La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XVII

Según lo convenido con mi madre, al otro día, en cuanto el banquerollegó, salí yo sola a recibirle. En la penumbra del salón, dondeaguardaba, parecía el hombre una noche de verano: de tal modo relucían ytitilaban sobre él verdaderas constelaciones de pedrería, hasta con su caminito de Santiago; que bien podía desempeñar este papel allí laenorme leontina de oro entretejido que trepaba por el hemisferio de suestómago. Además, apestaba el salón a patchouli y a pomada de geranio.No sé qué cara me puso, aunque me lo imagino, ni recuerdo en quétérminos me saludé, ni las palabras con que yo le respondí. Sólo tengopresente lo que pasé después, estando los dos sentados, frente a frente,aunque con cerca de dos varas de alfombra de por medio; y lo que pasódio principio en la siguiente forma, palabra más o menos:

»—Anteanoche—le dije, sin pararme a disimular la repugnancia con queabordaba aquel asunto—me insinuó usted ciertos propósitos...

»—Tuve, en efecto, esa dicha—me interrumpió, bastante desentonado porlas emociones que debía de sentir en aquel instante.

»—Poco después acudió usted con las mismas cuitas a mi madre, sinaguardar a que yo le respondiera, como se lo tenía prometido.

»—No creí que se estoorbaran lo uno y lo otro.

»—Mal creído. Pero, en fin, ya está hecho. Y ahora, asómbrese usted: heresuelto despachar su pretensión...

favorablemente.

»Es imposible pintar aquí las cosas que hizo y las finezas que meenderezó mi pretendiente, al oírme hablar en aquellos términos. Le faltómuy poco para darme las gracias de rodillas.

»—Todavía no—le dije conteniéndole—. Hay que deslindar antes loscampos, y poner cada cosa en su sitio y a la necesaria claridad. Paraello, yo le hablaré a usted con toda la que piden las circunstancias, yusted no será menos explícito conmigo, en la inteligencia de que,siéndole o no, lo que aquí establezcamos ha de ser en adelante la ley denuestra vida común.

»—Leyes son siempre para mí hasta los menoores deseos de usted. ¿Quémayor dicha, qué mayor...?

»—Muchas gracias, y óigame ahora: usted es hombre que tiene vicios, nomuy buena fama, y ya pasó de mozo algunos años hace... No se molesteusted en hacerme reparos, porque es perfectamente demostrable todo estoque afirmo.

»—Siga usted.

»—Sigo, y continúo afirmando que un hombre con todos esos contrapesos,por poco entendimiento que tenga, no puede creerse merecedor del cariñoni de la lealtad de una mujer como yo.

»—Repare usted que, sin hacer las debidas salvedades... y tal y demás,resuulta eso..., ¿cómo lo diré?, un poco...

vamos... exxxtremaaado.

»—Resultará lo que usted quiera; pero hay que oírlo. Por consiguiente,al pedir usted mi mano, no espera, no puede esperar, que le dé con ellaese cariño, ni las llaves de mi corazón, ni el derecho de preguntarmesiquiera por lo que yo tenga encerrado en él.

»—Lo que yo pido—díjome aquí el banquero, con una serenidad y unaplomo que no dejó de sorprenderme en él—

, lo único a que aspiro, yusted no podrá negarme, porque no tengo yo la culpa de que no sea laenvoooltura digna del tribuuto que la he tendido a usted con alma yvida... y tal y demás, es que lo pooco o muucho que me conceda sea debuena voluntad; porque, bien mirado el caaso, yo no he puesto a naaadieun puñal en el pecho para que se acepte lo que he ofrecido a caambio...de lo que usted quiera darme...

y tal y demás.

»—Cierto; pero la misma gravedad de ese... caso, y el singular aspectoque presenta para mí, y hasta las mutuas conveniencias, no lo dudeusted, me obligan a ser desengañada, sin temor de pecar de dura, con unhombre que con tan poco se conforma en negocio de tan grande entidad...En substancia, y para concluir, señor don Mauricio: yo acepto su mano deusted, con la terminante condición de que he de tener en usted la menorcantidad posible... de marido, con todos los privilegios e inmunidadesque de este hecho se desprendan en beneficio de la libertad eindependencia compatibles con el rango que ocupo en la sociedad, y conmis gustos e inclinaciones.

»Creí sorprender una sonrisa extraña en los resecos labios de mipretendiente; el cual, y mientras se tiraba de la patilla derecha conmayor suavidad de la que podía esperarse de su naturaleza espasmódica,me dijo:

»—Y en virtud de esa condición tan... tan adsooluuta y exxteeensa,¿no me sería permitido añadirla, antes de aceptarla,

siquiera

unasalvedad...,

pedir

ciertas

garaaantías?...

»—Doy, y no es poco, la de mi buena educación. ¿Le satisface a usted?

»—Como la mejor escritura púuublica—me respondió tendiéndome lamanaza, que no rechacé porque fingí tomar el suceso como señal dedespedida, y aproveché tan buena coyuntura para levantarme y dar porterminada la conferencia.

»—Para lo que falta que hacer—dije entonces—, entiéndase usted con mimadre..., que siente mucho no poder recibirle hoy.

»—De manera—preguntome él, muy cerca ya de la puerta del salón,poniéndose otra vez tierno y pegajoso—, que esto es ya cosa resueelta?

»—Enteramente resuelta.

—Y... ¿para cuáaando..., si no peco de...?

»—Para mañana, si fuera posible. Y sírvale a usted de gobierno, por loque pueda importarle.

»No oí lo que me dijo en demostración de su contento, porque mientras uncriado que había acudido a mi llamada le entregaba en el vestíbulo elsombrero y el bastón, yo buscaba, retrocediendo por el estrado, elcamino del gabinete

de

mi

madre,

para

darla

cuenta

del

definitivoresultado de mis planes.

»Asombrose al conocerle, y no era para menos; pero le aplaudió de buenagana. Llevábamos aún medio aliviado el luto por mi padre, y la rogué queno fuera esto un estorbo para aplazar las bodas. Otro motivo de asombropara mi madre.

»Sin detenerme a sacarla de él con explicaciones que no eran del caso...ni muy fáciles de dar, salí del gabinete y me encerré en el mío... ¡abatallar de nuevo contra vestigios y fantasmas!... ¡Ociosas y bienexcusadas mortificaciones!...

»Sagrario, Leticia, mi madre, Pepe Guzmán, todos mis

«dulces enemigos»estaban complacidos ya. Ya estaba extendida mi respectiva patente decorso. De un momento a otro me la pondrían en la mano, y comenzaría averse con qué «hígados» contaba yo para servirme de ella. Porque, si noera para esto, ¿para qué me la daban? Pepe Guzmán, en quien menos debíadesconfiar yo, podría engañarme en cuanto a la sinceridad de su exposición de motivos; pero no en cuanto a la intención práctica de suconsejo. Si éste no tenía el alcance que yo pensaba, era precisoconvenir en que a mi consejero le faltaba el sentido común; y cabíadudar del corazón de aquel hombre, pero no de su gran entendimiento.Volví a poner toda la luz de mi discurso sobre esta mancha de suconducta conmigo; deseaba conocerla en toda su extensión para«indignarme» contra él: desesperado recurso de náufrago entre las bascasde su agonía; extender los desfallecidos brazos en busca de un asideroque no han de hallar; gastar las últimas fuerzas en inútiles tentativas,para hundirse primero. Eso me pasaba a mí: cuanto más me agitaba, más mehundía; cuanto más examinaba la mancha, menor la encontraba. Con eltrabajo que empleaba en engrandecerla, acabé por borrarla... Y

¿por quéno? ¿Qué quitaba ni qué ponía en la intensidad de la pasión de PepeGuzmán, un detalle de más o de menos sobre el modo de legalizarla ante las gentes? No había que confundir los impulsos del corazón con lasrutinas sociales.

Si lo principal era entre nosotros conservar vivo el fuego sacro, yo no tenía por qué escandalizarme de que él necesitara,para alimentar el que había en su corazón, ritos y procedimientosdistintos de los que yo hubiera preferido.

»¡Ay, si llegaran a caer estos papeles en manos de una mujer de espíritucristiano, que no olvide que voy pintando a la luz de aquellos negrosdías, y discurriendo al tenor de las leyes por que me gobernabaentonces!

»Pero ¡qué misterioso engranaje!, ¡qué mecanismo tan singular el de lamáquina de las ideas! ¡De qué modo tan extraño se eslabonan en elcerebro las negras con las blancas, las tristes con las risueñas, lasfúnebres con las cómicas! A mí se me ocurrió de pronto, entre lalobreguez de mis cavilaciones, que nuestro poeta Aljófar, cuandosupiera lo que iba a suceder en breve, compondría una nueva variante(allá para sus adentros, porque al público no se atrevería aofrecérsela) sobre la socorrida metáfora de la flor y la babosa. Yosería la flor, por supuesto; flor nacida para «lucir sus colores yderramar sus aromas junto al enamorado clavel...» Y a propósito: ¿no sele había ocurrido a éste, quiero decir, a Pepe Guzmán, la misma oparecida comparación poética, con todas sus consecuencias realistas?Cierto que el banquero sería la menor cantidad posible de babosa; pero,al cabo, sería babosa,

con

su

diente

asqueroso

y

su

estela

repulsiva...;¡Vaya

si

se

le

habría

ocurrido!

Y,

ocurriéndosele, ¿qué habría pensadode esos rastros que las babosas dejan sobre las flores si no se madrugaa recogerlas?... ¡Oh, qué diabólica idea se enredó con esta otra, derepente, y penetró en mi discurso, como ladrón artero en casa malcerrada! ¡Cómo se revolvía entre las demás, y rebuscaba los escondrijospara saquearme el repuesto y hacerse dueña y señora de mi juicio!... Y¡qué recio voceaba, allá dentro, muy adentro!... Y ¡qué afanes los míospara acallar sus voces, como si temiera que las ondas del aire lasllevaran hasta él! ¡Desdichada de mí si las oía, o el diablo leinspiraba igual idea!

*

»Por la noche hablé con Pepe Guzmán, según lo convenido entre los dos.Le di cuenta de lo acordado con el banquero y con mi madre; y como miresolución era más poderosa que mis fuerzas, los desfallecimientos deéstas se reflejaban demasiado en el ritmo de mis palabras y hasta en elcolor de mi rostro. Estimó mis torturas, ponderó mi heroísmo, ensalzó mi lealtad; pero no se compadeció de mí en aquellos decisivos instantes,en los cuales aún era posible imprimir nuevos rumbos a mi destino,cuando no lo intentó siquiera. Lejos de ello, y para mantenerme en losque él mismo me había trazado, desplegó nuevas pompas de su singulardialéctica, y encendió nuevas llamas con las cuales le costó bien escasotrabajo quemar los pobres restos de las alas con que aún pretendía yovolar por los espacios de mi deseo.

»Aquí debía darse por terminada nuestra entrevista; la última, pordecreto de «el bien parecer», y hasta por conveniencia mía. En adelante,por lo menos hasta que la amarga copa se apurara, nos trataríamos como«buenos amigos» delante de las gentes... y nada más. De esto comencé ahablarle, cuando el demonio puso en sus labios una frase que me parecióel primer eslabón de la cadena a cuyo extremo había de salir engarzadala infernal idea; aquella que tanto me atormentaba en mi cerebro por elsolo temor de que cupiera en el de mi enemigo.

»Y salió, ¡Virgen María! ¡Qué momento aquel! Ciega, insensible paracuanto me rodeaba, sólo veía y oía lo que pasaba dentro de mí. Elcorazón, fuera de sus quicios, me aporreaba el pecho, y sus golpes meparecían llamadas de medroso

desamparado;

sentíalos

repercutir

en

lo

másprofundo de mi cabeza, y llamaradas de fiebre subían a caldearme lasmejillas; estremecíanse todas las fibras de mi cuerpo, y veladurasfantásticas iban turbando la clara luz de mis ojos, al compás de loslatidos del corazón.

»Nada pensé, nada dije, nada respondí. Toda la noción que me quedó de mipropia existencia, la invertí en recoger de aquella escombrera a queinstantáneamente habían quedado reducidas vida y alma, los alientosnecesarios para apartarme de allí. Y eso hice a duras penas.

»Pasé un día, dos y tres, sin pensar en nada, a fuerza de pensar muchoque no me interesaba, para no caer en las fauces de los pensamientos quetemía. Durante aquella batalla, y hecho ya público el proyecto de misbodas, al suplicio de ella se añadió el más insoportable de consolarmedel forzoso alejamiento de Pepe Guzmán, con las tiernas finezas delbanquero, señor legal de mis preferencias y atenciones, y lasincisivas enhorabuenas de mis amigos y conocidos. Todo esto era superiora mis fuerzas. Pedí, rogué a mi madre que, si no había modo de vivir ennuestra casa sin la tiranía de aquellos testigos de mi tortura,anticipara todavía más el suceso que era la causa fundamental de ella. Ymi madre no comprendía cómo buscaba yo el remedio contra las hieles deuna pócima sin fin, apresurándome a beberla; pero yo sí lo comprendía.

»Entre tanto, iba agotándose el caudal de pensamientos que cabían en micabeza, y a cuyo amparo acudía para defenderme del que tanto meespantaba y más me perseguía cuanto mayores eran mis mortificaciones...y más largas las ausencias de Guzmán. ¡Tal despilfarro hacía yo deellos, sobre todo en las largas horas de mis desvelos! Ya no sabía enqué pensar, y entregaba el discurso a lo primero que se me entraba porlas mientes.

»Una noche, por remate de la larga cadena de ideas incongruentes quehabía estado arrastrando, di en una bien extraña ocurrencia: la de haceruna imaginaria excursión por los interiores entenebrecidos de mi propiacasa. ¡Qué grande era para la poca gente que la habitábamos! Además degrande, estaba muy mal ocupada por nosotras. Entre el dormitorio de mimadre y el mío, había dos salones, un pasadizo y mi cuarto de tocador.Mi madre se recogía antes que nadie, y quedaba al cuidado de una antiguasirvienta, vieja ya, muy fiel, pero muy dormilona. Cerca de mí, en uncuartito contiguo al tocador por un lado, y por otro al vestíbulo deingreso a la casa, dormía mi doncella, muchacha muy leal, muy cariñosa,capaz de arrojarse por mí por el balcón a la calle; pero alegrilla deojos y demasiado lista. El resto de la servidumbre ocupaba unsotabanco que mi padre había alquilado con este objeto, en su horrorinstintivo al tufo y al desaseo de la plebe. De manera que para dosparejas de mujeres tan separadas una de otra, aquella casa, durante lasaltas horas de las noches de invierno, en las que escasean los ruidosde la calle, con la espesura de las alfombras en el suelo y laabundancia de macizos cortinones que apagaban el rumor de las pisadas yhasta el sonido de la voz, era un completo páramo con su muda eimponente soledad. Un hombre mal intencionado podía ocultarse muyfácilmente... en el cuarto de mi doncella, por ejemplo, en el instantede disolverse la tertulia, cuando es menos notado cualquier movimiento ymenos extraña la presencia de una persona; salir de su escondrijo enhora conveniente; hacer lo que se había propuesto, y aguardar en otroescondite a que los criados bajaran del sotabanco, abrieran las puertas,después de abierta la de la calle, y largarse a ella muy tranquilo.¡Pues si la doncella estuviera de acuerdo con el ladrón!...

¡Quéespanto! Era precisó tratar de que durmiera abajo un criado, y, sobretodo, de aproximar mucho más mi dormitorio al de mi madre. Las cuatromujeres reunidas sabríamos defendernos mejor de cualquier peligro...¡Gran miedo pasé aquella noche!

»Pero ¿hasta dónde alcanzaban las raíces de estas ideas?

¿De dóndevendrían las semillas que las produjeron? Porque en el mundo moral, lomismo que en el físico, nada nace de la nada, y cada cosa engendra susemejante.

»Aquellas preguntas y esta reflexión me hice entonces también, y sinrespuesta se quedaron, quizás por ignorancia, o acaso por repugnarmeahondar en la materia con el análisis.

»Lo primero que al otro día me dijo mi madre fue que si persistía yo enmis deseos de que se anticipara la boda, estaba en su mano complacerme.Respondila que sí, cerrándome el camino a toda reflexión. Por la nocheestuvo Guzmán en mi casa. ¡Qué daño me hacían sus estudiados yconvenidos alejamientos de mí! Al despedirse, deslizó en mi mano unpapel en muchos dobleces, que yo guardé con ansiedad de avaro, paraentretener lo más triste de mis incurables desvelos, con el regalo de sucontenido, fuera el que fuese, aunque casi le adivinaba.

»Llegó la hora, y desplegué la carta temblándome las manos. Era muyextensa, y estaba escrita en un papel muy tenue y con la letra muyapretada. Comencé a leerla, y al punto di con lo que yo más me temía...:la idea, ¡la diabólica idea! Allí estaba, saltándome a los ojos comochispa de volcán. Toda la carta no era otra cosa que el aliñoestimulante en que venía preparada. ¡Qué astucia de Satanás! Rompí elpapel en cien pedazos..., ¡como si con este pobre recurso borrara sucontenido de mi memoria, y la voz del que le había estampado allí noresonara en mis oídos, ni el fulgor de su mirada penetrase por mis ojoshasta el fondo del corazón!

»El incendio se produjo otra vez; pero las fuerzas de mi discurso parahuir de él por las callejuelas de extraños pensamientos estaban agotadasya. Resolvime a contemplar el peligro cara a cara y a defenderme de élen mi última trinchera..., es decir, a poner el caso en tela dejuicio.

»Valiéndome de un símil harto viejo, pero que me es aquí muy necesariopara hacerme comprender más fácilmente, en aquella suprema ocasión meencontraba sobre el borde de un precipicio, sola, sin alientos pararetroceder y comenzando a sentirme dominada por el vértigo de losabismos. Todos cuantos en el mundo tenían obligación de socorrerme, mehabían empujado para colocarme allí: nada podía esperar de ellos; a lolejos, sólo veía curiosos que se asombraban de mis resistencias y sereían de mis vacilaciones; abajo, en el fondo del precipicio, laalgazara de las mujeres que me habían precedido en la caída; en derredorde mí, envolviéndome, asfixiándome como anillos de serpiente, unaatmósfera de insanos elementos, narcótica, enervante; sobre laatmósfera, sobre mí, sobre el mundo entero, allá en lo Alto, donde debíade existir un código de moral como yo le presentía cuando me dejabagobernar por mis propios instintos, inclinados a lo menos corrompido, yaque no a lo más honrado..., nada tampoco que viniera en mi auxilio... ElDios que a mí me habían hecho conocer en mi casa era «un caballeroanciano, de muy buena sociedad»; algo serio por razón de su jerarquía,pero muy fino, muy complaciente

y

de

una

moral

muy

elástica;

dispuestosiempre a incomodarse con la gente de poco más o menos, pero incapaz de faltar en lo más mínimo a las señoras del gran mundo que le honraban confesándole de vez en cuando y en los ratitos que lasdejaban libres sus devaneos de hembras «eximias» del género humano...;un señor, en fin, por el estilo de mi difunto padre, aunque quizás notan elocuente ni de tan distinguido porte como él... ¡Y nadie ni nadamás a donde volver los ojos!

»Y, entretanto, al aceptar las reflexiones de mi madre y el consejo dePepe Guzmán, ¿no había suscrito yo, implícitamente, un contrato dedeslealtades y perjurios por el resto de mi vida? Y la que estabaresuelta a lo más, ¿por qué se detenía ante lo menos?

»Sobre estos ejes rodó todavía largo rato la desquiciada máquina de midiscurso..., hasta dar conmigo y con él en las negras profundidades delabismo.

»¡Oh, qué sola, qué triste y qué desamparada me vi!

*

»Veinticuatro horas después se realizaba en mi casa, por primera vez, lomás temeroso de mi imaginaria excursión por los interiores de ella; sóloque no era un ladrón de caudales el hombre que se escondía por la nocheen el cuarto contiguo al de mi doncella y se escapaba al amanecer.»