La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Todo ezo es mojama, amigo. ¡Ahora que tiene uzté los dos milloncetesen el borziyo, viene uzté con remilgos!

Sentí aquella frase como un bofetón en la mejilla, y le dije, frunciendoel entrecejo, en tono áspero:

—Ruego a usted, Suárez, que no siga en ese camino, porque vamos areñir. No tolero bromas sobre tal asunto.

El malagueño volvió a reír, diciendo con protección:

—Vamo, no ze críe uzté bilis, ahora que está uzté en vízperas de serfeliz.

—¡Nada, nada: lo dicho!—repliqué, con las mejillas encendidas ya y conacento más imperioso.

—A la zalú de uzté y de zu gachona—dijo por toda contestación,sorbiendo una caña.

Cambiamos de conversación, y volvió a reinar la alegría y cordialidad.Bebimos el otro par de botellas. Noté que cada vez hablábamos más alto,y sentí en el rostro un calor extraordinario. El de Suárez permanecíatan sereno y cetrino como siempre. Sólo sus ojuelos, siempre vivos,parecían bailar ahora arrebatadamente. Dije que en aquel cuartucho hacíademasiado calor, y me levanté para quitarme la americana, pero alhacerlo observé que la habitación se bamboleaba.

—¿Sabe usted que estoy un poco mareado?... El humo de los cigarros y elcalor que aquí hace... ¿Quiere usted que salgamos a refrescarnos?

Daniel se levantó a su vez; me prohibió pagar, porque tenía allí cuentaabierta, y salimos a la calle. Bajamos a la de las Sierpes, única dondequedaban aún ciertos residuos de animación. Había algunos cafésabiertos. Al través de los cristales veíamos a los rezagadosparroquianos gesticular delante de las mesas, aunque ninguna palabrallegaba a nuestros oídos. La noche era espléndida, como casi todas lasde aquella venturosa región. Estábamos a últimos de octubre. Suárez sequejaba de que estaba un poco fresca. Para mí, hombre del Norte, aquelloera una temperatura deliciosa, y no me subí siquiera el cuello de laamericana, como hizo mi compañero.

Sentía la cabeza caliente; me quitéel sombrero y caminé con él en la mano. Suárez me propuso dar unavuelta por el muelle, y yo accedí gustoso porque sentía la necesidad dedespejarme.

Comenzamos a discutir sobre política con calor. Seguimos todo el paseode las Delicias, enteramente solitario a tales horas, y cuando noscansamos de caminar hacia abajo, dimos la vuelta por el muelle. En unade las pocas pausas que hicimos, Daniel dijo de pronto:

—Diga uzté, amigo: ¡zupongo que ahora podré enjabonarme las manos debalde!

—¿Pues?

—¡Como uzté va a zer el dueño de una fábrica de jabones...!

—¡Ah, sí!—exclamé, sonriendo crispadamente.

No sé por qué, aquella noche me molestaba de un modo horrible cualquieraalusión a mis amores. Suárez, o por imprevisión o por malicia, cometióla falta de insistir:

—La barbiana vale máz que la fábrica, aun... para un andaluz. A uzté,como ez gallego, le guztará más la fábrica.

Sin aguardar más, a mano vuelta, según íbamos caminando emparejados, ledirigí una tremenda bofetada, que le hizo caer sobre los vagonesestacionados sobre la vía del muelle. Me pareció entonces que me habíadicho la injuria más atroz que a ningún ser humano puede dirigirse. Y,no contento con esto, me arrojé sobre él con rabia, dirigiéndole con losgolpes mil denuestos:

—¡Canalla! ¡Granuja! ¡Tío indecente!

Suárez, repuesto un poco, me echó las manos al cuello, y comenzamos aforcejear furiosamente. Los dos estábamos bastante cargados de alcohol;pero yo era más alto y más fuerte. Pronto conseguí separar las manos demi enemigo, que me oprimían, y le abrumé a mojicones. Mas, de repente,vi brillar un arma en su mano, y casi al mismo tiempo sentí hacia lacadera como la impresión de un alfilerazo.

Me arrojé de nuevo sobre él y le sujeté la mano en que tenía la navaja.

—¡Cobarde, suelta esa navaja!—le decía.

Y dábamos vueltas por el muelle, sin hacernos cargo de que estábamos ala orilla del agua. En una de estas vueltas me falló un pie y caí alrío, no sin arrastrar conmigo al malagueño. No le vi más. La impresióndel agua fría apagó la calentura de ambos.

Solté las manos y el primerpensamiento de los dos al salir a la superficie fue el de salvarnuestras preciosas existencias. Cada cual nadó por su lado.

Al ruido que habíamos hecho habíanse despertado algunos marineros quedormían en los barcos anclados, y acudió también la pareja decarabineros que estaba de vigilancia. Diéronse voces de socorro;prodújese el alboroto consiguiente. A mí me sacaron en vilo dosmarineros que habían saltado en un bote. A Suárez fueron a sacarle unpoco más lejos, por las escaleras mismas del muelle.

Pero al poner el pie en el bote me encontré con que no podía mantenermederecho.

—Estoy herido—les dije—. Háganme el favor de llevarme a casa.

Subiéronme al muelle, y se vio que, en efecto, destilaba sangre por unacadera.

Entonces los carabineros prendieron a Suárez, y uno de ellos lecondujo a la Inspección. A mí me transportaron a la botica más próxima;se llamó al boticario, que dormía; bajó éste y examinó la herida. Eramayor de lo que yo pensaba. Me hizo la primera cura provisional y mandóque inmediatamente me trasladasen a la cama y se avisase al médico.Lleváronme en una silla hasta casa. No fue pequeño el susto que allíhubo al verme entrar de aquel modo. Los huéspedes se levantaron, y todosse pusieron en movimiento para socorrerme. Matildita se hizo merecedorade mi gratitud eterna por la actividad prodigiosa que desplegó enatenderme, a pesar de hallarse la pobrecita muy asustada.

Antes que el médico forense y los otros que, por diferentes conductos,habían sido llamados, vino el juez a tomarme declaración. Procuré hacercon ella el menor daño posible a Suárez. Dije que éramos amigos íntimos,que habíamos bebido más de la cuenta y, disputando en el muelle porcuestiones insignificantes, nos habíamos pegado; que Suárez había sacadouna navaja para defenderse, porque yo era más fuerte, y que me habíaprecipitado sobre él, saliendo herido en el encuentro.

La conciencia me obligaba a hacer esta declaración, pues yo le habíaagredido por leve motivo, teniendo en cuenta que hablaba en broma. Sinembargo, más adelante pensé que bien podría haber sido preparada aquellaescena, porque el malagueño era hombre malintencionado y vengativo. Enel día en que esto escribo aún no sé si, en efecto, me llevó al muellecon objeto de buscarme camorra y herirme o matarme, o todo fue resultadodel manzanilla que teníamos entre pecho y espalda.

La herida, aunque bastante profunda, no había interesado ningún órganoimportante.

El único peligro, según el médico, hubiera sido lahemorragia; pero ésta se cortó, afortunadamente, por el baño imprevistode agua fría que me di. Sin embargo, me levantó bastante fiebre y meobligó a permanecer en cama nueve días. Al siguiente de mi percancemandé un recado por Villa a Gloria, participándole lo que me habíasucedido. Por la tarde, ella, Isabel y el conde se presentaron deimproviso en mi cuarto. Tuve una alegría inmensa y más cuando Isabel medijo en voz baja que Gloria había tomado la iniciativa en aquellavisita.

Cuando entró estaba pálida y tenía los ojos hinchados de llorar.

Después que me oyó hablar, el susto dio paso a la indignación. Rompió endenuestos contra mi agresor:

—¡Qué cobardía! ¡Qué vilesa! ¡Herirte ese tío de las patas tuertas!Callaba, y después de un rato volvía a exclamar, con rabia:

—¡Atreverse ese tío de las patas tuertas!...

Por lo visto, mi novia pensaba que el agravio habría sido menor si eladversario hubiera tenido las piernas derechas.

El conde, viendo mi estado relativamente satisfactorio, se opuso a quese telegrafiase a mi padre, para no alarmarle.

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Y, en efecto, a los nueve días pude levantarme, y cuatro después salir ala calle y terminar, como se dirá en el capítulo siguiente, la aventuraamorosa que constituye el fondo de esta verídica narración.

XVI

EN QUÉ PARÓ LA HERMANA SAN SULPICIO

ENSANDOen los medios de unirme pronto a Gloria, antes del suceso queacabo de narrar se me había ocurrido una transacción con el malditoenano. Como yo tenía la certidumbre de que éste era el único causante denuestros males y sospechaba que la razón de oponerse a nuestrocasamiento y el empeño de hacer monja a Gloria estribaban en el interés,imaginé que podíamos llegar a un acuerdo.

Verdad que acaso pudieraalcanzar la meta de mis deseos sin necesidad de componendas, porque laactitud, pasiva hasta entonces, de doña Tula lo hacía verosímil. Pero¿quién me aseguraba que de la noche a la mañana no cambiasen totalmentelas cosas? Aunque no pudieran encerrar a Gloria en el convento contra suvoluntad, porque las autoridades estaban ya sobre aviso, al matrimoniopodía oponerse la madre mientras no fuese mayor de edad. Ahora seencontraban, lo mismo ella que don Oscar, amedrentados por la escenaescandalosa de la puerta del convento y por la actitud firme del condedel Padul, que inspiraba general temor por su posición y carácter. Mas,si llegaban a vencer este miedo, lo mismo del conde que de la opiniónpública, volvería a encontrarse en grave aprieto. Aunque no consiguiesenotra cosa que aplazar el matrimonio, ya era bastante para mi anhelo, quecada día iba siendo mayor. Además, en esta dilación había peligro.Gloria era muy celosa, y cualquier insignificante pretexto podíalevantar una reyerta como la de marras y dar al traste con mi felicidad.Sin contar con los acontecimientos imprevistos a que todos nos hallamossujetos, y más los que esperan con afán cualquier bienandanza.

Pesaban estas consideraciones de tal modo en mi ánimo, que me vino laidea de abandonar en las garras de don Oscar, como precioso vellón, lamitad de la dote de Gloria, con tal de unirme pronto a ella y obtener laotra mitad. Confieso que este proyecto duró poco tiempo en la cabeza.¡La mitad de la dote! ¡Cincuenta mil duros!

La idea de desprenderme (losconservaba ya como míos) de esta cantidad exorbitante de duros meprodujo tal desasosiego que la abandoné presto por insensata. Y de ungolpe rebajé la cifra a la mitad. Si la dejaba de los dos millonesveinticinco mil duros, bien podía darse por contento y facilitarme todoslos medios para que el cura nos bendijese cuanto más antes. Pero, aunqueduró mucho más, tampoco este arreglo consiguió echar hondas raíces en miespíritu acongojado. Veinticinco mil duros tampoco son un grano de anís.Poníame a considerar la renta que de esta cantidad, bien administrada,se podía obtener, y me aturdía. Colocadas allá, en Bollo, con buenashipotecas, podían dar cuarenta mil reales al año, sin manchar laconciencia.

Volví a rebajar la mitad. Me parecía que doce mil duritos no eran dedespreciar por quien nada tenía que ver con ellos, máxime cuando no sele compraba ningún servicio extraordinario, sino tan solo que se callasey dejase hacer. Para no volverme atrás de este propósito, hablé delasunto al conde. Si tuviera mucho tiempo para rumiarlo, es casi seguroque concluiría por vacilar y arrepentirme; me conozco bien. No le dije adon Jenaro mi plan concreto; le hablé únicamente, en términos vagos, deconvenio amistoso con la madre de Gloria, para lo cual no teníainconveniente en ceder algunos de mis derechos.

Halló razonable mi pensamiento, y me prometió entender en el negocio yllevarlo a feliz remate. Pero ya sabía yo, por experiencia, lo que eranlas promesas del conde. Lo que no se refiriese directa o indirectamentea sus placeres, le interesaba tan poco que podía esperarse sentado a quediera los pasos necesarios. Y así sucedió, como temía.

Pasábanse losdías, y nada me comunicaba de sus gestiones.

Yo no le hablaba de ello, porque temía impacientarle, y no me conveníapor ningún concepto ponerme mal con él. Al cabo, al entrar un día en sucasa, exclamó, como enfadado consigo mismo:

—¡Caramba! ¡Siempre se me olvida que tengo que ir a casa de mi primaTula!...

Pero no tenga usted cuidado, que de mañana no pasa...

Transcurría el día siguiente, y otro después, y otro, y otro, sin que elviejo calavera se acordase de mi asunto más que de la muerte. Imaginoque hubiera tenido toda la vida a Gloria en casa sin inconveniente mejorque molestarse en buscar solución a aquel conflicto. Isabel semortificaba viendo mi impaciencia; pero tampoco se atrevía a insistirmucho con su padre, por temor a uno de esos movimientos de feroz desdéncon que zanjaba todas las dificultades cuando le apuraban. En fin: quecomprendí que debía tomar yo mismo la iniciativa y buscar aparejo parasalir de aquella situación molesta. Decidime a dirigir una carta a doñaTula, sin advertírselo a Gloria. Temía que su orgullo me obligara adesistir. Después de tres o cuatro borradores, escribí una cartahabilísima (dispénsenme la inmodestia), ni humilde ni altiva, clara,correcta y metódica. Como que, más que a doña Tula, iba dirigida alenano sinóptico, que era seguramente quien habría de contestarla.

Y bien conocí su estilo en la que, a los tres a cuatro días, recibí demi futura suegra.

Era un modelo de epístolas razonadas, metódicas yhasta simétricas. Principiaba dividiendo la mía en tres grandessecciones. En la «primera» se comprendía lo referente «al supuestopropósito de hacer monja a Gloria contra su voluntad», de que yohablaba; en la «segunda» entraba el permiso para contraer matrimonio; enla

«tercera», todo lo relativo a intereses, y la posibilidad de unaentrevista y convenio amistoso. Estos tres capítulos los subdividía doñaTula, o, lo que es igual, el enano, en varios párrafos, igualmentenumerados. Las palabras subrayadas, y había bastantes, lo estaban contiralíneas.

De todo esto saqué en limpio que, con el escándalo y la perspectiva dematrimonio, estaban bastante más blandos. Al punto de la entrevista, queera, sin duda, el más interesante, me respondía que estaba dispuesta aconcedérmela, con tal que fuese solo.

«A la hija ingrata y desobedienteno quería verla más en casa.» Además, había de ser a presencia de donOscar. No tuve inconveniente en suscribir estas condiciones, que ya deantemano presumía. Quedé citado para el día siguiente, a las ocho de lanoche.

Aquella tarde di conocimiento a Gloria de mi intriga. Al pronto seenfadó y me llamó hipócrita y pastelero, rechazando con energía todaidea de concierto con quien tan inicuamente se había portado con ella.La dejé desahogarse, como solía hacer en estos casos, y a los pocosmomentos ella misma volvió sobre sí, sin costarme palabra alguna,aplacando su enojo y suavizando bastante la aspereza de sus conceptos.Cuando, al fin, le dije:

—Hay que considerar que es tu madre, y con una madre no hay humillaciónposible.

La vi enternecerse; los ojos se le arrasaron de lágrimas, y exclamó,queriendo reprimir los sollozos con un esfuerzo:

—A mi madre la quiero con toda mi alma, y la perdono... Estáembaucada... Si no lo estuviera, no haría conmigo lo que ha hecho...¡Pero a ese tío brujo, que ha de arder en los infiernos, nadie le cortael pescuezo más que yo!

Y, detrás de las lágrimas, brillaron sus ojos africanos con un fulgorsiniestro, que hacía verosímil la promesa.

Todo el día siguiente lo pasé concertando mi plan diplomático de ataque.Debía aprovechar aquella repentina blandura, ocasionada por los últimossucesos, para arrancar de doña Tula y su director todas las ventajasposibles o, mejor dicho, que no me arrancasen a mí las que de derecho mecorrespondían. Preparé mi discurso de introducción y las respuestas quehabía de dar a las objeciones que, en mi concepto, podían hacerme.Repetime más de cien veces que lo más esencial en la próxima conferenciaera no alterarse bajo ningún pretexto, escuchar con absoluta calmacualquier impertinencia y obligarlos por la astucia a ceder y transigiren lo que me importaba. No había necesidad de tantas interioresrecomendaciones, porque la Naturaleza me ha hecho bastante diplomático.El espíritu dúctil y fijo de mi raza nunca se ha desmentido en los actostrascendentales en que me he visto precisado a intervenir.

Cuando llegaron las siete y media de la noche, me vestí aquella famosalarga levita que tanto odiaba Gloria, pero que juzgué muy del caso enestas circunstancias. Púseme el sombrero de copa alta y una chalinasevera de raso negro, y metiéndome los guantes salí de casa y me dirigícon todo el aspecto de un embajador a la morada de mi futura suegra. Fuiretardando el paso, para llegar a la puerta a las ocho en punto; ni unminuto más ni uno menos. La criada que salió a abrirme, y que me conocíadel tiempo en que yo era dependiente de la casa, me acogió con alegría yquiso entablar conversación; pero la corté con un gesto grave,preguntándole con toda solemnidad por la señora doña Gertrudis Osorio,viuda de Bermúdez.

—Sí, señorito..., le está a usted esperando.

Y me introdujo en aquella sala discreta, misteriosa, donde tantas nocheshabía resonado el leve murmullo de mi charla amorosa con Gloria. Miréotra vez con enternecimiento el alféizar de aquella ventana en que miadorada se sentaba; pero al instante volví en mi acuerdo, juzgando queno era hora de enternecerse ni pensar en niñerías, sino de aguzar elingenio y dar gallarda muestra de ser tan buen dialéctico como poeta.

Sobre la consola ardían dos quinqués con sendas pantallas, que no lespermitían alumbrar más que el suelo, dejando envuelto en media luz y muytenue el resto de la habitación. Al poco rato de estar allí sentí eltaconeo de unos pasos, y doña Tula y don Oscar llegaron al mismo tiempoa la puerta. Éste se hizo a un lado y dejó pasar respetuosamente aaquélla, siguiéndola y empujando la puerta tras sí, con objeto sin duda,de no ser escuchados por la servidumbre. Hice dos profundas yconsecutivas reverencias a uno y a otro, que me había ensayado alespejo: los pies juntos, el rostro grave y majestuoso. Sabía cuántoinfluye el aparato de las formas para imponer respeto, y pude notar enseguida que mis cortesanos saludos habían hecho su efecto.

Don Oscar seinclinó también gravemente, y doña Tula, bastante confusa, me preguntópor la salud y me invitó a sentarme. Después que los tres lo hicimos:doña Tula en el sofá, a guisa de presidente; don Oscar y yo en lossillones de los lados, principié, en tono mesurado, mi aprendidaperoración.

Las primeras palabras de ella fueron dirigidas a dar las gracias a laseñora por la cortesía que usaba recibiéndome en su casa. Tuve ocasión,a este propósito, de deslizar algunas lisonjas que le supieron a almíbara mi futura mamá, como luego pude conocer.

Entrando después en el asunto, me mostré enteramente seguro de casarmecon Gloria. Lo di como cosa indiscutible. Para dar fuerza a estasafirmaciones, hice presente que aquella cumpliría los veinte años dentrode seis meses, que con tres más que la ley exige para esperar el consejopaterno, sumaban nueve. A los nueve meses, pues, nos hallábamos enlibertad de unirnos. Pero... (aquí bajé los ojos y me abrí de brazos conademán tan modesto, tan compungido, que lo envidiaría un gran actor);pero yo sentía tal dolor en llevar a cabo aquel matrimonio contra lavoluntad de la madre de la que iba a ser mi esposa, una señora que portantos conceptos era merecedora a nuestra veneración y cariño (golpe deincensario en este punto), que temía no hallarme con valor pararealizarlo. Hice gala de mis sentimientos honrados, de mi profundorespeto a los lazos sagrados de la familia. Protesté de que primero queconsentir que Gloria faltase a la obediencia y sumisión que a su madredebía, sería preferible para mí renunciar a su mano. Al llegar aquímanifesté que traía de ella encargo expreso de pedirle humildementeperdón. No venía en persona a pedirlo por el temor de no ser recibida.(Si Gloria hubiese escuchado esta parte de mi discurso, de seguro que mearaña.)

Pasé luego a la cuestión de intereses, y aparecí generoso, desprendido.Este asunto, para mí, era muy secundario. Aunque no podía llamarme rico,como era hijo único tenía más que suficiente para vivir con modestia. Lafortuna de Gloria no me interesaba mucho. Sabía que estaba perfectamenteadministrada, y tal seguridad me obligaba a mostrarme indiferente ydescuidado respecto de ella. Esta fue la parte del discurso que peordije. Era la menos sentida.

Cuando terminé, doña Tula se apresuró a manifestarme, con su vocecitadulce, que no me guardaba ningún rencor, que le parecía una persona muydecente, y que lo único que sentía era que hubiese tenido la desgraciade enamorarme de su hija. La miré con sorpresa, y eso que venía resueltoa no asombrarme de nada, y respondí que, lejos de considerar como unadesgracia el haber tropezado con Gloria, lo tenía a gran ventura, y mecreía obligado por ello a dar gracias a la Providencia, sobre todo eldía que nuestra unión se realizase. Mirome fijamente, con ojoscompasivos, la diminuta señora.

—¿Cree usted de verdad que le hará feliz mi hija Gloria?

—¿Por qué no, señora?

—Mucho le agradezco esa buena opinión que tiene de mi niña. ¡Los padresgozamos tanto cuando oímos elogiar a los hijos de nuestro corazón!...¡Pobresito! Se conoce que tiene usted buenos sentimientos. ¿No esverdad, don Oscar, que nuestro amigo Sanjurjo tiene un alma muy buena?

Aquellas reticencias respecto a Gloria, con que no contaba, memolestaron más aún que el discurso de don Oscar, que se apresuró a tomarla palabra, diciendo:

—No estoy conforme con casi nada de lo que acaba de decirnos estecaballerito. Ha hablado bastante, y a pesar de traerlo aprendido dememoria, he observado mucha confusión y mucho desorden en su perorata.Ha pronunciado frases, muchas frases; pero ideas razonables y serias hehallado muy pocas. En primer lugar, este caballerito nos habla de sumatrimonio con la desdichada hija de doña Tula como de cosa resuelta yjuzgada, sin tener en cuenta que su madre puede reclamarla al instante yhacerse cargo de ella en tanto no cumpla los veinte años. Para entonces,¿quién sabe si se habrán modificado sus ideas? Después de estaafirmación, que considero atrevida y un poco desvergonzada, nos habla desus sentimientos honrados, de su respeto a la autoridad paterna y deotra porción de cosas por el estilo, que son en su boca risibles.

El queha entrado en esta casa usurpando un nombre para mejor engañarnos; elque se ha vendido por amigo y dependiente de la casa para seducir a lahija de su dueño; el que ha tenido la osadía de oponerse con el revólveren la mano a que se cumpliese la voluntad de una madre, produciendo unescándalo en la calle, no debe venir hablándonos de sus sentimientos,porque ya los conocemos bien. Este caballerito ha visto una joven que lehan dicho que es rica y huérfana, y ha abierto el ojo. Quiere a todotrance hacer fortuna, y no repara en llevar la discordia y la desolacióna una familia. Le prevengo, sin embargo, que todavía no ha caído en susmanos. Si esta excelente señora quiere seguir mi consejo, no sólo noconcederá el perdón a su desobediente hija, sino que mañana mismo lareclamará. Veremos si, a pesar de la protección de su magnate (que másle valiera atenderse a sí mismo), no se cumplen las leyes.

La voz cavernosa del enano, poblando de sones ásperos y profundos laestancia, resonó todavía después de haber callado. Sus piernas, que nollegaban al suelo, se movían como péndulos; sus enormes bigotes,proyectados por la luz en la pared, parecían dos grandes colas de zorro.

—Me parece, don Oscar—profirió doña Tula con su vocecita aguda—, queha tratado usted demasiado mal a nuestro amigo Sanjurjo... ¡Este benditoseñor es tan severo!—dirigiéndose a mí con una mirada falsa—.¡Pobresito! No se disguste usted demasiado, que todo se ha de arreglarcon la ayuda de Dios Nuestro Señor.

—Doña Tula, aquí no hay severidad—replicó el enano—. Lo que he dichodel señor es lo que, dado su proceder, me parece justo.

—Bien, don Oscar, bien...; pero hágase cargo de que es muy joven y noes bueno aturdirle. La juventud no reflexiona.

—Lo dicho, dicho, doña Tula.

Se me figuraba estar escuchando esos juegos en que los organistas seentretienen, a veces, soltando alternativamente los registros más agudosy más graves del órgano.

No me descompuse en manera alguna por los insultos del enano. Los habíaprevisto y tenía formado mi plan para responder a ellos.

Después de un breve silencio comencé diciendo, sin dirigirme a él—comoél había hecho conmigo—, que sentía en el alma haber incurrido en eldesagrado de una pareja tan discreta, tan ilustrada...—golpe de bomboaquí—. Que, en efecto, había entrado en la casa por medio de unsubterfugio, impulsado a ello por la esperanza de hacerme simpático a lamamá de Gloria...

—No lo ha conseguido usted—interrumpió groseramente don Oscar.

—Lo siento mucho, pero mi intención era buena—dije, echando una miradaa doña Tula, que bajó la suya, más por sumisión al terrible enano quepor hacerme agravio.

Eso me pareció al menos.

Respecto a lo que había afirmado acerca de mis sentimientos y losmóviles que me habían impulsado para dirigir mis obsequios a Gloria,insistí con firmeza en lo que había dicho, pero sin alterarme. Contésencillamente cómo había sido nuestro conocimiento y cómo la había amadosin saber si era rica o pobre, incitado, más que por nada, por sucarácter franco y abierto y por la bondad de su corazón...

Aquí doña Tula dejó escapar una risita irónica, y el enano sacudió sucabeza de tal modo que las colas de zorro dieron varios paseos por lapared en un segundo.

Dejé adrede, para lo último, la cuestión del casamiento.

—Es cierto—dije—que la señora puede impedir nuestra unión mientras nocumpla su hija los veinte años...; pero—añadí, sonriendo—eso de exigirque vuelva a su poder traería tal vez algunos inconvenientes, sobre todopara el señor. Hay en el Juzgado una querella suscrita por Gloria, a laque no se ha dado curso hasta ahora por mi intervención. Se da cuenta ala autoridad de cómo ha sido violentada para entrar en el convento y hatenido que sufrir malos tratamientos de una persona que no puede invocarderecho alguno sobre ella... Como la persona aludida es aquí, el señor,en el momento en que se dé curso a la queja el juez vendrá a averiguarno sólo lo que ha pasado, sino cuál es el verdadero papel que el señordesempeña en esta casa. Y

deploraría que esto se realizase, por tratarsede un sujeto a quien debo muchas atenciones...

—No debe usted nada—interrumpió el enano con mal humor—. Me tiene sincuidado que el juez entre en averiguaciones, de las cuales no puederesultar nada, absolutamente nada.

A pesar del acento desdeñoso de don Oscar, observé que manifestaba en elrostro señales de inquietud. Después de haber callado, sus bigotes seestremecían con leve temblor, que era más visible en la pared.

—Salvo

siempre

su

autorizada

opinión—dije

sin

abandonar

mi

sonrisaimpertinente—, me parece que tal afirmación es un poco prematura, sobretodo teniendo en cuenta que el señor no sabe los testigos y las pruebasque el juez ha de examinar.

—¡Calumnias y falsedades serán!—gritó el enano, ya enteramentedescompuesto.

Yo me limité a alzar los hombros con afectada indiferencia.

Todavía se desahogó un instante y protestó violentamente del pococuidado que