y ser recompensado por unfrío desdén! No, no, esto no puede continuar. Hace demasiado tiempo quedejo turbar mi tranquilidad en beneficio de una ingrata. ¡Es preciso queparta de Orsdael!

Sorprendida y profundamente conmovida por estas palabras, Catalinainclinó la cabeza y escuchaba temblando. Quizá estaba absorbida en suspensamientos y trataba de encontrar un medio de desviar el golpe fatalque amenazaba a su desgraciada amiga.

Mathys, satisfecho de haberencontrado motivo para dar rienda suelta a su mal humor, prosiguió:

—¿Os parece advertir en mi fisonomía que estoy disgustado?

Pues bien,sí, tengo motivos para estarlo. Cómo ha sucedido esto, no lo sé; perodesde la primera vez que vi a Marta, se despertó en mí un sincero afectopor ella. La he protegido y defendido sin cesar, hice cuanto pude porserle agradable. ¿Qué pedía yo en recompensa? Un poco de amistad, nadamás... y ella, ella parece temerme u odiarme. Eso me da pena; pero ahorase acabó, empiezo a detestarla. ¿Sabéis qué pensaba, Catalina, cuandovinisteis a interrumpirme? Me preguntaba si despediría mañana mismo alaya o si tendría paciencia ocho días más. Es natural que esta idea osentristezca; pero reconoceréis, sin duda, que os habéis engañado tantocomo yo respecto al carácter de vuestra amiga... ¿Qué os pasa? ¿Por quéme miráis con esa expresión tan extraña, Catalina?

La campesina tenía los ojos fijos en él, con una expresión de dolor y decompasión, meneando la cabeza silenciosamente.

—No os comprendo—murmuró Mathys sorprendido—. ¿Qué significa esatriste sonrisa?

—No me atrevo a hablar—murmuró Catalina suspirando—.

Puede quetraicionara un secreto que mi pobre amiga quiere mantener oculto; pero,creedme, señor intendente, vuestro despecho no es fundado. Si pudieraisleer en el corazón de Marta, quizá reconoceríais a vuestra vez hasta quépunto vuestro espíritu se aleja de la verdad.

—Sí, vais a contarme otra vez la misma canción; pero es inútil. No osimagináis su conducta para conmigo; no veis su frialdad despreciativa.Es preciso que se marche del castillo, mi tranquilidad exige que sevaya; no quiero dejarme despreciar por alguien que, a no ser por mí, nohubiera puesto nunca los pies en Orsdael.

—¿Y si su frialdad no fuera más que una simulación para ocultar unsentimiento que se reprocha a sí misma?

—¡Un sentimiento que se reprocha a sí misma!—repitió Mathyssorprendido—. ¿Un sentimiento de amor?

—Así parece.

—¿Por quién?

—¡Ah! ése es mi secreto.

—Os reís seguramente, Catalina. Pero es igual, acortad un poco el paso.Explicadme lo que creéis saber.

La campesina fingió asustarse de una revelación importante.

Se detuvo,miró a su rededor para ver si nadie los escuchaba, y dijo con vozvacilante:

—Yo no sé si hago bien en tratar de penetrar lo que pasa en el corazónde mi amiga; pero también a vos os debo considerar y no quiero dejarosen un error que os entristece. Debéis saber que Marta tiene principiosmuy severos respecto de la virtud de las mujeres, y que, su corazón estodavía puro y sencillo como el de una niña de veinte años.

—¡Cómo! pretenderíais hacerme creer...

—Es muy natural, señor. Ha sido criada en un convento y no salió de élmás que para casarse con un hombre viejo ya, que ella no conocía casi.Su marido murió poco tiempo después. ¿Os dais cuenta? Es como si nohubiese estado casada nunca.

—Pero eso, ¿qué tiene que ver conmigo? Sed más clara;

¿adónde queréisllegar?

—Hago cuanto puedo, señor, para que adivinéis lo que no me atrevo adeciros abiertamente. Escuchad todavía un momento con paciencia, os loruego... Quizá ya lo hayáis olvidado; pero cuando se es joven o seconserva el corazón joven, hay momentos en la vida en que se sueñanoche y día, en que la misma imagen está sin cesar ante nuestros ojos,en que se lucha en vano contra un sentimiento que se quería sofocar,pero cuyo poder nos domina con una tiranía implacable. Entonces uno sevuelve triste, y la persona cuya presencia nos impresiona es aquella aque demostramos frialdad para ocultarle el secreto de nuestra debilidad.

Catalina, a propósito, había hablado lentamente y en tono misterioso.Quería hacer impresión en el espíritu de Mathys, y despertar en sucorazón, por medio de palabras ambiguas, una esperanza que fuera unobstáculo a la partida de Marta. Parecía haber ya conseguido en parte suobjeto, porque una sonrisa había plegado los labios del intendente, ydurante algún tiempo bajó los ojos con aire pensativo. Sin embargo,sacudió de nuevo la cabeza con desconfianza.

—¿Qué significa esto?...—dijo irónicamente—. Esas sólo sonconjeturas que no prueban nada. ¿Sabéis acaso algo más?

¿Por qué osdetenéis a medio camino? Acabad de una vez.

—Pues bien, el hombre cuya imagen está siempre delante de sus ojos, elhombre que ha interesado tan profundamente su corazón, el hombre a quienama con toda la fuerza tímida de su primer amor...

—¡Acabad, pues!

—¿Si fuerais vos, señor intendente?

—¿Yo? ¡Bah! ¡es imposible!—exclamó Mathys, que ocultaba con pena suemoción y fingió completa incredulidad para arrancar a Catalina elsecreto cuya revelación debía colmarle de alegría—. ¿Marta no esinsensible a mi amistad? Vamos, hablemos claramente. ¿Marta me ama? ¿Oslo ha dicho?

—Una mujer, una mujer honesta y pura como Marta, nunca dice semejantescosas...

—¿Cómo podéis saberlo entonces?

—El aya tiene mucha confianza en mí, señor; harto he comprendido porsus palabras que su espíritu es presa de una pasión secreta. Y comosiempre habla de vuestra amabilidad y de vuestra amistad, creo poderdeducir que es en vos en quien piensa.

Una sonrisa irónica apareció en los labios de Mathys, aunque creyerainteriormente en la sinceridad de Catalina, y aunque estuviera inclinadoa embriagarse en la esperanza halagadora que, por cálculo, ella le habíahecho sorber gota a gota.

—¿De manera que ella no os ha dicho nada?—preguntó con expresiónindiferente—. Eso no es más que una sospecha. Seguid vuestro camino,Catalina; tengo que ir hasta la aldea, pero no camino tan ligero comovos.

Entristecida por el fracaso aparente de su tentativa, Catalina le dijocon voz suplicante:

—Puedo preguntaros, señor intendente, ¿qué es lo que habéis decididorespecto de mi amiga? ¡Ah, tenedle compasión! Si le quitáis vuestragenerosa protección no tendrá ningún recurso de vida, y quizá se veareducida a ser sirvienta en una casa humilde.

¡Una mujer de nacimientotan distinguido, y tan bien educada!

¿Puedo confiar en vuestra bondad,señor?

—Dentro de dos días se habrá marchado—respondió el intendente quecreía que Catalina sabía más de lo que había dicho, y que el temor leinduciría a hacer una declaración más completa.

—¡Tened lástima, señor!—exclamó la campesina con verdadera inquietud.

—Nada de lástima; su ingratitud tiene que ser castigada; quierorecuperar mi tranquilidad.

Catalina siguió durante algún tiempo indecisa; era evidente que luchabacontra un sentimiento doloroso; pero de pronto exhaló un profundosuspiro; acercó la boca al oído del intendente, y balbució con vozagitada:

—¡Vos lo habéis querido! Me arrancáis el secreto de mi desgraciadaamiga... Pues bien, sí, os ama, piensa en vos, y ese amor irresistiblees la causa de su pena. Me lo ha dicho y repetido más de una vez,derramando abundantes lágrimas.

¿Estáis contento ahora, señor?

El intendente tomó ambas manos de la campesina, y, mirándola en los ojoscon una alegría casi insensata, exclamó:

—¡Oh Catalina! ¡Catalina! repetídmelo, afirmádmelo una vez más. ¿Deveras, esa frialdad es sólo la máscara de un amor secreto? ¿Me amaMarta, de veras, con sinceridad de un alma pura...? ¿Estáis bien ciertade esto, en verdad? ¿Ella misma os lo ha dicho de un modo claro ydistinto, que haga imposible toda equivocación?

—Ay, señor—suspiró Catalina con una tristeza verdadera—,

¿por qué mehabéis arrancado esta revelación? No voy a ser capaz de mostrarme a losojos de mi amiga después de semejante deslealtad.

—Pero no, os alarmáis sin motivo. Marta, por el contrario, debe estarosagradecida. Sin vos yo hubiera cometido una injusticia; mañana mismohabría recibido la orden de dejar Orsdael para siempre.

—Y ahora, ¿quién sabe si se quedará?

—Ahora se quedará, y si la condesa quisiera hacerle la vida demasiadoamarga y no la tratara bien, yo soy capaz de todo por defenderla. Podéisestar tranquila, os recompensaré a vos también; los honorarios devuestro marido serán aumentados; tendréis más tierras que cultivar.Seguid, Catalina; ahora me siento más ágil y con el corazón máscontento. Mientras vamos andando volveremos a hablar de este asunto.

Volvieron a ponerse en marcha. El intendente siguió demostrando sualegría. Cuanto antes trataría de hablar a Marta y pedirle perdón porsus sospechas mal fundadas, y hacerle comprender por medio de palabrasbuenas que conocía la causa de su pesar.

Catalina no hacía más que suspirar mientras él hablaba.

—¿Qué es lo que os apena tanto?—le preguntó—. Parece que tuvieraisganas de llorar.

Catalina estaba muy triste, en efecto. Para salvar a su amiga amenazada,había tenido que recurrir a una mentira peligrosa.

¿Qué iba a sucederahora; si el intendente, alentado por la falsa revelación, se ponía aasediar a Marta con su afecto más vivamente que nunca? La áspera acogidacon que lo recibiría lo llenaría de enojo, y la viuda seríainexorablemente despedida.

Catalina no sabía qué hacer; su únicaesperanza era conseguir que aquel hombre presuntuoso se condujera conMarta respetuosa y moderadamente. El le repitió su pregunta:

—¿Por qué estáis tan afligida?

—Vuestras palabras me asustan, señor—le respondió—.

Tenéis laintención de declararle a mi pobre amiga que sentís afecto por ella yque sabéis que su corazón no es indiferente a vuestra amistad. ¡PorDios os pido evitadle esa vergüenza! No la hagáis sonrojarse en vuestrapresencia; huiría indudablemente de Orsdael...

—¡Cómo es eso!—murmuró Mathys—, ahora sí que no os comprendo. Me ama,yo la amo; no se atreve a decírmelo; quiero hacer lo posible para que laconfesión sea ligera y fácil, y eso la haría huir como si fuera objetode un sangriento ultraje. ¿Qué significa eso? ¿hay acaso otros secretosque yo no conozco?

—No, señor intendente, no hay otros; pero tenéis que ser justo yreconocer la delicadeza de vuestra posición delante de mi pobre amiga.¿Qué sois para ella? Un amo que le demuestra amistad; y ella no es paravos, ¿verdad?, más que una sirvienta que os debe obediencia. Es, pues,natural que haga esfuerzos para ocultar un sentimiento que debeinspirarle temor y vergüenza.

El intendente bajó la cabeza y sonrió a sus propios pensamientos, comosi aquellas palabras hubiesen determinado en su espíritu una reflexiónbrusca.

—Sería generoso de vuestra parte—continuó Catalina—, queconsiderarais de vuestra parte la timidez de Marta. No podréis darlemayor prueba de afecto que contentaros con la revelación que me habéisarrancado... Por Dios, señor, os lo ruego, no le habléis de amor.Ofenderíais su honesta reserva, y no debo ocultároslo, y se marcharía deOrsdael para preservar su honor de toda apariencia de debilidad.

—Está bien, Catalina, podéis estar tranquila; conozco un medio

segurode

salvar

todas

las

dificultades—dijo

victoriosamente Mathys—. Mañana,probablemente, el aya os traerá la noticia de que me ha confesado suafecto sin haber temblado ni sonrojado.

La campesina lo miró con sorpresa.

—Es bien sencillo—exclamó—, voy a proponerle que se case conmigo...¿Por qué lanzáis ese grito de inquietud? Os he comprendido. MientrasMarta no sea para mí más que una sirvienta, tiene que sonrojarse de suamor; pero así que tenga la certidumbre de ser mi mujer, tendrá, por elcontrario, mil razones para estar orgullosa de mi amistad. ¿No es ésevuestro modo de pensar?

—Sí, sí—balbució Catalina estremeciéndose—. Pero, ¿acaso queréisproponerle el matrimonio tan pronto, mañana mismo?

—¿Para qué esperar y prolongar su tristeza? Ese era desde hace tiempomi propósito. Después de la feliz seguridad que me habéis dado, no tengopor qué vacilar.

—Creo que eso la llenará de felicidad... pero... pero, ¿y si porcasualidad no aceptara?

—¿Si no aceptara?—repitió el intendente con una mueca dedesconfianza—sería la prueba de que me habéis engañado, Catalina, yclaro que después de este ultraje, no soportaría ni un momento supresencia en el castillo. Pero ¡bah! ¡bah! no es posible que me rechace.Este casamiento debe hacerla feliz, yo poseo una linda fortunita, Martano tendría que servir a nadie y pasaría una vida fácil y agradable...

Catalina caminó silenciosamente durante algún tiempo mientras Mathys serestregaba las manos y se entregaba a rientes reflexiones. La campesinase detuvo de pronto a la entrada de un sendero.

—Disculpadme, señor intendente, es muy honroso para la mujer de unpobre guardabosque ir a la aldea así, en compañía de su amo, pero espreciso pasar allá por la pequeña huerta para comprar lino para lacortijera que me espera a las nueve.

—Está bien, Catalina, os doy los buenos días. Pasado mañana, el aya oshará saber que va a ser la esposa legítima de Mathys.

Será una alegreboda, y como me habéis sido útil en este asunto, haré de modo queasistáis a ella. Hay tras de vuestra casa, cerca del bosque, un retazoen que hubo cebada. Desde mañana podéis cultivarla, os la doy enlocación.

La campesina balbuceó un agradecimiento, y se alejó por el sendero queestaba cercado de zarzas a ambos lados. Caminaba muy lentamente yechaba, de cuando en cuando, una mirada a través del follaje, para versi el intendente no había llegado a la vuelta del camino. Así que lo viódesaparecer tras el ángulo del bosque, se volvió hacia el camino y sedirigió a pasos precipitados al castillo.

Estaba asustada y triste; el corazón le latía con violencia.

¡Qué imprudencia había cometido! Reducida por la necesidad a emplear unmedio extremo, creyó que debía salvar a su amiga de una mentira, y ahoraesa mentira se iba a volver contra ella para asestarle un golpeirreparable y hacerla echar de Orsdael.

Al caminar se hablaba a sí misma y se torturaba el espíritu a fin dereparar, si era posible, el mal que había hecho involuntariamente. Nole quedaba más esperanza que decidir a Marta a representar hasta el finsu triste comedia con el intendente. Catalina sabía bien que su amigaacogería ese consejo con horror, tanto más cuanto que había sorprendidopor sus palabras que el odio del aya hacia él no había hecho sinoaumentar; pero, ¿qué hacer contra un concatenamiento de circunstanciasfatales? Y puesto que Marta había emprendido una lucha legítima contralos ladrones y verdugos de su hija,

¿por qué retrocedería ante el papelque tenía que proseguir, cuando la libertad de su pobre Laura podía serel precio de ese nuevo sacrificio?

Catalina llegó pronto al llano en medio del cual se levantan las torresde Orsdael, y, desde la elevación en que se encontraba, miró hacia todoslos lados. De pronto lanzó una exclamación de alegría y de sorpresa.Veía al aya sentada con Elena en un banco del jardín, detrás delcastillo.

Estaban completamente solas; allí sólo estaba el jardinero, y estabatrabajando a una gran distancia.

La campesina acortó el paso, afectó un aire indiferente, y se puso aavanzar despacio, como si se paseara, hacia el cerco y penetró en él.Desde lejos hizo un llamado premioso al aya. Esta, sorprendida poraquellos ademanes insólitos, se levantó y le dijo a la señorita:

—Elena, quédate aquí en el banco, Catalina tiene algo importante quedecirme, finge que no la has visto.

—Está bien, mi buena Marta—respondió la joven—, no me moveré de aquí.

La campesina avanzó silenciosamente por el sendero, y se aproximó a laviuda, que se había ido a sentar en un banco algo apartado, vuelto deespaldas al castillo.

—Siéntese a mi lado, Catalina—le dijo—, y hábleme despacio, pues elbosque puede ocultar espías. ¿Qué os pasa?

Tenéis los ojos llorosos.

—Sí, el corazón oprimido por el espanto. Vais a pasar por una pruebasuprema, Marta, y tiemblo al pensar que os falten las fuerzasnecesarias.

—¿Qué nuevo dolor me espera? No importa, mi valor no sucumbirá.

—¡Fatales ilusiones!—suspiró la campesina—. Sois tan dichosa en podersaborear el amor de vuestra hija, que lo olvidáis todo y no hacéis másesfuerzo para librarla de su triste esclavitud. Me temo que vuestradebilidad y vuestra imprevisión van a ser causa de una gran desgracia.

—¡Qué infundado es vuestro reproche, Catalina! No transcurre un minutoque yo no tenga presente el fin sagrado que me he propuesto.

—Lo creo, pero desde hace algunas semanas os negáis a hacer sacrificiospara conseguirlo. Habéis tratado al señor Mathys con una frialdad tanaltanera que ha acabado por declarar su intención de alejaros delcastillo mañana mismo.

—¡Dios mío!—exclamó la viuda con voz ahogada—. ¡Verme separada quizáspara siempre de mi desgraciada hija! Y no sé nada aún; nada, sino que notengo derechos para hacer reconocer mis derechos maternos.

—Tened paciencia, Marta, todo depende de vuestra voluntad y resoluciónde espíritu: se os deja el derecho de elegir; estáis llamada a decidirvos misma vuestra suerte. Sí, sí, conocéis hasta qué punto puede y debeextenderse el sacrificio de una madre; pronto vais a saberlo, porquecontáis para ello con un medio infalible. Si vaciláis, si llega afaltaros la energía necesaria, mañana os veréis lejos de Orsdael yvuestra hija seguirá siendo la víctima de la señora Bruinsteen, hastaque una muerte prematura o una enajenación mental corone la maldad desus verdugos.

—¡Por Dios, tenedme lástima, Catalina; hablad claramente!

¿Por qué metorturáis así?

—Es necesario, Marta; tenéis que comprender que la menor debilidadpuede volverse un crimen, y que vuestra respuesta va a decidir como unfallo supremo respecto de la vida de vuestra hija y de vuestra felicidadmisma.

Dicho esto, tomó la mano de su amiga y agregó con tierna compasión:

—Tened valor y escuchadme con calma... El señor Mathys quiere hacerpara con vos una tentativa solemne y decisiva.

Mañana os propondrá... ospreguntará si queréis ser su mujer. No lo rechacéis.

—La mujer de Mathys—exclamó la viuda con extrema palidez en lasmejillas—. ¿Yo la mujer de ese hombre vulgar y bajo?

—Os equivocáis respecto al sentido de mis palabras—

interrumpió lacampesina—. No digo que debéis ser la esposa de ese hombredespreciable. Aceptad su proposición en apariencia.

Hay cien medios pararetroceder después. Mientras tanto, como prometida de Mathys, tendréisel derecho de interrogarle sobre su vida pasada, y, si sois hábil, eldescubrimiento del secreto no podrá escaparos. La felicidad de vuestrahija es el precio de vuestro sacrificio. ¿No encontraréis en vuestrocorazón de madre la fuerza necesaria para conquistarla? Vamos, queridaMarta, tranquilizadme; decidme que también soportaréis con valor estaúltima prueba. ¿Cómo no me respondéis?

—¡Oh, dejadme llorar!—dijo Marta sollozando—; las lágrimas calmaránun poco mi angustia y disiparán el aturdimiento de la cabeza.

—Por amor de Dios, Marta, no perdamos tiempo. Pueden sorprendernos acada instante e interrumpirnos en nuestra conversación. La suerte devuestra hija está en vuestras manos, tened piedad de ella. Decidid:¿será Laura libre y feliz, o estará condenada a una muerte lenta?¡Hablad, libradme del miedo que os hace temblar!

Marta respondió con una sonrisa penosa.

—¿Hacerle creer que consiento en ser su mujer? Eso es hoy lo que seexige de mí. Pues bien, si creéis que esa palabra puede salvar a mihija, la pronunciaré. Orad, Catalina, para que mi valor sea más fuerteque mi desprecio, que mi indignación.

—Gracias, gracias; hice mal en dudar de vuestra fuerza de voluntad.

—¡Chito! No habléis más, oigo un ruido tras de las plantas—

interrumpióMarta.

Se pusieron a escuchar en silencio; era el jardinero que pasaba por elsendero cargado con un haz de largas ramas que rozaban con el follaje.Pasó sin reparar, aparentemente al menos, en las dos mujeres. Dirigió,sin embargo, una mirada de soslayo a la señorita, y se encogió dehombros con una expresión medio irónica, medio compasiva, viéndolasentada en el banco con la cabeza gacha, como una verdadera loca.

—Escuchad, querida Marta—prosiguió Catalina—, preparaos para recibirla declaración de amor del intendente; en esa solemne entrevista nodejará de demostraros una exaltación de afecto. Si lo rechazáis con unafrialdad visible, se convencerá de que le odiáis, y llevará a cabo suprimera resolución.

—No, Catalina, me dominaré para hacerle creer que le escucho con todagratitud.

—Eso no basta, porque él se imagina que lo amáis.

—¡Qué insolente!—interrumpió el aya—. ¡Amar a ese monstruo! Así quelo veo, mi corazón se oprime, y la indignación me embarga.

—Ya lo sé, tendréis que fingir lo contrario y si os obliga a semejanteconfesión decidle claramente que lo amáis. ¿Os espanta esta idea?¿Tembláis como una caña? ¿Es tan grande la adversión que os inspiraMathys?...

—Un horror que no puedo expresaros, Catalina. Oídme y juzgad. La semanapasada castigó tan cruelmente a mi pobre Laura, que durante varios díasle quedaron las marcas en el cuerpo, los rastros de su crueldad. ¡Elmiserable marcó sus uñas en las mejillas de mi hija! ¿Y puedo decirleque le amo? ¿Quién sería capaz de violentar así sus sentimientos? ¡Ah!por la felicidad de mi hija sería capaz de afrontar mil muertes crueles,pero me falta valor para esta abdicación de mi conciencia, para estesuicidio moral.

—Y, sin embargo, no hay más remedio—dijo la campesina—, o someteros ala odiosa necesidad o ser despedida de Orsdael, dejando a vuestra hijaentregada a sus verdugos.

La viuda estaba soportando dolores indecibles; su rostro se había puestode una palidez mortal, sus manos temblaban de fiebre, losestremecimientos nerviosos recorrían todo su cuerpo.

—¡Qué situación tan terrible!—murmuró—El enemigo más cruel de mi hijame hablará de amor. Tendré que prestar oído a sus galanteríasabominables... y decirle: «¡Os amo!», ¡manchar mis labios con estaspalabras impías!

Hubo un silencio bastante largo. Cuando Catalina creyó que la emoción desu amiga se había calmado un tanto, repuso:

—Mi buena Marta, ésta es una batalla decisiva, tenéis que calcular lasprobabilidades con fría prudencia, como un soldado que ve al mismotiempo la muerte y la victoria ante sus ojos.