La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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L A G AV I O TA

[1]

Novela de Costumbres

por

Fernán Caballero

Capítulo: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI,

XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII,

XXVIII, XXIX, XXX, XXXI

Capítulo I

Hay

en

este

ligero

cuadro

lo

que

más

debe

gustar generalmente: novedad y naturalidad.

G. DE MOLÈNE

Es

innegable

que

las

cosas

sencillas

son

las

que

más

conmueven

los

corazones

profundos y los grandes entendimientos.

ALEJANDRO DUMAS

En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas consus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aúnmás parda y más húmeda que ellas.

El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio deun viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigasdel mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados loscabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres,pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados,atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientesté, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey yseñor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba abrazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia,y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.

Paseábanse sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azotecomún, por una complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entreellos se hallaba el gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y dealta estatura, acompañado de dos ayudantes. Algunos otros estabanenvueltos en sus mackintosh, metidas las manos en los bolsillos, losrostros encendidos,

azulados

o

muy

pálidos,

y

generalmentedesconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse convertidoen el alcázar de la displicencia.

Entre todos los pasajeros se distinguía un joven como de veinticuatroaños, cuyo noble y sencillo continente, y cuyo rostro hermoso y apacibleno daban señales de la más pequeña alteración. Era alto y de gentiltalante; y en la apostura de su cabeza reinaban una gracia y unadignidad admirables. Sus cabellos negros y rizados adornaban su frenteblanca y majestuosa: las miradas de sus grandes y negros ojos eranplácidas y penetrantes a la vez. En sus labios sombreados por un ligerobigote negro, se notaba una blanda sonrisa, indicio de capacidad yagudeza, y en toda su persona, en su modo de andar y en sus gestos, setraslucía la elevación de su clase y la del alma, sin el menor síntomadel aire desdeñoso, que algunos atribuyen injustamente a toda especie desuperioridad.

Viajaba por gusto, y era esencialmente bueno, aunque un sentimientovirtuoso de cólera no le impeliese a estrellarse contra los vicios y losextravíos de la sociedad. Es decir, que no se sentía con vocación deatacar los molinos de viento, como don Quijote. Érale mucho más gratoencontrar lo bueno, que buscaba con la misma satisfacción pura ysencilla, que la doncella siente al recoger violetas. Su fisonomía, sugracia, su insensibilidad al frío y a la desazón general, estabandiciendo que era español.

Paseábase observando con mirada rápida y exacta la reunión, que, a guisade mosaico, amontonaba el acaso en aquellas tablas, cuyo conjunto sellama navío, así como en dimensiones más pequeñas se llama ataúd. Perohay poco que observar en hombres que parecen ebrios, y en mujeres quesemejan cadáveres.

Sin embargo, mucho excitó su interés la familia de un oficial inglés,cuya esposa había llegado a bordo tan indispuesta, que fue precisollevarla a su camarote; lo mismo se había hecho con el ama, y el padrela seguía con el niño de pecho en los brazos, después de haber hechosentar en el suelo a otras tres criaturas de dos, tres y cuatro años,encargándoles que tuviesen juicio, y no se moviesen de allí. Los pobresniños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles ysilenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la Virgen.

Poco a poco el hermoso encarnado de sus mejillas desapareció; susgrandes ojos, abiertos cuan grandes eran, quedaron como amortiguados yentontecidos, y sin que un movimiento ni una queja denunciase lo quepadecían, el sufrimiento comprimido se pintó en sus rostros asombrados ymarchitos.

Nadie reparó en este tormento silencioso, en esta suave y dolorosaresignación.

El español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de malhumor a un joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecíaimplorar su socorro en favor de aquellas abandonadas criaturas.

Como la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, ycomo no hablaba más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda,diciéndole que no le entendía.

Entonces el alemán bajó a su camarote a proa, y volvió prontamentetrayendo una almohada, un cobertor y un capote de bayetón. Con estosauxilios hizo una especie de cama, acostó en ella a los niños y losarropó con el mayor esmero. Pero apenas se habían reclinado, el mareo,comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y en un instantealmohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y perdidos.

El español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio unasonrisa de benévola satisfacción, que parecía decir:

¡gracias a Dios, yaestán aliviados!

Dirigióle la palabra en inglés, en francés y en español, y no recibióotra respuesta sino un saludo hecho con poca gracia, y esta fraserepetida: ich verstehe nicht (no entiendo).

Cuando después de comer, el español volvió a subir sobre cubierta, elfrío había aumentado. Se embozó en su capa, y se puso a dar paseos.Entonces vio al alemán sentado en un banco, y mirando al mar; el cual,como para lucirse, venía a ostentar en los costados del buque sus perlasde espuma y sus brillantes fosfóricos.

Estaba el joven observador vestido bien a la ligera, porque su levitónhabía quedado inservible, y debía atormentarle el frío.

El español dio algunos pasos para acercársele; pero se detuvo, nosabiendo cómo dirigirle la palabra. De pronto se sonrió, como de unafeliz ocurrencia, y yendo en derechura hacia él, le dijo en latín:

—Debéis tener mucho frío.

Esta voz, esta frase, produjeron en el extranjero la más vivasatisfacción, y sonriendo también como su interlocutor, le contestó enel mismo idioma:

—La noche está en efecto algo rigurosa; pero no pensaba en ello.

—¿Pues en qué pensabais?—le preguntó el español.

—Pensaba en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.

—¿Por qué viajáis, pues, si tanto sentís esa separación?

—¡Ah!, señor; la necesidad... Ese implacable déspota...

—¿Con que no viajáis por placer?

—Ese placer es para los ricos, y yo soy pobre. ¡Por mi gusto!...

¡Sisupierais el motivo de mi viaje, veríais cuán lejos está de serplacentero!

—¿Adónde vais, pues?

—A la guerra, a la guerra civil, la más terrible de todas: a Navarra.

—¡A la guerra!—exclamó el español al considerar el aspecto bondadoso,suave, casi humilde y muy poco belicoso del alemán—. ¿Pues qué, soismilitar?

—No, señor, no es esa mi vocación. Ni mi afición ni mis principios meinducirían a tomar las armas, sino para defender la santa causa de laindependencia de Alemania, si el extranjero fuese otra vez a invadirla.Voy al ejército de Navarra a procurar colocarme como cirujano.

—¡Y no conocéis la lengua!

—No, señor, pero la aprenderé.

—¿Ni el país?

—Tampoco: jamás he salido de mi pueblo sino para la universidad.

—¿Pero tendréis recomendaciones?

—Ninguna.

—¿Contaréis con algún protector?

—No conozco a nadie en España.

—Pues entonces, ¿qué tenéis?

—Mi ciencia, mi buena voluntad, mi juventud y mi confianza en Dios.

Quedó el español pensativo al oír estas palabras. Al considerar aquelrostro en que se pintaban el candor y la suavidad; aquellos ojos azules,puros como los de un niño; aquella sonrisa triste y al mismo tiempoconfiada, se sintió vivamente interesado y casi enternecido.

—¿Queréis—le dijo después de una breve pausa—bajar conmigo, y aceptarun ponche para desechar el frío? Entre tanto, hablaremos.

El alemán se inclinó en señal de gratitud, y siguió al español, el cualbajó al comedor y pidió un ponche.

A la testera de la mesa estaba el gobernador con sus dos acólitos; a unlado había dos franceses. El español y el alemán se sentaron a los piesde la mesa.

—Pero ¿cómo—preguntó el primero—habéis podido concebir la idea devenir a este desventurado país?

El alemán le hizo entonces un fiel relato de su vida. Era el sexto hijode un profesor de una ciudad pequeña de Sajonia, el cual había gastadocuanto tenía en la educación de sus hijos.

Concluida la del que vamosconociendo, hallábase sin ocupación ni empleo, como tantos jóvenespobres se encuentran en Alemania, después de haber consagrado sujuventud a excelentes y profundos estudios, y de haber practicado suarte con los mejores maestros. Su manutención era una carga para sufamilia; por lo cual, sin desanimarse, con toda su calma germánica, tomóla resolución de venir a España, donde, por desgracia, la sangrientaguerra del Norte le abría esperanzas de que pudieran utilizarse susservicios.

—Bajo los tilos que hacen sombra a la puerta de mi casa—dijo alterminar su narración—, abracé por última vez a mi buen padre, a miquerida madre, a mi hermana Lotte[2] y a mis hermanitos. Profundamenteconmovido y bañado en lágrimas, entré en la vida, que otros encuentrancubierta de flores. Pero, ánimo; el hombre ha nacido para trabajar: elcielo coronará mis esfuerzos. Amo la ciencia que profeso, porque esgrande y noble: su objeto es el alivio de nuestros semejantes; y elresultado es bello, aunque la tarea sea penosa.

—¿Y os llamáis...?

—Fritz Stein—respondió el alemán, incorporándose algún tanto sobre suasiento, y haciendo una ligera reverencia.

Poco tiempo después, los dos nuevos amigos salieron.

Uno de los franceses, que estaba enfrente de la puerta, vio que al subirla escalera el español echó sobre los hombros del alemán su hermosa capaforrada de pieles; que el alemán hizo alguna resistencia, y que el otrose esquivó y se metió en su camarote.

—¿Habéis entendido lo que decían?—le preguntó su compatriota.

—En verdad—repuso el primero (que era comisionista de comercio)—, ellatín no es mi fuerte; pero el mozo rubio y pálido se me figura unaespecie de Werther llorón, y he oído que hay en la historia su poco deCarlota, amén de los chiquillos, como en la novela alemana. Por dicha,en lugar de acudir a la pistola para consolarse, ha echado mano delponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho más filosófico yalemán. En cuanto al español, le creo un don Quijote, protector dedesvalidos, con sus ribetes de San Martín, que partía su capa con lospobres: esto, unido a su talante altanero, a sus miradas firmes ypenetrantes como alambres, y a su rostro pálido y descolorido, a manerade paisaje en noche de luna, forma también un conjunto perfectamenteespañol.

—Sabéis—repuso el otro—que como pintor de historia voy a Tarifa, condesignio de pintar el sitio de aquella ciudad, en el momento en que elhijo de Guzmán hace seña a su padre de que le sacrifique antes querendir la plaza. Si ese joven quisiera servirme de modelo, estoy segurodel buen éxito de mi cuadro.

Jamás he visto la naturaleza más cerca delo ideal.

—Así sois todos los artistas: ¡siempre poetas!—respondió elcomisionista—. Por mi parte, si no me engañan la gracia de ese hombre,su pie mujeril y bien plantado, y la elegancia y el perfil de sucintura, le califico desde ahora de torero. Quizá sea el mismo Montes,que tiene poco más o menos la misma catadura, y que además es rico ygeneroso.

—¡Un torero!—exclamó el artista—, ¡un hombre del pueblo!

¿Os estáischanceando?

—No, por cierto—dijo el otro—; estoy muy lejos de chancearme. Nohabéis vivido como yo en España, y no conocéis el temple aristocráticode su pueblo. Ya veréis, ya veréis. Mi opinión es que, como gracias alos progresos de la igualdad y fraternidad

los

chocantes

airesaristocráticos

se

van

extinguiendo, en breve no se hallarán en España,sino en las gentes del pueblo.

—¡Creer que ese hombre es un torero!—dijo el artista con tal sonrisade desdén que el otro se levantó picado, y exclamó:

—Pronto sabré quién es: venid conmigo, y exploraremos a su criado.

Los dos amigos subieron sobre cubierta, donde no tardaron en encontraral hombre que buscaban.

El comisionista, que hablaba algo de español, entabló conversación conél, y después de algunas frases triviales, le dijo:

—¿Se ha ido a la cama su amo de usted?

—Sí, señor—respondió el criado, echando a su interlocutor una miradallena de penetración y malicia.

—¿Es muy rico?

—No soy su administrador, sino su ayuda de cámara.

—¿Viaja por negocios?

—No creo que los tenga.

—¿Viaja por su salud?

—La tiene muy buena.

—¿Viaja de incógnito?

—No, señor: con su nombre y apellido.

—¿Y se llama?...

—Don Carlos de la Cerda

—¡Ilustre nombre, por cierto!—exclamó el pintor.

—El mío es Pedro de Guzmán—dijo el criado—, y soy muy servidor deustedes.

Con lo cual, les hizo una cortesía y se retiró.

—El Gil Blas tiene razón—dijo el francés—. En España no hay cosa máscomún que apellidos gloriosos: es verdad que en París mi zapatero sellamaba Martel, mi sastre Roland y mi lavandera madame Bayard. EnEscocia hay más Estuardos que piedras. ¡Hemos quedado frescos! Eltunante del criado se ha burlado de nosotros. Pero bien considerado, yosospecho que es un agente de la facción; un empleado oscuro de donCarlos.

—No, por cierto—exclamó el artista—. Es mi Alonso Pérez de Guzmán, elBueno: el héroe de mis sueños.

El otro francés se encogió de hombros.

Llegado el buque a Cádiz, el español se despidió de Stein.

—Tengo que detenerme algún tiempo en Andalucía—le dijo—

. Pedro, micriado, os acompañará a Sevilla, y os tomará asiento en la diligencia deMadrid. Aquí tenéis una carta de recomendación para el ministro de laGuerra, y otra para el general en jefe del Ejército. Si alguna veznecesitáis de mí, como amigo, escribidme a Madrid con este sobre.

Stein no podía hablar de puro conmovido. Con una mano tomaba las cartasy con otra rechazaba la tarjeta que el español le presentaba.

—Vuestro nombre está grabado aquí—dijo el alemán poniendo la mano enel corazón—. ¡Ah! No lo olvidaré en mi vida. Es el del corazón másnoble, el del alma más elevada y generosa, el del mejor de los mortales.

—Con ese sobrescrito—repuso don Carlos sonriendo—, vuestras cartaspodrían no llegar a mis manos. Es preciso otro más claro y más breve.

Le entregó la tarjeta, y se despidió.

Stein leyó: El duque de Almansa.

Y Pedro de Guzmán, que estaba allí cerca, añadió:

—Marqués de Guadalmonte, de Val-de-Flores y de Roca-Fiel; conde deSanta Clara, de Encinasola y de Lara; caballero del Toisón de Oro, yGran Cruz de Carlos III; gentilhombre de cámara de Su Majestad, grandede España de primera clase, etc.

Capítulo II

En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de lospueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa. Era tal suimpaciencia por llegar a un puertecillo de mar que le habían indicado,que creyendo cortar terreno entró en una de las vastas dehesas, comunesen el sur de España, verdaderos desiertos destinados a la cría delganado vacuno, cuyas manadas no salen jamás de aquellos límites.

Este hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años.Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Sutocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso,del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquetede libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunaspiezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada.

Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando encuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasabapor su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perroque le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a suspies.

«¡Pobre Treu![3]—le decía—, ¡único ser que me acredita que todavíahay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que porprimera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por nohaber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibirla muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que teapartasen, y nadie se atrevía.

Sonó la descarga, y tú, fiel amigo deldesventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime detu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me hasabandonado.

Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y mellamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, comoqueriendo decirme: 'los perros son agradecidos'. ¡Oh Dios mío! Yo amabaa mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, debuena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes misdesvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas,y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡GranDios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado delEjército, después de dos años de servicio, después de dos años detrabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por habercurado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguidocomo una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Seráposible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moralerige en virtud, y la religión en deber? ¿Y

qué me queda que hacerahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra delos tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el habertenido piedad de un moribundo!»

Después de una pausa de algunos instantes, el desventurado hizo unesfuerzo.

«Vamos, Treu; vorwarts, vorwarts. »[4]

Y el viajero y el fiel animal prosiguieron su penosa jornada.

Pero a poco rato perdió el estrecho sendero que había seguido hastaentonces, y que habían formado las pisadas de los pastores.

El terreno se cubría más y más de maleza, de matorrales altos y espesos:era imposible seguir en línea recta; no se podía andar sin inclinarsealternativamente a uno u otro lado.

El sol concluía su carrera, y no se descubría el menor aviso dehabitación humana en ningún punto del horizonte; no se veía más, sino ladehesa sin fin, desierto verde y uniforme como el océano.

Fritz Stein, a quien sin duda han reconocido ya nuestros lectores,conoció demasiado tarde que su impaciencia le había inducido a contarcon más fuerzas que las que tenía. Apenas podía sostenerse sobre suspies hinchados y doloridos, sus arterias latían con violencia, partíasus sienes un agudo dolor; una sed ardiente le devoraba. Y para aumentodel horror de su situación, unos sordos y prolongados mugidos leanunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio salvajes, tanpeligrosas en España.

«Dios me ha salvado de muchos peligros—dijo el desgraciado viajero—:también me protegerá ahora, y si no, hágase su voluntad.»

Con esto apretó el paso lo más que le fue posible: pero ¡cuál no seríasu espanto, cuando habiendo doblado una espesa mancha de lentiscos, seencontró frente a frente, y a pocos pasos de distancia, con un toro!

Stein quedó inmóvil y como petrificado. El bruto, sorprendido de aquelencuentro y de tanta audacia, quedó también sin movimiento, fijando enStein sus grandes y feroces ojos, inflamados como dos hogueras. Elviajero conoció que al menor movimiento que hiciese era hombre perdido.El toro, que por el instinto natural de su fuerza y de su valor quiereser provocado para embestir, bajó y alzó dos veces la cabeza conimpaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de polvo, como enseñal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un pasoatrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando sesintió mordido en los corvejones. Al mismo tiempo, los furiosos ladridosde su leal compañero dieron a conocer a Stein su libertador. El toroembravecido se volvió a repeler el inesperado ataque, movimiento de quese aprovechó Stein para ponerse en fuga. La horrible situación de queapenas se había salvado, le dio nuevas fuerzas para huir por entre lascarrascas y lentiscos, cuya espesura le puso al abrigo de su formidablecontrario.

Había ya atravesado una cañada de poca extensión, y subiendo a una loma,se detuvo casi sin aliento, y se volvió a mirar el sitio de suarriesgado lance. Entonces vio de lejos entre los arbustos a su pobrecompañero, a quien el feroz animal levantaba una y otra vez por alto.Stein extendía sus brazos hacia el leal animal, y repetía sollozando:

«¡Pobre, pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre!¡Cuán caro te cuesta el amor que tuviste a tus amos!»

Por sustraerse a tan horrible espectáculo, apresuró Stein sus pasos, nosin derramar copiosas lágrimas. Así llegó a la cima de otra altura,desde donde se desenvolvió a su vista un magnífico paisaje. El terrenodescendía con imperceptible declive hacia el mar, que, en calma ytranquilo, reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, y parecía un camposembrado de brillantes, rubíes y zafiros. En medio de esta profusión deresplandores, se distinguía como una perla el blanco velamen de unbuque, al parecer clavado en las olas. La accidentada línea que formabala costa presentaba ya una playa de dorada arena que las mansas olassalpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y altivas, queparecían complacerse en arrostrar el terrible elemento, a cuyos embatesresisten, como la firmeza al furor. A lo lejos, y sobre una de las peñasque estaban a su izquierda, Stein divisó las ruinas de un fuerte, obrahumana que a nada resiste, a quien servían de base las rocas, obra deDios, que resiste a todo. Algunos grupos de pinos alzaban sus fuertes ysombrías cimeras, descollando sobre la maleza. A la derecha, y en loalto de un cerro, descubrió un vasto edificio, sin poder precisar si erauna población, un palacio con sus dependencias o un convento.

Casi extenuado por su última carrera, y por la emoción que recientementele había agitado, aquel fue el punto a que dirigió sus pasos.

Ya había anochecido cuando llegó. El edificio era un convento, como losque se contruían en los siglos pasados, cuando reinaban la fe y elentusiasmo: virtudes tan grades, tan bellas, tan elevadas, que por lomismo no tienen cabida en este siglo de ideas estrechas y mezquinas;porque entonces el oro no servía para amontonarlo ni emplearlo en lucrosinicuos, sino que se aplicaba a usos dignos y nobles, como que loshombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de pensar en locómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos suntuoso,rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias ycuraba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío,pobre, desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadiehabía querido comprarlo, ni aun a tan bajo precio.

La especulación, aunque engrandecida en dimensiones gigantescas, aunqueavanzando como un conquistador que todo lo invade, y a quien no arredranlos obstáculos, suele, sin embargo, detenerse delante de los templos delSeñor, como la arena que arrebata el viento del desierto, se detiene alpie de las Pirámides.

El campanario, despojado de su adorno legítimo, se alzaba como ungigante exánime, de cuyas vacías órbitas hubiese desaparecido la luz dela vida. Enfrente de la entrada duraba aún una cruz de mármol blanco,cuyo pedestal, medio destruido, la hacía tomar una postura inclinada,como de caimiento y dolor.

La puerta, antes abierta a todos de par enpar, estaba ahora cerrada.

Las fuerzas de Stein le abandonaron, y cayó medio exánime en un banco depiedra pegado a la pared cerca de la puerta. El delirio de la fiebreturbó su cerebro; parecíale que las olas del mar se le acercaban, cualenormes serpientes, retirándose de pronto y cubriéndole de blanca yvenenosa baba; que la Luna le miraba con pálido y atónito semblante; quelas estrellas daban vueltas en rededor de él, echándole miradasburlonas. Oía mugidos de toros, y uno de esto