La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

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Volvió a la casa del arrabal, no una vez, sino muchas. Comprendió queera inútil resistir. A toda hora, el perfume de la mujer le embriagaba.Estaba en el ambiente, en su boca, en sus manos, en sus vestidos. Era eldejo axilar, mezclado a un perfume de jazmín y de algalia. Sus besoshúmedos, anchos, tenaces, se le quedaban en los labios.

Ella no le hizo sufrir la tortura de una larga impaciencia. A la segundavisita, después de perfumarse los cabellos, rindiose con frenesí tansevero, que el amor parecía entre sus brazos acto ritual y sagrado. Suslabios se entreabrían con doble sonrisa de deleite y sufrimiento, comosi hubiera querido remedar el primer goce doloroso de las vírgenes.

El imán de aquella sensualidad se fue haciendo cada vez más potente. Yaera raro el día en que Ramiro no pasaba algunas horas con Aixa. A veces,junto a ella, sentíase sobresaltado por una onda de tribulación, que learrugaba el sobrecejo y fijaba sus pupilas. Aixa, entonces, tomándolelos labios con los suyos, le reventaba contra los dientes un besodelicioso y tibio como un dátil; y, cada vez, la sorprendente caricia lellenaba de sensualidad y de luz todo el ser.

Por fin, olvidando por completo la investigación que tenía que realizar,destemplado por el amor, relajado por la molicie, Ramiro fue aceptando,insensiblemente, todos los refinamientos que constituían la vidahabitual de su manceba. Apenas llegado, Aixa tanteábale con horror susropas velludas y espesas, ofreciéndole, en cambio, para aquellas horasde placer, alguna vestidura de seda, alguna delgadísima túnica decendal, perfumada de almizcle.

Sus pies conocieron la holgura de las babuchas. Sus cabellos el halagode la gaza, con que ella se los circundaba indefinidamente, hastaprenderla por delante con empenachado joyel. Dejose friccionar por elesclavo y extender sobre sus miembros las esferitas de perfume; dejose,por gracia, obscurecer los párpados con el kohl; y su horror fanáticohacia los baños se fue desvaneciendo cuando su amada le inició en lasdulzuras del amor bajo aquella agua saturada de nardos, sobre la cualella hacía deshojar puñados de rosas, unas muy pálidas y otras comosangrientas, para simbolizar las dobles delicias de su cuerpo.

A veces, espiando el momento supremo del ansia, cuando las fuertespupilas del mancebo tomaban un tinte nebuloso, a la manera de lascharcas en la tempestad, la morisca, desprendiéndose de sus brazos, lepreguntaba:

—¿Dasme también toda el alma? ¿Toda? ¿Tendrás el mesmo amor e la mesmacreencia que tu Aixa, tú?

Ramiro respondía que sí con la cabeza; pero como ella, retirándose hastael fondo de la alcoba, le demandaba de nuevo:

—¿Lo juras? ¿Lo juras?

El, buscándola, musitaba como ebrio:

—¡Sí; lo juro! ¡Lo juro!

Otras veces, en las horas de saciedad, la sarracena se erguía sobre lasalmohadas, y, con los labios temblorosos, declamaba algún pasajeevangélico del Alcorán. Ramiro creía reconocer las palabras del NuevoTestamento, dichas en el modo de los moriscos de España.

Ella, sagazmente, salmodiaba el capítulo de María:

«Loor a María... Alabad el día en que se alejó de su familia hacia elsaliente, tomó un velo para cubrirse, y nosotros le enviamos a Chibril,nuestro espíritu en forma humana.—Soy el mensajero a ti, de parte deDios, dijo el ángel, vengo a anunciarte un hijo bendecido.—¿De dóndepodrá venirme este hijo, respondió la virgen, que nunca se ha allegado amí ningún hombre, ni he sido mala?...—Tu hijo será el milagro y ladicha del universo.»

Díjole también el encuentro de Jesús con la calavera, leyenda antigua,con olor de osamenta y color de otro mundo, importuna como la muerte.

«El recontamiento de la doncella Carcayona» era a la vez deslumbrador ypavoroso.

Echada de boca junto a él, con los ojos entoldados por elancho fleco de medallas, el mentón en la mano, las uñas sobre el labio,sinuosa y desnuda, balbuceaba las palabras de la paloma de oro con colade perlas, y al llegar a la descripción de las delicias celestialesenvolvíale en sus brazos, frescos como las fuentes del Salsabil yAlcafur, juntando frenética su rostro con el suyo.

Con el correr de los días, cuando hubieron llegado a la apasionadacompenetración de sus almas, uno y otro se dijeron los pesares másíntimos. En los instantes de languidez Ramiro sentía pasar sobre sufrente, a modo de ala espectral, la idea de la brevedad de todas lascosas humanas. En una ocasión de aquéllas, al sentir en su pecho larespiración soñolienta de la mujer, díjola con melancólica dulzura:

—Y pensar, Aixa, que vendrá, tal vez, un día en que al encontrarnos poralguna calleja nos miraremos con odio.

—Será o no será—respondió la sarracena.—Los destinos van colgados denuestro cuello.

Luego, como si creyera que el instante acechado a través de tantos díasacababa de presentarse, descendió de la alcoba, cogió de encima de untaburete rojiza caja de marfil, y habiendo sacado de su interior unlibrejo centenario, prorrumpió:

—Todo se cambia, es cierto; y acaso verná un día venidero en que medarás al verdugo tú; pero en aqueste libro, que fizo el sabioAbentofail, se enseña la dicha que no muda sino para crecer.

En seguida, con voz velada, misteriosa, agregó:

—Está en palabras harto ascondidas.

Declaró entonces que ella no hubiese alcanzado nunca su sentido a no serla ayuda de un hombre que se hallaba entonces en Avila.

Ramiro, al oír aquella última frase, cambió de postura sobre losalmohadones, y su mirada expresó una curiosidad impaciente.

—Es fácil conocello—dijo entonces la morisca, con acento claro yjubiloso;—lleva siempre en el cinto una daga con vaina de oroguarnecida de diamantes de Krichna, de berilos de Khazbah, de perlas deEl-Katif, y el pomo de la daga es de piedra imán y chupa toda la sangrede un hombre en un guiño de ojo. Su barba es limpia y blanca como laplata, y su rostro es bellido como la luna en su catorceno día. Nuncaríe, camina despacio.

Al dejar caer aquellas alabanzas, una a una, como perlas sobre sonoroazafate, la sarracena observó de soslayo el semblante del mancebo. Enseguida, con una alteza de lenguaje y de gesto que Ramiro no habíaadvertido en ella hasta entonces, expresó que no había en este mundodicha comparable a la de aquel que lograba sumergirse en lacontemplación del Ser Único, verdadero, permanente, teniendo siemprefijo el pensamiento en su majestad y esplendor, a fin de que la muertele sobrecogiera en dicho estado.

Según Aixa, el libro de Abentofail enseñaba el acceso a la SupremaVisión.

Sentándose en las gradas de la alcoba, comenzó la lectura. El libroestaba escrito en arábigo; pero ella vertía las frases al español,resumiendo luego, a su manera, los capítulos. Su voz temblaba. Algosutil y sagrado se esparcía como una luz sobre toda su persona. Lospárpados bajos cobraban una pureza de otro mundo; y Ramiro la escuchabacada vez más absorto, sintiendo surgir en su cerebro adversascavilaciones.

Era preciso, según aquella enseñanza, disminuir día a día los propiosalimentos, para distanciarse de la materia corruptible. Luego seemprendería el remedo de los astros, porque los astros eran inmaculados,extáticos, inmutables, fuera del mundo de la corrupción. Sus esenciasinteligentes contemplaban al Ser Único en la eternidad; y nada ayudaba aabstraerse de todo el mundo sensible y caer en la embriaguez, en elsupremo delirio, como la imitación de su movimiento por medio de ladanza, de la rotación indefinida. Entonces se manifestaba la EsferaSublime, cuya esencia está inmune de materia, y no es la esencia del SerÚnico ni la de la Esfera misma, sino que es a la manera de la imagen delsol en un espejo bruñido, que no es el espejo ni el sol, ni tampoco nadadiferente.

El mancebo quedose confuso. Acababa de escuchar expresiones de lamística cristiana. Además, el semblante de aquella mujer, su palidez, sumirada, su estremecimiento, revelaban que el éxtasis comenzaba ainundarla el corazón.

Terminada la lectura, la sarracena se puso en pie y encaminoselentamente a coger otro manto. Al levantar la tapa de un cofre y extraerde su interior una tela de seda teñida de azafrán y toda bordada dearabescos multicolores, un intenso perfume se difundió en el ambiente,como si acabara de abrirse alguna ventana hacia especioso vergel, todomaduro de aromas.

Cubierta sólo de aquel velo amarillo, cuyos caireles tocaban el suelo,Aixa plantose en el fondo de la cuadra con las manos en las caderas, loscodos en alto, la cabeza hacia atrás. Dos rosas rojas ardían como llamassobre sus cobrizos cabellos. Su cuerpo comenzó a quebrarse hacia uno yotro lado con lenta contorsión. Un gesto a la vez lastimero y anhelanteagrandaba su gruesa boca palidecida. Ella apretaba las piernas.Hubiérase dicho que algo doloroso, delicioso, la penetrabaprofundamente.

De pronto, de una estancia vecina surgió el son ronco y claro de unamúsica. Un son monótono y bárbaro de tamboril y dulzaina; doble sonardiente como las arenas, obscuro como los bazares.

Aixa golpeó entonces las losas con los pies, haciendo repiquetear el oroy el marfil que recargaba sus tobillos, y, con los ojos abstraídos, girósobre sí misma, esparciendo perfumada frescura, cual húmeda florsacudida de pronto. Luego púsose a girar ligero, muy ligero, más ligerotodavía, ¡frenéticamente!, hasta que todo su cuerpo no fue sino un husodiáfano, un huevo dorado, loco, veloz, con un fino rumor de medallas ybrazaletes.

La danza concluía, la rotación era cada vez más lenta. Aixa trababa suspies, por instantes, y su cabeza, cargada quién sabe de qué prodigiosasvisiones, se inclinó por fin sobre el hombro.

Ramiro, echado de boca en el lecho, no había apartado un instante losojos de su amada, y al verla vacilar de aquel modo lamentable, corrió asostenerla. Pero ya Aixa habíase acostado ella misma sobre las losas,apretando los dientes y dejando escapar un gemir tembloroso, como sitiritase de frío. Su gran peinado, entremezclado de pétalos y de joyas,se derramaba ahora por el suelo. Luminosa beatitud comenzaba a bañarlael semblante. Su palidez sobrepujó las alburas del mundo, el azahar, loslirios, la nieve. Ramiro recordó la descripción de los arrobos de lamadre Teresa de Jesús y de otras siervas admirables del Señor, yacordose también de su propia madre, cuando, después de larga plegariaen el oratorio, se desplomaba de súbito, como herida de dulcísimamuerte. Era la misma palidez patética, el mismo temblor de los labios,el mismo estiramiento de los párpados sobre las pupilas ebrias declaridad. No, no podía ser una jorguina. Había hablado el lenguaje delos místicos y sin filtros, sin ensalmos, sin unturas, con la solacontemplación, acababa de remontarse a las más altas regiones deléxtasis.

El la llamó varias veces:—¡Aixa! ¡Aixa! ¡Aixa!—palpándola los brazos,las mejillas, la garganta, los pechos; pero ella enmudecía, cadavérica yglacial sobre el mármol. Quiso calentarla la boca con la suya; y, presaél mismo de perversa tentación, la cubrió de apasionadas caricias.

Nunca la halló más extraña y más dulce. Era la golosina entremezcladacon nieve; y su aliento: ideal e inquietante, como el de las floressobre la muerte.

XVI

Ramiro llegaba siempre hasta Aixa con el mismo secreto de la primeravez. Todo se reproducía: el viaje, la venda, el silbido... Pero ciertodía, comprendiendo lo que le importaba conocer el trayecto, sacó ladaga, perforó con ella los cueros de la silla, y miró. Su sorpresa fuegrande al advertir que los conductores no hacían sino dar vueltas yrevueltas dentro del mismo patio de la casa. El aljibe, el granado, unajaula suspendida de un pilar, y la misma anciana, sentada a la sombra,sobre una tinaja, pasaban y repasaban ante el intersticio,indefinidamente. No había, pues, tal viaje a través de la morería.Además, casi todos los días que siguieron, presentábase en el patio elmorisco del precioso puñal, y después de hablar un instante con laanciana, se internaba de nuevo en las habitaciones.

Otro incidente vino a preocuparle. Un mediodía, al llegar a la casamisteriosa más temprano que de costumbre, sorprendió, apostado en lacalleja, al campanero de la Iglesia Mayor. El portugués giró sobre sustalones y se puso a caminar hacia el naciente.

—Segura estoy—dijo la anciana a Ramiro—que este perro vase agora ajuntar con Gonzalo, que le espera hacia aquella parte—agregó, señalandoen la dirección de Santo Tomás:—Algún lazo os quieren armar, señorcaballero.

Aixa le reveló por fin un modo más oculto de llegar hasta ella.Haciéndole penetrar en una estancia contigua a la cuadra del baño,levantó el extremo de un tapiz colgado del muro y una anchurosa aberturamostró el cuadro resplandeciente y profundo de la dehesa y las montañas.Dicha abertura había sido cavada en el mismo escarpamiento.

Desde abajo,era imposible descubrirla; dos grandes peñascos la ocultaban.

Sinembargo, el acceso no era difícil.

Bajando de la ciudad hacia el valle y describiendo largo rodeo, Ramiroentraba ahora por aquella ventana, cuyo escalamiento exaltaba sucaballeresca fantasía. Aixa le esperaba en el vano, tendiéndole losbrazos para ayudarle a subir. Pero ya no pasaban todas las horas sobrelas vistosas almohadas; llegada la tarde, la morisca le llevaba a unaterraza descubierta que avanzaba hacia el mediodía.

Era un sitio de contemplación y de plegaria. Los cantos formaban entorno alto y rojizo parapeto, por encima del cual la vista dominaba elpaisaje del valle y las sierras.

La cazoleta enviaba al cielo la ofrendaesbelta y continua de algún precioso perfume.

Un solo ciprés, hartoanciano, erguía en aquel paraje su obscura aspiración; y, en el centro,una alberca reflejaba, con quietud hipnótica, la tristeza del árbol, elhilo de sahumerio, las nubes, las constelaciones, y, a veces, también:la luna; tan precisa, tan clara, que Aixa, quitándose de los cabellos sualmadraba de gemas redondas, hundíala con sagrado gesto en el agua, yluego, como si creyera haber apresado aquella curva diadema que al menorcontacto se desgranaba en infinitos fragmentos, llevábase la red a laboca y gemía de un modo apasionado, tembloroso, incomprensible, mientrassus empapadas sortijas relucían en la penumbra.

Hallábanse una tarde asomados sobre las peñas, y contemplando ensilencio, con las manos confundidas, la serenidad fascinadora de lasmontañas en el crepúsculo, cuando Ramiro, al volver de pronto la cabeza,hallose con la figura del misterioso morisco, inmóvil y taciturno enmedio de la terraza.

Aixa, para desvanecer la sorpresa del mancebo, les presentó con unalarga sonrisa.

Un momento después, sentados sobre un tapiz, hablabantranquilamente. El morisco, en castizo castellano, informose de losprincipales señores de la ciudad, de sus genealogías, de susparentescos.

Entretanto, Aixa escuchaba la conversación palpitando de júbilo, y sumirada pasaba de uno a otro semblante como si comparase las facciones.

El sol iba a ocultarse. Vago perfume de mejorana y de cantueso subía delos barrancos. Era una tarde calurosa y calma. El cielo, el valle, elcaserío, todo se pintaba de púrpura diluida. El mismo ciprés embermejabahacia el poniente su follaje negruzco. Ramiro experimentó como nunca lareligiosidad de esa hora en que los campanarios se revisten de oro y degrana para entonar la angélica salutación; y pensó que se hallaba acasoentre dos seres de una fe diferente a la suya, entre dos falsosconversos. ¿Rezarían con él las avemarías?

El y ellos callaban.

De pronto, como el peregrino sediento que escucha un vocerío de caravanamás allá del horizonte, el morisco inclinó todo su cuerpo, hacia elcostado, y llevándose la mano al oído, aguzó su atención. Ramiro creyódistinguir entonces una voz como lejana, un canto sigiloso y triste.Era, sin duda, la voz del almuédano, la convocación exterior del idzan, en algún terrado vecino. Aixa y el morisco se levantaron y, enmedio del tapiz, con el rostro hacia el naciente, sacerdotales,hieráticos, realizaron las cuatro prosternaciones del azala de la tarde.Cuando hubieron terminado, asomáronse uno y otro sobre las peñas, y,entrelazando sus brazos, la mirada fija en el mismo punto del horizonte,entonaron la siguiente plegaria, con ese acento peculiar del que recitapalabras ilustres, cuyos ecos están siempre despiertos en la memoria.

Ella dijo:

«El amor santo y el insomnio se añudan como una cuerda para darmetormento.»

El replicó:

«Mi corazón se halla acongojado por la ausencia. Gime al asomar el alba,gime cuando el sol toca el poniente.»

Y siguieron alternando:

«Si el viento sopla de parte de la comarca olorosa, huele a almizcletoda la tierra y revilca en mi pecho el deseo de visitalla.»

«¡Oh!, tú que conduces los camellos hacia el lugar del amado, cuandollegues al sepulcro del natural de Tehama, del más excelente de loshombres, del alto, del amoroso, salúdalo de la mi parte, pues él sabe elremedio de mi sufrencia; y cuando admires los clarores de la tierra deNeched, haz presente el recordamiento de mi pasión, pues no hay para miotro quibla que el sepulcro del profeta.»

Al escuchar tales palabras, en un instante como aquél, el mancebo sintióque una horrible blasfemia había sido lanzada al rostro del Señor; y unacento sobrehumano, cual la voz de un arcángel, le gritó en laconciencia su deber ante la iglesia de Cristo y ante la memoria de susmayores.

Aixa continuó:

«Marcháronse de madrugada los mensajeros hacia los vergeles de Meca y deMedina, y me han dejado en rehenes. Marcharon sobre los camellos. Elkebir los conduce cantando y con ésos va mi corazón para la tierraamorosa del Hechaz. Mi corazón pertenece a la caravana. Seguirá lapolvareda de los camellos.»

El respondió:

«Nada hay capaz de apagar el fuego de mi pasión como el agua de Zemzem.¡Dichoso el que la bebe! De mí la salutación para la gente que davueltas en torno del Hatim y de la estación de Abraham y del templo dela Cava.»

Se hizo un silencio como cuando termina un rito. Ramiro sintió vivoimpulso de levantarse y escupir en el rostro a aquel hombre.

El morisco cruzó los brazos, y Aixa recostose como una hija sobre supecho.

En ese instante una metálica vibración llegó de la ciudad. Luego lacampana de Santiago resonó a corta distancia. Otras, más lejanas,respondieron. La catedral dejaba caer sus campanadas bajas y solemnes,y, en seguida, todas las iglesias a la vez, en alucinador concierto,tocaban las oraciones.

Ramiro cayó de rodillas, como si un dardo venido de lo alto le hubiesetraspasado de pronto, y las avemarías manaron de su pecho bullidoras ycálidas. Sus ojos cerrados veían una pavorosa negrura sobre la cualdesfilaban llameantes imágenes de purgatorio. Se humilló, se anonadó, seredujo bajo el remordimiento, pidiendo perdón sin cesar, por algoodioso, por algo enorme, aborrecible, que sentía ahora por primera vez,en todo su peso, en todo su horror, sobre su propia conciencia.

Aixa y el morisco, asidos fuertemente, sin hablarse, no apartaban losojos del mancebo.

La ciudad prolongaba el lloro y el canto de sus bronces en el piadosoanochecer.

XVII

Dos días después, don Alonso Blázquez Serrano, saliendo de visitar alseñor de la Hoz, topaba con Ramiro en la escalera. El mancebo descendiópara acompañarle.

Cuando llegaron al patio, don Alonso, arrimándose a una columna, como sibuscara ocultarse de los lacayos, díjole sin ambages que algunaspersonas comenzaban a murmurar de sus frecuentes visitas al barrio deSantiago. Ramiro dio por disculpa su errabunda curiosidad y el deseo deindagar aquellas sospechosas costumbres de los conversos.

—Bien respondido—replicó don Alonso—si fuera yo algún oficiosoimpertinente y no el amigo fiel de vuestra casa, que os ha miradosiempre como a un hijo.

Una pausa subrayó la intención de aquella frase.

—Corren acerca de vuesa merced—añadió, tratando de atenuar con unasonrisa la dureza de las palabras—las más peregrinas especies. Unospropalan que os halláis en inteligencias con los moriscos paratransmitilles todo lo que sobre ellos se resuelve; otros, que os hancomprado la conciencia con presentes y dinero; y no falta, en fin, quienasegure que tenéis hecho pacto con el Demonio por intermedio de unavieja hechicera del arrabal. Huelga decir que así creo yo en estaspatrañas como en las consejas de vestiglos y gigantes; pero, si he dehablar cabalmente, no encuentro que la simple curiosidad baste aexplicar vuestros cotidianos paseos por la morería.

Contrajo su labio el mancebo con un gesto de cólera, y la sangreencendiole de súbito el rostro. ¿Qué hacer? Bajando la cabeza dioalgunos pasos, yendo y viniendo por delante del caballero, y, enseguida, trémulo de orgullo, reveló la comisión secreta que habíarecibido en nombre de Su Majestad.

—¡Ah! Harto bien se me alcanza—agregó—de dónde pueden venir esasaleves calumnias y en qué pecho habré de hundir la espada cuandodetermine vengarme.

Don Alonso apretó en sus manos la mano estremecida del mancebo, ymirándole de un modo profundo, con los ojos brillantes de emoción, ledijo:

—Nunca dudé de la honra de quien lleva una sangre tan calificada y tanlimpia como la vuestra; pero huélgame declarar que las palabras queacabo de oíros me quitan del alma una incomprensible pesadumbre. ¡Ea,dadme esos brazos!

Se estrecharon ceremoniosamente.

Subiendo a la silla de manos don Alonso, dirigiose a su morada,resuelto a favorecer la alianza de su hija Beatriz con aquel mancebo encuya frente altanera había creído leer el horóscopo de los grandeshonores.

La escena de la terraza y el reciente discurso del padre de Beatrizdesgarraron para Ramiro el hechizo amoroso en que estaba viviendo. Crudaclaridad mostrábale ahora las sinuosidades hipócritas de su conducta, elolvido total del deber, las falsas confesiones a los pies del ministrode Dios. Todo por una mujer de otra raza cuya ley religiosa no habíaquerido indagar demasiado para que el grito de la conciencia no viniesea perturbar su lascivia. ¿Qué sabía de nuevo? ¿Qué leve indicio habíalogrado sorprender después de visitar día a día aquella casa, cuyosmuros guardaban, quizá, el secreto de la conspiración?

Su voluntad se enhestó. Estaba dispuesto a desagraviar a Dios mediantecualquier heroísmo, por arduo que fuese. Había encontrado en mucho librode religión ejemplos de grandes pecadores que redimieron su vidaabominable con un solo instante de profundo arrepentimiento. Sedesceparía del pecho aquel amor de la sarracena y jugaría su vida enalgún golpe inaudito de audacia. Entonces, cuando las gentes seinclinaran ante él y nadie osara dudar de su honra, habría llegado elmomento de vengarse de Gonzalo de San Vicente, pues no podía ser sino élquien, ayudado del campanero, propalaba por la ciudad las malvadasinvenciones que le había referido el hidalgo.

Volvió varias veces a la morería y a la casa misteriosa. Ya el cuerpo dela sarracena le dejaba en el sentido un olor imaginario de unturabrujeril y de husmo. Con qué goce tan grande comenzó a experimentar losprimeros impulsos de desapego. Rabiosa fruición de tortura se mezclabaahora a todas sus caricias. Instantes hubo en que meditó el modo mejorde suprimir para siempre a aquella hembra demasiado hermosa, cuyafascinación podía resurgir más adelante en su camino. Imaginaba, allá enlo más hondo de su conciencia, llevarla algún oculto veneno, o hacerlaperecer, sin arma alguna, ciñéndola la garganta; y, así, muerta por suspropias manos, ante el solo testimonio de Dios, sumergirla en el agua,con todos sus botes de olor y de tintura, para que la pila diabólica lesirviera de sepulcro. Pero había oído decir que algunas mujeres cobrabanal morir inolvidable belleza. Comprendió entonces la virtud santa delfuego, la destrucción sin igual de la hoguera, que no dejaba sino unnegro amasijo, repelente.

Ella, en cambio, le recibía cada vez más apasionada, más deseosa, másenferma de ansia, como si toda su alma presintiera el alejamiento yquisiese adherirse al objeto de su amor, con la crispación de una manosobre precioso cristal que se escurre. Ya no le hablaba con aquel acentosuperior y feliz. Su clara sonrisa se obscureció, se llenó de miedo,semejante a un agua viva al anochecer. Sollozos desolados, desesperados,la sofocaban ahora, a cada instante; y aquellas gotas ácidas que corríanhasta su labio, aquel olor de llanto y de angustia apresuraron supérdida. Al sentirla bajo su voluntad como un tapiz que se puedearrollar o desarrollar, con el pie, según el antojo, Ramiro hallose otravez dueño de sí mismo; y su propio gesto victorioso despertó en su ánimoinstintos de crueldad. Golpeó y estrujó a su amada más de una vez paraarrancarla el secreto de la conspiración. Parecíale que tenía sobradoderecho de atormentar a la mujer que había pretendido hundirle en laapostasía y el perjurio.

La idea del Demonio oculto en el cuerpo de aquella fascinadora cruzábalepor la mente, y sentíase orgulloso de haber luchado con semejanteenemigo, cual Jacob en las tinieblas; y ahora, a su vez, tomaba aquellasblancas manos de Dalila, aquellas manos de traición y de engaño, y,demandando la palabra reveladora, estrujaba unos con otros los dedos,sobre las duras sortijas; mientras ella, con los ojos bañados enlágrimas, miraba hacia lo alto, sin exhalar un gemido.

Ramiro apresuraba los instantes, escudriñaba en cada visita todos losrecovecos, hacíase enseñar las otras estancias, palpaba disimuladamentelos muros esperando descubrir algún secreto resorte. Ella, en cambio, nohacía sino pedirle, sin cesar, que huyesen juntos de Castilla. Era lacantinela monótona, el ruego único, desesperado.

Junto a Granada, sobreel Genil, decíale, tenía una casa toda blanca como su cuerpo, con unapuertecita roja para él, sólo para él; y reía con una risa servil,lasciva, y cuasi llorosa.

Cierta vez, al acompañarle hasta la ventana, Gulinar, la vieja morisca,le manifestó que una genia, surgida del agua de la alberca, le habíarevelado lo que pasaba por él.

—Es secreto—agregó—que a ti mismo se te asconde.

Nombrole a Beatriz y díjole los pormenores de su desengaño y lossentimientos indiscernibles que se movían en su corazón. El dolorosorecuerdo, que él creía inhumado para siempre, aparecía ahora evocado poraquella mujer, extendido, sacudido ante sus ojos, cual emocionanteropaje de otros tiempos. Musitando, en seguida, misteriosa frase, laanciana sacó de la gaveta de un mueble una figurilla de lienzo. Lacabeza, sin facciones, estaba toda erizada de crin híspida y espesa.

Lacintura era ceñida, la falda ampulosa; dos largos punzones traspasabande parte a parte la garganta. Ramiro sabía harto bien lo que aquellosignificaba, y tembló por la doncella, ante el pavoroso recurso de lahechicería.

Esa misma tarde, paseándose con el Canónigo por la plazuela de lacatedral, refiriole Ramiro, por primera vez, su entrada en la casa delos moriscos y el comienzo de su aventura con Aixa, como si todo acabarade suceder. El Canónigo, haciendo crujir la arenilla de las losas bajola suela del zapato, le escuchaba atentamente, oprimiendo con ambasmanos el Libro de Horas contra su pecho. Por fin, respondió:

—Vuestro propio discurso, hijo mío, háceme pensar que os halláis engrave peligro de hechizamiento. Dicha hembra ha de ser alguna famosajorguina, de las que usan filtros diabólicos, cuyo poder sólo puedenresistirlo uno que otro cuerpo endurecido en la penitencia. No meextraña lo que acabáis de referir acerca de su grande hermosuracorporal, pues el Demonio pone en sus rasgos los cebos más sotiles de latentación y él mesmo suele alojarse en sus personas, como se compruebade continuo. Urge, Ramiro, desatar ese ñudo de una sola cuchillada, comonos cuentan los antiguos del rey Alejandro. Por la disposición y lostapujos de esa casa, tengo para mí que ha de ser sitio de clandestinasreuniones, y pienso agora que si llegárade