La Condenada (Cuentos) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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A pesar de esto, Sènto no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? Noquería oír en balde baladronadas y mentiras.

Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en elhorno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como unhijo próximo a perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, lamontera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanasazules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que sefiltraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios ydompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y másallá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo yachatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, elnido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el parde viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, yla vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles dela ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándosesacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.

¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde subisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntarel puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de lacama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!... Él era un hombrepacífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego,ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajarmucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero yaque querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombrebonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejanapalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan suhacienda.

Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejoal viejo de la barraca inmediata, un carcamal que sólo servía para segarbrozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud habíapuesto más de dos a pudrir tierra.

Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liabansus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltarel dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara a cara,exponiendo la piel. Setenta años tenía, pero podían irle con talescartitas. Vamos a ver; ¿tenía agallas para defender lo suyo?

La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sènto, que se sentía capazde todo para defender el pan de sus hijos.

El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó dedetrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón queparecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.

La cargaría él, que entendería mejor a aquel amigo. Las temblorosasmanos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerdade esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; agranel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco biengolpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte,sería misericordia de Dios.

Aquella noche dijo Sènto a su mujer que esperaba turno para regar, ytoda la familia le creyó, acostándose temprano.

Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de lasestrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle elpistón al amigo.

Le daría a Sènto la última lección, para que no errase el golpe.

Apuntarbien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior... ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo unchico.

Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geraniosa la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca decañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse eltiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él legustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntoslos arregla mejor uno sólo.

Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar lahuerta, esperando un enemigo en cada senda.

Sènto creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega,estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen!

Sonaba el cañón de laescopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo.¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y alpensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines,sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobrehombre se sintió otra vez fiera.

Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la vozde un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase elchirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros,transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones delos sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.

Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo únicoque le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que lesumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Leshabría tocado Dios en el corazón?

Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosasoscuras que a Sènto le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eranhombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.

—Ya están ahí—murmuró, y sus mandíbulas temblaban.

Los dos hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sorpresa.Fueron al cañar, registrándolo: acercáronse después a la puerta de labarraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasarondos veces por cerca de Sènto, sin que éste pudiera conocerles. Ibanembozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.

Esto aumentó el valor de Sènto. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había que matar para salvar la vida.

Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó, metiendo las manos enla boca y colocándose ante la apuntada escopeta.

Magnífico tiro. Pero ¿yel otro que quedaba libre?

El pobre Sènto comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en lafrente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Siles dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.

Pero el que estaba en acecho se cansó de la torpeza de su compañero yfue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa obstruyendola boca del horno. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sènto! ¡Aprieta elgatillo!

El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos yladridos. Sènto vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara;la escopeta se le fue y agitó las manos para convencerse de que estabanenteras. De seguro que el amigo había reventado.

No vio nada en el horno: habrían huido, y cuando él iba a escapartambién, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, conun candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por elmiedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa.

La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta laboca del horno.

Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados,confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible losuniese por la cintura, soldándolos con sangre.

No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.

Y cuando Sènto y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron loscadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones deasombro.

Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil el Sigró.

La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.

En el mar

———

A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, quele avisaba para hacerse, a la mar.

Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba conRufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando delos negocios. No podían marchar peor.

¡Vaya un verano! En el anterior,los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. Eldía que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinerocirculaba como

una

bendición

de

Dios,

y

los

que,

como

Antonio,guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de lacondición de simples marineros, comprándose una barca para pescar porcuenta propia.

El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas lasnoches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcashabía venido la carencia de pesca.

Las redes sólo sacaban algas o pez menudo; morralla de la que se deshaceen la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadieconseguía izar uno sobre su barca.

Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa;debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado,dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si noentregaban algo de los cincuenta duros con intereses que les habíaprestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan veleraque consumió todos sus ahorros.

Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueveaños que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.

—A ver si hoy tenéis más fortuna—murmuró la mujer desde la cama—. Enla cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya noquerían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!

—Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá.

Justamente vieronayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa másde treinta arrobas. Figúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta duros.

Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, unsolitario que, separado de su manada, volvía por la fuerza de lacostumbre a las mismas aguas que el año anterior.

Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad ysatisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; alhombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de losroveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles.

Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar almuelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barcapreparando la vela.

La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada demástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripulantes,rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, elchirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en laoscuridad como enormes sábanas.

El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas decasitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes,todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca delmuelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos,trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.

Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio.

¡Cómotrasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero... ¡Situvieran que madrugar para ganarse el pan!

—¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.

El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontóla vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.

La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie dela bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estabanfuera de puntas; en el mar libre.

Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, ypor todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejabancomo puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.

El compadre miraba el horizonte.

—Antonio, cambia el viento.

—Ya lo noto.

—Tendremos mar gruesa.

—Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.

Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuócon la proa mar adentro.

Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre elmar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen unincendio.

Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y elchicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendíancabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez encuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estañoanimado. Pero eran piezas menudas... nada.

Y así pasaron las horas; la barca siempre adelante, tan pronto acostadasobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor,y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de aguametido en la estrecha cala.

A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por laparte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de pecesblancos.

—¡Pero Antonio!—exclamó el compadre—. ¿Es que vamos a Orán? Cuando lapesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.

Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse atierra.

—Ahora—dijo alegremente—tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo.Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.

Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada apuñetazos sobre la borda.

El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olasde larga y profunda ondulación.

¡Pae! —gritó Antoñico desde la proa—, ¡un pez grande, mu grande!... ¡Un atún!

Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronsea la borda.

Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi aflor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez

de

quetanto

hablaban

los

pescadores.

Flotaba

poderosamente, pero con unaligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de labarca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.

Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejocon un anzuelo grueso como un dedo.

Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien confuerza colosal tirase de ella deteniéndola en su marcha e intentandohacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los piesde los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela.Pero de pronto el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió aemprender su marcha.

El aparejo, antes rígido y tirante, pendía flojo y desmayado.

Tiraron deél y salió a la superficie el anzuelo, pero roto, partido por la mitad,a pesar de su tamaño.

El compadre meneó tristemente la cabeza.

—Antonio, ese animal puede más que nosotros. Que se vaya, y demosgracias porque ha roto el anzuelo. Por poco más vamos al fondo.

—¿Dejarlo?—gritó el patrón—. ¡Un demonio! ¿Sabes cuánto vale esapieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. ¡A él! ¡A él!

Y haciendo virar la barca, volvió a las mismas aguas donde se habíaverificado el encuentro.

Puso un anzuelo nuevo; un enorme gancho, en el que ensartó variosroveles, y sin soltar el timón agarró un agudo bichero.

¡Flojo golpe ibaa soltarle a aquella bestia estúpida y fornida como se pusiera a sualcance!

El aparejo pendía de la popa casi recto. La barca volvió a estremecerse,pero esta vez de un modo terrible. El atún estaba bien agarrado y tirabadel sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamentesobre las olas.

El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas enturbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha degigantes, y de pronto la barca, como agarrada por oculta mano, seacostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.

Aquel tirón derribó a los tripulantes. Antonio, soltando el timón, sevio casi en las olas; pero sonó un crujido y la barca recobró suposición normal. Se había roto el aparejo, y en el mismo instanteapareció el atún junto a la borda, casi a flor de agua, levantandoenormes espumarajos con su cola poderosa.

¡Ah, ladrón! ¡Por fin seponía a tiro! Y rabiosamente, como si se tratara de un enemigoimplacable, Antonio le tiró varios golpes con el bichero, hundiendo elhierro en aquella piel viscosa. Las aguas se tiñeron de sangre y elanimal se hundió en un rojo remolino.

Antonio respiró al fin. De buena se habían librado: todo duró algunossegundos; pero un poco más, y se hubieran ido al fondo.

Miró la mojada cubierta y vio al compadre al pie del mástil, agarrado aél, pálido, pero con inalterable tranquilidad.

—Creí que nos ahogábamos, Antonio. ¡Hasta he tragado agua!

¡Malditoanimal! Pero buenos golpes le has atizado. Ya verás como no tarda ensalir a flote.

—¿Y el chico?

Esto lo preguntó el padre con inquietud, con zozobra, como si temiera larespuesta.

No estaba sobre cubierta. Antonio se deslizó por la escotilla, esperandoencontrarlo en la cala. Se hundió en agua hasta la rodilla: el mar lahabía inundado. ¿Pero quién pensaba en esto?

Buscó a tientas en elreducido y oscuro espacio, sin encontrar más que el tonel de agua y losaparejos de repuesto. Volvió a cubierta como un loco.

—¡El chico! ¡El chico!... ¡Mi Antoñico!

El compadre torció el gesto tristemente. ¿No estuvieron ellos próximos air al agua? Atolondrado por algún golpe, se habría ido al fondo como unabala. Pero el compañero, aunque pensó todo esto, nada dijo.

Lejos, en el sitio donde la barca había estado próxima a zozobrar,flotaba un objeto negro sobre las aguas.

—¡Allá está!

Y el padre se arrojó al agua, nadando vigorosamente, mientras elcompañero amainaba la vela.

Nadó y nadó, pero sus fuerzas casi le abandonaron al convencerse de queel objeto era un remo, un despojo de su barca.

Cuando las olas le levantaban, sacaba el cuerpo fuera para ver máslejos. Agua por todas partes. Sobre el mar sólo estaban él, la barcaque se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que secontraía espantosamente sobre una gran mancha de sangre.

El atún había muerto... ¡Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijoúnico, de su Antoñico, a cambio de la de aquella bestia! ¡Dios! ¿Eraesto manera de ganarse el pan?

Nadó más de una hora, creyendo a cada rozamiento que el cuerpo de suhijo iba a surgir bajo sus piernas, imaginándose que las sombras de lasolas eran el cadáver del niño que flotaba entre dos aguas.

Allí se hubiera quedado, allí habría muerto con su hijo. El compadretuvo que pescarlo y meterlo en la barca como un niño rebelde.

—¿Qué hacemos, Antonio?

Él no contestó.

—No hay que tomarlo así, hombre. Son cosas de la vida. El chico hamuerto donde murieron todos nuestros parientes, donde moriremosnosotros. Todo es cuestión de más pronto o más tarde... Pero ahora, a loque estamos; a pensar que somos unos pobres.

Y preparando dos nudos corredizos apresó el cuerpo del atún y lo llevó aremolque de la barca, tiñendo con sangre las espumas de la estela.

El viento les favorecía, pero la barca estaba inundada, navegaba mal, ylos dos hombres, marineros ante todo, olvidaron la catástrofe, y con losachicadores en la mano, encorváronse dentro de la cala, arrojandopaletadas de agua al mar.

Así pasaron las horas. Aquella ruda faena embrutecía a Antonio, leimpedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que,mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba delhijo.

La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban susentrañas.

El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitasdoradas por el sol de la tarde.

La vista de tierra despertó en Antonio el dolor y el espantoadormecidos.

—¿Qué dirá mi mujer? ¿Qué dirá mi Rufina?—gemía el infeliz.

Y temblaba como todos los hombres enérgicos y audaces, que en el hogarson esclavos de la familia.

Sobre el mar deslizábase como una caricia el ritmo de alegres valses. Elviento de tierra saludaba a la barca con melodías vivas y alegres. Erala música que tocaba en el paseo, frente al Casino.

Por debajo de lasachatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario decolores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajesclaros y vistosos de toda la gente de veraneo.

Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras susjuguetes, o formaban alegres corros girando como ruedas de colores.

En el muelle se agolpaban los del oficio: su vista, acostumbrada a lasinmensidades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. PeroAntonio sólo miraba, al extremo de la escollera, a una mujer alta,escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldasarremolinaba el viento.

Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! Todos querían ver de cerca el enormeanimal. Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas;los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua paratocarle la enorme cola.

Rufina se abrió paso entre la gente, llegando hasta su marido, que conla cabeza baja y una expresión estúpida oía las felicitaciones de losamigos.

—¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?

El pobre hombre aún bajó más su cabeza. La hundió entre los hombros,como si quisiera hacerla desaparecer, para no oír, para no ver nada.

—¿Pero dónde está Antoñico?

Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido,le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Perono tardó en soltarle, y levantando los brazos, prorrumpió en espantosoalarido.

—¡Ay, Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñico se ha ahogado!

¡Está en elmar!

—Sí, mujer—dijo el marido lentamente con torpeza, balbuceando y comosi le ahogaran las lágrimas—. Somos muy desgraciados. El chico hamuerto; está donde su abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del marcomemos y el mar ha de tragarnos... ¡Qué remedio! No todos nacen paraobispos.

Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada por una crisisnerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadasdesnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas,arañándose el rostro.

—¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñico!...

Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabíanlo que era aquello: casi todas habían pasado por trances iguales. Lalevantaron, sosteniéndola con sus poderosos brazos, y emprendieron lamarcha hacia su casa.

Unos pescadores dieron un vaso de vino a Antonio, que no cesaba dellorar. Y mientras tanto, el compadre, dominado por el egoísmo brutal dela vida, regateaba bravamente con los compradores de pescado que queríanadquirir la hermosa pieza.

Terminaba la tarde. Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos deoro.

A intervalos sonaba cada vez más lejos el grito desesperado de aquellapobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban a casa.

—¡Antoñico! ¡Hijo mío!

Y bajo las palmeras seguían desfilando los vistosos trajes, los rostrosfelices y sonrientes, todo un mundo que no había sentido pasar ladesgracia junto a él, que no había lanzado una mirada sobre el drama dela miseria; y el vals elegante, rítmico y voluptuoso, himno de la alegrelocura, deslizábase armonioso sobre las aguas, acariciando con su soplola eterna hermosura del mar.

¡Hombre al agua!

———

Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, concargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formandouna montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, lostripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y unvientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran velalatina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendodesmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de lamaniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el quehundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete,desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, parareposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino yzumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogiócon gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y juntoa él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael suprimer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a élhabía entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buqueencantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquellanoche era la primera cena seria que había hecho en su vida.

Había llegado a los diez y nueve años, hambriento y casi desnudo como unsalvaje, durmiendo en la torcida barraca donde gemía y rezaba suabuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba a botar las barcas,descargaba cestas de pescado, o iba de parásito en las lanchas queperseguían al atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pescamenuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haberconocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo,podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevabazapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces denavegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y

aúndicen que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.

El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos deltimón, agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y elmontón de sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.

—Sí; no has escogido mal