La Invasión o el Loco Yégof by Erckmann-Chatrian - HTML preview

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¡quiero vengarme! Esos austriacos, esos prusianos, esoshombres rubios que nos han exterminado otras veces..., yo los odio...,yo los detesto de padres a hijos. ¡Eso es!

Usted comprará la pólvora yese loco miserable verá si nosotros vamos a reedificar sus castillos.

Hullin comprendió por lo que oía que Catalina seguía pensando en lahistoria de Yégof; pero viendo cuán irritada estaba la anciana ypensando que sus propósitos contribuirían a la defensa del país, no hizoninguna observación a este respecto, y dijo solamente:

—Entonces, Catalina, quedamos conformes; mañana iré a ver a MarcosDivès...

—Sí, compre usted toda la pólvora y todo el plomo que tenga. Tambiénconvendría recorrer las aldeas de la sierra para comunicar a la gente loque sucede y convenir con ellos una señal a fin de reunirse en caso deataque.

—Esté usted tranquila—dijo Juan Claudio—; yo me encargo de eso.

Levantáronse los dos interlocutores y se dirigieron a la puerta. Hacíamedia hora que había cesado el ruido en la cocina: la gente de la granjase había ido a acostar. La anciana colocó la lámpara en una esquina delhogar y corrió los cerrojos. Fuera, el frío era intenso; el aire,tranquilo y límpido. Las cumbres de alrededor y los abetos delJaegerthal se destacaban del cielo como masas obscuras o iluminadas.Lejos, bastante apartado de la ladera, un zorro aullaba en el valle delBlanru.

—¡Buenas noches, Hullin!—dijo la señora Lefèvre.

—¡Buenas noches, Catalina!

Juan Claudio alejose rápidamente por la cuesta de los brezos, y lalabradora, después de contemplar durante un segundo, cerró la puerta.

Fácilmente se podrá imaginar la alegría de Luisa cuando supo que Gasparse hallaba sano y salvo. La pobre joven no vivía desde hacía dos meses.Hullin tuvo buen cuidado de no mostrarle la negra nube que asomaba porel horizonte. Durante toda la noche la oyó Juan Claudio ir de un ladopara otro en su cuartito, hablando a solas como si se felicitara a símisma, pronunciando el nombre de Gaspar y abriendo cajones y cajas parabuscar, sin duda, algunos recuerdos que le hablasen de amor.

Así el pajarillo, sorprendido por la tormenta, tiritando aún, comienza acantar y a saltar de rama en rama, al salir al primer rayo de sol.

V

Cuando Juan Claudio Hullin, en mangas de camisa, abrió al día siguientelas ventanas de su casilla vio las montañas vecinas—el Jaegerthal, elGrosmann, el Donon—cubiertas de nieve. La primera aparición delinvierno, ocurrida mientras dormimos, tiene algo de sorprendente: losviejos abetos, las rocas, cubiertas de musgo, que la víspera seadornaban de verdor y que ahora centellean llenas de escarcha, producenen el alma una tristeza indefinible. «Ha pasado otro año—nos decimos—,y otra vez tenemos que sufrir los rigores del tiempo antes que vuelva laprimavera.» Y

nos apresuramos a vestir la recia hopalanda y a encenderel fuego. Las habitaciones obscuras se llenan de luz blanca, y porprimera vez oímos a los gorriones, agazapados bajo los rastrojos, conlas plumas erizadas, que gritan afuera: «Esta mañana no hay comida, nohay comida.»

Hullin se calzó sus recios zapatos herrados de doble suela, y sobre lachaqueta púsose un amplio jubón de paño buriel.

Juan Claudio oía en el techo los pasos de Luisa, que iba de un lado aotro en la buhardilla, y gritó:

—¡Luisa, me marcho!

—¡Cómo! ¿Se marcha usted hoy también?

—Sí, hija mía; tengo que salir, mis asuntos no han terminado.

Después, así que se hubo puesto un ancho sombrero de fieltro, subió laescalera y dijo en voz baja:

—Hija mía, tardaré algún tiempo en volver, pues tengo que ir bastantelejos; pero no te inquietes. Si alguien pregunta dónde estoy, le dices:«En casa del primo Matías, en Saverne.»

—¿No quiere usted almorzar antes de salir?

—No; me llevo un pedazo de pan y la calabacilla de aguardiente. Adiós,hija mía; alégrate, y piensa en Gaspar.

Y sin esperar que le hiciera nuevas preguntas, cogió su palo y salió dela casilla, dirigiéndose hacia la colina de los Abedules, a laizquierda de la aldea. No había pasado un cuarto de hora cuando Hullinla había recorrido y llegaba al sendero de las Tres Fuentes, que rodeael Falkenstein, siguiendo un murillo de piedra en seco. Las primerasnieves, que nunca se endurecen, comenzaban, con el ambiente húmedo delas cañadas, a fundirse y se deslizaban por el sendero. Hullin saltó elmurillo para subir la pendiente. Y dirigiendo casualmente la miradahacia la aldea, que se hallaba sólo a dos tiros de carabina, vio aalgunas mujeres barrer delante de sus puertas y a algunos vejetes que sesaludaban, mientras fumaban la primera pipa del día, junto al umbral desu chamizo. Aquella profunda tranquilidad de la vida, en contraste conlos pensamientos que le agitaban, le impresionó, y siguiendo su caminomuy preocupado se dijo: «¡Qué tranquilo está todo allá abajo!... Nadiesospecha nada, y, sin embargo, dentro de pocos días cuántos clamores,qué estruendo de descargas no hendirán los aires!»

Como de lo que se trataba en primer lugar era de procurarse pólvora,Catalina Lefèvre había puesto naturalmente los ojos en Marcos Divès, elcontrabandista, y en su virtuosa esposa Hexe-Baizel.

Aquellas gentes vivían al otro lado del Falkenstein y debajo de la rocaque servía de asiento a un antiguo burg[2] en ruinas; allí se habíanconstruido una especie de cubil bastante cómodo, el cual no tenía masque la puerta de entrada y dos ventanillos, pero que, según ciertosrumores, se hallaba en comunicación con unos subterráneos por ciertahendedura; nunca los carabineros habían podido descubrirla, a pesar delos numerosos registros que habían hecho con tal fin. Juan Claudio yMarcos Divès se conocían desde la infancia; juntos habían ido a cogernidos de gavilanes y mochuelos, y desde entonces continuaban viéndosecasi todas las semanas, por lo menos una vez, en la fábrica de aserrardel Valtin. Hullin estaba, pues, seguro del contrabandista, pero leinfundía alguna sospecha la señora Hexe-Baizel, mujer demasiadocircunspecta y que quizás no se inclinase del lado de la guerra. «Enfin—se decía Juan Claudio mientras caminaba—, ahora veremos.»

El almadreñero encendió la pipa, y de vez en cuando se volvía paracontemplar el inmenso paisaje, cuyos límites se ensanchaban cada momentomás.

Nada hay tan hermoso como el espectáculo de aquellas montañas pobladasde bosques, elevándose unas sobre otras en el cielo pálido; de loscorpulentos brazos, que se extienden hasta perderse de vista, cubiertosde nieve; de los obscuros barrancos, encajonados entre los bosques, conel torrente al fondo saltando entre los cantos rodados tan verdosos ybruñidos como el bronce. Y además el silencio, ese gran silencio delinvierno...; la nieve todavía blanda, que cae de la copa de los altosabetos sobre las ramas inferiores que se inclinan; las aves de rapiña,dando vueltas de dos en dos por encima de los montes y lanzando susgritos de combate: cosas son ésas que sólo se pueden ver, que no sepueden describir.

Próximamente una hora después de haber salido de la aldea de Charmes,Hullin trepaba por la cumbre del monte y llegaba al pie del peñón de losMadroños.

Alrededor de aquella masa granítica se extiende una especie deterraplén de tres a cuatro pies de ancho. Semejante camino, hasta dondellegan las copas de los abetos más altos que suben del precipicio, tienealgo de siniestro, pero es seguro; si no se siente el vértigo, no haypeligro alguno en recorrerlo. Por encima, formando una media bóveda,avanzaba la roca cubierta de ruinas.

Juan Claudio se acercaba a la cueva del contrabandista, y deteniéndoseun momento en el terraplén, guardose la pipa en el bolsillo; luegosiguió andando por el sendero, que describe un semicírculo y termina porel otro lado en una brecha. Al final, y casi junto a dicha cortadura,vio Hullin las dos ventanillas del cubil y la puerta, que se hallabaentreabierta. Un gran montón de estiércol se divisaba delante delumbral.

En el mismo instante apareció Hexe-Baizel, arrojando, con una granescoba de retamas verdes, el estiércol al abismo. Aquella mujer erapequeña y delgaducha; tenía los cabellos rojos y desgreñados, lasmejillas hundidas, la nariz afilada, los ojos pequeños y brillantes comodos centellas; la boca fina, con los dientes muy blancos, y la tezrojiza. En cuanto a su vestidura, se componía de una falda de lana muycorta y sucia y de una camisola de lienzo bastante blanca; sus curtidosbracillos musculosos, cubiertos de vello dorado, estaban desnudos hastael codo, a pesar del intenso frío que hace en el invierno a tal altura;en fin, por todo calzado llevaba dos enormes chanclos destrozados.

—¡Hola! ¡Buenos días, Hexe-Baizel!—gritó Juan Claudio alegremente y entono burlón—; usted siempre tan gruesa y oronda, alegre y satisfecha...¡Así me gusta!

Hexe-Baizel se había vuelto rápidamente, como una comadreja sorprendidaen acecho, sacudiendo la cabellera roja y lanzando chispas por los ojos;pero se tranquilizó en seguida y exclamó secamente, como si se hablara así misma:

—¡Hullin... el almadreñero! ¿Qué se le habrá perdido por aquí?

—Vengo a ver a mi amigo Marcos, señora Hexe-Baizel—respondió JuanClaudio—

; tenemos que hablar de negocios.

—¿Qué negocios?

—¡Ah! Eso queda para nosotros. Vamos, déjeme usted pasar, pues quierohablarle.

—Marcos está durmiendo.

—Pues hay que despertarle, porque el tiempo vuela.

Y diciendo esto, Hullin se inclinó para entrar por la puerta y penetróen una pequeña cueva, cuya bóveda, en vez de ser redonda, era de formairregular, surcada de hendeduras. Cerca de la entrada, a dos pies delsuelo, la roca formaba una especie de hogar natural, en el que ardíanalgunos carbones y ramas de enebro. Todos los utensilios de cocina deHexe-Baizel consistían en una olla de metal, un puchero de barro rojo,dos platos desportillados y tres o cuatro tenedores de estaño; todo sumobiliario, en un asiento de madera, una hacheta para partir la leña,una caja con sal colgada de la piedra y la gran escoba de retamasverdes. A la izquierda de tal cocina se veía otra caverna con una puertairregular, más ancha por arriba que por abajo, que se cerraba por mediode dos tablas y un travesaño.

—Y ¿dónde está Marcos?—dijo Hullin sentándose cerca del hogar.

—Ya le he dicho que está durmiendo; ayer vino muy tarde, y hay quedejarle dormir, ¿lo oye usted?

—Lo oigo muy bien, Hexe-Baizel, pero no tengo tiempo de esperar.

—Entonces, márchese.

—¡Márchese! ¡Eso se dice muy pronto!; pero es el caso que no quieroirme. No he hecho una legua de camino para volverme con las manosvacías.

—¿Eres tú, Hullin?—interrumpió bruscamente una voz saliendo de lacueva de al lado.

—Sí, Marcos.

—¡Ah! Ya voy.

Oyose un ruido como de paja removida, y luego la tapadera de madera secorrió: un cuerpo enorme, de una anchura de tres pies de hombro ahombro, delgado, huesudo, cargado de espaldas, con el cuello y lasorejas color de ladrillo, los cabellos obscuros y espesos, inclinosepara pasar por el boquete, y Marcos Divès apareció ante Hullinbostezando, estirando sus largos brazos y dando un suspiro contenido.

A primera vista, la fisonomía de Marcos Divès parecía bastante pacífica.La frente ancha y baja, las despejadas sienes, los cabellos cortos yrizados que avanzaban en punta hasta cerca de las cejas, la nariz rectay larga, el mentón prolongado, y, sobre todo, la expresión tranquila desus ojos obscuros hubieran inducido a creer que pertenecía a la familiade los rumiantes más bien que a la de las fieras; pero hubiese sidoaventurado fiarse de las apariencias. Por la comarca corrían rumores deque Marcos Divès, en caso de que le atacaran los carabineros, no tendríael menor reparo en servirse del hacha y de la escopeta para acabarpronto; a él se le atribuían varios accidentes graves ocurridos a losagentes del fisco; pero las pruebas faltaban en absoluto. Elcontrabandista, gracias a su profundo conocimiento de los puertos de lasierra y de las veredas que van de Dagsburg a Sarrebrück y deRaon-l'Etape a Basilea, en Suiza, siempre se hallaba a quince leguas delos sitios donde había sucedido alguna fechoría. Además, tenía un airebonachón, y aquellos que habían hecho correr rumores que le perjudicabansiempre hubieron de acabar mal; lo que prueba la justicia del Señor eneste mundo.

—A fe mía, Hullin—exclamó Marcos después de salir del agujero—, ayerestuve pensando en ti, y si no hubieras venido, hubiese ido yo a lafábrica del Valtin con el solo objeto de buscarte. Siéntate.Hexe-Baizel, trae un asiento a Hullin.

Luego sentose el contrabandista en el hogar, con la espalda hacia elfuego y frente a la puerta abierta, por la que penetraban juntos losvientos de Alsacia y de Suiza.

Por el boquete podía descubrirse una vista espléndida; parecía unverdadero cuadro recortado por la roca, un cuadro inmenso abarcando todoel valle del Rin, y del otro lado, las montañas, que se perdían en labruma. Respirábase un vientecillo fresco, y el fuego que danzaba enaquel nido de búhos era agradable de ver con sus tonos rojos, despuésque los ojos habían recorrido la extensión azulada.

—Marcos—dijo Hullin tras un instante de silencio—, ¿puedo hablardelante de tu mujer?

—Ella y yo somos una sola persona.

—Pues bien, Marcos, vengo a comprarte pólvora y plomo.

—Para tirar liebres, ¿no es verdad?—dijo el contrabandista guiñandolos ojos.

—No; para batirnos con los alemanes y los rusos.

Hubo un instante de silencio.

—¿Y necesitarás mucha pólvora y mucho plomo?

—Todo el que me puedas proporcionar.

—Puedo proporcionarte hoy municiones por valor de tres milfrancos—dijo el contrabandista.

—Las compro.

—Y dentro de ocho días dispondré de otras tantas—añadió Marcos con lamisma tranquila voz y la mirada atenta.

—También las compro.

—¡Sí, usted las compra—exclamó Hexe-Baizel—, usted las compra, no lodudo!; pero ¿quién las paga?

—Cállate—dijo Marcos con acritud—; Hullin las compra, y su palabrabasta.—

Después, tendiéndole la ancha mano de un modo afectuoso, añadió:

—Juan Claudio, aquí está mi mano; la pólvora y el plomo son tuyos; peroquiero gastar la parte que me corresponde, ¿comprendes?

—Sí, Marcos; pienso pagarte en seguida.

—Pagará—dijo Haxe Baizel—, ¿lo oyes?

—¡Bah! ¡No soy sordo! Baizel, ve por una botella de brimbelle-wasser para calentarnos un poco el estómago. Lo que Hullin acaba de decirme megusta. Esos granujas de kaiserlicks no nos ganarán la partida contanta facilidad como yo creía.

Parece que vamos a defendernos conenergía.

—Sí, con energía.

—¿Hay algunos que pagan?

—La que paga es Catalina Lefèvre, y ella es la que me manda—dijoHullin.

Entonces Marcos se levantó, y con voz grave, extendiendo el brazo hacialos precipicios, exclamó:

—¡Es una mujer..., una mujer tan grande como aquel peñón de allá abajo,el Oxenstein, el mayor que he visto en mi vida! ¡Bebo a su salud! ¡Bebetú también, Juan Claudio!

Hullin bebió, y luego lo hizo la anciana.

—Después de eso no hay más que hablar—exclamó Divès—; pero escucha,Hullin; no hay que creer que es empresa fácil cortarles el paso; todoslos cazadores furtivos, todos los segares[3] schileteros yleñadores de la sierra no bastarán para ello. Acabo de llegar del otrolado del Rin. ¡Cuántos rusos, austriacos, bávaros, prusianos, cosacos yhúngaros..., cuántos he visto! ¡Cubren la tierra; los pueblos no puedenalbergarlos y acampan en las llanuras, en las cañadas, en las alturas,en las ciudades, a campo raso; por todas partes, por todas partes hayenemigos!

En aquel momento un grito agudo hendió los aires.

—¡Es un halcón que está de caza!—dijo Marcos interrumpiéndose.

Mas en el mismo instante pasó una sombra por el peñón.

Era una bandada de pinzones que volaba sobre el abismo, y centenares dehalcones y gavilanes se agitaban sobre ellos, dando vertiginosas vueltasy gritos estridentes para azorar a su presa, mientras que la bandadaparecía inmóvil, de densa que era. El movimiento regular de tantos milesde alas producía en el silencio un ruido semejante al de las hojas secasarrastradas por el cierzo.

—Son los pinzones, que se marchan de las Ardennas—dijo Hullin.

—Sí, es el último paso; ya el hayuco está enterrado en la nieve lomismo que la sementera. Pues bien, mira; hay más hombres allá abajo quepájaros en esa bandada.

Pero es igual, Juan Claudio; saldremos bien denuestra empresa, siempre que todo el mundo tome parte en ella.¡Hexe-Baizel, enciende la linterna, porque voy a enseñar a Hullin lasprovisiones que tenemos de pólvora y plomo!

Hexe-Baizel, al oír semejante proposición no pudo contener un gesto deextrañeza, y dijo:

—Nadie, desde hace veinte años, ha entrado en la cueva; bien puede élcreernos bajo nuestra palabra como nosotros creemos bajo la suya que nospagará; de modo que no tengo para qué encender la linterna.

Marcos, sin contestar nada, extendió el brazo y tomó de la leñera unagruesa tranca; entonces la vieja, con los cabellos erizados, desapareciópor el boquete más próximo como un hurón, y dos segundos después salíacon una enorme linterna de cuerno, que Divès encendió tranquilamente conel fuego del hogar.

—Baizel—dijo Marcos volviendo a colocar el palo en el rincón—, túsabes que Juan Claudio es un amigo mío de la infancia, y que me fíomucho más de él que de ti, vieja garduña; porque si no temieras que teahorcaran el mismo día que a mí, hace tiempo que me hubieran colgado deuna cuerda. Vamos, Hullin, sígueme.

Salieron ambos, y el contrabandista, torciendo a la izquierda, sedirigió hacia la cortadura, que formaba una especie de salidizo sobre elValtin, a doscientos pies de altura. Separó con la mano las hojas de unaencinilla que había arraigado por debajo, alargó la pierna y desapareciócomo si se hubiera arrojado al abismo. Juan Claudio se estremeció; perocasi al mismo tiempo, sobre la pared que formaba la roca, vio destacarsela cabeza de Divès, que avanzaba gritándole:

—Hullin, pon la mano a la izquierda, donde hay un agujero; extiende elpie sin miedo y tocará en un escalón, y después da media vuelta.

Juan Claudio obedeció muerto de miedo; encontró el boquete en la piedra,alcanzó el escalón y, dando media vuelta, se encontró frente a frentecon su compañero en una especie de nicho apuntado, que sin duda secomunicaba en otro tiempo con una poterna. Al fondo del nicho abríaseuna bóveda baja.

—¿Cómo

demonio

has

encontrado

esto?—exclamó

Hullin

completamentemaravillado.

—Lo encontré buscando nidos hace treinta y cinco años. Un día mehallaba en la peña, y yo había visto salir de allí muchas veces un búhode gran tamaño con la hembra, dos pájaros magníficos, con la cabezagorda como mi puño y unas alas de seis pies de ancho, cuando oí gritar alas crías y me dije: «Están cerca de la caverna, en el extremo delterraplén. Si pudiera dar la vuelta un poco más allá de la cortadura,las cogería.» A fuerza de mirar y de inclinarme logré ver una esquinadel escalón, por encima del precipicio. Al lado había un acebo bastantefirme. Me así del acebo, extendí la pierna y, ¡ya lo ves!, aquí llegué.¡Pero qué lucha, Hullin! El padre y la madre querían sacarme los ojos.Por fortuna era de día, y aunque ambos se dirigían contra mí, abriendoel pico y silbando, el sol los deslumbraba. Les di unos cuantospuntapiés, y por fin fueron a caer en un abeto, allá abajo; y losgrajos, los zorzales, los pinzones, estuvieron volando alrededor deellos hasta que llegó la noche, para arrancarles las plumas. No puedesfigurarte, Juan Claudio, el montón de huesos, pellejos de ratas ylebratos, la carroña que habían reunido en este nido aquellos animales.Era una verdadera inmundicia. Lo arrojé todo al Jaegerthal y vi elpasadizo cubierto. Se me olvidó decirte que me encontré dos crías;retorcíles el pescuezo y las metí en el saco. Después de lo cual, contoda tranquilidad entré, y ahora verás lo que hallé. Entra.

Ambos penetraron en una bóveda estrecha y baja, formada por enormespiedras rojas, en las que la luz proyectaba, al marchar los dos amigos,su vacilante resplandor.

Cuando hubieron andado unos treinta pasos, apareció ante Hullin una grancueva de forma circular, desplomada por lo alto y abierta en la rocaviva. Al fondo se veían unos cincuenta barriles apilados en forma depirámide, y a los lados, gran cantidad de barras de plomo y sacos detabaco, cuyo fuerte olor impregnaba el aire.

Marcos había dejado la linterna a la entrada de la bóveda y miraba suguarida con la cabeza levantada y la sonrisa en los labios.

—He aquí lo que descubrí—dijo el contrabandista—, la cueva estabavacía; solamente encontré ahí en medio el esqueleto de un animal, tanblanco como la nieve, seguramente de un zorro muerto de viejo. ¡Elgranuja descubrió el pasadizo antes que yo, y aquí dormía a piernasuelta! ¡A quién hubiera podido ocurrírsele venir a este lugar! En aqueltiempo, Juan Claudio, yo tenía doce años. En seguida pensé que esteescondrijo podría serme útil algún día. No sabía entonces para qué...;pero así que pasó tiempo, cuando hice las primeras salidas decontrabando a Landau, Khel y Basilea con Jacobo Zimmer, y cuando loscarabineros se dedicaron a perseguirnos durante dos inviernos, la ideade la cueva abandonada comenzó a rondar mi pensamiento desde la mañanahasta la noche. Yo conocía ya a Hexe-Baizel, que era entonces criada dela granja de «El Encinar», en casa del padre de Catalina. Trájome endote veinticinco luises, y vinimos a establecernos en la caverna de losMadroños.

Callose Divès, y Hullin, muy pensativo, le preguntó:

—Entonces ¿has tomado cariño a este agujero?

—¡Que si le he tomado cariño!... Mira, no me iría a vivir a la casa máshermosa de Estrasburgo aun cuando me dieran dos mil libras de renta.Hace veintitrés años que guardo aquí mis mercancías: azúcar, café,pólvora, tabaco, aguardiente; todo se mete ahí. Tengo ocho caballeríassiempre de camino.

—Pero no disfrutas de nada.

—¡Que no disfruto de nada! ¿Tú crees que no es nada burlarse de losgendarmes, de los investigadores, de los carabineros, irritarlos,despistarlos y oír decir por todas partes: «Ese granuja de Marcos, ¡quélisto es!... ¡Cómo hace lo que quiere!... Es capaz de acabar con todo elEstado...» Y esto y lo otro. ¡Je, je, je! Te aseguro que es el placermayor del mundo. Además, la gente te quiere porque vendes a mitad deprecio, con lo cual prestas un servicio a los pobres y mantienescaliente el estómago.

—Sí; pero ¡cuántos peligros!

—¡Bah! Nunca se le ocurrirá a un carabinero pasar por la brecha.

—¡Desde luego!—pensó Hullin, al recordar que tendría necesidad desalvar nuevamente el precipicio.

—Es igual—prosiguió Marcos—; no te falta del todo razón, JuanClaudio. Al principio, cuando yo tenía que entrar aquí con esosbarrilillos a la espalda, sudaba la gota gorda; pero ahora ya me heacostumbrado.

—¿Y si se te escurriera un pie?

—Pues nada; se acabaría todo. Lo mismo da morir ensartado en un abetoque toser durante semanas y meses tendido en un jergón.

En tal momento, Divès iluminaba con la linterna las pilas de barriles,que llegaban hasta la bóveda.

—Es pólvora fina inglesa—dijo Marcos—que se va de las manos como laspepitas de plata y que caza a las mil maravillas. No se necesita mucha;con un dedal basta. Y

aquí tienes el plomo puro, sin mezcla de estaño.Esta noche comenzará Hexe-Baizel a fundir las balas; ella entiende deeso; tú verás.

Y ya se disponían a volver en dirección a la cortadura, cuando, derepente, un confuso ruido de palabras se oyó zumbar en el aire. Marcosapagó la linterna, y ambos quedaron sumidos en la obscuridad.

—Alguien va por ahí arriba—dijo el contrabandista en voz muy baja—.¿Quién será el que se ha aventurado a trepar al Falkenstein con estetiempo de nieves?

Estuvieron escuchando, conteniendo la respiración, con la vista fija enel rayo de luz azulada que descendía por una estrecha falla hasta elfondo de la caverna. Alrededor de aquella hendedura crecían algunasmalezas salpicadas de escarcha centelleante; más arriba se divisaba lacoronación de un antiguo muro. Y en el momento en que Divès y Hullinmiraban manteniendo el más profundo silencio, he aquí que aparece al piedel muro una enorme cabeza despeluznada, una frente dentro de un aroreluciente, una cara alargada y después una barba roja, puntiaguda, todolo cual se recortaba, formando una extraña silueta, en el cielo blancodel invierno.

—Es el Rey de Bastos—dijo Marcos riendo.

—¡Pobre hombre!—murmuró Hullin gravemente—; viene a visitar sucastillo, andando por el hielo con los pies descalzos y con su corona dehojalata en la cabeza.

¡Oye, oye cómo habla! Está dando órdenes a loscaballeros y a la corte; ahora extiende el cetro ya al Norte, ya alMediodía; todo es suyo; es el señor del cielo y de la tierra...

¡Pobrehombre! ¡Sólo de verle con los calzoncillos que lleva y con la piel deperro pelada a la espalda, siento frío en los huesos!

—Sí, Juan Claudio, esto me produce el efecto de un burgomaestre o de unalcalde de pueblo, con una panza tan abultada como la de un palomo, aquien se le hinchan los carrillos cuando dice: «Yo, Hans Aden, tengodiez fanegas de magníficos prados, tengo también dos casas, una viña, unhuerto y un jardín; ¡ején!, ¡ején!, tengo esto, y lo otro, y lo de másallá.» Pero al día siguiente le da un coliquillo, y... ¡andando!

¡Loslocos, los locos!... ¿Quién puede decir que no está loco? Vámonos,Hullin; la vista de ese desgraciado que habla a solas y los gritos delcuervo anunciando el hambre me estremecen.

Penetraron ambos en la galería, y al salir de las tinieblas, la claridaddel día estuvo a punto de deslumbrar a Hullin. Por fortuna, el cuerpoaventajado de su camarada, que se había colocado delante de él, lepreservó del vértigo.

—¡Agárrate con fuerza—dijo Marcos—y haz como yo! La mano derecha enel boquete, y el pie derecho delante, en el escalón; ahora, mediavuelta. ¡Ya estamos!

Volvieron a la cocina, en la que se hallaba Hexe-Baizel, quien les dijoque Yégof estaba en las ruinas del antiguo burg.

—Ya lo sabemos—respondió Marcos—; acabamos de verle tomando el frescoallá arriba: cada loco con su tema.

En tal momento, Hans, el cuervo, volando por encima del abismo, pasóante la puerta lanzando un grito ronco; oyose un ruido como de granizodesprendiéndose de la maleza y apareció el loco en el terraplén con unaspecto muy hosco; dirigió una mirada hacia el hogar, y exclamó:

—Marcos Divès, procura mudarte pronto. Te lo advierto porque estoycansado de este desorden. Las fortificaciones de mis dominios tienen quequedar libres. No consiento que mi casa sea una gusanera. Porconsiguiente, prepáralo todo.

Luego, al ver a Juan Claudio, desarrugósele el entrecejo y le dijo:

—¿Tú por aquí, Hullin? ¿Serás, por fin, bastante perspicaz paraaceptar las proposiciones que me he dig