La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XVI

Se sorprendió mucho mi madre cuando entré en su habitación a saludarla.Contaba con hallarme en el temple en que me había despedido de ella lanoche antes, y me veía tranquila y sosegada, como si nada me hubierapasado.

»—¿Has dormido bien?—me preguntó.

»—Muy bien—respondí tan ufana como si fuera verdad.

»—Luego no has meditado...

»—Ha sobrado tiempo para todo.

»—¡Yo he pasado muy mala noche!

»—Y debía ser cierto, porque parecía un cadáver; pero, así y todo, dudoque su noche fuera más mala que la mía.

Díjela que lo sentía en el alma,y me preguntó, sonriendo a la fuerza:

»—Y ¿qué has resuelto?

»—Esperar.

»—¿A qué?

»—A lo que resulte del plan que yo también he formado.

»—¡Has formado un plan?

»—¡Yo lo creo! Y ¿por qué no había de formarle?

»—Efectivamente:¿por qué no habías de formarle? Y ¿va a ser obra larga?

»—Pienso que sea muy breve.

»—Más valdrá así.

»Muy poco más que esto hablamos entonces. Antes de almorzar, envié, bajosobre cerrado, una tarjeta a Pepe Guzmán, con el ruego de que no faltarapor la noche a mi casa. Este trámite era del programa formado por mí.

Undetalle que recuerdo bien: al escribir en la tarjeta lo poco quenecesitaba, anduve tanteando fórmulas hasta encontrar una en que no sediera tratamiento alguno a mi amigo. ¡Y de qué buena gana le hubieratuteado! Pero la noche antes había quedado nuestra amistad en el puntoen que el , aunque se impone ya, todavía asoma con mucha timidez alos labios.

»Durante el día me hizo mi madre muchas insinuaciones acerca de lanaturaleza de mis planes; raterías que se caían de inocente, paratirarme de la lengua. ¡A buena parte venía!

»Como las horas se me hacían eternas en casa, salí en carruaje con unade mis tías, mientras la otra se quedaba acompañando a mi madre, no sécuántas veces, a comprar cosas que no necesitaba y a visitar iglesias enque ni rezaba ni leía. Y lo cierto es que mejor estaban mis negociospara encomendados a Dios, que para otra cosa. Pero andaban, a la sazón,mis pensamientos tan a flor de tierra, que no se me ocurrió elevar unasúplica al único juez que podía fallar en justicia el pleito que medesvelada.

»En estas idas y venidas, cuidaba mucho de no encontrarme con gentesconocidas, o de fingir que no las había visto, si el encuentro erainevitable. ¡Y cuántas de ellas vi! Parecía que el diablo se empeñaba enponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como sino me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo,ni de exclamar: «¡Mira Fulano!»

«¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja tesaluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muybuena gana!

»Llegó la hora de comer, y comí tan poco como la víspera, porque aunquelos motivos eran diferentes, la mortificación de las impaciencias que medesganaban era la misma un día que otro. También me encerré en mitocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; peroesta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que meembellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos,dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir paracumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.

»En fin, y viniendo a lo que importa, a la hora acostumbrada llegó PepeGuzmán a mi casa. Como no era noche de tertulia, había en ella muy pocagente; y yo, sin pararme a considerar si faltaba o no a «lasconveniencias», y atenta sólo a lo que me interesaba, le conduje algabinete mismo en que el banquero «se me había declarado»; elegí unsitio en él donde pudiéramos hablar sin servir de espectáculo a la gentedel saloncillo; senteme allí, y roguele a él, con una mirada y ungolpecito con la mano en el sillón inmediato, que se sentara también.Sentose; clavó en los míos sus ojos, dulces y elocuentes, como si enellos quisiera mostrarme

estampado

todavía

el

idilio

de

la

nocheanterior..., y me encontré sin ánimos para decir la primera palabra.Todas las fuerzas con que contaba para llevar a cabo mis proyectos, mehabían faltado de repente.

Sentí vibrar y conmoverse dentro de mi algoque era como la luz y el estímulo de la vida, y mis flaquezas de mujerhicieron una de las suyas, llenándome los ojos de lágrimas y el pecho desollozos, que a duras penas logré sofocar.

»Viéndome así Pepe Guzmán, tomó una de mis manos entre las suyas; yenvolviéndome en una mirada, que fue para mí lo que el rayo de sol paraun cuerpo aterido, díjome con expresión y acento de cariñosa ironía,disimulo evidente de otras impresiones muy distintas:

»—Aquí pasa algo muy grave, por las señas de esas lágrimas después detu recado de esta mañana... Veamos lo que es...; se entiende, si me eslícito saberlo.

»Rehíceme casi en el acto, por empeñarme en ello, antojándoseme quetenía algo de ridícula aquella crisis histérica; volví a recobrar laresolución perdida; y retirando mi mano de las de Guzmán, con elpretexto de necesitarla para enjugarme los ojos, dueña ya de miserenidad, enterele de todo lo que ocurría..., de todo no, puesto queomití lo del parecer de mi madre sobre los casamientos por amor.

»—Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mis palabras en elatento escuchante.—También este trámite estaba apuntado en elprograma.—Ni un músculo se contrajo en todo su cuerpo, ni el menorgesto alteró la expresión serena de su semblante. Como si se tratara deuna historia del otro mundo.

»La que yo le relataba, no podía tener en mis labios más que un objetosolo: el de dársela a conocer como una desventura mía, necesitada deldictamen sesudo y de los consuelos cariñosos y desinteresados de «unbuen amigo».

Mi derecho no alcanzaba a más..., ni siquiera a disminuirun poco los motivos que yo tenía para sentir allá dentro, muy adentró,el frío de aquella inalterable serenidad, por más que este detalle fuerasuceso previsto como posible en mi programa.

»Después que se enteré de todo, me preguntó, sin abandonar su expresiónde irónica afabilidad:

»—Y ¿por qué te has apresurado tanto a informarme de ello?

»—Porque es caso de urgencia—respondí—, y necesito un consejo.

»—¿Precisamente el mío?

»—Precisamente el tuyo (¡con qué gusto usaba ya este pronombre!); peroel tuyo sólo, entiéndase.

»—¿Por pura curiosidad?

»—Para seguirle al pie de la letra..., a ojos cerrados, sea cual fuere.Lo he jurado así.

»—¡Pobrecilla, y con qué decisión me lo dice!

»—Como todo cuanto te he dicho y prometido.

»—Mira que si me arguyes de ese modo, vas a hacerme perder la corduraque necesito para que el consejo sea digno de quien me le pide.

»—Pues venga pronto el consejo..., porque no respondo de mí.

»Omito, en obsequio a la brevedad, la ortografía que usábamos miinterlocutor y yo para este lenguaje hablado.

De la intención de loescrito aquí en determinados pasajes, se desprende con harta facilidad.

»Vuelta a enjuiciarse la escena, continuó de este modo Guzmán:

»—Según me has dicho, es grande el empeño de la marquesa...

»—Hasta el entusiasmo.

»—Y tú, por tu parte, sin contar con extraños auxiliares,

¿no hashallado en la repugnancia que la idea de ese casamiento puedaproducirte, fuerza de convencimiento y resolución bastantes pararesistir?

»—Repugnancia y convencimiento, y fuerza y decisión para resistir tuve,y todo lo empleé inútilmente.

»—No lo entiendo, tratándose de en carácter como el tuyo.

»—Pues con todo eso y algo más, que no es de este momento y me llegamuy al alma, me di a cavilar anoche...,

¡qué horas aquéllas, Virgensanta!..., y cavilando sin cesar, y pensando y midiendo, como quería mimadre..., ¡que Dios te libre, de la tentación de pensar demasiado,cuando necesites decidirte pronto y a tu gusto! Yo ya no sé a quéatenerme sobre ciertas cosas; qué se entiende por bueno ni qué por malo;si el error está en mi modo de ver, o en la manera de conducirse losdemás; si soy yo la mala cuando pienso que obro bien, o si son ellos losbuenos cuando me parecen una canalla; cuál es lo noble ni cuál es lovil.

Decídelo tú, que ves mejor en esas confusiones que a mi me ofuscan;y lo que decidas, eso haré. Ya sabes que lo he jurado.

—Aplaudo esos alientos—me dijo Guzmán entonces, sonriendo, pero no tanimpávido como aparentaba—, porque, o yo me equivoco mucho, o has denecesitarlos muy pronto. Y vamos ahora al consejo. Un enamorado de estosde la turba multa, digámoslo así, de pensamientos levantados ycristianos procederes, al oír a su dama llorar cuitas como las que túme has confiado, y al pedirle ella el consejo que tú me has pedido,tocaría el cielo con las manos; la negaría hasta el derecho de dudar ental conflicto, porque entre la exigencia del tirano y los mandatos delamor, nunca vacilan los que bien aman, y acabaría la escena pordecidirse ella a arrostrar el hambre, las mazmorras y aun la muerte,antes que consentir en ser de otro, y por jurarla él, viéndola tanfirme y tan constante, que con los dientes sabría arrancar los clavosmismos de las puertas que la encerraran. Pero en nuestro mundo, hijamía, pasan las cosas de muy distinto modo que en el mundo de aquellosinocentes: hay otros móviles y otros fines, otras luces y otroshorizontes; y tú y yo, si bien nos miramos, en nada nos parecemos a losenamorados de mi ejemplo... En virtud de lo cual (que yo te explanaré,si lo deseas), y en vista de lo que arrojan los autos de tu pleito, esmi parecer, hijo de mi larga observación en ese linaje de conflictos, ymuy principalmente del interés que tengo en tu felicidad, tan eslabonadacon la mía, que te avengas a los deseos de tu madre y aceptes la ricamano que te ofrece don Mauricio.

»¡Esto si que no estaba previsto en mi programa! Que Guzmán no meabriera las puertas de su casa al saber lo que me ocurría, previsto como posible lo tenía yo; pero que él mismo me empujara hacia la casa delbanquero, eso ya no cupo en mis presunciones. Pues bueno: con estedesencanto y todo, que me dolió como una puñalada en el corazón, nosentí esas sublevaciones de la «dignidad ofendida», que tanto juegan enlas pasiones de teatro. Sería así la calidad del hechizo con que mehabía fascinado aquel hombre; sería un milagro de la fe con que le oía,o un contagio de la peste que respiraba..., yo no sé lo que sería; peroasí sucedió, y así lo

confieso,

aunque

se

tenga

el

caso

por

absurdo...¡Absurdo! ¡Como si hubiera algo con lógica en los enredos de la farsa denuestra vida!

»Conoció el desengañado consejero la honda impresión que produjo sudescarnado consejo, y acudió solícito a templarla, a intentarlo, mejordicho, con una detenida exposición

de

razonamientos

que

me

es

imposiblereproducir aquí al pie de la letra, por falta de memoria para tantaminuciosidad; pero cuya substancia, que recuerdo bien, y no debeomitirse en este pasaje de la historia de mi vida, era la siguiente:

»Si el matrimonio no fuera más que una carga de sacrificios y unpalenque de proezas, donde un caballero demostrara a cada instante lafirmeza del amor que sentía por su dama, él, Pepe Guzmán, por remate denuestro idilio de la víspera, con lo que acababa de contarle yo o sinello, se hubiera apresurado a implorar de mí el mismo favor que con tanrendidas ansias había implorado el banquero para sí.

Pero no había queolvidar quién era yo y quién era Pepe Guzmán; en qué medio noshabíamos formado; a qué costumbres estábamos hechos; qué mecanismo erael de nuestro mundo, y por qué leyes se regía. Y teniendo esto presente,ni él ni yo podíamos desconocer que había en aquella patriarcal unión,por las condiciones esenciales de ella, un riesgo gravísimo en queindefectiblemente habíamos de caer nosotros. Si tomábamos el trance porlo serio, con todo su formulario de procedimientos ejemplares yvirtuosos, el hastío era inevitable. Si por huir de él faltábamos aaquellas santas reglas de los perfectos casados, y conveníamos en quecada cual campase por sus gustos e inclinaciones, apuntarían entrenosotros las desconfianzas y las discordias, y con ellas los resabiosgroseros de la bestia, que, aunque se tapan y se doman, no se extirpancon la educación de la inteligencia. En ambos casos, el desprestigio deun cónyuge a los ojos del otro, y, por consiguiente, el desamor y laantipatía, cosa de muy mal gusto; y nosotros, nacidos para caer de muyalto en la locura de escalar el cielo, no debíamos morir de aquellaprosaica y terrena enfermedad.

»Muy bien dicha me pareció la parrafada, pero muy poco conveniente paramí, que era la mosca de estos ditirambos de la araña. Aun acomodándome aciegas a los propósitos que se transparentaban en la disertación; aundando por bueno y por elevado (¡que no era poco dar!) todo lo que porelevado y por bueno daba él, ¿cómo se compaginaban aquellassublimidades que me predicaba, con la prosa del banquero, que me ofrecíacomo una necesidad? No le apuró gran cosa el reparo...; verdad es que,quizás por llamar mi atención hacia otra parte más risueña, puso, comointroito de su réplica, la extensa genealogía de su amor, conentretenidos

comentarios

sobre

las

diferencias

esenciales entre el modode nacer y desarrollarse la pasión que le había vencido, y losagradables entretenimientos que hasta entonces habían sido la únicanecesidad de su corazón; y como si hubiera adivinado mis «curiosidades»y se anticipara a satisfacer mis deseos, él mismo trajo a la coladaalgunas historias que a mí me interesaba conocer en toda su verdad:pecadillos sin malicia las más de ellas; rumores sin fundamento seriolas restantes, como lo de Leticia, por ejemplo... Pues le creí, asícomo suena..., ¡yo, que tantas veces me había reído del candor de otrasmujeres en casos parecidos!... Si no hay que darle vueltas: el corazónhumano, «que nunca se engaña», es un odre henchido de equivocaciones encuanto se apasiona un poco.

»Con esto, cuando llegó la ocasión de replicar a mi reparo, ya estaba yomejor dispuesta a comulgar con ruedas de molino. ¡Bien lo sabía él!Despachose a su gusto derrochando primores de sofistería apasionada,esbozando proyectos, suavizando asperezas, dulcificando amargores..., ensuma, exponiendo y sustentando, pero con nuevas razones y los másperegrinos vislumbres, la sempiterna teoría..., la de Sagrario, la deLeticia, la de mi propia madre; la que, desde la noche anterior, sentía yo en el aire que respiraba y en los rumores que oía. Sólofaltaba que me la repitiera él, y ya me la había repetido, sin quetampoco al oírla yo brotar de sus labios, trémulos por la pasión,saltaran a mi rostro «las lavas del volcán de mi dignidad ofendida».

Elmal espíritu me ataba de pies y manos para que fueran inútiles misinstintivas, resistencias.

»—¿Esa es tu última palabra?—pregunté, por conclusión, a PepeGuzmán—. ¿Te ratificas en ella? ¿Estás bien seguro de que el consejoque me has dado es el que yo debo seguir?

»—Es mi última palabra—me respondió con la mayor entereza—; en ellame ratifico, y estoy seguro de que el consejo que te he dado es el quenos conviene que sigas.

»—Pues yo voy a cumplir mi juramento de seguirle al pie de laletra—, dije levantándome de pronto y sin saber si lo que sentíadentro del pecho entonces era el impulso de la decisión que mearrastraba, o el latir de un corazón dilacerado.

»Con la vehemencia con que se toman siempre las grandes resoluciones quepueden fracasar si se meditan mucho, entré en el saloncillo y busqué adon Mauricio, que con otras personas estaba haciendo la tertulia a mimadre en el gabinete frontero al en que yo había conversado con PepeGuzmán. Me curaba muy poco de que pudiera llevar en la cara las huellasde la tempestad que aún no se había calmado dentro de mí; me eraindiferente que mi casi encierro con aquél hubiera o no chocado a losdemás tertulianos..., ¡pues podían venírseme con melindres de beata losque me estaban enseñando a pactar con el demonio para venderle laconciencia! Yo no veía más que los fantasmas de mi pesadilla, y, por elmomento, a aquel hombre ridículo que acompañaba a mi madre. ¡Cielosanto!

Por allí tenía que pasar yo para llegar a donde mi destino mearrastraba; y pasar por allí, por aquel, hombre, aunque no fuera más que pasar de largo, era, para una mujer de mi estómago, ir al patio de unacárcel, a la picota, a los cubiles del circo..., a las fieras mismas.

»Llamele aparte en la primera ocasión de ello que tuve, y le cité parael día siguiente, después del almuerzo. Lo inusitado de la cita y de lahora, movió en alto grado su curiosidad. Intentó satisfacer siquiera unaparte de ella, echándome memoriales de un dulzor empalagoso; pero no medi por entendida.

»Al despedir más tarde a Pepe Guzmán, le encargué mucho que no faltarala noche siguiente, para darle cuenta minuciosa del cumplimiento de unode los trámites más importantes de mi plan.

»Por último, al retirarse mi madre a su habitación, la advertí lo de lacita al banquero. Preguntome ansiosa que para qué, y me excusé decomplacerla, recordándola nuestro convenio de no descubrirla mi planhasta que estuviera ejecutado. En hablando a solas con el banquero, loestaría...

en lo que a ella le interesaba. Algo que llevaba yo bien a lavista en mi actitud, y, sobre todo, en mi cara, debió de darla aentender hacia qué lado me inclinaba en el asunto que tanto me habíarecomendado ella, porque no insistió en la pregunta y se despidió de mímuy afectuosa.

»En seguida me encerré yo en mi dormitorio... a velar, a padecer, aaturdirme con el pensamiento volteando entre las ondas de la tempestadque ya no me cabía en la cabeza.