La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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ÍNDICE

I.—La carrera de San Jerónimo en 1821.

II.—El club patriótico

III.—Un lance patriótico y sus consecuencias

IV.—Coletilla

V.—La compañera de Coletilla

VI.—El sobrino de Coletilla

VII.—La voz interior

VIII.—Hoy llega

IX.—Los primeros pasos

X.—La primera batalla

XI.—La tragedia de

Los Gracos

XII.—La batalla de Platerías

XIII.—No llega el esperado.—Llegada de un importuno

XIV.—La determinación

XV.—Las tres ruinas

XVI.—El siglo décimoctavo

XVII.—El sueño del liberal

XVIII.—Diálogo entre ayer y hoy

XIX.—El abate

XX.—Bozmediano

XXI.—¡Libre!

XXII.—El

vía-crucis

de Lázaro

XXIII.—La Inquisición

XXIV.—

Rosa mística

XXV.—

Virgo prudentísima

XXVI.—Los disidentes de

La Fontana

XXVII.—Se queda sola

XXVIII.—El ridículo

XXIX.—Las horas fatales

XXX.—

Virgo fidelis

XXXI.—La reunión misteriosa

XXXII.—

La Fontanilla

XXXIII.—Las arpías se ponen tristes

XXXIV.—El complot.—Triunfo de Lázaro

XXXV.—El bonete del Nuncio

XXXVI.—Aclaraciones

XXXVII.—El

vía-crucis

de Clara

XXXVIII.—Continuación del

vía-crucis

XXXIX.—Un momento de calma

XL.—El gran atentado

XLI.—Fernando el Deseado

XLII.—

Virgo potens

XLIII.—Conclusión

CAPÍTULO PRIMERO

#La Carrera de San Jerónimo en 1821#.

Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, lavilla de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo deciertos sucesos declarados faustos

en la

Gaceta

de entonces. Sealzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían á lacalle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todaslas esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriazaestampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, elpueblo no se manifestaba sino como un convidado mas, añadido á la listade alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no eraotra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas yseñaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papelque la etiqueta le prescribía.

Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en queocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia noexistía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación depuestos impresa en la

Gaceta;

y sin necesidad de arcos, ni oriflamas,ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento á la villa entera; hacía desus calles un gran teatro de inmenso regocijo ó ruidosa locura; turbabacon un solo grito la calma de aquel que se llamó el

Deseado

por unaburla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto á laspuertas de Palacio, de la casa de Villa ó de la iglesia de Doña Maríade Aragón, donde las Cortes estaban.

Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia,incómoda, desapacible y obscura villa!

Sin embargo, no era ya Madridaquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos; sus gloriosasjornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en losasuntos políticos, la enaltecían, sobremanera. Era, además, el foro dela legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que lajuventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza delnuevo derecho.

A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muydesagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la másconcreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en sugrosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido altumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora elespectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, quesiempre convergía á aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.

Si fuera posible trasladar al lector á las gradas de San Felipe,capitolio de la chismografía política y social, ó sentarle en el húmedoescaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público másplebeyo, comprendería cuan distinto de lo que hoy vemos era lo que veíannuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que unagran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde queexiste, lo abandonaban á la caída de la tarde para dirigirse á laCarrera de San Jerónimo ó á otra de las calles inmediatas. Aquel públicoiba á los clubs, á las reuniones patrióticas, á La Fontana de Oro

, al

Grande Oriente

, á

Lorencini

, á la

Cruz de Malta

. En los grupossobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su miradaprotectora, parecían ser tenidos en grande estima por los demás.Aparentaban querer imponer silencio á la multitud; otras veces,extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pideatención: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjomuy grande ó presunción no pequeña.

La mayor porte se dirigía á la Carrera. Es porque allí estaba el clubmás concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs:

La FontanaSe Oro

. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antescrucemos, desde el Buen Suceso á los Italianos, esta alegre y animadaCarrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y loque será siempre: la calle más concurrida de la capital.

Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada porviviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una víapública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres ócuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad queproyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón delMonasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia delBuen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjasde Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación alconvento, se veían las copas de los cipreses plantados junto á lastumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos ridículaentonces que hoy, y más abajo, en lo más rápido del declive, el EspírituSanto, que después fué Congreso de los Diputados.

Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo dela calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con suancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín á un lado y sufundación piadosa á otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis yGonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar,que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica,distintivo de la hospitalidad ofrecida á un monarca. Quedaba para catasparticulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de lacalle: esto es lo que describiremos con más detención, porque esimportante dar á conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunosimportantes hechos de esta historia.

Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, sehallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, á pesar desu escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aqueltiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de honradasfamilias. Su noble origen era indudable; pero fué adquirida no sabemoscómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender á susnecesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran porél las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimientoun memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismoportal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de unhermano de dicho memorialista, que había venido de Ocafia á la Cortepara hacer carrera

en el comercio. Constaba su tienda de tresmenguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, unascuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarioscon cruces y medallones de estaño.

La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo á lapuerta, era un lugar en que el público ejercía un incontestable derechode servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública habíatrocado aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por lasnoches la ofrenda líquida aumentaba de tal modo, que el escribiente y suhermano hacían propósito firme de abandonar el local. En vano seamonestaba al público con terribles pragmáticas de policía urbana,promulgadas por la autorizada voz del memorialista.

El público norenunciaba por esto á su costumbre, y de seguro lo habrían pasado mallos dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza lalibertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que,según la feliz expresión de un parroquiano de aquel sitio, radicaba enla naturaleza del hombre y en la hospitalidad forzosa del vecindario.

Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dosyelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal del Alcaraz ysuspendidos á un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquelloera una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de esteestablecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma desanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas dignasde Maella, que representaban la una un individuo en el momento de serafeitado, y la otra una dama á quien sangraban en un pie, mucho másnotable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestroCalleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales delos más recalcitrantes.

Allí se discutía, se hablaba del Rey, de lasCortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza

. Oiríais allí laperoración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que sedecía pariente de Poilier, el mártir de la libertad. Al compás de lanavaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y lasvoces

camarilla, coletilla, trágala, Elio, la Bisbal, Vinuesa

,formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barberíamás notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado elDon después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayoresenemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo decía él.

Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses establecidosaquí desde el siglo pasado.

Vendían, juntamente con el raso y elorgandí, encajes flamencos y catalanes, alepín para chalecos, ante parapantalones, corbatas de color de las llamadas

guirindolas

, y

carrikes

de cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patrónera un irlandés gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redondacomo un queso de Flandes. Tenía fama de ser un servilón de á folio,pero, si esto era cierto, las circunstancias constitucionales del país,y especialmente de la Carrera de San Jerónimo, le obligaban ádisimularlo. Fundábanse los que tan feo vicio imputaban al irlandés, enque cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando ó Amalia, laAlteza de mi tío el doctor

ó de don Carlos, el buen comerciante dejabaapresuradamente su vara y su escritorio para correr á la puerta,asomándose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras deternura y adhesión. Pero esto pasaba, y el irlandés volvía á su habitualtarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exigían.

Cerca de la tienda del irlandés se abría la puerta de una librería, encuyo mezquino escaparate se mostraban abierto por su primera hojaalgunos libros, tales como la Historia de España

, por Duchesne; lasnovelas de Voltaire, traducidas por autor anónimo; Las noches

deYoung; el

Viajador sensible

, y la novela de

Arturo y Arabella

, quegozaba de gran popularidad en aquella época. Algunas obras de Montiano,Porcell, Arriaza, Olavide, Feijóo, un tratado del lenguaje de las floresy la

Guía del comadrón

, completaban el repertorio.

Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba unatienda de perfumería y de bisutería con algunos objetos de caza, detocador y de encina, que todo esto formaban comercio común en aquellosdías. Por entre los botes de pomadas y cosméticos; por entre las cajasde alfileres y juguetes, se descubría el perfil arqueológico de unavieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas.

Másallá había otra tienda obscura, estrecha y casi subterránea en que sevendían papel, tinta y cosas de escritorio, amén de algún braguero úotro aparato ortopédico de singular forma. En la puerta pendía colgadode una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo más profundo y máslóbrego de la tienda lucían como los ojos de un lechuzo en el recinto deuna caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatalio Mas,gran jefe de aquel gran comercio.

Enfrente había una tienda de comestibles; pero de comestiblesaristocráticos. Existía allí un horno célebre, que asaba por Navidadesmás de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas deperdices y de liebres no tenía rival; sus pasteles eran celebérrimos,y nada igualaba á los lechoncillos asados que salían de aquel granlaboratorio. En días de convite, de cumpleaños ó de boda, no encargarlos principales platos á casa de

Perico el Mahonés

(así lellamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al por menor sevendían en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra ymantecadas de Astorga.

No lejos de esta tienda se hallaban las sedas, los hilos, los algodones,las lanas, las madejas y cintas de doña Ambrosia (antes de 1820 lallamaban la tía Ambrosia), respetable matrona, comerciante en hilado: elexterior de su tienda parecía la boca escénica de un teatro de aldea.Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; porallí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerableshilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo altopendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas depercal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras. Encima de todo esto,una larga tabla en figura de media, pintada de negro, fija en la murallay perpendicular á ella, servía de muestra principal.

En el interior todoera armonía y buen gusto; en el trípode del centro tenían poderosocimiento las caderas de doña Ambrosia, y más arriba se ostentaba elpecho ciclópeo y corpulento busto de la misma. Era española rancia,manchega y natural de Quintanar de la Orden, por más señas; señora demuy nobles y cristianos sentimientos. Respecto á sus ideas políticas,cosa esencial entonces, baste decir que quedó resuelto después degrandes controversias en toda la calle, que era una servilona de lo másexagerado.

Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderosrespectivos, constituían la decoración de la calle; había además unadecoración movible y pintoresca, formada por el gentío que en todasdirecciones cruzaba, como hoy, por aquél sitio. Entonces los trajes eransingularísimos. ¿Quién podría describir hoy la oscilación de aquellospuntiagudos faldones de casaca? ¿Y aquellos sombreros de felpa con elala retorcida y la copa aguda como pilón de azúcar? ¿Se comprenden hoylos tremendos sellos de reloj, pesados como badajos de campana, que ibanmarcando con impertinente retintín el paso del individuo? Pues ¿y lasbotas á la

farolé

y las mangas de jamón, que serían el último grado dela ridiculez, si no existieran los tupés hiperbólicos, que asimilabanperfectamente la cabeza de un cristiano á la de un guacamayo?

El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicosindividuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle lascarrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas carrozas,que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se componíande una especie de navío de línea, colocado sobre una armazón de hierro;esta armazón se movía con la pausada y solemne revolución de cuatroruedas, que no tenían velocidad más que para recoger el fango del piso yarrojarlo sobre la gente de á pie. El vehículo era un inmenso cajón: losde los días gordos estaban adornados con placas de carey. Por lo comúnlas paredes de los ordinarios eran de nogal bruñido, ó de caoba, confinísimas incrustaciones de marfil ó metal blanco. En lo profundo deaquel antro se veía el nobilísimo perfil de algún prócer esclarecido, óde alguna vieja esclarecidamente fea. Detrás de esta máquina, clavadosen pie sobre una tabla, y asidos á pesadas borlas, iban dos grandeslevitones que, en unión de dos enormes sombreros, servían parapatentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras simbólicas de laetiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida.

En la proa se elevaba elcochero, que en pesadez y gordura tenía por únicos rivales á las mulas,aunque éstas solían ser más racionales que él.

Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana calesa ó galera, elcarromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y entre todo estoel esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con sucuba, el prendero con su saco y una pila de seis ó siete sombreros en lacabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sartén.

Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan hacia lamitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada á unlocal, que no debe de ser pequeño, pues tiene capacidad para tantagente. Aquélla es la célebre

Fontana de Oro, café y fonda

, según elcartel que hay sobre la puerta; es el centro de reunión de la juventudardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración,ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de oír su aplausoirreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre éinfluyente de aquella época. Sus oradores, entonces neófitos exaltadosde un nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la política del país;muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del belloprincipio que entonces predicaban.

Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes fueronen años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de 1821. Entoncesuna democracia nacida en los trastornos de la revolución y alzamientonacional, fundaba el moderno criterio político, que en cincuenta años seha ido difícilmente elaborando. Grandes delirios bastardearon un tantolos nobles esfuerzos de aquella juventud, que tomó sobre sí la grantarea de formar y educar la opinión que hasta entonces no existía. Losclubs, que comenzaron siendo cátedras elocuentes y palestra de ladiscusión científica, salieron del círculo de sus funciones propiasaspirando á dirigir los negocios públicos, á amonestar á los gobiernos éimponerse á la nación. En este terreno fué fácil que las personalidadessucedieran á los principios, que se despertaran las ambiciones, y lo quees peor, que la venalidad, cáncer de la política, corrompiera loscaracteres. Los verdaderos patriotas lucharon mucho tiempo contra estainvasión. El absolutismo, disfrazado con la máscara de la más abominabledemagogia, socavó los clubs, los dominó y vendiólos al fin. Es que lajuventud de 1820, llena de fe y de valor, fué demasiado crédula ódemasiado generosa. O no conoció la falacia de sus supuestos amigos, óconociéndola, creyó posible vencerles con armas nobles, con lapersuasión y la propaganda.

Una sociedad decrépita, pero conservando aún esa tenacidadincontrastable que distingue á algunos viejos, sostenía encarnizadaguerra con una sociedad lozana y vigorosa llamada á la posesión delporvenir. En este libro asistiremos á algunos de sus encuentros.

Sigamos nuestra narración. Los curiosos se paraban ante la

Fontana

;salían los tenderos á las puertas; el barbero Calleja, que se hacíallamar ciudadano Calleja

, estaba también en su puerta pasando unanavaja, y contemplando el club y á sus parroquianos con una miradapresuntuosa, que quería decir: "si yo fuera allá…."

Algunas personas se acercaron á la barbería formando corro alrededor delmaestro. Uno llegó muy presuroso, y preguntó:

"¿Qué hay? ¿Ocurre algo?"

Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible, de esosque parecen viejos ó jóvenes, según la fuerza de la luz ó la expresiónque dan al semblante.

Su estatura era pequeña, y tenía la cabeza casi inmediatamente adheridaal tronco, sin más cuello que el necesario para no ser enteramentejorobado. El abdomen le abultaba bastante, y generalmente cruzaba lasmanos sobre él con movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eranmedio cerrados y pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetríacon sus labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos másardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico quedaba á su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje seglar,había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza parecía hechapura la redondez del cerquillo, y ancho gabán que envolvía su cuerpo,más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz muy destemplada y acre;pero sus movimientos eran sumamente expresivos y vehementes.

Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre yCarrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, yya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento,dejando á los Padres con tres palmos de boca abierta. A fines de siglologró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde entonces fué ardienteliberal hasta la vuelta de Fernando, en que sus relaciones con elfavorito Alagón le proporcionaron un destino de covachuelista con diezmil reales. Entonces era absolutista decidido; pero la Jura de laConstitución por Fernando en 1820 le hizo variar de opiniones hasta elpunto de llegar á alistarse en la sociedad de los

Comuneros

y formarpandilla con los más exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar enla vida privada de Carrascosa, sabremos algunos detalles de ciertaaventura con una beldad quintañona de la calle de la Gorguera, ysabremos también los malos ratos que con este motivo le hizo pasarcierto estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderadatragedia de los Gracos.

"¿Pues no ha de ocurrir?—dijo Calleja.—Hoy tenemos sesiónextraordinaria en la Fontana

. Se trata de pedir al Rey que nombre unMinisterio exaltado, porque el que está no nos gusta.

Tendremos discursode Alcalá Galiano.

—Aquel andaluz feo…

—Si, ese mismo. El que el mes pasado dijo:

No haya perdón ni treguapara los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros,esos…?

Y por aquí seguía con un pico de oro….

—Ya les dará que hacer—observó Carrascosa—¡Qué elocuencia! ¡Quétalento el de ese muchacho!

—Pues yo, señor don Gil—manifestó Calleja,—respetando la opinión deusted, para mi tan competente, diré…."

Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio,y continuó:

"Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven AlcaláGaliano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, másfuerte, más … pues. Dice todas las cosas con un arranque …

porejemplo, aquello de ¡

al que quiera hierro, hierro

! y aquello de ¡

nobuscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en losmaderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo

! Si le digo áusted que es un….

—Pues yo—contestó el ex abate,—aunque admiro también á RomeroAlpuente, prefiero á Alcalá Galiano, porque es más exacto, másrazonador….

—Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted á ese hombrecon el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo deRomero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos

? Cuando decía:¡

Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llamanrey…

! ¡Ah! Si es mucha boca aquella."

Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación.Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba ádesembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo dedistintos fragmentos una homilía substancial y disparatada. Se nosolvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento yobeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza parapatentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano yun toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risaoírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la

Fontana

.

Pues no estamos conformes—contestó Carrascosa, accionando con muchoaplomo,—porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, elcual es hombre que, cuando dice "allá voy", le levanta á uno los piesdel suelo?

—Es verdad—dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, quedebía de ser torero, á juzgar por su traje y la trenza que en el cogotetenía;—es verdad. Cuando Alcalá embiste á los tiranos y se empieza ácalentar…. Pues no fué mal puyazo el que le metió el otro día á laInquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empiezabajito y después va subiendo, subiendo la voz…. Les digo á ustedes quees el espada de los

oraores

.

—Señores—afirmó Calleja,—repito que todos esos son unos muñecos allado de Romero Alpuente.

¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿Aque no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben…?

Ni al mismodemonio se le ocurre…. Pues los llamó….

¡sepulcros blanqueados!

…Miren qué mollera de hombre….

—No se empeñe usted, Calleja—refunfuñó el ex covachuelista con algunaimpertinencia.

—Pero venga usted acá, señor don Gil—dijo Calleja, haciendo todo loposible por engrosar la voz.—

¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y lospuntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo átodos desde que les veo, y no tengo más que oírles decir castañas

parasaber de qué palo están hechos….

—Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por quése cree usted tan competente,—

indicó Carrascosa en tono muy grave.

—¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las