La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XV

Desde que la Marquesa de Montálvez era juiciosa y administraba suscaudales por sí misma, tenía un regaladísimo placer en encerrarse en sudespacho, hojear sus libros de cuentas, tomar notas, calcular gastos eingresos, apuntar cantidades en dos columnas, sumarlas, restar una sumade otra, y ver al fin que, sin privarse de nada de lo necesario, leresultaban sobrantes para imprevistos, después de destinar un buenpuñado para amortizar censos procedentes de su mala vida pasada.

«Espreciso verme, pensaba algunas veces la marquesa riéndose de sí propia,aquí, y en el oratorio rezando con mi hija, para creerlo. ¡Vaya si hedado vuelta y soy mujer arregladita y hacendosa! ¡Si hasta me creocapaz de llegar a ser mística y avara! Explíquese usted estosarrechuchos de la vida, o estos misterios del corazón humano, como diría Aljófar, que, aunque desdentado y ronco, todavía canta y engulle.»

Y volvía a sonreírse, y continuaba haciendo cálculos y sumandoguarismos.

En eso se entretenía y casi del mismo modo pensaba la mañana siguienteal día en que ocurrió lo que se refiere en el capítulo anterior.

Después que despachó su tarea, se dio a pensar en su hija, que enaquellos momentos estaba en su tocador. Luz andaba algo preocupada conla indisposición de Ángel: cosas de chicuelas enamoradas.—La marquesaignoraba lo del grave punto que había quedado pendiente la antevísperaentre los dos interesados. De otro modo, quizás hubiera dado mayorimportancia a las preocupaciones de Luz, mejor dicho, a la ausencia deÁngel; porque en Luz no cabían recelos de cierta especie.—Si ella (lamarquesa) estaba satisfechísima del novio que le había tocado en suertea su hija, Guzmán no lo estaba menos; pero entrambos temían, porque sisiempre se teme cuando se desea, en aquel caso estaban más en su puntolos temores por motivos que el lector, conoce bien. Y ¿qué hacer? ¿Haynegocio en la vida que no esté sujeto al vaivén de las contrariedades yde la fortuna? Y, sin embargo, muchos se logran como fueron calculados.¿Por qué no había de ser uno de ellos el negocio de Luz?

Dándolo por hecho, como lo daba casi siempre, la marquesa puso suconsideración en el cuadro venturoso de la vida de aquella parejaincomparable, lejos, muy lejos, todo lo más lejos que ella pudiera, dela peste del «gran mundo». Luz le detestaba, y Ángel no le conocía. Nocabía temor de que se necesitaran esfuerzos para apartarlos de él; y enapartándose, el ejemplo de los demás impulsaría hacia lo bueno al que delos dos tuviera la desdicha de sentir tentaciones de no serlo. La vidade familia, el ambiente del hogar, el apego a los hijos, la atenciónesclava del detalle doméstico, y Dios en el corazón más que en lalengua... Este era todo el saber, toda la ciencia que daba por fruto enlos matrimonios hombres útiles y mujeres honradas. Y ellos seguiríanesa, misma ley, y serían dichosos, y ella lo vería; y si algún día losvientos de la maldad llevaban hasta los oídos de Luz el ruido de lospecados de la madre, o no los daría crédito la hija, o si se le daba, yahabría en su corazón la necesaria fortaleza para perdonarla después dellorarlos.

Pero no irían nunca tan allá esos aires de muerte, porque noabundaban las almas de Lucifer capaces de conducirlos.

Por de pronto,las cosas iban del mejor modo posible, y la marquesa reconocía que Diosera demasiado bueno con ella dándola lo que la daba por fin y remate deuna vida como la suya.

Lo que sucedió poco después, va a referirlo la marquesa misma:

«Se abrió rápidamente la puerta de escape, y apareció Luz delante de mí,de la manera más extraña: el pelo destrenzado y flotante sobre laespalda, y recogido lo demás en ancho lazo sobre cada sien; el blancopeinador mal ceñido a su cuerpo; entre las manos, convulsas, un papel, yla cara..., ¡oh!, el espanto, la ira, el dolor, la sorpresa, eldesconsuelo... todo esto se podía leer en su cara transfigurada, y en suactitud resuelta e indecisa al mismo tiempo.

»Me quedé estupefacta al verla así, y ella permaneció un instante sinacertar a pronunciar una sílaba y mirándome con la agonía en los ojos.

»De pronto díjome con voz muy desconcertada, pero con gran energía:

»—Ya sé por qué no ha vuelto desde entonces...

»—Y ¿qué es lo que sabes, hija mía?—preguntela con el alma suspensa.

»—¡Todo..., todo! Pero es una cosa enorme... que yo no quisieracreer...,

que

no

la

creo—respondió

estremeciéndose; y en seguida, conun timbre de voz indefinible, porque me sonaba a todo lo siniestro,desde la maldición hasta el quejido, preguntome, con sus ojos anhelantesfijos en los míos asombrados—: Dime, madre,

¿es verdad que tú eres...mala?

»—¡Mala yo, hija de mi vida!—exclamé bajo la sensación de unescalofrío mortal—. Pues ¿no me conoces todavía? ¿No sabes lo que tequiero..., cómo te trato?...

»—¡No es eso, no, lo que yo te pregunto!—añadió con una entereza y unadecisión que me aterraron—: te pregunto si es verdad que eres mala,pero mala... de otro modo...,

¡mala mujer!

«¡Ciega yo, torpe mil veces, que, con pensar tanto en ello a todashoras, no sospeché de qué se trataba entonces hasta que sonaron en mioído estas tremendas palabras!

»Dicen que dos grandes poetas han apurado todos los horrores que cabenen la imaginación para pintar los tormentos que padecen los condenadosen el infierno. Es imposible que entre tantos suplicios imaginados hayauno solo comparable al que yo padecí en aquel terrible instante.Espantábame el siniestro resonar de aquella afrentosa pregunta en unaboca tan casta; pero aún me atormentaba más la vergüenza de merecerla.

»No sé si por eludir la contestación con una evasiva, tregua ilusoria deun condenado a muerte delante ya del patíbulo, o porque así lo pedía eltumulto de mis ideas, dejando a la pobre niña en las garras de sus dudasmortales, atrevime a preguntarla, aparentando un valor que no tenía:

»—¿Quién te ha dicho eso?

»—Esta carta—me respondió, entregándome el papel que traía en la mano.

»—¿Cuándo la has recibido y de quién es?

»—No tiene firma ni fecha, y la he recibido poco antes de entrar aquí.Me la trajeron de su parte; de parte de él...

»—Justo, para que, como cosa suya, cayera en tus manos y no en lasmías. ¿Y tú crees que sea obra de Ángel?

»—Ángel podía llegar a olvidarme, pero no a herirme de este modo.

»¡Y todo este diálogo, con mucho más que no hay para qué reproducir, lesostenía yo para ir alejando el instante de fijar la vista en el papel,que me abrasaba las manos! Fuera de quien fuera, ¿qué más daba, si erala delación de mis delitos al juez que más me intimidaba en el mundo!

»Al fin, puse mis ojos en la carta, y tuve alientos para enterarme detodo su contenido. ¡Qué infamia! ¡Y yo dudaba poco antes que hubieraalmas bastante viles para cometerlas tan grandes como aquella!

»La letra estaba desfigurada; pero así y todo, yo veía en aquellosrenglones contrahechos, sobre la fina superficie del papel, un ciertotufo diabólico, un rastro que me delataba una mano conocida que noacababa yo de descubrir.

»Pero allí constaba todo, ¡todo! ¡Y con qué astucia más infernal! Elmóvil de la carta parecía ser un hermoso sentimiento de cariño a los dosenamorados. Luz podía estar inquieta por las ausencias no explicadas deÁngel; podía hasta desconfiar de su lealtad; y por eso y porque sesuponía a Luz enterada de la historia de su madre, se la hacia saber loque le pasaba al pobre chico. Sus padres me conocían al pormenor, yahacía tiempo; y al hablarles el hijo de sus propósitos de casamiento conLuz, le habían presentado como obstáculos insuperables..., y aquíempezaba la lista minuciosa de todos mis pecados, reales y supuestos;con un lujo de colorido sobre sus calidades y resonancia, que no habíamás que pedir. El oprobio de mi casamiento se escapaba del papel.Donde más se podía escandalizar la inocencia y el candor de la hija,allí se hundía el trazo para afrentar más a la madre. Y esta sarta deiniquidades se hacía para venir a parar a que, no siendo el asunto tangrave como a Ángel se le antojaba, muy pronto se vencería el estorbo,reflexionando los padres que faltas como las mías eran demasiadocorrientes y toleradas en el mundo, para que se opusieran comoimpedimento a la felicidad de dos enamorados tan dignos de ser felices.

»Todo esto leí; de todo esto me enteré, gastando en ello todas lasfuerzas de mi voluntad. Pero era preciso hablar, responder de algún modoa aquellos cargos terribles; y para esta empresa ya no tuve alientos.Luz, entretanto, continuaba pidiéndome una respuesta con los ojos. ¡Nolos apartaba de mí! Estaba trémula, convulsa, la desdichada.

»¡Cómo ciega y aturde el peso de una conciencia cargada de iniquidades!Yo, la mujer desenvuelta, fría y despreocupada de los salones; la damade los grandes recursos para la intriga; la afamada humorista de lasocurrencias felices, ni siquiera di en el sencillo intento de deshacercon una negativa terminante aquella tempestad de desdichas que bramabasobre mi cabeza..., porque me hubiera bastado eso solo para conseguirlo:después me he convencido

de

ello

pensándolo

con

serenidad.

Peroentonces, en las pocas preguntas y en la actitud indescriptible de mihija, yo no sé qué oí, qué vi de extraño, de sobrenatural, como sifuera el rayo de la justicia de Dios que comenzara a castigarme.

»Y me aterré más todavía; y cuando Luz, pareciéndole siglos losinstantes que yo tardaba en responderla, me dijo, con la voz de suangustia desesperada: «¡Habla, aunque sea para acabarme de matar!, yoenmudecí y bajé la cabeza, cerrando los ojos. Quería ocultarme enaquella ilusoria obscuridad, ya que el suelo no se abría bajo mis piespara devorarme. Oí entonces sollozos y quejidos: la agonía de un alma.¡Desventurada! ¡Cuánto perdía con aquel silencio mío, que era ladeclaración de los escándalos de su madre!

»El remordimiento, el dolor de herirla tan hondo y en tantos sitios a lavez, produjo en mí una súbita reacción.

Ardíame la sangre que momentosantes era hielo desleído; zumbábanme las sienes, y el corazón no mecabía en el pecho; abrí otra vez los ojos, y tuve que cerrarlos derepente, porque los sentí deslumbrados por las mismas llamas infernalesque me abrasaban el rostro. Un ciego impulso de mi amor de madre mearrastró hacia Luz con los brazos extendidos; pero otro impulso másfuerte de la conciencia

me

detuvo

allí...

No me

atrevía

a

abrazarla,porque abrazarla era poner en contacto su inmaculada pureza con lasescorias inmundas que imaginaba yo ver salir a borbotones de mi pecho.En tan negro desamparo, elevé mi pensamiento hacia Dios; y tampocohallé el consuelo que buscaba, porque no tuve fuerzas para llegar a tanalto en tan mala compañía. La conciencia de mis culpas me cerraba todoslos caminos que yo intentaba seguir mendigando un instante de sosiego.¡Como si le mereciera! Entonces, en el paroxismo de mi desconsuelo, sinmirar a Luz, sin ver si quedaba viva o muerta, huí de su lado y corrí aesconderme, con el peso de todos los tormentos en el alma y sin elconsuelo de una lágrima en los ojos.

»No sé cuanto tiempo permanecí en mi gabinete aturdida bajo aqueltorbellino de pensamientos desquiciados y de visiones febriles, porqueno hay medida para los huracanes del espíritu. El infeliz que lospadece siente los estragos, pero no estima las horas. Y eso me pasó amí.

»Cuando el cansancio de tan ruda batalla prestó un poco de sosiego a midiscurso, comprendí que, con haber pensado tanto, no había pensado ennada útil, y que era preciso pensar en algo, buscar una puerta parasalir de aquel antro sombrío, si es que el antro tenía salida que nofuera para conducirme a otro más tenebroso.

»Y discurrí, y fatigué la enardecida máquina de mis ideas..., todo parala pobre víctima de mis enormes faltas: yo, su verdugo, no tenía derechoni a disculparme para moverla a que me las perdonara. ¡Pero era tanestrecho el círculo en que se revolvían mis pensamientos por lanaturaleza misma de las cosas meditadas!, ¡había un enlace tan íntimoentre lo que era irremediable y lo que podía tener algún remedio! Alfin, la necesidad, la obligación de hacer algo, me sugirió una idea queya había entrevisto yo flotando a ratos en el oleaje de la pasadatempestad. No era todo lo que se necesitaba en una obscuridad como lamía; pero era algo, era un proyecto, una salida, un camino, el únicocamino que veía, y me decidí a seguirle sin perder un solo instante.

»Llamé, pedí el carruaje y comencé a vestirme para salir... ¡No meatreví a preguntar por mi hija, y no la echaba de la memoria un soloinstante! ¿Qué haría, la desdichada, desde que yo la había dejado en elsuplicio de su honda pesadumbre y sin alientos para llorar! Queríaverla, necesitaba verla, porque su dolor me atormentaba más que losmíos; pero me faltaba valor para ello: temía agravar sus angustias conmi presencia..., y temía, hasta el espanto, leer mi desprestigio en susojos. Quien haya tenido hijas buenas y enamoradas de su madre, que digasi hay puñal que más hondo hiera, ni azote que más afrente que la miradaque yo temía.

»Me vestí muy pronto y salí de puntillas hasta el gabinete de Luz, queno distaba mucho del mío. La puerta no estaba bien cerrada y había unresquicio entre las dos hojas. Miré por él, latiéndome el corazón ytemblándome todo el cuerpo; y la vi, allá en el fondo y en el mismodesaliño en que yo la había dejado en mi despacho, recostada en unsillón; el rostro, descolorido; los ojos, enrojecidos y secos; lamirada, perdida en el cúmulo de los pensamientos; la expresión, de hondatristeza, y las manos, abandonadas sobre el regazo. ¡Qué dolor!... ¡yqué corazón había elegido para anidar! ¡Y todo aquel estrago era obramía; de mis maldades, de mis escándalos!

»Esta idea me hirió como un rayo: sentí la sacudida en el pecho, y unaoleada de lágrimas inundó mis ojos: ¡el primer beneficio que me otorgabael duelo implacable de aquel día!

Porque no oyera Luz mis sollozos,intenté cerrar la puerta; pero notó su débil rechinar y volvió la cara.Por si me había visto, me resolví a entrar, dispuesta a todo. Decualquier manera, yo no podía vivir así.

»No se mostró sorprendida al verme, ni me miró con dureza. Esto solo medio un gran consuelo y fuerzas bastantes para atreverme a sentarme a sulado; pero no supe qué decirla. Temblaba yo como una hoja de otoñopróxima a caer de la rama sin jugos.

»Estando en estas indecisiones, reparó ella en mí traje, y me preguntócon voz algo empañada y muy débil:

»—¿Vas a salir?

»—Sí, hija mía—respondí.

»—¿Adónde?

»—Muy cerca..., para un asunto que nos interesa..., que te interesa ati, sobre todo.

»Se encogió de hombros y volvió la cara hacia el balcón.

La silla que yoocupaba era más alta de asiento que su butaca: de modo que su cabezaquedaba algo más baja que la mía. Siempre que yo me separaba de Luz concualquier motivo, nos dábamos un beso... ¡Qué hambre tenía yo del besode aquel día! No atreviéndome a pedírsele ni pudiéndome resignar a irmesin él, quise robarle con una astucia, a la cual se prestaba ladiferencia de alturas de nuestros asientos. Me fui deslizando del míopoco a poco, y bajando, bajando, hasta verme de rodillas delante deella.

¡Aquel era mi puesto!, ¡así debía estar yo, y más abajo todavía, ypisoteada por sus pies! Fingí hacer lo que hacía para observar más a migusto su cara.

»—Estás casi en ayunas—la dije—, y necesitas tomar algo que teconforte... ¿Quieres que almorcemos antes de salir yo?..., porque ya eshora.

»—Estoy muy bien—me respondió impasible.—No necesito nada, sinoquietud... y silencio.

»—De manera que yo he venido a molestarte...

Perdóname por la buenaintención que tuve... Como voy a salir..., me dejé llevar de lacostumbre: ya sabes cuál es...

»Y la miraba a través del velo de la mantilla que me había echado sobrela cara.

»—No me molestas—me dijo sin acercar la suya tanto como yo quería.

»—Pero tampoco me necesitas, ¿no es cierto?—repliqué devorándola conlos ojos.

»—Y ¿sé yo—respondiome sacudida por una gran emoción—qué es lo quedeseo ni qué es lo que necesito; qué es lo que menos me daña ni lo quemás me conviene!...

¡Si todo me parece ahora del mismo sabor!

»Acudí presurosa a contener aquel torrente de dolor que se desbordaba,con los pocos recursos de que podía disponer.

»—Cierto, cierto—la dije, acariciando una de sus manos, que habíacogido entre las mías—, y yo soy una imprudente, una egoísta,preguntando esas cosas... Ya vendrá tiempo de tratarlas como se debe; ypara que llegue cuanto antes, voy a salir en seguida... Porque ya tedije que iba a salir..., ¿lo has olvidado?

»—No.

»En esto avisaron que el coche aguardaba.

»Ya lo oyes—la dije, acercando más todavía mi cara a la, suya—, y sihe de volver pronto... Conque ánimo, que Dios, aunque aprieta, nuncaahoga... En cuanto vuelva, dentro de una hora lo más, te informaré detodo lo que me haya ocurrido... Será bueno para ti..., para las dos, nolo dudes.

Entre tanto, dejaré advertido que te den una sopita clara...,un caldo siquiera..., porque no puedes estar así...

¡Ea!, adiós, hijamía...

»Pero yo no me incorporaba ni alejaba mi cara de la suya.

»—Adiós—me dijo, al fin, estampando un beso, frío y maquinal, en mifrente.

»Pero así y todo, me pareció aquel beso un regalo celestial; hízome laimpresión de un rocío benéfico en la sequedad de mis amarguras; ydejándome llevar de los impulsos del corazón, tomé la cara de Luz entremis manos y se la cubrí de besos y de lágrimas. No pensé ya en quepudiera mancharla el rastro de mis liviandades. El llanto de misremordimientos lo lavaría todo; y, además, yo necesitaba aquello paravivir.

»Salí en seguida con mayores alientos y mejores esperanzas; hice a midoncella los encargos que juzgué convenientes para atender al cuidado deLuz, y bajé al portal. El aire, el sol, el ruido y el movimiento de lacalle me produjeron una impresión tristísima. Parecíame que el velo demi mantilla no era bastante tupido para evitar que las gentes leyeran enmi cara lo que me estaba pasando.

»Al entrar en la berlina, dije al lacayo en el momento de ir a cerrar laportezuela:

»—Imperial, 15.»