La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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La desheredada

Benito Pérez Galdós

Primera parte

o Capítulo I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX,

X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII,

XVIII

Segunda parte

o Capítulo I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX,

X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII,

XVIII, XIX

Primera parte

Saliendo a relucir aquí, sin saber cómo ni por qué, algunas dolenciassociales, nacidas de la falta de nutrición y del poco uso que se vienehaciendo de los benéficos reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral y Sentido Común, convendría dedicar estas páginas...¿a quién? ¿al infeliz paciente, a los curanderos y droguistas que,llamándose filósofos y políticos, le recetan uno y otro día?... No; lasdedico a los que son o deben ser verdaderos médicos: a los maestros deescuela.

B. P. G.

Madrid.—Enero de 1881.

PERSONAJES DE ESTA PRIMERA PARTE

ISIDORA RUFETE,

protagonista.

MARIANO RUFETE,

su hermano.

LA SANGUIJUELERA,

tía.

AUGUSTO MIQUIS,

estudiante de Medicina.

JOAQUÍN PEZ,

Marqués viudo de

SALDEORO,

hijo de

DON JUAN MANUEL JOSÉ Director general en el DEL PEZ,

Ministerio de Hacienda.

DON JOSÉ DE RELIMPIO espejo de los vagos.

Y SASTRE,

DOÑA LAURA,

su esposa

MELCHOR DE RELIMPIO, hijos

EMILIA,

hijos

LEONOR,

hijos

LA MARQUESA DE

ARANSIS.

EL MAJITO,

niño.

ZARAPICOS,

pícaros

GONZALETE,

pícaros

TOMÁS RUFETE.

EL SEÑOR DE CANENCIA.

conserje de la casa de

MATÍAS ALONSO,

Aransis.

UN CONCEJAL.

UN COMISARIO DE

BENEFICENCIA.

MI TÍO EL CANÓNIGO

(que no sale).

Hombres y mujeres del pueblo,niños, Peces de ambos sexos, criados, guardias civiles, etc.

La escena en Madrid, y empieza en la primavera de 1872.

Capítulo I

Final de otra novela

—I—

«...¿Se han reunido todos los ministros?... ¿Puede empezar elConsejo?... ¡El coche, el coche, o no llegaré a tiempo al Senado!...Esta vida es intolerable... ¡Y el país, ese bendito monstruo con cabezade barbarie y cola de ingratitud, no sabe apreciar nuestra abnegación,paga nuestros sacrificios con injurias, y se regocija de vernoshumillados! Pero ya te arreglaré yo, país de las monas. ¿Cómo te llamas?Te llamas Envidiópolis, la ciudad sin alturas; y como eres puro suelo,simpatizas con todo lo que cae... ¿Cuánto va? Diez millones,veinticuatro millones, ciento sesenta y siete millones, doscientastreinta y tres mil cuatrocientas doce pesetas con setenta y cincocéntimos...; esa es la cantidad. Ya no te me olvidarás, pícara; ya tepillé, ya no te me escapas, ¡oh cantidad temblorosa, escurridiza,inaprehensible, como una gota de mercurio!

Aquí te tengo dentro delpuño, y para que no vuelvas a marcharte, jugando, al caos del olvido, tepongo en esta gaveta

de

mi

cerebro,

donde

dice:

Subvención

personal... Permítame Su Señoría que me admire de la despreocupación con que SuSeñoría y los amigos de Su Señoría confiesan haber infringido laConstitución... No me importan los murmullos. Mandaré despejar lastribunas... ¡A votar, a votar! ¿Votos a mí? ¿Queréis saber con quépoderes gobierno? Ahí los tenéis: se cargan por la culata. He aquí misvotos: me los ha fabricado Krupp... Pero ¿qué ruido es este?¿Quiéncorretea en mi cerebro? ¡Eh!, ¿quién anda arriba?... Ya, ya; es la gotade mercurio, que se ha salido de su gaveta...».

El que de tal modo habla (si merece nombre de lenguaje esta expresiónatropellada y difusa, en la cual los retazos de oraciones correspondenal espantoso fraccionamiento de ideas) es uno de esos hombres que hanllegado a perder la normalidad de la fisonomía, y con ella lainscripción aproximada de la edad. ¿Hállase en el punto central de lavida, o en miserable decrepitud? La movilidad de sus facciones y elllamear de sus ojos, ¿anuncian exaltado ingenio, o desconsoladoraimbecilidad? No es fácil decirlo, ni el espectador, oyéndole y viéndole,sabe decidirse entre la compasión y la risa. Tiene la cabeza casitotalmente exhausta de pelo, la barba escasa, entrecana y afeitada atrozos, como un prado a medio segar. El labio superior, demasiado largoy colgante, parece haber crecido y ablandádose recientemente, y no cesade agitarse con nerviosos temblores, que dan a su boca cierta semejanzacon el hocico gracioso del conejo royendo berzas. Es pálido su rostro,la piel papirácea, las piernas flacas, la estatura corta, ligeramentecorva la espalda. Su voz sonora regalaría el oído si su palabra no fueraun compuesto atronador de todas las maneras posibles de reír, de todaslas maneras posibles de increpar, de los tonos del enfático discurso ydel plañidero sermón.

Acércase a él un señor serio y bondadoso, pónele la mano en el hombrocon blandura y cariño, le toma el pulso, lee brevemente en su extraviadafisonomía, en sus negras pupilas, en el caído labio, y volviéndose a unjoven que le acompaña, dice a este:

«Bromuro potásico, doble dosis».

Sigue adelante el médico, y el paciente toma de nuevo su tono oratorio,tratando de convencer al tronco de un árbol.

Porque la escena pasa en ungran patio cuadrilongo, cerrado por altos muros sin resalto ni relievealguno que puedan facilitar la evasión. Árboles no muy grandes,plantados en fila, tristes y con poca salud, si bien con muchos pájaros,dejan caer uniformes discos de sombra sobre el suelo de arena, sin unahoja, sin una piedra, sin un guijarro, llano y correcto cual alfombra depolvo. Como treinta individuos vagan por aquel triste espacio; los unoslentos y rígidos como espectros, los otros precipitados y jadeantes.Este da vueltas alrededor de dos árboles, trazando con su paso infinitosochos, sin cesar de mover brazos, manos y dedos, fatigadísimo sin sudary balbuciente sin decir nada, rugoso el ceño, huyendo con indeciblezozobra de un perseguidor imaginario. Aquel, arrojado en tierra, aplicala oreja al polvo para oír hablar a los antípodas, y su cara de idiota,plantada en el suelo, es como un amarillo melón que se ríe. Un tercerocanta en voz alta, mostrando un papel o estado sinóptico de losejércitos europeos, con división de armas y los respectivos soberanos ojefes, todo lo cual debe ser puesto en música.

El médico va de uno a otro, interrogándoles, contemporizandograciosamente con las manías de ellos, sin dejar de hacer objecionesdiscretas a cada una. Ya se detiene a echar un párrafo con aquel, derostro estúpido, que lleva el pecho cargado de medallas, escapularios yamuletos; ya habla rápidamente con un viejecillo encanijado y risueñoque, paseándose solo y tranquilo junto al muro, con un mugriento kempisen la mano, parece filósofo anacoreta o Diógenes del Cristianismo, porel abandono de su traje y la unción bondadosa de su fisonomía. Es unsacerdote que tuvo mucho seso. Está meditando ahora la carta que ha dedirigir al Papa en este día, siguiendo una costumbre que se repiteinfaliblemente en los trescientos sesenta y cinco de cada año, y yalleva veinte de encierro. Estrecha con mucho afecto la mano del doctor,échale unos cuantos latines muy bien encajados en la conversación, y porúltimo pregunta si ha sido echada al correo su epístola del díaanterior, a lo que contesta el médico que sí, y que forzosamente SuSantidad anda muy distraído en Roma cuando no se digna contestar acomunicaciones de tanta importancia.

Vuelve el médico hacia donde está el que en los primeros renglones hemosdescrito, y antes de llegar a él dice al practicante:

«Este desgraciado Rufete va a pasar a Pobres, porque hace tres mesesque su familia no paga la pensión de segunda. Él no se dará cuenta delcambio de situación. Si se exacerba esta tarde, será precisoencerrarle».

Poniéndole la mano en el hombro, el facultativo dice a Rufete:

«Basta, basta ya de violencias. Ya hemos dicho que seremos amigos,siempre que usted no se me salga de las vías legales... El país le harájusticia... Calma, serenidad. Si pudiera usted dejar el poder por unoscuantos meses, ¡qué bien nos vendría a los dos! Nos dedicaríamos a curarradicalmente ese constipado...

—No es constipado—replica Rufete con prontitud, describiendo arcos conla cabeza—. Es una gota de mercurio... Anda rodando y escurriéndose...Ahora está aquí, en la sien derecha... Ahora corre y pasa a la sienizquierda... Son ciento sesenta y siete millones, doscientas...

—Ya, ya sé... Yo quisiera que no se ocupase usted más de esa cantidad,puesto que está segura.

—No, no está segura—dice Rufete, demostrando terror—

. No sabe usted quéguerra me hacen esos pillos. No me pueden ver. Pero yo gozo con susinfamias. Cuando un verdadero genio se empeña en subir a la gloria, laenvidia le proporciona escaleras. Deme usted una envidia tan grande comouna montaña, y le doy a usted una reputación más grande que el mundo...Adiós; me voy al Congreso. ¿No sabe usted que se han sublevado losmaceros?... Abur, abur».

El médico hace a su compañero la expresiva seña de no tiene remedio, ypasa adelante.

—II—

No consta si fue aquel día o el siguiente cuando trasladaron al infelizRufete desde el departamento de pensionistas al de pobres. En el primerohabía tenido ciertas ventajas de alimento, comodidad, luz, recreo; en elsegundo disfrutaba de un patio insano y estrecho, de un camastrón, de unrancho. ¡Ay! Cualquiera que despertara súbitamente a la razón y seencontrase en el departamento de pobres, entre turba lastimosa de seresque sólo tienen de humano la figura, y se viera en un corral más propiopara gallinas que para enfermos, volvería seguramente a caer endemencia, con la monomanía de ser bestia dañina. ¡En aquellos localesprimitivos, apenas tocados aún por la administración reformista, en ellargo pasillo, formado por larga fila de jaulas, en el patio de tierra,donde se revuelcan los imbéciles y hacen piruetas los exaltados, allí,allí es donde se ve todo el horror de esa sección espantosa de laBeneficencia, en que se reúnen la caridad cristiana y la defensa social,estableciendo una lúgubre fortaleza llamada manicomio, que juntamente eshospital y presidio! ¡Allí es donde el sano siente que su sangre sehiela y que su espíritu se

anonada,

viendo

aquella

parte

de

la

humanidadaprisionada por enferma, observando cómo los locos refinan su locura conel mutuo ejemplo, cómo perfeccionan sus manías, cómo se adiestran enaquel arte horroroso de hacer lo contrario de lo que el buen sentido nosordena!

Si en unos la afasia excluye toda clase de dolor, en otros la superficiealborotada de su ser manifiesta indecibles tormentos... ¡Y considerarque aquella triste colonia no representa otra cosa que la exageración oel extremo irritativo de nuestras múltiples particularidades morales ointelectuales... que todos, cuál más, cuál menos, tenemos lainspiración, el estro de los disparates, y a poco que nos descuidemosentramos de lleno en los sombríos dominios de la ciencia alienista!Porque no, no son tan grandes las diferencias. Las ideas de estosdesgraciados son nuestras ideas, pero desengarzadas, sueltas, sacadas dela misteriosa hebra que gallardamente las enfila. Estos pobres oratessomos nosotros mismos que dormimos anoche nuestro pensamiento en lavariedad esplendente de todas las ideas posibles, y hoy por la mañana lodespertamos en la aridez de una sola. ¡Oh! Leganés, si quisieranrepresentarte en una ciudad teórica, a semejanza de las que antañotrazaban filósofos, santos y estampistas, para expresar un plan moral oreligioso, no, no habría arquitectos ni fisiólogos que se atrevieran amarcar con segura mano tus hospitalarias paredes. «Hay muchos cuerdosque son locos razonables». Esta sentencia es de Rufete.

El cual no se dio cuenta de aquella caída brusca desde las grandezas depensionista a la humildad del asilado. El patio es estrecho. Se codeandemasiado los enfermos, simulando a veces la existencia de un benditosentimiento que rarísima vez habita en los manicomios: la amistad.Aquello parece a veces una Bolsa de contratación de manías. Hay demanday oferta de desatinos. Se miran sin verse. Cada cual está bastanteocupado consigo mismo para cuidarse de los demás. El egoísmo ha llegadoaquí a su grado máximo. Los imbéciles yacen por el suelo. Parece queestán pastando.

Algunos exaltados cantan en un rincón. Hay grupos que seforman y se deshacen, porque si no amistad, hay allí misteriosassimpatías o antipatías que en un momento nacen o mueren.

Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se paseanatentos como polizontes que espían el crimen.

Son los inquisidores deldisparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, nicaridad en sus almas.

De cuantos funcionarios ha podido inventar latutela del Estado, ninguno es tan antipático como el domador de locos.Carcelero—enfermero es una máquina muscular que ha de constreñir en susbrazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea a los enfermos, los dade comer sin cariño, los acogota si es menester, vive siempre prevenidocontra los ataques, carga como costales a los imbéciles, viste a losimpedidos; sería un santo si no fuera un bruto. El día en que la leyhaga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo lacaridad hace desaparecer al loquero.

Rufete huía maquinalmente de los loqueros, como si los odiara. Losfuncionarios eran para él la oposición, la minoría, la prensa; erantambién el país que le vigilaba, le pedía cuentas, le preguntaba por elcomercio abatido, por la industria en mantillas, por la agriculturarutinaria y pobre, por el crédito muerto. Pero ya le pondría él lasperas a cuarto al señor país, representado en aquellos dos señorestiesos, que en todo querían meterse, que todo lo querían saber, como siél, el eminentísimo Rufete, estuviera en tan alta posición para dargusto a tales espantajos. Le miraban atentos, y con sus ojosinvestigadores le decían:

«Somos la envidia que te mancha para bruñirtey te arrastra para encumbrarte».

Todos los habitantes del corral tienen su sitio de preferencia. Estaatracción de un trozo de pared, de un ángulo, de una mancha de sombra,es un resto de la simpatía local que aquellos infelices llevan a laregión de tinieblas en que vive su espíritu. Constantemente se agitabaRufete en un ángulo del patio, tribuna de sus discursos, trono de supoder. La pared remedaba las murallas egipcias, porque el yeso,cayéndose, y la lluvia, manchando, habían bosquejado allí mil figurasfaraónicas.

Cuando Rufete se cansaba de andar, sentábase. Tenía mucho que hacer,despachar mil asuntos, oír a una turba de secretarios,

generales,arzobispos,

archipámpanos,

y

después..., ¡ah!, después tenía que echarmiles de firmas, millones, billones, cuatrillones de firmas. Se sentabaen el suelo, cruzaba los brazos sobre las rodillas, hundía la cara entrelas manos, y así pasaba algunas horas oyendo el sordo incesante resbalardel mercurio dentro de su cabeza. En aquella situación, el infelizcontaba los ciento sesenta y siete millones de pesetas. Esto era fácil,sí, muy fácil; lo terrible era el pico de aquella suma. ¿Por qué seescapaban las cifras, huyendo y desapareciendo en menudas partículas delmetal líquido por los intersticios del tul del pensamiento? Era precisopensar fuerte y espesar la tela, para coger aquellas 233.412 pesetas,con sus graciosas crías los 75 céntimos.

Los vestidos de este sujeto sin ventura eran puramente teóricos. Habíasobre sus miserables y secas carnes algunas formas de tela querespondían en principio a la idea de camisa, de levita, de pantalón;pero más era por los pedazos que faltaban que por los pedazos quesubsistían. ¡Hacía tanto

tiempo

que

su

familia

no

le

llevaba

ropa!...Últimamente le pusieron una blusa azul. Pero una mañana se comió lamitad. Era el más indócil y peor educado de todos los habitantes de lacasa. No obstante, sobre aquellos harapos se ponía todos los días unacorbata no mala, liándosela con arte y esmero delante de la pared, hechaespejo de un golpe de imaginación. Aquel negro dogal sobre la carnedesnuda del estirado cuello, impedíale a veces los movimientos; perollevaba con paciencia la molestia en gracia del bien parecer.

Cuando anochecía o cuando el tiempo era malo, Rufete era el último quedejaba el patio. Comúnmente los loqueros se veían en el caso de llevarlea la fuerza. Dormía en una sala baja, húmeda, con rejas a un largopasillo, el cual las tenía a la huerta. Desde los duros camastros veíasela espesura del arbolado; pero, al través de las rejas dobles, laalegría del intenso verdor llegaba a los ojos de los orates mermada ocasi perdida, con un efecto de país bordado en cañamazo. En eldormitorio no cesaban, ni aun a horas avanzadas, los cantos y gritos.Las tinieblas eran para la mayor parte de ellos lo mismo que el clarodía. Algunos dormían con los ojos abiertos. Oíase desde la sala lamurmuración del chorro de una fuente, la cual con tal constanciaestimulaba el oído, que Rufete se pasaba horas enteras en conversacióntirada con el agua charlatana en estos o parecidos términos: «En todo loque Su Señoría me dice, señor chorro, hay mucha parte de razón y muchoque no puede admitirse. Subí al poder empujado por el país que mellamaba, que me necesitaba. El primer escalón fue mi mérito, el segundomi resolución, el tercero la lisonja, el cuarto la envidia... ¿Pero quéhabla usted de convenios reservados, de pactos deshonrosos? Cálleseusted, tenga usted la bondad de callarse; le ruego, le mando a usted quese calle».

Y colérico se abalanzaba a la reja, ponía el oído, hacía señales deconformidad o denegación, oprimía los barrotes.

La fluida elocuencia delchorro no tenía fin jamás. Era como uno de esos oradores incansables quesiempre están hablando de sí mismos. La aurora le encontraba engolfadoen la misma tesis, y a Rufete diciendo con espantosa jovialidad: «No meconvence, no me convence Su Señoría».

¡La aurora!, aun en una casa de locos es alegre; aun allí son hermososel risueño abrir de ojos del día y la primera mirada que cielo y tierra,árboles y casas, montes y valles se dirigen. Allí los pájarosmadrugadores gorjean lo mismo que en las alamedas del Retiro sobre lasparejas de novios; el sol, padre de toda belleza, esparce por allí losmismos prodigios de forma y color que en las aldeas y ciudades, y elpropio airecillo picante que menea los árboles, que orea el campo, queestimula a los hombres al trabajo y lleva a todas partes la alegría, elbuen apetito, la sazón y la salud, derrama también por todas las zonasdel establecimiento su soplo vivificante. Las flores se abren, lasmoscas emprenden sus infinitos giros, las palomas se lanzan a susremotos viajes atmosféricos; arriba y abajo cada cual cede al impulsoexcitante según su naturaleza. Los locos salen de los cuartos odormitorios con sus fieros instintos poderosamente estimulados.Redoblan, en aquella hora del despertamiento general, sus acostumbradosdislates, hablan más alto, ríen más fuerte, se arrastran y se embrutecenmás; algunos rezan, otros se admiran de que el sol haya salido de noche,aquel responde al lejano canto del gallo, este saluda al loquero conurbanidad refinada; quién pide papel y tinta para escribir la carta, ¡laindispensable carta del día!; quién se lanza a la carrera, huyendo de unperseguidor que aparece montado en el caballo del día, y todo aquelcarnavalesco mundo comienza con brío su ordinaria existencia.

La numerosa servidumbre de la casa emprende la faena de limpieza, yestrépito de escobazos corre por salas y pasillos, confundiéndose con elsacudir de ropas, el arrastrar de muebles. A misa llama la campana de lacapilla, el Director

administrativo

sale

de

su

despacho

a

inspeccionarlos servicios, y las hermanas de la Caridad, alma y sostén del asilo porestar encargadas de su régimen doméstico, van y vienen con actividad demadres de familia.

Sus faldas azules, azotadas por enorme rosario, susblancas tocas aladas, respetables y respetadas como enseña de paz, seven por todas partes, entre el verdor de la huerta, entre los estantesde la botica, en la enorme cocina, cuyos hogares de hierro vomitanlumbre; en la despensa llena de víveres; en el lavadero, donde ya saltanlos chorros de agua; en el alto secadero que domina la huerta, y en elpatio de mujeres, en la región de las locas, que es el departamento detrabajo más penoso y de las dificultades más terribles.

¡Las locas! Estamos en el lugar espeluznante de aquel Limbo enmascaradode mundo. Los hombres inspiran lástima y terror; las hijas de Evainspiran sentimientos de difícil determinación. Su locura es, por logeneral, más pacífica

que

en

nosotros,

excepto

en

ciertos

casospatológicos exclusivamente propios de su sexo. Su patio, defendido en laparte del sol por esteras, es un gallinero donde cacarean hasta veinte otreinta hembras con murmullo de coquetería, de celos, de chácharafrívola y desacorde que no tiene fin, ni principio, ni términos claros,ni pausa, ni variedad. Óyese desde lejos, cual disputa de cotorras en lasoledad de un bosque... Las hay también juiciosas. Algunas pensionistas,tratadas con esmero, están tranquilas y calladas en habitación clara ylimpia, ocupándose en coser, bajo la vigilancia y dirección de doshermanas de la Caridad. Otras se decoran con guirnaldas de trapo, floressecas o con plumas de gallina.

Sonríen con estupidez o clavan en elvisitante extraviados ojazos.

También la hermosa mitad tiene sus jaulas de dobles rejas. No seríanmujeres si no necesitaran alguna vez estar bajo llave. Es frecuente verdos manos flacas y nerviosas asidas a una reja, y oír la voz ronca deuna desgraciada que pide le devuelvan los hijos que nunca ha tenido. Hayuna que corre por pasillos y salas buscan do su propia persona.

Volvamos al patio de varones pobres. Aquel día faltaba en él Rufete.Creeríase que había crisis. Poco después de amanecer se dirigió alloquero y le dijo: «Hoy no estoy para nadie, absolutamente para nadie».Después cayó en un marasmo profundo. Enmudeció. El chorro de la fuentepreguntaba por él y ninguno de los asilados allí presentes sabía darlerazón.

Lleváronle a la enfermería. El médico mandó que le dieran una ducha, yfue llevado en brazos a la inquisición de agua. Es un pequeño balneario,sabiamente construido, donde hay diversos aparatos de tormento. Allí danlanzazos en los costados, azotes en la espalda, barrenos en la cabeza,todo con mangas y tubos de agua. Esta tiene presión formidable, y susgolpes y embestidas son verdaderamente feroces. Los chorros afilados, oen láminas, o divididos en hilos penetrantes como agujas de hielo,atacan encarnizados con el áspero chirrido del acero. Rufete, que yaconocía el lugar y la maquinaria, se defendió con fiero instinto.

Leembrazaron, oprimiéndole en fuerte anilla horizontal de hierro sujeta ala pared, y allí, sin defensa posible, desnudo, recibió la acometida.Poco después yacía aletargado en una cama con visibles apariencias debienestar. Al fin, durmió profundamente.

—III—

A la misma hora que esto pasaba, una joven llegó a la puerta delestablecimiento. Quería ver al señor Director, al señor facultativo,quería ver a un enfermo, a su señor padre, a un tal don Tomás Rufete;quería entrar aunque se lo vedaran; quería hablar con el señor capellán,con las hermanas,

con

los

loqueros;

quería

ver

el

establecimiento;quería entregar una cosa; quería decir otra cosa...

Estos múltiples deseos, qu