La Horda by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Eran mocetones que por su aspecto parecían trabajadores de los tejares.A pesar del frío, marchaban ligeros de ropa y sin manta; algunos deellos con la boina en la faja, como hombres que habían de emprenderlargas caminatas y sudar mucho en el curso de la noche. Algunascuadrillas llevaban como refuerzo un muchacho cargado con la aguja,pesada barra de hierro puntiaguda por un lado y rematada por el opuestocon una anilla. Estos aprendices de dañador traían la barra pendientedel hombro por medio de una cuerda, como si fuese un fusil, y sepavoneaban entre los grupos con cierto orgullo, satisfechos departicipar de los peligros y aventuras de los hombres.

Cada cuadrilla llegaba con un grupo de perros. Los canes, después deolisquear a Maltrana y su compañero, adivinando su carácter de intrusos,juntábanse sobre un puente, del que partía el camino que sus amos habíande seguir. Los había de todas castas, figuras y colores: unos deelegante silueta, bien alimentados; otros churretosos y con largaslanas; pero todos guardaban igual silencio, sin un ladrido, sin el menorrezongo, graves e inmóviles, como soldados que presienten la proximidaddel combate.

Sus amos hablaban en voz baja, por la costumbre de recatarse en elvedado. Sus palabras llegaban hasta Maltrana como un ligero murmullo. Sesaludaban; algunos que no se habían visto en mucho tiempo se pedíannoticias. Uno hablaba de su hermano: había recibido por la mañana unacarta suya; estaba en Valencia, en el penal de San Miguel, y le quedabanpocos meses de la pena que le habían impuesto por robo de caza en lasposesiones reales. Otros rodeaban a un compañero que, abriéndose lacamisa, mostraba el pecho. Apenas si le quedaba señal de las postas quele habían metido entre las costillas. Después de dos semanas dedescanso, volvía aquella noche a la faena.

Hablaban de los compañeros que estaban en la cárcel de El Escorial,discutiendo lo que les podría «salir».

Uno se despidió de sus amigos; ya no le volverían a ver en algún tiempo:al día siguiente iba a Madrid a presentarse en la Cárcel Modelo, parapasar en ella los ocho meses a que le habían sentenciado.

Y todos, olvidando de pronto la caza, hablaban de la proximidad de labuena época, de la primavera, en la que se abrirían los tejares,ofreciéndoles un jornal en la corta de ladrillos. Se comunicaban lasnoticias del oficio. En Villalba pagaban el millar mejor que en Madrid.Algunos habían pedido trabajo y querían emprender el viaje tan prontocomo comenzase el buen tiempo... Pero sus perros, que les olisqueabanlas manos y se frotaban contra sus piernas, impacientes por emprender lamarcha, les hacían fijarse en el presente y prorrumpir en lamentaciones.¡Qué vida, caballeros! Era la peor época del año: comenzaba la cría. Losconejos estaban flacos, costrosos. Sólo se cogían gazapillos, y por unlío de éstos no daban más allá de una peseta. Además, abundaban lasmalas noches, en las cuales las bestias parecían esconderse en lo másprofundo de la tierra, y el hurón entraba en las madrigueras sintropezar con el más leve bulto de pelo. Total: exponer la vida y lalibertad para salir a fin de mes por un jornal de seis reales. ¡Ytodavía los guardas ladrones, que gozaban de un buen sueldo, lesperseguían sañudamente!... Los de caballería eran objeto de susmaldiciones.

Hablaban con terror del caballo de un guarda, bestiainfernal, con más talento y mala intención que los hombres; un monstruoque, al perseguir a un dañador, le mordía, le derribaba entre sus patas,machacándolo con las herraduras, hasta que el jinete, desmontándose,tenía que socorrerlo para que llegase con vida a la cárcel. ¡Ah, lamala, bestia! Mejor era una perdigonada que encontrarse con ella...

Algunas cuadrillas, después de un adiós apagado, emprendían la marcha,precedidas de sus perros, y se perdían en la obscuridad.

—Adiós—contestaban los otros con entonación misteriosa—. Que se os débien la noche.

Eran los primeros en partir porque iban muy lejos, a los últimoscuarteles de la posesión real: al Goloso, a San Jorge, a Valdelaganar,cerca de Viñuelas.

Los que aún permanecían en el puentecillo comunicábanse los cuarteles endonde pensaban pasar la noche. Unos iban a Valdepalomero, a LaPortillera, a Querá; otros pensaban vadear el Manzanares, cazandoaudazmente en la otra parte de El Pardo, frecuentada por los tiradoresreales: La Atalaya, Los Torneos, Valdelapeña, Trofas y La Zarzuela.

Iba poco a poco disminuyendo la masa negra que obstruía el puente.

Alejábanse las cuadrillas, marcando su obscura silueta sobre el blancodel camino.

Se destacaban un instante en lo alto del cerro,empequeñecidas por la distancia, y desaparecían.

El Mosco se aproximó a la venta:

—Cuando queráis...

Llevaba en un saquito, colgando del cuello, su tesoro, la bicha, quese apelotonaba en la cárcel de lienzo buscando el calor de su pecho.Junto a él estaba el ayudante, el que completaba su cuadrilla, un mozopequeño y vivaracho, de simiesca agilidad, apodado Chispas, que nopensaba, como los otros, en el trabajo de los tejares, sino que,admirando a su maestro, deseaba continuar la caza todo el año.

Chispas llevaba al hombro la pesada aguja para demoler lasmadrigueras y abrir paso al hurón cuando éste se trasconejaba, nopudiendo ganar la boca de salida.

Además, metidos en la faja, guardabalos capillos, las redes que se tendían a la salida de las madrigueraspara apresar a los conejos.

Emprendieron la marcha por el mismo camino que los otros dañadores. El Mosco marchaba al frente, precedido de dos de sus perros, y Chispas cerraba la expedición.

—Podéis hablar; podéis fumar. Estamos aún en terreno seguro. Yo os dirécuando haya que ir con más ojos que un lince.

Los dos neófitos marchaban tras los ligeros pasos del Mosco, el cualno cesaba de hablar. Había permanecido en la venta lejos de ellos, paraque nadie sospechase que le acompañaban en su expedición. Temía quealguien se chivase y fuese con el soplo. Por e, nada; bien sabían losguardas que cazaba todas las noches, así se viniera abajo el cielo.Cuanto peor fuese la noche, más favorable para él. Pero al verle con laimpedimenta de unos amigos, sin libertad para huir, podían aprovechar laocasión y darle caza. Porque él no era capaz de escapar; yendo conpersonas que desconocían el terreno, antes se dejaría hacer pedazos quecometer tal indecencia.

—Es un disparate—continuó—ir a esta faena con gente floja comovosotros. Pero lo de esta noche no es caza seria: es un bicheo. Iremoscerca; asunto de registrar unas cuantas bocas, para que os enteréis delo que es esto... ¡Qué contentos van a ponerse esta noche los gameños ylos venados al ver que el Mosco no quiere nada con ellos!...

Les preguntó si habían merendado fuerte antes de salir de casa. En elmonte sólo encontrarían algún arroyo donde beber un buche, y aun estohabía que evitarlo, pues los cursos de agua eran los sitios másfrecuentados por los guardas. Al volver a las Carolinas harían unacachuela, el gran plato de los cazadores, que sabía a gloria: un guisode entrañas frescas de conejo.

Maltrana y el señor Manolo, oyendo al famoso dañador sus propósitos deno arriesgarse aquella noche, recobraban la tranquilidad. Les habíaencogido el corazón al oír a aquellas gentes que hablaban de heridas, depalizas y de presidios, como incidentes naturales de su oficio.

—¿Tú estás seguro de que no tropezaremos a los esbirros?—preguntó elseñor Manolo a su hermano.

—Hombre, creo que no; pero nada puede asegurarse. A lo mejor... unacasualidad...

Un largo silencio acogió estas palabras poco tranquilizadoras. El Mosco seguía hablando para distraer a sus acompañantes de la fatiga dela marcha. Describía la grandeza de El Pardo: nadie lo conocía tan biencomo él. En algunos sitios no podrían encontrarle todos los guardasjuntos, de a pie y a caballo. Eran catorce leguas de tierra las queguardaban los reyes para sus cacerías. Esto sin contar la Casa de Campo,La Granja, las posesiones de Aranjuez y otras que no recordaba... ¡Y losdemás que reventasen!

Estas reflexiones hicieron olvidar su inquietud al señor Manolo,lanzándose cuesta abajo, desde las alturas de su federalismo ideal, a lapráctica aplicación de lo que él llamaba, por antonomasia, «elprograma».

—El día en que el Estado de Castilla sea autónomo, se acabará esteescándalo. En las orillas del Manzanares haremos unas huertas, que merío yo de las de Valencia y Murcia. Echaremos abajo la arboleda, paraque los correligionarios del cuarto estado se calienten en invierno; lemeteremos el arado a la tierra para que críe trigo, y ¡viva el panbarato!... ¡Catorce leguas para divertirse un hombre, cuando el cuartoestado no tiene mas que siete pies de tierra en el cementerio!... ¡Perosi eso es casi tan grande como una de las provincias del sistemaunitario!...

Maltrana contemplaba los perros, que abrían la marcha, silenciosos, conel cuello estirado y las orejas avanzadas, husmeando el negro horizonte,sin un gruñido, sin prestar atención a los compañeros de raza queladraban en las lejanas huertas.

Llevaban más de una hora de marcha, sin ver las tapias de El Pardo. El Mosco notaba el jadear de sus compañeros, la fatiga que sentían en lascuestas obscuras, cuyos pedruscos sueltos rodaban bajo sus pies.

—¡Animo!—les decía—. Ya me lo esperaba yo: sois de ciudad y no estáisacostumbrados a andar. ¡Pero si esto es un paseo!...

Atravesaron el arenoso lecho de dos torrentes secos. Al detenerse en unaaltura, volvió Maltrana la cabeza y vio flotando a sus espaldas, sobrelos cerros negros, un velo rojo, un resplandor de lejano incendio, quecoloreaba gran parte del horizonte.

Era el vaho luminoso de Madridinvisible. Más acá esparcíanse, por la línea irregular del horizonte,grupos apretados de luces o rosarios de llamas sueltas, como si latierra fuese una laguna de betún que reflejase los astros sombríamente.

El Mosco extendió el brazo con la seguridad de un experto conocedordel nocturno paisaje. Las luces más cercanas eran de Bellavistas y lasCarolinas; las otras de Chamartín y Tetuán. De frente, por encima deloleaje de sombras, como débiles resplandores apenas perceptibles,señalaba otros pueblos: Aravaca y Pozuelo de Alcorcón; y lejos, muylejos, donde sólo podían alcanzar sus ojos de búho, las luces de ElEscorial.

Al descender de la altura, encontraron un ancho riachuelo. El Mosco seagachó para tomar sobre sus espaldas a Maltrana, sin hacer caso de suresistencia. Era costumbre de los dañadores pasar los cursos de aguallevando a cuestas al compañero. Al regreso, el camarada que pasaba alomos prestaba igual servicio, y así la mojadura repartíase entre todospor igual. Únicamente los enfermos, los que iban a la cazaconvalecientes o con fiebre, estaban exentos de esta reciprocidad. El Mosco consideraba como enfermos a sus débiles compañeros, fatigadospor la marcha.

Al otro lado del arroyo, Isidro y el señor Manolo vieron que el caminose deslizaba, tortuoso, entre dos altas vallas de plantas espinosas. El Mosco les ordenó que arrojasen los cigarros; ya no podrían fumar hastala vuelta: entraban en terreno enemigo. Aquel sitio se llamaba «MalPaso». Muchas veces, los guardas de El Pardo, saliéndose de sujurisdicción, se emboscaban allí para sorprender a los dañadores cuandovolvían a sus casas. En aquel sitio le habían dado un balazo a sucompadre el Garrucha, una noche en que volvían los dos cargados con unpar de gamos. El pobre camarada, después de sanar de la herida, fue alpresidio de Alcalá, por robo de caza mayor. El Mosco se había libradopor pies, sin soltar su carga.

—¡Una injusticia—exclamó—; un abuso!... Este terreno no es suyo; aquíno son mas que unos particulares como vosotros o como yo. Peropertenecen a la «casa grande», y no hay tribunal ni Dios que no se pongade su parte.

Aún caminaron otra buena hora, pero fuera de sendero, por campos detierra movediza con ocultos pedruscos, en los que tropezaban. Isidro, alatravesar una viña, chocó con un ceporro, hiriéndose una pierna. Pero¿dónde estaban aquellos bosques de El Pardo, que parecían correrhundiéndose en la sombra?...

-¡Animo!—decía el Mosco en voz queda—. Ya estamos cerca; ya veo lastapias.

Pero el señor Manolo y su amigo no distinguían nada. Isidro, con lapierna dolorida, despreciando los tropezones, como si ya no le pudieranocurrir peores males, caminaba con los ojos puestos en Venus, que lucíaen el horizonte. Al subir una cuesta, el astro remontábase en el cielo;cuando bajaban, hundíase, hasta quedar al ras de la colina de enfrente.Parecía jugar con ellos, atraerlos, para huir después de cima en cima.

Por fin, los dos neófitos se vieron al pie de las tapias de El Pardo.Maltrana consideró su altura con asombro. Aquello no eran tapias: eranlas murallas de la China.

¿Y había él de saltarlas? Prefería quedarse alpie de ellas descansando. Esperaría tendido en el suelo el regreso del Mosco, aunque volviese al amanecer.

—¡Chist!—murmuró el cazador, para que hablase más bajo—. Tú subirás:yo me encargo de que subas.

La protesta de Maltrana era la última resistencia del miedo, elretroceso del instinto ante aquella tapia sombría, tras la cual estabalo ilegítimo, lo vedado, la amenaza del guarda con su escopeta sinmisericordia.

El Mosco y su ayudante preparaban el asalto en silencio, hablándosesin que sus palabras sonaran, moviéndose sin que sus pasos produjeranruido. A Maltrana le parecían fantasmas... ¡Arriba! El Chispas apoyóun pie en las manos de su maestro, arañó la tapia, y en un instante sepuso a horcajadas sobre ella.

¡Ahora, los perros! Los animales sabían su obligación; se dejaban cogerpor el Mosco, y empujados por él, agarrábanse muro arriba, se mecíanun momento sobre el borde, con el vientre aplastado, y dejábanse caer enla parte opuesta, sin otro choque que un ruido ligerísimo de hojassecas.

Maltrana se sintió cogido por las piernas e izado, al mismo tiempo queel Chispas, inclinándose, le agarraba por los brazos. Los dañadoresreían de su poco peso. Quedó un instante a horcajadas en lo alto de lapared, aturdido por la ascensión, doliéndole el cuerpo por el rocecontra los ladrillos salientes. El Mosco le saludaba desde abajo conuna gracia que ponía los pelos de punta.

—¡Qué buen blanco, gachó! ¡Qué escopetazo se pierden los guardas!

Isidro no tuvo fuerzas para protestar. ¡Vaya unas bromitas oportunas! Yobediente por necesidad, entregado por completo a sus burdos amigotes,tuvo que descender por la parte opuesta, ayudándole el Chispas, que lehabía precedido y le sostenía por las piernas. El señor Manolo, máságil, saltó la tapia sin grandes esfuerzos, y un instante después seunió a ellos el Mosco.

Ya estaban en la ratonera. Isidro pensaba con terror en lo imposible quele sería franquear aquel obstáculo si le perseguían los guardas. Pero laimpresión de miedo se amortiguó al mirar lo que le rodeaba.

La sorpresa le hizo creer, por un instante, que estaba en un mundonuevo. El salto de la tapia era como el tránsito de un planeta a otro.Olvidó las colinas pedregosas, los bancales infecundos con más guijarrosque plantas, toda la campiña árida sumida en la obscuridad al otro ladode la tapia, uniforme y plana a la vista como un charco negro.

Tenía ante sus ojos el bosque inmenso hermoseado por la difusa luz delas estrellas, borrando en la penumbra su acre aspereza de vegetaciónsalvaje, unificando sus bravíos colores en una vaguedad fantástica deinmenso jardín encantado. Maltrana creyó ver un gigantesco dibujo blancoy negro sobre un papel azul perforado por innumerables picaduras dealfiler que daban paso a la luz.

La selva, dormida bajo el fulgor de las estrellas, parecía un jardín deleyenda.

Maltrana pensó en Wágner y en su valeroso Sigfrido; en larústica flautita del héroe que hacía hablar a los pájaros. Hasta creyó,por un instante, que de aquellas espesuras podría surgir un dragón noconocido por los guardas.

Los tupidos jarales contorneados por senderos tortuosos parecíanarriates de rosales centenarios. La tierra era blanca, de una blancurade leche; los árboles formaban bóvedas de negro enrejado, por cuyosespacios libres asomaban los planetas sus ojos parpadeantes. En lo altode las colinas, los pinos solitarios destacaban sobre el espacio azulsus copas de quitasol: unos, rectos y gallardos; otros, oblicuos como siquisieran acostarse.

No se veían las flores del fantástico jardín, pero Maltrana se lasimaginaba enormes, como nunca se habían abierto en la tierra a la luzdel sol. Flotaba en el ambiente un perfume resinoso, de acre caricia,tan denso, que parecía mascarse al respirar. Era una esencia paraolfatos de gigante. Del silencio de la arboleda surgían gritos depájaros invisibles, saludos burlones a los bípedos que avanzaban en elsilencio junto a los matorrales, evitando destacar sus siluetas sobrelos espacios de tierra blanca; menudas carreras que denunciaban elmedroso despertar de los conejos, asustados por los pasos cautelosos dela cuadrilla.

Maltrana dudaba de la realidad. Debía estar soñando; aquel mundo nopodía existir.

De seguro que de un momento a otro iba a despertar,encontrándose en el camastro de la calle de los Artistas.

Los seres que le rodeaban no eran reales. Aquellos perros que caminabansin el más leve ruido, sin respirar, volviendo la cabeza hacia el amocomo si le ladrasen con los ojos, eran unos perros de ensueño. Deensueño también los dos cazadores que caminaban o se agachaban comosombras, hablándose sin mover los labios, entendiéndose por señas, yhasta el capataz de periódicos, que marchaba encorvado, con los ojossaltones y la boca abierta, contrayendo el estómago a impulsos delmiedo.

Sólo sonaban los pasos de Maltrana haciendo crujir la arena, yeste ruido le parecía tan grande, tan agigantado por el silencio, quepodía despertar a los guardas a muchas leguas de distancia.

De vez en cuando la selva agitábase con ondulaciones ruidosas. Unaráfaga de viento moviendo una rama daba la señal. Toda la arboleda seestremecía, inclinando las copas. Movían sus cabezas los olmos, lospinos, las carrascas, las encinas; vibraba la orquesta inmensa delbosque, y de un extremo a otro esparcíase el lamento de la sinfoníasalvaje, despertando los ecos en las cañadas, aguzándose en las alturas,volviendo a descender en busca de nuevas masas de árboles que repitieseneste suspiro de arpa temblorosa.

Isidro, que al principio buscaba la tapia con los ojos, como si viese ensu proximidad una esperanza, avanzaba ahora audazmente, temblándole laspiernas, pero conquistado el ánimo por el majestuoso silencio. Enaquella paz era imposible que los hombres matasen a sus semejantes.

El Mosco, que conocía todas las madrigueras de El Pardo, se detuvojunto a una gran encina. Allí se abrían ciertas bocas que indudablementeocultaban algo. Su hermano y Maltrana agacháronse por consejo suyo. Losperros daban silenciosas vueltas alrededor del árbol, como si olfateasenla caza oculta en las entrañas del suelo.

El Chispas se colocó derodillas a alguna distancia. Estaban allí las bocas de salida, y colocóen ellas los capillos de red. El Mosco abrió la bolsa y sacó el hurón.La bicha llevaba al cuello un cascabelillo de sonido débil, y en unapata el cordel que la obligaba a volver a su amo.

Perdiose el sutil cascabeleo bajo tierra. El señor Manolo seguía coninterés la operación, puesto a gatas al lado de su hermano. Maltrana,tendido de espaldas, miraba las estrellas, el cielo de obscuro azulescarchado de polvo luminoso. Había arrostrado el peligro por ver lacaza furtiva, y ahora no le inspiraba interés. Prefería permanecerinmóvil, en dulce quietud, dolorido por la fatiga, acariciado por la pazque parecía descender de lo alto. Estaba allí como si la selva fuesesuya. ¿Por qué habían de presentarse los guardas? La hermosura de lanoche desvanecía su miedo, repelía de su ánimo toda posibilidad depeligro.

El Chispas dio un mugido de alegría; luego otro... luego otro.«Tres... cuatro...

cinco: la bicha trabaja bien.» Iba recogiendo losconejos de los capillos así como caían; unos sanos, otros con la cabezadestrozada por el hurón y manando sangre. A los que salían ilesos,huyendo de la sanguinaria fierecilla, el mozo los estrangulaba con susduros dedos. Pasábale las piezas al señor Manolo, y éste reía, con elgoce brutal de la destrucción, ofreciendo a Maltrana los conejos paraque los tentase. Aún estaban calientes: ¡cómo los dejaba la bicha almorderles!...

Anunció el Chispas que ya no salían más; la madriguera estabadespoblada. El Mosco tiró de la cuerda y volvió a sonar el apagadocascabeleo. La embriaguez de la sangre había enardecido a la bicha.El cazador lanzó un juramento sordo antes de volverla al saco; le habíaclavado en un dedo sus agudos colmillos.

Isidro abandonó de mala gana el lecho de hojarasca, para seguir a lacuadrilla en busca de nuevas bocas. ¿Por qué no se retiraban ya? Laoperación estaba vista. Pero el Mosco protestó.

—¿Retirarme?... ¡Botones! La noche se presenta bien.

Anduvieron dos horas por las cañadas buscando los lugares más conocidosdel cazador por sus madrigueras. No había vivienda de conejo que no latuviese anotada en su memoria.

Isidro aprovechaba todos los altos del bicheo para tenderse en lahojarasca mirando a lo alto. El planeta que había contemplado en elcamino ya no lucía en el horizonte; se había ocultado, y nuevos astrosinvadían el cielo. Miraba también a su alrededor, admirando la hermosurabravía del bosque. Decididamente, las destrucciones que proyectaba elseñor Manolo para cuando triunfase la autonomía del Estado castellano,el abatir la selva y meterla el arado, sería una reforma muyrevolucionaria; pero así estaba mejor, era más hermosa, aunque lapública utilidad rabiase de coraje.

Una señal de alarma de los dos perros sacó a Isidro de sus divagaciones.Avanzaban cautelosamente, se detenían, volvían la cabeza para mirar alamo. Su cola elevábase con movimientos que revelaban indecisión; susorejas aguzábanse con la inquietud.

—¡Chist! ¡chist!—murmuró el Mosco para que sus acompañantespermaneciesen quietos en la espesura.

Todos estaban de rodillas, apoyados en las manos, avanzando la cabeza lomismo que los perros para oír mejor. El capataz abría la boca, como sipor ella fuese a escapársele el corazón, encogido por el miedo. Maltranasentía el zumbar de su sangre en las sienes.

Gruñó un perro, y el Mosco pareció tranquilizarse. Alguien estabacerca, pero no era enemigo. Los perros anunciaban con movimientossilenciosos la proximidad de los guardas. Cuando se decidían a gruñir,era porque husmeaban gente conocida.

El

cazador,

incorporándose,

dio

varias

palmadas

en

uno

de

sus

muslos.Inmediatamente sonaron iguales golpes al otro lado de la espesura, comoreproducidos por el eco. Después se llevó a la boca el dorso de unamano, y un silbido tenue, de pájaro, rasgó el silencio. Otro pájaroinvisible le contestó.

—Adelante: son amigos—dijo el Mosco.

Troncháronse las ramas de los matorrales abriendo paso a dos hombresencorvados.

Los perros de las cuadrillas frotáronse un instante conotros perros salidos de la espesura. Los hombres pasaron junto al Mosco.

—¿Qué lleváis cogido?—preguntó éste.

—Nada aún: dos gazapos.

—Que se os dé bien la noche.

La cuadrilla desapareció con sus perros, y el Mosco siguió adelante,prometiendo a los camaradas, aún no repuestos del susto, acabar enseguida la expedición, tan pronto como registrase ciertas bocasinmediatas a un arroyo, que eran las más ricas de El Pardo.

Detuviéronse en una espesura, oyendo a corta distancia el murmullo delagua invisible saltando entre guijarros.

Maltrana no atendía a la caza de sus compañeros; deseaba que acabase laexpedición cuanto antes. Causábanle lástima y repugnancia aquelloscuerpecillos de pelo suave que el señor Manolo iba reuniendo al par quehacía grandes elogios del peso de su carne palpitante.

Tumbado en un declive, con los brazos cruzados bajo la cabeza, vio depronto elevarse en el matorral que tenía delante dos cruces de variosbrazos, toscas, rudas, como labradas a hachazos. Un hocico negro,barnizado por la humedad, asomó en la espesura; unos ojos lacrimosos ybrillantes le contemplaron un momento. Maltrana, influido por el miedo,creyó ver un horrible monstruo, un digno engendro de la selva encantada;algo semejante al dragón de leyenda que había surgido en su memoria aldar los primeros pasos. El terror le hizo ponerse de pie con nerviososalto. Un bufido diabólico estremeció los matorrales. Desaparecieron lascruces, y crujió la maleza al romperse ante una carrera loca.

El Mosco acudió con gritos de cólera:

—¡Rediós!... ¡Y no haber traído la escopeta! ¡Cómo se enteran y seburlan!...

Los perros, después de un intento de persecución, retrocedieron al ladode su amo, viendo que éste permanecía inmóvil.

El encuentro con el venado quitó al Mosco todo deseo de continuar lacaza.

—Vámonos; ¡para lo que hacemos aquí!...

Emprendieron la retirada, marchando directamente en busca de la tapia.Isidro, al saltarla con la ayuda de sus compañeros, volvió a verse en elcampo yermo y negro matizado de luces a lo lejos. Creyó otra vez quehabía soñado, que los árboles rumorosos y el fantástico jardín sólohabían existido en su imaginación.

Los pesados racimos de bestias muertas que el señor Manolo sostenía ensus manos eran los únicos testimonios de la realidad de la aventura.

—Toca, Isidro—decía el capataz riendo—. ¡Qué famosa cachuela vamos acomernos!...

El joven, pensando en los guardas, sentía ahora un miedo mayor que elque había experimentado al otro lado de las tapias. Le parecía imposibleque dentro de aquella ratonera hubiese permanecido sereno, tendido en lamaleza, contemplando el cielo.

¡De qué balazo se había librado!...

El Mosco examinó la posición de las estrellas.

—Son las dos; antes de que amanezca estaremos en casa.

Pasaron de nuevo, a lomos de los dañadores, el riachuelo vecino al «MalPaso». El Chispas y su maestro caminaban ágiles, sin el más leveindicio de fatiga, algo descontentos de su faena. Habían perdido lanoche: total, docena y media de conejos.

El cansancio, las inquietudes ysustos que aún tenían trémulos a Maltrana y al capataz eran para los doscazadores incidentes sin importancia de la diaria lucha... ¡Vaya un modode ganarse el pan!

Al detenerse un instante en la cumbre del cerro, el joven volvió a verlos rosarios luminosos del alumbrado de los pueblos, la nube roja q