La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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libros,emprendía penosos estudios y practicaba con ardor la cirugía, como loabandonaba todo para leer partituras al piano, tocándolo con pocos dedosy menos nociones de Música. Pero en estas alternativas de trabajo yholganza, se ha apoderado poco a poco de la ciencia, y cada idea quellegaba a ser suya, daba al punto en su mente magníficos frutos.

Todas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eranenemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y elfederalismo en política le ganaron por entero. Tenía gran facilidad dedicción. Se asimilaba prodigiosamente las ideas de los libros y lasideas de los maestros orales, sus frases, su estilo y hasta su metal devoz.

Burla burlando, imitaba a todos los profesores de la Facultad, ycomo poseía extraordinaria retentiva, lo mismo era para él repetir un allegro lleno de dificultades, que pronunciar dos o tres discursossobre Medicina o Filosofía naturalista.

Su carácter siempre alegre, erizado de malicias, se manifestaba enpunzadas mil, en bromas a veces nada ligeras, en apropósitos y encharlar voluble, compuesto ya de hipérboles, ya de pedanteríasburlescas, que ciertamente no indicaban que él fuese pedante, sino que,por bromear, bromeaba hasta con la ciencia. Tomando un tono hueco, hacíapasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frasesobscuras de la fraseología científica, y las intercalaba de paradojas desu propia cosecha, graciosas y originales.

Aún hoy, que es un hombre de saber sólido, no ha perdido Miquis aquellasmañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías. A veces parece quererzaherir aquello que adora; pero en realidad no hace más que mofarse delo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban nila verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que tenía porvivienda y que era una caverna de disputas, se oía su voz declamatoria,diciendo estas o parecidas cosas: «... porque, señores, a todas horasestamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diatésicas,determinan

la

depauperación

general,

la

propagación de los viciosherpético y tuberculoso, que son, señores, permitidme decirlo así, lacarcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a suruina...».

O

bien,

elevándose

a

lo

teórico,

gritaba:

«Reconociendo,señores, la revolución que las ciencias naturales, y especialmente laQuímica, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar quela Química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antesque las leyes químico—orgánicas están las leyes vitales. Volved lavista, señores, a Paracelso, Helmoncio y Agrícola, y ¿qué hallaréis,señores?...».

Isidora vio un araña que se descolgaba de un hilo, un pájaro que llevabapajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por laatmósfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar enpoesía, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron reír aMiquis. Hablando y hablando, Augusto llegó a decir:

«Señores, evolución tras evolución, enlazados el nacer y el morir, cadamuerte es una vida, de donde resulta la armonía y el admirable plan delCosmos».

¡El Cosmos! ¡Qué bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora!¡Cuánto daría por saber qué era aquello del Cosmos!..., porqueverdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.

«¿Quieres saber lo que es eso, tonta?—le preguntó Miquis—. Vamos, veoque eres un pozo de ignorancia.

—No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque seríamuy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante comoahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar que será esto de morirse. Puesel nacer también...

—También tiene bemoles—añadió Augusto en tono sumamente enfático—,porque, señores, debemos principiar declarando que todo el mundo secompone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y sesostiene por las mismas fuerzas imperecederas que actúan según lasmismas leyes, desde el átomo invisible hasta la inmensa multitud decuerpos celestes, conservándose invariables en el conjunto de su efectototal... ¿Te has enterado?

—El demonio que te entienda... ¡Qué jerga!

—¡Qué bonitos ojos tienes!

—Tonto... Vamos a ver las fieras.

—No me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?

—El león.

—¡Leoncitos a mí!... Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre elmúsculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí... No te pongasseria, porque desaparecen los hoyuelos.

—Vámonos de aquí—dijo Isidora con fastidio.

—Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza.Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos.Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero delas nuevas vidas.

Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillosacariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramassu primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sustrompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un díaalborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, lanueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromasmareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma devivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren deuna parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestinade invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo másíntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo alinflujo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas susprimeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo deaquel arroyo, cómo se acicalan...

—Cállate... Pues no tendrías precio para catedrático...

—Para catedrático—poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el díaen que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar...

—¿Qué?

—Para dar una lección de armonía de la Naturaleza—dijo Miquis, mirándolaa los ojos—, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y seextienden por tu iris...

Déjame que lo observe de cerca...

—¡Qué pesado! Quita... enséñame las fieras.

—Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas—dijo Augusto en tono depaciencia—. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tanamable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente... Vamos,vamos, y me pondré un tigre en cada dedo... ¿Qué más? Se te antoja unajirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».

Ambos se detuvieron mirándose entre risas.

«Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león...

Quiero que mealmuerce. O tu amor o el suicidio.

—Si pareces un loco.

—El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse elhombre en los amorosos brazos de la nada... Pero vamos a ver a esosseñores mamíferos.

—¿Qué son mamíferos?—preguntó Isidora, firme en su propósito deinstruirse.

—Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto dela mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena delumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cadadisparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sosténque tres y dos son ocho, y superarás a Venus.

—Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que sabentodas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea detodo..., ¿me entiendes?

—¿Sabes coser?

—Sí.

—¿Sabes planchar?

—Regularmente.

—¿Sabes zurcir?

—Tal cual.

—Y de guisar, ¿cómo andamos?

—Así, así.

—Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay másque hablar.

—Pues a mí no me convienes tú.

¡Boa constrictor!

—¿Qué es eso?

—Tú.

—Pero que, ¿es cosa de Medicina?

—Es una culebra.

—¿La veremos aquí?... Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?

—¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.

—Sí que lo eres»—dijo Isidora riendo con toda su alma.

Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, ibamostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, lasinquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreadosleopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo,flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante.Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, lasdescorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudoscanguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha lacuriosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguadacolección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima yrepugnancia los infelices bichos privados de libertad.

«Esto es espectáculo para el pueblo—dijo con desdén—.

Vámonos de aquí.

—Aunque enamorado—indicó Miquis al salir—, estoy muerto de hambre. Lodivino no quita lo humano.

Amémonos y almorcemos».

—III—

También Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si daríanpor terminado el paseo en aquel punto, yéndose cada cual a su casa; peroal fin Miquis hizo triunfar su propósito de almorzar en uno de losventorrillos cercanos a los Campos Elíseos. No eran ciertamente modelode elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasión de advertir altomar posesión de una mesa coja y trémula, de una silla ruinosa, y alver los burdos manteles y el burdísimo empaque de la mujer sucia yahumada que salió a servirles.

Compareció sobre el mantel una tortilla fláccida que, por el color, másparte tenía de cebolla que de huevo, y Miquis la dividió al punto. Elvino que llegó como escudero de la tortilla era picón y negro, cualnefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamadofuerte, que siguió a la tortilla, y que sin duda debía la anteriorcalificación a la dureza de la carne que lo componía, no gustó a Isidoramás que el local, el vino y la dueña del puesto. Con desprecio mezcladode repugnancia observó la pared del ventorrillo, que parecía un malestablo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas quepublicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, elajuar todo, los cajones verdes con matas de evónymus, cuyas hojastenían una costra de endurecido polvo, el aspecto del público de capa ymantón que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez,la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreandosalmuera...

«¡Qué ordinario es esto!—exclamó, sin poderse contener—. Vaya, que metraes a unos sitios...

—¡Bah, bah!... ¿No te gusta conocer las costumbres populares? A mí meencanta el contacto del pueblo... Para otra vez, marquesa, iremos a unode los buenos restaurants de Madrid... Perdóname por hoy... Teníascarita de hambre atrasada.

—Esto no es para mí—dijo Isidora con remilgo.

—¡Impertinencia, tienes nombre de mujer!—exclamó el estudiante,

a

untiempo

riendo

y

mascando—

¡Descontentadiza, exigente! ¿A qué vienen esosmelindres?

Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos;manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados,mocosos, descalzos; y por mi parte sé decir que no me avergüenzo dehaber dormido la siesta en un surco húmedo, junto a la panza de uncerdo.

Usted, señora duquesa, viene sin duda de altos orígenes, y hagateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se hamamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en unventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. Lahumanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los ríos másorgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso,de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los ríos. De todolo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las niñas de mis ojos.

—Vámonos—dijo Isidora con fastidio.

—Vámonos a Puerto Rico—replicó Miquis, después de pagar el gasto—.Vámonos despacito hacia la Castellana, para que te hartes de ver coches,aristócrata, sanguijuela del pueblo... Si digo que te he de cortar lacabeza... Pero será para comérmela».

¡Con qué inocente confianza y abandono iban los dos, en familiar pareja,por los senderos torcidos que conducen desde el camino de Aragón aPajaritos! Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de miesraquítica; subían a los vertederos, donde lentamente, con la tierra quevacían los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras;pasaban junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotaso esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petróleo;luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; dabanvueltas a los tejares; se detenían, se sentaban, volvían a andar unpoco, sin prisa, sin fatiga.

Miquis, a ratos, hacía burlescos encarecimientos del paisaje.«Allá—decía—las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí eldespedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación!Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estasmalvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidablelagartija. Mira estos edificios, San Marcos de Venecia, Santa Sofía, elEscorial... ¡Ay! Isidora, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. ¡Quéhermoso es el mundo! ¡Qué bella está la tarde! ¡Cómo alumbra el sol!¡Qué linda eres y yo qué feliz!».

Pasaban otras parejas como ellos; pasaban perros, algún guardia civilacompañando a una criada decente; pastores conduciendo cabras; pasabantambién hormigas, y de cuando en cuando pasaba rapidísima por el suelola sombra de un ave que volaba por encima de sus cabezas. Y ellos charlaque charla. Miquis empezó contándole su historia de estudiante, toda deperipecias graciosas. Su hermano mayor, Alejandro Miquis, que estudiabaLeyes, había muerto algún tiempo antes, de una enfermedad terrible.Augusto despuntaba, desde muy niño, por la Medicina, y jamás vaciló enla elección de carrera. Su padre le enviaba treinta y cinco duros almes, y él sabía arreglarse. ¡Había tenido diez y siete patronas!Entregábale las mesadas, y tenía además el encargo de vigilarle y darleconsejos, un hombre de posición humilde y sanas costumbres, bastanteviejo, amigo y aun algo pariente de los Miquis del Toboso. Este bravomanchego se llamaba Matías Alonso y era conserje de la casa de Aransis.

Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Suespontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de lasindiscreciones que podría cometer.

Después salió a relucir el tema máscomún en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, delporvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sindejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, sucara misma. Él esperaba ser un facultativo de fama y operadorhabilísimo. Llevaría un sentido por cada operación, y viviría con lujo,sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna,que tantos sacrificios hacía para darle carrera. En cuanto esta fueseconcluida pensaba el buen Miquis hacer oposición a una plaza dehospitales.

«En los hospitales—decía—, en esos libros dolientes es donde se aprende.Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. Elhospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todopalpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, yentre todos forman un cuerpo de doctrina. Allí se estudian mil especiesde vidas amenazadas y mil categorías de muertes. Las infinitas manerasde quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitasclases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta queel supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellosnace, así como la planta de flores hermosas y aromáticas es simplementeuna transformación de las sustancias vulgares o repugnantes contenidasen la tierra y en el estiércol».

Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desdeñar espectáculotriste, ni dolencia asquerosa, ni agonía tremenda, porque de todas estasmiserias había de nutrir su saber. Después vendrían las visitas bienremuneradas, las consultas pingües. Él se dedicaría a una especialidad.Al fin completaría sus satisfacciones abonándose a diario a la Ópera,para que su espíritu, cansado del excesivo roce con lo humano, serestaurase en las frescas auras de un arte divino.

Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. ¡Pero le era tandifícil hacerlo!... Sus ideales eran confusos, y su posición particular,su delicadeza, no le permitían hablar mucho de ellos. ¡Oh!, si dijeratodo lo que podía decir, Miquis se asombraría, se quedaría hecho unposte. ¡Pero no, no podía explicarse con claridad! La cosa era grave.Quizás entre el presente triste y el porvenir brillante habrían demediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, escándalos,revelaciones, proclamación de hechos hasta entonces secretos, y quellenarían de asombro a la buena sociedad, a la buena sociedad, fijarsebien, de Madrid.

Entretanto, únicamente se podía decir que ella no eralo que parecía, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora... A sutiempo madurarían las uvas; a su tiempo se sabría el apellido, la casa,el título... Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los días, peroalguna vez...

Pasó un naranjero.

«¿Son de cáscara fina?—preguntó Miquis al comprar cuatro naranjas—.Toma, cómete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidezde la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas...

—Así es—prosiguió Isidora con cierta fatuidad mal disimulada—, que si mepreguntas cosas que no sean de lo que ahora está pasando, quizás no tepodré contestar. ¿Qué sé yo lo que será de mí? ¿Conseguiré lo que deseoy lo que me corresponde? ¡Hay tanta picardía en este mundo!

—Verdaderamente que sí—dijo Augusto en el tono más enfáticamenteburlesco que usar sabía—. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios.En él no hay más que dolor y falsía. Malo es el mundo, malo, malo, malo.¡Duro en él! En cambio nosotros somos muy buenos; somos ángeles.

Laculpa toda es del pícaro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija mía, elgato, autor de todas las fechorías que ocurren en... el Cosmos. ¡Ah,mundo, pillín, si yo te cogiera!... Pero ven acá, alma mía; puesto quevas a dar un salto tan brusco en la escala social..., dime: allá, enesos Olimpos, ¿te acordarás del pobre Miquis?

—¿Pues no me he de acordar? Serás entonces un médico célebre.

—¡Y tan célebre!... Vamos a lo principal. ¿Y tendrás a menos ser esposade un Galeno?

—¿De un qué?... ¿De una notabilidad?... ¡Oh, no! Poco entiendo de cosasdel mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con...

—Con las reinas, con las emperatrices.

—Y sobre todo chico—añadió Isidora—, de algo ha de valer que nosconozcamos ahora. Y lo que es a mí...».

¡Cuánta ternura brilló en sus ojos, mirando a Miquis, que la devorabacon los suyos!

«Lo que es a mí... no me han de imponer un marido que no sea de migusto, aunque esté más alto que el sol.

—¡Bendita

sea

tu

boca!—exclamó

Augusto,

apoderándose de las dos manos deella—. ¡Ay!, prenda,

¡qué frías tienes las manos!

—¡Y las tuyas, qué calientes!».

Isidora volvió a pensar en que nunca más saldría a la calle sin guantes.

«¿Querrás siempre a este pobre Miquis, que te quiere más?... Desde quete vi en Leganés, me estoy muriendo, no sé lo que me pasa, no estudio,no duermo, no puedo apartar de mí esos ojos, ese perfil divino y todo lodemás».

Ella empezó a comer otra naranja, y él la miraba embebecido. Nunca lehabía parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en elácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de queallí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto hanabusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdady finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, puesdesde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta.Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de sucara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La narizera recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decíaMiquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo dela tarde.

Miquis intentó abrazarla. Isidora había despuntado un casquillo conintención de comérselo. Variando de idea al ver las facciones de suamigo tan cerca de las suyas, alargó un poco la mano y puso el pedazo denaranja entre los dientes de Miquis. Él se comió lo que era de comer yretuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos defrío.

Isidora se levantó bruscamente, y echó a correr por el sendero.

Corrieron, corrieron...

«¡Ya te cogí!—exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándosede ella—. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.

—Formalidad, formalidad, señor doctorcillo—dijo Isidora, poniéndose muyseria.

—¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempoideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni lasOrdenanzas de Aduanas.

—Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.

—El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo.

Oye bien. Por mipadre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.

—¡Huy, qué prisa!...

—Está dicho.

—¡Mira éste!

—Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de un Miquises sagrada.

—¡Bah, bah!

—Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Untobosino no puede ser traidor.

—Pero puede ser tinaja.

—No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de lacosa más trascendental».

Y era verdad que estaba serio.

«No nos detengamos aquí—dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba unsitio para sentarse—. Hace fresco.

—Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.

—¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.

—Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.

—Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sinigual la Castellana.

—Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.

—¿Para qué?

—Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa...

Cuando digo que mecaso... Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo;pero cuando te conozca, cuando vea

esta

joya...

desprendida

de

la

coronadel

Omnipotente...».

Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio deSalamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendíanpor la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumorcontinuo que de abajo venía.

—IV—

«¿Hay aquí algún torrente?—preguntó a Miquis.

—Sí, torrente hay... de vanidad.

—¡Ah! ¡Coches!...

—Sí, coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada».

Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeraciónde carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. Laobstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descansoa los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes,algunos muy buenos, otros publicando claramente el quiero y no puedo en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristezaespecial que se advierte en el semblante de los cocheros de gentetronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados enlas blanduras de la berlina,

alegres

mancebos

guiando

faetones,

y

muchasonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quienaquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particularesseducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realizaciónsúbita de un presentimiento.

Tanta

grandeza

no

le

era

desconocida.Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes demorirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomandodimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura delos caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos comoa los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de lasdamas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tantacabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas,las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquierade nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco deapoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales yflotantes paños.

¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir

y

venir

encarruaje,

viéndose,

saludándose

y

comentándose! Era una gran recepcióndentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonitomareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento deperfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonasalegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando encuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.

«Debían prohibir—dijo Isidora con toda su alma—que vinieran aquí esoshorribles coches de peseta.

—Déjalos... En ellos van quizás algunos prestamistas que vienen agozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. Elsimón de hoy es el landau de mañana...

Esto es una noria; cuando uncangilón se vacía otro se llena».

Apareció un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.

«El Rey Amadeo—dijo Miquis—El Rey. Mira, mira, Isidora... No me quitaréyo el sombrero como esos tontos.

—Si apenas le s