La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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ser

rico.

Y el rico no compra ciencia.

Stein contemplaba aquel pueblecito tan tranquilo, medio pescador, mediomarinero, llevando con una mano el arado y con la otra el remo. No secomponía, como los de Alemania, de casas esparcidas sin orden con sustechos tan campestres, de paja, y sus jardines; ni reposaba, como los deInglaterra, bajo la sombra de sus pintorescos árboles; ni como los deFlandes formaba dos hileras de lindas casas a los lados del camino.Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas, cuyas casas deun solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de vetustastejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y todaclase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como unapradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano,aseado y alegre.

Catorce cruces iguales a la que cerca de Stein estaba, se seguían dedistancia en distancia, hasta la última, que se alzaba en medio de laplaza haciendo frente a la iglesia. Era esto la via crucis.

Momo volvió, pero no volvía solo. Venía en su compañía un señor de edad,alto, seco, flaco y tieso como un cirio. Vestía chaqueta y pantalón debasto paño pardo, chaleco de piqué de colores moribundos, adornado dealgunos zurcidos, obras maestras en su género; faja de lana encarnada,como las gastan las gentes del campo; sombrero calañés de ala ancha, conuna cucarda que había sido encarnada y que el tiempo, el agua y el solhabían convertido en color de zanahoria. En los hombros de la chaquetahabía dos estrechos galones de oro problemático, destinados a sujetardos charreteras; y una espada vieja, colgada de un cinturón ídem,completaba este conjunto medio militar y medio paisano. Los años habíanhecho grandes estragos en la parte delantera del largo y estrecho cráneode este sujeto. Para suplir la falta de adorno natural, había levantadoy traído hacia adelante

los

pocos

restos

de

cabellera

que

le

quedaban,sujetándolos por medio de un cabo de seda negra sobre la parte alta delcráneo, de donde formaban un hopito con la gracia chinesca más genuina.

—Momo, ¿quién es este señor?—preguntó Stein a media voz.

—El comandante—respondió este en su tono natural.

—¡Comandante! ¿De qué?—tornó Stein a preguntar.

—Del fuerte de San Cristóbal.

—¡Del fuerte de San Cristóbal!...—exclamó Stein estático.

—Servidor de usted—dijo el recién venido, saludando con cortesía—; minombre es Modesto Guerrero y pongo mi inutilidad a la disposición deusted.

Ese usual cumplido tenía en este sujeto una aplicación tan exacta, queStein no pudo menos de sonreírse al devolver al militar su saludo.

—Sé quién es usted—prosiguió don Modesto—, tomo parte en suscontratiempos y le doy el parabién por su restablecimiento, y por habercaído en manos de los Alerzas, que son, a fe mía, unas buenas gentes; mipersona y mi casa están a la disposición de usted, para lo que gustemandar. Vivo en la plaza de la iglesia, quiero decir, de laConstitución, que es como ahora se llama. Si alguna vez quiere ustedfavorecerla, el letrero podrá indicarle la plaza.

—Si en todo el lugar hay otra, ¿a qué tantas señas?—dijo Momo.

—¿Conque tiene una inscripción?—preguntó Stein, que en su vida agitadade campamentos no había tenido ocasión de aprender los usualescumplidos, y no sabía contestar a los del cortés español.

—Sí, señor—respondió este—; el alcalde tuvo que obedecer las órdenesde arriba. Bien ve usted que en un pueblo pequeño no era fácilproporcionarse una losa de mármol con letras de oro, como son laslápidas de Cádiz y de Sevilla. Fue preciso mandar hacer el letrero almaestro de escuela, que tiene una hermosa letra, y debía ponerse acierta altura en la pared del Cabildo. El maestro preparó pintura negracon hollín y vinagre, y encaramado en una escalera de mano, empezó laobra, trazando unas letras de un pie de alto. Por desgracia, queriendohacer un gracioso floreo, dio tan fuerte sacudida a la escalera, queesta se vino al suelo con el pobre maestro y el puchero de tinta,rodando los dos hasta el arroyo. Rosita, mi patrona, que observó lacatástrofe desde su ventana y vio levantarse al caído, negro como elcarbón, se asustó tanto, que estuvo tres días con flatos y de veras medio cuidado. El alcalde, sin embargo, ordenó al magullado maestro quecompletase su obra, en vista de que el letrero no decía todavía más que consti; el pobre maestro tuvo que apechugar con la tarea; pero estavez no quiso escalera de mano y fue preciso traer una carreta y ponerencima una mesa, y atarla con cuerdas. Encaramado allí el pobre, estabatan turulato acordándose de lo de marras, que no pensó sino en despacharpronto; y así es que las últimas letras, en lugar de un pie de alto comolas otras, no tienen más que una pulgada; y no es esto lo peor, sino quecon la prisa, se le quedó una letra en el tintero, y el letrero diceahora: PLAZA DE LA CONSTITUCIN.

El alcalde se puso furioso; pero elmaestro se cerró a la banda y declaró que ni por Dios ni por sus santosvolvía a las andadas, y que más bien quería montar en un toro de ochoaños, que en aquel tablado de volatines. De modo que el letrero se haquedado como estaba; pero a bien que no hay en el lugar quien lo lea.

Yes lástima que el maestro no lo haya enmendado, porque era muy hermoso yhacía honor a Villamar.

Momo, que traía al hombro unas alforjas bien rellenas y tenía prisa,preguntó al comandante si iba al fuerte de San Cristóbal.

—Sí—respondió—, y de camino, a ver a la hija del tío Pedro Santaló,que está mala.

—¿Quién? ¿La Gaviota? —preguntó Momo—. No lo crea usted. Si la hevisto ayer encaramada en una peña y chillando como las otras gaviotas.

—¡Gaviota!—exclamó Stein.

—Es un mal nombre—dijo el comandante—que Momo le ha puesto a esapobre muchacha.

—Porque tiene las piernas largas—respondió Momo—; porque tanto viveen el agua como en la tierra; porque canta y grita, y salta de roca enroca como las otras.

—Pues tu abuela—observó don Modesto—la quiere mucho y no la llama másque Marisalada, por sus graciosas travesuras y por la gracia con quecanta y baila y remeda a los pájaros.

—No es eso—replicó Momo—; sino porque su padre es pescador y ella nostrae sal y pescado.

—¿Y vive cerca del fuerte?—preguntó Stein, a quien habían excitado lacuriosidad aquellos pormenores.

—Muy cerca—respondió el comandante—. Pedro Santaló tenía una barcacatalana que, habiendo dado a la vela para Cádiz, sufrió un temporal ynaufragó en la costa. Todo se perdió, el buque y la gente, menos Pedro,que iba con su hija; como que a él le redobló las fuerzas el ansia desalvarla. Pudo llegar a tierra, pero arruinado; y quedó tan desanimado ytriste, que no quiso volver a su tierra. Lo que fue labrar una chozaentre esas rocas con los destrozos que habían quedado de la barca, y semetió a pescador. Él era el que proveía de pescado al convento, y lospadres, en cambio, le daban pan, aceite y vinagre. Hace doce años quevive ahí en paz con todo el mundo.

Con esto llegaron al punto en que la vereda se dividía y se separaron.

—Pronto nos veremos—dijo el veterano. Dentro de un rato iré a ponermea la disposición de usted y saludar a sus patronas.

—Dígale usted de mi parte a la Gaviota—gritó Momo—que me tiene sincuidado su enfermedad, porque mala yerba nunca muere.

—¿Hace mucho tiempo que el comandante está en Villamar?—preguntóStein a Momo.

—Toma..., ciento y un años, desde antes que mi padre naciera.

—¿Y quién es esa Rosita, su patrona?

—¡Quién, señá Rosa Mística!—respondió Momo con un gesto burlón—. Esla maestra de amiga. Es más fea que el hambre; tiene un ojo mirando aPoniente y otro a Levante; y unos hoyos de viruelas, en que puederetumbar un eco. Pero, don Federico, el cielo se encapota; las nubesvan como si las corrieran galgos.

Apretemos el paso.

Capítulo VI

Antes de seguir adelante, no será malo trabar conocimiento con estenuevo personaje.

Don Modesto Guerrero era hijo de un honrado labrador, que no dejaba detener buenos papeles de nobleza, hasta que se los quemaron los francesesen la guerra de la Independencia, como quemaron también su casa, bajo elpretexto de que los hijos del dueño eran brigantes, esto es, reos delgrave delito de defender a su patria. El buen hombre pudo reedificar sucasa. Pero a los pergaminos no les cupo la suerte del fénix.

Modesto cayó soldado, y como su padre no tenía lo bastante paracomprarle un sustituto, pasó a las filas de un regimiento de infantería,en calidad de distinguido.

Como era un bendito, y además de larga y seca catadura, pronto llegó aser el objeto de las burlas y de las chanzas pesadas de sus compañeros.Estos, animados por su mansedumbre, llevaron al extremo sus bromas,hasta que Modesto les puso término del modo siguiente. Un día que habíagran formación, con motivo de una revista, Modesto ocupaba su lugar alextremo de una fila. Allí cerca había una carreta: con gran destreza yprontitud sus compañeros le echaron a una pierna un lazo corredizo,atando la extremidad del cordel a una de las ruedas de la carreta. Elcoronel dio la voz de «marchen». Sonaron los tambores y todas lasmitades se pusieron en marcha, menos Modesto, que se quedó parado conuna pierna en el aire, como los escultores figuran a Céfiro.

Terminada la revista, Modesto volvió al cuartel tan sosegado como de élhabía salido y, sin alterar su paso, pidió una satisfacción a suscompañeros. Como ninguno quería cargar con la responsabilidad delchasco, declaró con la misma calma que mediría sus armas con las detodos y cada uno de ellos, uno después de otro. Entonces salió al frenteel que había inventado y dirigido la burla: se batieron y de susresultas perdió un ojo su adversario. Modesto le dijo, con su calmaacostumbrada, que si quería perder el otro, él estaba a su disposicióncuando gustase.

Entre tanto, Modesto, sin parientes ni protectores en la corte, sinmiras ambiciosas, sin disposiciones para la intriga, hizo su carrera apaso de tortuga, hasta que en la época del sitio de Gaeta, en 1805, suregimiento recibió orden de juntarse como auxiliar con las tropas deNapoleón. Modesto se distinguió allí por su valor y serenidad, entérminos que mereció una cruz y los mayores elogios de sus jefes.

Su nombre lució en La Gaceta como un meteoro, para hundirse después enla eterna oscuridad. Estos laureles fueron los primeros y los últimosque le ofreció su carrera militar; porque habiendo recibido una profundaherida en el brazo, quedó inutilizado para el servicio, y en recompensa,le nombraron comandante del fuertecillo abandonado de San Cristóbal.Hacía, pues, cuarenta años que tenía bajo sus órdenes el esqueleto de uncastillo y una guarnición de lagartijas.

Al principio no podía nuestro Guerrero conformarse con aquel abandono.No pasaba año sin que dirigiese una representación al Gobierno, pidiendolos reparos necesarios y los cañones y tropa que

aquel

punto

de

defensarequería.

Todas

estas

representaciones habían quedado sin respuesta, apesar de que, según las circunstancias de la época, no había omitidohacer presente la posibilidad de un desembarco de ingleses, deinsurgentes americanos, de franceses, de revolucionarios y de carlistas.Igual acogida habían recibido sus continuas plegarias para obteneralgunas pagas. El Gobierno no hizo el menor caso de aquellas dos ruinas:el castillo y su comandante. Don Modesto era sufrido; conque acabó porsometerse a su suerte sin acritud y sin despecho.

Cuando vino a Villamar, se alojó en casa de la viuda del sacristán, lacual vivía entregada a la devoción, en compañía de su hija, todavíajoven. Eran excelentes mujeres: algo remilgadas y secas, con sus ribetesde intolerantes; pero buenas, caritativas, morigeradas y de esmeradoaseo.

Los vecinos del pueblo, que miraban con afición al comandante, o másbien al comendante, que era como le llamaban, y que al mismo tiempoconocían sus apuros, hacían cuanto podía para aliviarlos. No se hacíamatanza en casa alguna sin que se le enviase su provisión de tocino ymorcillas. En tiempo de la recolección, un labrador le enviaba trigo,otro garbanzos; otros le contribuían con su porción de miel o de aceite.Las mujeres le regalaban los frutos del corral; de modo que su beatapatrona tenía siempre la despensa bien provista, gracias a labenevolencia general que inspiraba don Modesto; el cual, de índolecorrespondiente a su nombre, lejos de envanecerse de tantos favores,solía decir que la Providencia estaba en todas partes, pero que sucuartel general era Villamar.

Bien es verdad que él sabía corresponder atantos favores, siendo con todos por extremo servicial y complaciente.Levantábase con el sol, y lo primero que hacía era ayudar a misa alcura. Una vecina le hacía un encargo, otra le pedía una carta para unhijo soldado; otra, que le cuidase los chiquillos, mientras salía a unadiligencia. Él velaba a los enfermos, rezaba con sus patronas; en fin,procuraba ser útil a todo el mundo, en todo lo que no pudiese ofender suhonradez y su decoro. No es esto nada raro en España, gracias a lainagotable caridad de los españoles, unida a su noble carácter, el cualno les permite atesorar, sino dar cuanto tienen al que lo necesita:díganlo los exclaustrados, las monjas, los artesanos, las viudas de losmilitares y los empleados cesantes.

Murió la viuda del sacristán, dejando a su hija Rosa con cuarenta ycinco años bien contados y una fealdad que se veía de lejos. Lo que máscontribuía a esta desgracia, eran las funestas consecuencias de lasviruelas. El mal se había concentrado en un ojo, y sobre todo en elpárpado, que no podía levantarse sino a medias; de lo que resultaba quela pupila, medio apagada, daba a toda la fisonomía cierto aspecto pocointeligente y vivo, contrastando notablemente el ojo entornado con sucompañero, del cual salían llamas, como de una hoguera de sarmientos, almenor motivo de escándalo, y en verdad que los solía encontrar con hartafrecuencia.

Después del entierro, y pasados los nueve días de duelo, la señora Rosadijo un día a don Modesto:

—Don Modesto, siento mucho tener que decir a usted que es precisosepararnos.

—¡Separarnos!—exclamó el buen hombre abriendo tantos ojos y poniendola jícara de chocolate sobre el mantel, en lugar de ponerla en elplato—. ¿Y por qué, Rosita?

Don Modesto se había acostumbrado por espacio de treinta años a empleareste diminutivo cuando dirigía la palabra a la hija de su antiguapatrona.

—Me parece—respondió ella arqueando las cejas que no debía ustedpreguntarlo. Conocerá usted que no parece bien que vivan juntas, ysolas, dos personas de estado honesto. Sería dar pábulo a las malaslenguas.

—Y ¿qué pueden decir de usted las malas lenguas?—repuso don Modesto—;¡usted, que es la más ejemplar del pueblo!

—¿Acaso hay nada seguro de ellas? ¿Qué dirá usted cuando sepa que ustedcon todos sus años y su uniforme y su cruz, y yo, pobre mujer que nopienso más que en servir a Dios, estamos sirviendo de diversión a estosdeslenguados?

—¿Qué dice usted, Rosita?—exclamó don Modesto asombrado.

—Lo que está usted oyendo. Ya nadie nos conoce sino por el mal nombreque nos han puesto esos condenados monacillos.

—¡Estoy atónito, Rosita! No puedo creer...

—Mejor para usted si no lo cree—dijo la devota—; pero yo le aseguroque esos inicuos (Dios los perdone), cuando nos ven llegar a la iglesiatodas las mañanas a misa de alba, se dicen unos a otros: «Llama a misa,que ahí viene Rosa Mística y Turris Davídica, en amor y compaña comoen las letanías.» A usted le han puesto ese mote por ser tan alto y tanderecho.

Don Modesto se quedó con la boca abierta y los ojos fijos en el suelo.

—Sí, señor—continuó Rosa Mística—; la vecina es quien me lo hadicho, escandalizada, y aconsejándome que vaya a quejarme al señor cura.Yo la he respondido que mejor quiero sufrir y callar. Más padeciónuestro Señor sin quejarse.

—Pues yo—dijo don Modesto—no aguanto que nadie se burle de mí y muchomenos de usted.

—Lo mejor será—continuó Rosa—acreditar con nuestra paciencia quesomos buenos cristianos, y con nuestra indiferencia, el poco caso quehacemos de los juicios del mundo.

Por otra parte, si castigan a esosirreverentes, lo harían peor; créame usted, don Modesto.

—Tiene usted razón, como siempre, Rosita—dijo don Modesto—. Yo sé loque son los guasones; si les cortasen las lenguas, hablarían con lasnarices. Pero si en otro tiempo alguno de mis camaradas se hubieseatrevido a llamarme Turris Davídica, bien hubiera podido añadir: Orapro nobis. Mas ¿es posible que siendo usted una santa bendita les tengamiedo a los maldicientes?

—Ya sabe usted, don Modesto, lo que vulgarmente dicen los que piensanmal de todo: entre santa y santo, pared de cal y canto.

—Pero entre usted y yo—dijo el comandante—no hay necesidad de ponerni tabique. Yo, con tantos años a cuestas: yo, que en toda mi vida no heestado enamorado más que una vez...

y por más señas que lo estuve de unabuena moza, con quien me habría casado a no haberla sorprendido enchicoleos con el tambor mayor, que...

—Don Modesto, don Modesto—gritó Rosa poniéndose erguida—. Honreusted su nombre y mi estado y déjese de recuerdos amorosos.

—No ha sido mi intención escandalizar a usted—dijo don Modesto en tonocontrito—: basta que usted sepa y yo le jure que jamás ha cabido nicabrá en mí un mal pensamiento.

—Don Modesto—dijo Rosa Mística con impaciencia (mirándole con un ojoencendido, mientras el otro hacía vanos esfuerzos por imitarlo)—, ¿mecree usted tan simple que pueda pensar que dos personas como usted y yo,sensatas y temerosas de Dios, se conduzcan como los casquivanos, que notienen pudor ni miedo al pecado? Pero en este mundo no basta obrar bien;es preciso no dar que decir, guardando en todo las apariencias.

—¡Esta es otra!—repuso el comandante—. ¿Qué apariencias puede haberentre nosotros? ¿No sabe usted que el que se excusa se acusa?

—Dígole a usted—respondió la devota—que no faltará quien murmure.

—¿Y qué voy yo a hacer sin usted?—preguntó afligido don Modesto—.¿Qué será de usted sin mí, sola en este mundo?

—El que da de comer a los pajaritos—dijo solemnemente Rosa—cuidará delos que en él confían.

Don Modesto, desconcertado y no sabiendo dónde dar de cabeza, pasó a vera su amigo el cura, que lo era también de Rosita, y le contó cuantopasaba.

El cura hizo patente a Rosita que sus escrúpulos eran exagerados einfundados sus temores; que, por el contrario, la proyectada separacióndaría lugar a ridículos comentarios.

Siguieron, pues, viviendo juntos como antes, en paz y gracia de Dios. Elcomandante, siempre bondadoso y servicial; Rosa, siempre cuidadosa,atenta y desinteresada; porque don Modesto no se hallaba en el caso deremunerar pecuniariamente sus servicios, puesto que si la empuñadura desu espada de gala no hubiera sido de plata, bien podría haber olvidadode qué color era aquel metal.

Capítulo VII

Cuando Stein llegó al convento, toda la familia estaba reunida, tomandoel sol en el patio.

Dolores, sentada en una silla, remendaba una camisa de su marido. Susdos niñas, Pepa y Paca, jugaban cerca de la madre.

Eran dos lindascriaturas, de seis y ocho años de edad. El niño de pecho, encanastadoen su andador, era el objeto de la diversión de otro chico de cincoaños, hermano suyo, que se entretenía en enseñarle gracias que son muy apropósito para desarrollar la inteligencia, tan precoz en aquel país.Este muchacho era muy bonito, pero demasiado pequeño; con lo que Momo lehacía rabiar frecuentemente llamándolo Francisco de Anís, en lugar deFrancisco de Asís, que era su verdadero nombre. Vestía un diminutopantalón de tosco paño con chaqueta de lo mismo, cuyas reducidasdimensiones permitían a la camisa formar en torno de su cintura unpomposo buche, como que los pantalones estaban mal sostenidos por unsolo tirante de orillo.

—Haz una vieja, Manolillo—decía Anís.

Y el chiquillo hacía un gracioso mohín, cerrando a medias los ojos,frunciendo los labios y bajando la cabeza.

—Manolillo, mata un morito.

Y el chiquillo abría tantos ojos, arrugaba las cejas, cerraba los puñosy se ponía como una grana a fuerza de fincharse en actitud belicosa.Después Anís le tomaba las manos y las volvía y revolvía cantando:

¡Qué

lindas

manitas

que

tengo

yo!

¡Qué

chicas!

¡Qué

blancas!

¡Qué monas que son!

La tía María hilaba y el hermano Gabriel estaba haciendo espuertas conhojas secas de palmito.[10]

Un enorme y lanudo perro blanco, llamado Palomo, de la hermosa castadel perro pastor de Extremadura, dormía tendido cuan largo era, ocupandoun gran espacio con sus membrudas patas y bien poblada cola, mientrasque Morrongo, corpulento gato amarillo, privado desde su juventud deorejas y de rabo, dormía en el suelo, sobre un pedazo de la enagua de latía María.

Stein, Momo y Manuel llegaron al mismo tiempo por diversos puntos. Elúltimo venía de rondar la hacienda, en ejercicio de sus funciones deguarda; traía en una mano la escopeta y en otra tres perdices y dosconejos.

Los muchachos corrieron hacia Momo, quien de un golpe vació lasalforjas, y de ellas salieron, como de un cuerno de la Abundancia,largas cáfilas de frutas de invierno, con las que se suele festejar enEspaña la víspera de Todos Santos: nueces, castañas, granadas, batatas,etc.

—Si Marisalada nos trajera mañana algún pescado—dijo la mayor de lasmuchachas—, tendríamos jolgorio.

—Mañana—repuso la abuela—es día de Todos Santos; seguramente nosaldrá a pescar el tío Pedro.

—Pues bien—dijo la chiquilla—, será pasado mañana.

—Tampoco se pesca el día de los Difuntos.

—¿Y por qué?—preguntó la niña.

—Porque sería profanar un día que la Iglesia consagra a las ánimasbenditas: la prueba es que unos pescadores que fueron a pescar tal díacomo pasado mañana, cuando fueron a sacar las redes, se alegraron alsentir que pesaban mucho; pero en lugar de pescado, no había dentro másque calaveras. ¿No es verdad lo que digo, hermano Gabriel?

—¡Por supuesto! Yo no lo he visto; pero como si lo hubiera visto—dijoel hermano.

—¿Y por eso nos hacéis rezar tanto el día de Difuntos a la hora delRosario?—preguntó la niña.

—Por eso mismo—respondió la abuela—. Es una costumbre santa, y Diosno quiere que la descuidemos. En prueba de ello, voy a contaros unejemplo: Érase una vez un obispo, que no tenía mucho empeño en estapiadosa práctica y no exhortaba a los fieles a ella. Una noche soñó queveía un abismo espantoso, y en su orilla había un ángel que con unacadena de rosas blancas y encarnadas sacaba de adentro a una mujerhermosa, desgreñada y llorosa. Cuando se vio fuera de aquellastinieblas, la mujer, cubierta de resplandor, echó a volar hacia elcielo. Al día siguiente el obispo quiso tener una explicación del sueñoy pidió a Dios que le iluminase. Fuese a la iglesia y lo primero quevieron sus ojos fue un niño hincado de rodillas y rezando el rosariosobre la sepultura de su madre.

—¿Acaso no sabías eso, chiquilla?—decía Pepa a su hermana—. Pues miratú que había un zagalillo que era un bendito y muy amigo de rezar: habíatambién en el Purgatorio un alma más deseosa de ver a Dios que ninguna.Y viendo al zagalillo rezar tan de corazón, se fue a él y le dijo: «¿Medas lo que has rezado?» «Tómalo», dijo el muchacho; y el alma se lopresentó a Dios y entró en la gloria de sopetón. ¡Mira tú si sirve elrezo para con Dios!

—Ciertamente—dijo Manuel—, no hay cosa más justa que pedir a Dios porlos difuntos; y yo me acuerdo de un cofrade de las ánimas, que estabauna vez pidiendo por ellas a la puerta de una capilla y diciendo agritos: «El que eche una peseta en esta bandeja, saca un alma delPurgatorio.» Pasó un chusco y, habiendo echado la peseta, preguntó:«Diga usted, hermano,

¿cree usted que ya está el alma fuera?» «Qué dudatiene», repuso el hermano. «Pues entonces—dijo el otro—, recojo mipeseta, que no será tan boba ella que se vuelva a entrar.»

—Bien puede usted asegurar, don Federico—dijo la tía María—, que nohay asunto para el cual no tenga mi hijo, venga a pelo o no venga, uncuento, chascarrillo o cuchufleta.

En este momento se entraba don Modesto por el patio, tan erguido, tangrave, como cuando se presentó a Stein en la salida del pueblo, sin másdiferencia que llevar colgada de su bastón una gran pescada[11]envuelta en hojas de col.

—¡El comendante!, ¡el comendante!—gritaron todos los presentes.

—¿Viene usted de su castillo de San Cristóbal?—preguntó Manuel a donModesto, después de los primeros cumplidos y de haberle convidado asentarse en el apoyo, que también servía de asiento a Stein—. Bienpodía usted empeñarse con mi madre, que es tan buena cristiana, para querogase al Santo Bendito que reedificase las paredes del fuerte, al revésde lo que hizo Josué con las del otro.

—Otras cosas de más entidad tengo que pedirle al santo—

respondió laabuela.

—Por cierto—dijo fray Gabriel—, que la tía María tiene que pedir alsanto cosas de más entidad que reedificar las paredes del castillo.Mejor sería pedirle que rehabilitase el convento.

Don Modesto, al oír estas palabras, se volvió con gesto severo hacia elhermano, el cual, visto este movimiento, se metió detrás de la tíaMaría, encogiéndose de tal manera que casi desapareció de la vista delos concurrentes.

—Por lo que veo—prosiguió el veterano—, el hermano Gabriel nopertenece a la Iglesia militante. ¿No se acuerda usted de que losjudíos, antes de edificar el templo, habían conquistado la tierraprometida, espada en mano? ¿Habría iglesias y sacerdotes en la TierraSanta si los cruzados no se hubieran apoderado de ella lanza en ristre?

—Pero ¿por qué?—dijo entonces Stein, con la sana intención dedistraer de aquel asunto al Comandante, cuya bilis empezaba a exaltarse.

—Eso no importa—contestó Manuel—, ni reparan en ello las ancianas,sino aquella que le pedía a