La Aldea Perdida - Novela - Poema de Costumbres Campesinos by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Eso será, porque tú eres tan buena como las demás para llevar laVirgen; y aunque no eres rica sabes vestirte como la primera.

La coja con tales lisonjas se esponjó lo indecible. Acometida de unfuror orgulloso, soltó por su boca desdentada mil improperios contra elpárroco y contra las zagalas de Canzana que la perseguían cruelmente consu envidia. Esto causó el regocijo no sólo de Regalado, sino de cuantosla escuchaban.

Pero ya al son de la gaita y el tambor y con el estampido de los cohetessalía la sagrada imagen de la Virgen del Carmen por la puerta de laiglesia. Rodeábanla las mozas con sus panderos. Delante marchaba elcapitán, portador del gran farol tradicional. Su uniformeresplandeciente causaba el asombro de aquellos campesinos,particularmente de los niños que se amontonaban en torno suyodevorándole con los ojos. Todos los años gozaban del mismo espectáculo ycada año les parecía más nuevo y sorprendente. Detrás venían seis ú ochosacerdotes, casi todos los que contaba el concejo. Dieron la vuelta altemplo y sobre el altar portátil levantado á sus espaldas colocaron laimagen. Allí se celebraba la misa al aire libre el día de la fiesta. Lapequeña iglesia no podía contener á la muchedumbre de los fieles.Derramados por el frondoso bosque de castaños que en declive se extiendepor detrás estaban ahora todos, la mayor parte de Entralgo, pero muchostambién de las demás parroquias del valle.

Comienza la misa. Las capas de tisú de oro de los sacerdotes oficiantesresplandecen al sol. Suena la gaita acompañando á los cantores desde unatribuna improvisada. La muchedumbre arrodillada sobre el césped asisterecogida y silenciosa al santo sacrificio mientras la brisa de lamontaña agita las hojas de los árboles y refresca suavemente sus sienes.

Demetria, de pie como sus tres compañeras al lado de la Virgen, habíaencontrado los ojos de Nolo posados sobre ella. En vez de sonreírle comosiempre baja los suyos avergonzada; sus frescas mejillas se tiñen derojo. La fatal palabra de su hermano vuelve á penetrar en su alma y áturbarla. Ella era una pobrecita recogida, una hospiciana; estaba casisegura. Nolo no podía casarse con ella. Tal idea aferrada á su mente latraspasaba de angustia, oprimía su pecho hasta impedirle la respiración.Hubo un instante en que la vista se le turbó y estuvo á punto de caer.Entonces, elevando sus ojos á la sagrada imagen, murmuró con fervor:«¡Virgen María, asísteme!»

La Virgen la asistió. Repentinamente quedó tranquila y se dijo con firmeresolución:

«Antes de que llegue á descubrirlo dejaré la casa y me iré áservir un amo en Oviedo ó Gijón».

Cuando la misa termina vuelve la procesión en el mismo orden dando lavuelta á la iglesia. Las campanas redoblan alegremente; estallan loscohetes; cantan los clérigos; el anciano capitán se pone en marcha y susplacas de oro, ganadas en el campo de batalla, despiden vivos destellos.Entonces un estremecimiento corre por la multitud.

Todos, grandes yniños, volvemos los ojos hacia la Virgen del Carmen, nuestra madre ynuestra protectora, que marcha lentamente sobre los hombros de lascuatro hermosas zagalas.

Dos de estas zagalas son rivales: el apuesto Quino las festejaalternativamente; pero saben disimular sus celos con arte femenino.Eladia sonríe de vez en cuando á Telva.

Ésta le devuelve su sonrisa.Ambas se esfuerzan en aparecer serenas y confiadas.

La procesión entra en la iglesia. Poco después la muchedumbre sale y seesparce por el pequeño campo de delante y el castañar de detrás. Quinose acerca á Telva y con frase insinuante la requiebra y la felicita.Arrimados á una columna del pórtico departen en voz baja mientrasEladia, con la muerte en el alma, les dirige miradas fulgurantes. PeroFlora, la gentil zagala de Lorio, se acerca á ella y procura distraer supena con su charla siempre alegre y graciosa.

—Deja que me esconda detrás de ti. Jacinto me persigue y me sofoca.

—¿Tanto te disgusta que te quiera?—respondió Eladia sonriendotristemente.

—No me disgusta, pero hace demasiado calor. En vez de miel yonecesitaría ahora un poco de agua de limón.

En efecto, el pobre Jacinto había buscado y había hallado á su adoradaFlora, pero ésta le había huído como siempre. También Nolo había queridoacercarse á Demetria.

Y con gran sorpresa, pues no estaba acostumbrado áello, observó que la niña rehuía su encuentro. Por algunos instantespermaneció extático, sin saber qué pensar de tal conducta; pero antes deque recobrase su serenidad y se resolviese á seguirla y pedirle unaexplicación se oye gritar por todas partes: «¡La despedida, ladespedida!» Una nube de niños avanza hasta el pórtico de la iglesia.Detrás de ellos vienen los grandes.

Todos se colocan en fila á entramboslados de la puerta, dejando una calle regularmente espaciosa. Por ellamarchan las zagalas de Entralgo y Canzana cantando y agitando lospanderos y en esta forma penetran en el templo. Se arrodillan al entrar,se levantan después y á los cuatro pasos se arrodillan otra vez y otravez se levantan. De esta manera llegan hasta los pies de la Virgen yallí se despiden cantando largo rato. Luego, caminando hacia atrás, sinvolver la espalda, doblando las rodillas cada pocos pasos y alzándosedespués, salen de la iglesia sin dejar de cantar y de sonar lospanderos.

Fuera se diseminan. Todas llevan colgado al cuello el santo escapulariotocado á la Virgen. Los mozos avanzan hacia ellas y se los piden parabesarlos.

Telva y Eladia salían juntas. El bizarro Quino las ve y se encaminahacia ellas. Va á demandar á Telva su escapulario; pero con arranquecaprichoso ó tal vez para mostrar su omnipotencia, lo pide á Eladia.Esta enrojece como una amapola y temblando de emoción se lo entrega,mientras la desairada Telva se muerde los labios pálida de cólera.

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Nolo se acerca á Demetria y le hace igual petición. La niña se lo tiendecon sonrisa melancólica. Luego, emparejados, se alejan departiendo entrelos árboles.

¿Qué hacías tú mientras tanto, linda y burlona morenita? El enamoradoJacinto llega á tu presencia y con voz apagada te pide el escapulario.Entonces, empujando á Maripepa que iba á tu lado, le dices: «Dale eltuyo, querida, que el mío ya lleva sobrados besos». Jacinto se veobligado á besar el escapulario de la horrible coja, mientras tú ríesmalignamente.

V

La romería del Carmen.

N la pomarada del capitán, debajo de los árboles, se había colocado unamesa á la cual se sentaban hasta una docena de comensales. Procedíancasi todos de la Pola. Sin embargo, había un ingeniero de Madrid y unquímico belga. Pocos días hacía que habían llegado á Laviana paradirigir los trabajos de las minas recién abiertas sobre la aldea deCarrio. Los había acompañado á Entralgo y los había presentado á D.Félix su sobrino Antero, promovedor incansable de los intereses deaquella región y apóstol elocuente del progreso. Recibiólos el Sr.Ramírez del Valle con afable hospitalidad y les invitó á su mesa, perono sintió alegría de verlos. Ya sabemos que su corazón no estaba abiertoá la influencia de las maravillas industriales.

Antero era un joven de carácter franco y fisonomía simpática, locuaz,ilustrado, arrogante. Se había recibido de licenciado en Derecho hacíapocos años. No diremos que se creyese un genio, pero sí estaba seguro deque podía competir con los jóvenes más distinguidos de la provincia. Encuanto á su valle natal, ningún otro osaba hablar de política yliteratura delante de él. Conocía bien la historia de la revoluciónfrancesa, especialmente la de los Girondinos; estaba versado en Economíapolítica, había leído la Profesión de fe del siglo XIX de Pelletan,algunos versos de Víctor Hugo y tres volúmenes de la Historia Universalde César Cantu. Además, cuando se hallaba entre amigos de confianza,osaba poner algunos reparos al texto de las Sagradas Escrituras, en elcual encontraba ciertas contradicciones de bulto. Hasta se decía que encierta ocasión, de sobremesa con varios sacerdotes, los había puesto engrave aprieto hablando del Génesis. Por estas razones y otras que omito,Antero Ramírez era lo que pudiera llamarse un grande hombre regional.

Sin embargo, D. Félix no le reconocía de buen grado sus cualidadessobresalientes.

Entre tío y sobrino existía una disimulada antipatía,que á veces no se disimulaba.

Antero pensaba que su tío era una buenapersona, un militar valiente, pero algo

«arrimado á la cola». D. Félixconsideraba á su sobrino, á pesar de los triunfos académicos queostentaba, como un joven superficial, uno de tantos abogados charlatanescomo producía la universidad de Oviedo. ¡Qué diferencia entre estosmocosos que hablaban de todo con impertinente suficiencia y aquellosvarones antiguos como su primo César, tan reposados, tan profundos, tanmacizos!

Estaban allí también el alcalde, hombre de mediana edad, afable yalegre, que solía decir frases chistosas y reía con ellas hasta toser ytosía hasta reventar. El recaudador, bilioso, taciturno, lleno deprudencia, excepto cuando bebía más de veinte vasos de sidra. Al beberel veintiuno comenzaba á recordar sus triunfos universitarios, lossobresalientes que le habían dado en Derecho canónico y Disciplinaeclesiástica, el accésit que había ganado en la Licenciatura connotoria injusticia, pues nadie dudaba que merecía el premio (uno de losjueces se había negado á firmar el acta considerándolo así). Al pasar detreinta venían á su memoria las imágenes flotantes de las mujeres quehabía seducido y se extasiaba recordando los dulces pormenores de susamoríos: una de aquellas mujeres abandonadas se hallaba á la horapresente en un convento; otra se había tragado una caja de fósforos. Porúltimo, cuando introducía en su estómago más de cuarenta vasos, seiniciaba el período del heroísmo. El recaudador resultaba entonces, ápesar de su pecho hundido y escuálidas piernas, un hombre terrible, unser cruel que había pasado su juventud hinchando las narices á suscondiscípulos y apaleando á los serenos; el terror de la ciudad deOviedo, donde había quedado memoria perdurable de sus proezas.Felizmente para él (porque en tales ocasiones se hacía impertinente yagresivo y solía encontrarse con alguna bofetada), llegaba pocas veces ácifra tan elevada. Una gastralgia crónica le obligaba, mal de su grado,á mantenerse en la sobriedad y moderación.

El escribano D. Casiano no padecía ninguna clase de gastralgia ni agudani crónica.

Por eso no se creía en el caso de usar de la moderación delrecaudador. Bebía como un buey y orinaba como otro buey y tenía unvientre mayor que el de dos bueyes reunidos. Por su complexión ciclópea,por su faz de escarlata, la fuerza de sus jugos digestivos y la eternarisa que brotaba de su pecho como un torrente que se despeña, pertenecíaá otra edad remota, no á la presente. Era digno de sentarse en algúnfestín pelásgico ó cuando menos de asistir á la famosa hecatombe queNestor, rey de Pylos arenosa, celebró en honor de Neptuno, y comerse unode aquellos bueyes á medio asar.

Sin embargo, este D. Casiano, cuando seencerraba en el cuartucho polvoriento y fementido que le servía dedespacho y se colocaba delante de su mesa atestada de expedientes, noresultaba un hombre primitivo, sino bien refinado. Sus narices deventanas dilatadas no le servían para olfatear el jabalí ó el oso quecruzaban por el bosque, sino las pesetas que podía devengar el procesoque tenía entre las manos. Y

vengan providencias, y notificaciones yresmas de papel sellado cuando los procesados eran personas solventes óposeían al menos un pañuelo de tierra ó una yunta de vacas.

La tierra,los establos, las vacas, los enseres de la casa y hasta los pucheros dellar, todo pasaba al instante por el esófago del escribano troglodita. Lomismo acaecía con las herencias. Muriese testado ó intestado, todopaisano podía estar seguro de que una buena parte de su hacienda, cuandono toda, pasaría irremisiblemente al vientre de D.

Casiano.

Acudió igualmente aquella tarde á Entralgo el farmacéutico Teruel,hombre profundo, inventor de ciertas pastillas contra las lombrices queeran el asombro y el orgullo del concejo. De todos los rincones deAsturias solían venir demandas de estas famosas pastillas. En Madridmismo, donde las importó una señora de Oviedo, adquirieron prosélitos.Habían salvado de la muerte á la esposa de un diputado asturiano, elcual en recompensa había hecho condecorar al benemérito boticario con lacruz de Isabel la Católica. Mas después de este esfuerzo químico tanprodigioso el ingenio de Teruel se había agotado ó había dormido parasiempre. Ó considerando tal vez vanas y engañosas las glorias humanas,había decidido renunciar á toda labor científica. Lo cierto es que desdehacía largos años estaba dedicado á pescar truchas con caña en el río yá beber sidra en los lagares. ¿Quién regentaba la botica en su ausenciacasi continua? Su digna esposa D.ª Teresa. Ésta hacía los emplastos,molía las drogas y despachaba cuantas recetas llegaban á la oficina.Teruel había resuelto al mismo tiempo varios problemas sabrosos: notrabajar, no pagar dependientes y tener á su mujer ocupada.

Irritaba esto la cólera del médico D. Nicolás, quien considerabadegradante que una hembra interpretase sus prescripciones. Murmurabaagriamente de la holgazanería del boticario; hablaba de poner enconocimiento del subdelegado de farmacia aquella ridícula y ofensivasustitución. ¿No habría en su indignación una migaja de envidia?

Losvecinos decían que sí. Porque D. Nicolás, lejos de poseer una esposabella, laboriosa, inteligente, como Teruel, tenía por compañera unendriago. Le llevaba diez ó doce años de edad, era fea, achacosa,impertinente, ridícula. Y á cambio de estas cualidades exigía que se laadorase, que el bueno de su marido la mimase todo el día, le prodigaselas caricias más subidas y exquisitas. Y se descuidaba de hacerlo, ¡erande oir sus protestas y recriminaciones! No pasaba día sin que la casadel médico no resonase con voces coléricas, gritos y lamentos. D.Nicolás, para imponer la paz y aplacar la cólera de aquella víborapisada, se veía necesitado unas veces á emplear medios coercitivos pococompatibles con su educación, otras á humillarse á ciertas condicionesque le repugnaban y fatigaban tristemente. De todos modos, su vida eraamarga y contrastaba con la muelle y regalada que llevaba su compañeroTeruel.

Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba elcapellán D.

Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, detez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros,de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la prima tonsura impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellaníade familia. Le estaba vedado por lo tanto contraer justas nupcias. Perono pensaba que le estuviesen vedadas igualmente las injustas. En todo elvalle no existía hombre más enamorado ni que poseyese armas amorosas demás alcance. Sus conquistas se contaban por docenas. Habitaba en elcaserío de Iguanzo, del lado de allá del río, frente por frente deEntralgo. Desde este punto estratégico situado en el centro delconcejo, D. Lesmes hacía constantes correrías por todo él, dejando á loshombres, pero no perdonando hembra alguna, ni por fea ni por vieja.Nadie conoció jamás un caballo de tan buena boca. Si se pudiesen poneren ristra las víctimas de sus hechizos, impondrían terror por la calidadtanto como por la cantidad. Hay que hacerle justicia, sin embargo: nuncahabía atacado las plazas de sus pares, esto es, de los hidalgos deLaviana. Solamente á las del paisanaje llevaba la ruina y devastación.Por eso quizá disfrutaba aún de la luz del sol, tan cara á los mortales.

Todos estos señores y los demás que se sentaban á la mesa del capitáncompartían las ideas del joven Antero. Todos creían que Laviana, por elnúmero y riqueza de sus minas de carbón, se hallaba destinada árepresentar pronto un papel importante, no sólo en la provincia, sino enla región cantábrica. Deseaban que aquellos tesoros subterráneossaliesen pronto á luz; estaban ávidos de que en la Pola, capital delconcejo y partido judicial, se introdujesen reformas y mejoras que lahiciesen competir dignamente con Sama, capital del vecino concejo deLangreo. En Sama se encendían por las noches faroles de petróleo paraalumbrar á los transeuntes. En la Pola ni soñarlo siquiera. En Sama secomía carne fresca todos los días. En la Pola, salada todo el año,excepto cuando á algún vecino se le antojaba sacrificar una res y venderuna parte de ella. En Sama había ya un café con mesas de mármol. En laPola sólo algunas tabernas indecorosas. Por último, y esto era lo quecausaba más admiración y envidia entre nosotros, en Sama se habíaabierto recientemente nada menos que un paseo con docena y media decastaños de Indias puestos en dos filas y ocho ó diez bancos de maderapintados de verde, donde los particulares se repantigaban todos losdías para leer las gacetas de Madrid. Para llegar á tal grado decivilización era necesario que los lavianeses aunaran sus esfuerzos.Esto se repetía sin cesar en la Pola.

Los únicos que en aquella tertulia pensaban mal de las minas y noansiaban las reformas, á más del capitán, eran su primo César, el señorde las Matas de Arbín y el párroco D. Prisco. El primero por su espírituclásico y temperamento dórico, el segundo porque era un gran filósofo.D. Prisco sólo hallaba dos cosas dignas de atención: el cielo estrelladoy la brisca. En consecuencia, ó rezando ó jugando: ésta era su vida.Todo lo demás estaba comprendido en dos palabras, las predilectas, quizálas únicas que salían claras de los labios de aquel hombre memorable. ¡Miseria humana!

Éstos eran los dos vocablos que abrazaban la creaciónentera y sus múltiples relaciones. Unas veces proferidos con admiración,otras con lástima, otras con resignación ó con ironía ó con desdén,según las circunstancias, para todos los casos servían por espinosos quefueran. Cuando algún feligrés venía á contarle una lástima ó á exponerlequejas de su mujer ó de sus hijos, un murmullo ronco salía de lasprofundidades del pecho del párroco. En aquel murmullo sólo se percibíadistinta la profunda sentencia, compendio y resumen de toda la sabiduríade D. Prisco.

Comieron el capón asado, las truchas salmonadas, las olorosas judías conmorcilla y lacón, la rica empanada de anguilas, todo aderezado y servidopor las manos primorosas de D.ª Robustiana, á quien servía en estaocasión de azafata la vivaracha Flora. Bebieron el espeso vino de Torotraído en odres desde Castilla al través de las montañas que separan áesta región de las Asturias por el propio Martinán que ahora lo servíaloando sin cesar su pureza y sus virtudes. Bebieron aún con más placerla sidra de la pomarada de D. Félix. El lagar estaba allí próximo: unade sus puertas se abría sobre la pomarada; la otra sobre el Campo de laBolera, donde en aquel instante se celebraba parte de la romería.

Y cuando llegaron los postres, el joven Antero se levantó con la copa enla mano y habló de esta manera:

—Amaneció al cabo el día por nosotros tan ansiado, el día de quenuestro valle salga de su profundo y secular letargo. Aquellos tesorosque nuestros padres pisaron siglos y siglos sin sospechar su existencia,para nosotros los amontonó la naturaleza debajo del suelo: para nosotrosy para nuestros hijos. Los desgraciados habitantes de esta región queapenas pueden, á costa de grandes esfuerzos, llevar un pedazo de boronaá la boca, dentro de pocos días, gracias á la iniciativa de una poderosacasa francesa que va á sembrar aquí sus capitales, encontrarán medios deemplear sus fuerzas, ganarán jornales jamás soñados por ellos. Y conestos jornales se proporcionarán muy pronto las comodidades y los gocesque embellecen la vida. Porque el hombre no está destinado á vegetarcomo un hongo tomando de la tierra lo estrictamente necesario para nofenecer de hambre; tiene otras necesidades. Dentro de nuestro corazónexiste un impulso que nos hace apetecer nuevos y variados elementos devida, cambios incesantes que nos ofrezcan formas más y más interesantesde existencia. ¿Qué sería el mundo si todos nos limitásemos á recibirlos usos de nuestros padres y á guardarlos como un tesoro intangible yprecioso? Para que el hombre se eleve, para que exista el progreso esnecesario que prescindamos de ese respeto exagerado á la costumbre, queno temamos crearnos necesidades. Las necesidades son acicates quesacuden nuestra indolencia. Es necesario que nos relacionemos con lospaíses extranjeros para hacernos partícipes de sus adelantos, queapetezcamos siempre algo nuevo y mejor y que hagamos esfuerzosincesantes por conseguirlo. Dentro de pocos meses oiréis resonar porestas montañas el agudo silbido de la locomotora. Es la voz del vaporque nos llama á la civilización.

Todos acogen con hurras y palmadas este sensato discurso. Sólo D.Félix, D. César y D. Prisco permanecen silenciosos y taciturnos.

Al sentarse el sobrino del capitán se levantó el ingeniero que habíallegado de Madrid. Era un joven de fisonomía inteligente y agraciada.

—Brindo—dijo—por que en breve plazo quede desterrado del hermosovalle de Laviana ese manjar feo, pesado y grosero que se llama borona.No podéis imaginar con qué profunda tristeza he visto á los pobreslabradores alimentarse con ese pan miserable. Entonces he comprendido larazón de su atraso intelectual, la lentitud de su marcha, la torpeza desus movimientos, la rudeza de todo su ser. Quien introduce en suestómago diariamente un par de libras de borona no es posible que tengala imaginación despierta y el corazón brioso. Procuremos todos en lamedida de nuestras fuerzas que pronto desaparezca de aquí ó al menos quese relegue á su verdadero destino, para alimento de las bestias, quepronto se sustituya por el blanco pan del trigo. Con él, no lo dudéis,despertará la inteligencia, se aguzará el ingenio, crecerán los ánimos ypor fin entrarán en el concierto de los hombres civilizados loshabitantes de este país.

Mucho se rieron y celebraron las palabras del joven ingeniero. Elactuario D.

Casiano se levantó de su silla y le apretó contra su vientrede tal modo que el ingeniero decía más adelante que por un momento secreyó dentro de él como Jonás dentro de la ballena. ¡Y sin embargo, D.Casiano se comía con rematado placer media borona migada en leche! Perose guardó bien de confesar esta flaqueza. Hubiera negado á la borona, notres veces como San Pedro á su maestro, sino trescientas. Todos lanegaron,

¡todos! aunque había nutrido la infancia de la mayoría deellos. Sólo el señor de las Matas de Arbín se levantó de su silla y conreposado y noble ademán avanzó su copa hasta chocar con la del ingenieroy dijo:

—Hubo un tiempo, señor, en que delante de estos rudos campesinos,alimentados con castañas y bellotas como las bestias, corríandesbandadas las águilas romanas enviadas por Augusto. Más tarde lashuestes sarracenas que habían paseado en triunfo todo el orbe, vinieroná estrellarse contra los pechos de un puñado de labriegos ahí, un pocomás arriba, en la sacra montaña de Covadonga. Pasaron muchos siglos,empezaron á alimentarse con borona, y otras águilas tan brillantes, lasdel César Napoleón, cayeron sobre nuestro país. Estos campesinossegándolas el cuello por montes y barrancos probaron que con la boronano habían perdido el ardimiento. Y en las luchas de la inteligencia, enlos nobles certámenes de las ciencias y de las artes muchos asturianoscriados con borona alcanzaron, señor, honra imperecedera. Su voz haresonado con elocuencia en la tribuna, su pluma ha trazado páginasbrillantes que admira el extranjero, su cincel ha dado eterna vida á lapiedra y la madera... No me sorprende en verdad que usted haga ascos áeste manjar grosero hecho con la harina del maíz. Dionisio de Siracusatambién los hizo cuando le dieron á probar aquella sopa negra de losespartanos fabricada con sal y vinagre, manteca de puerco y pedacitos decarne. «¡Es detestable!» exclamó.—«Le falta algo», respondió elcocinero.—«¿Qué le falta?»—«Que te hubieses bañado en el Eurotas yhubieses hecho todos los ejercicios de la palestra.» Del mismo modo,señor, para conocer el gusto de la borona le ha faltado á usted bañarseen el Nalón y haber pasado el día cavando la tierra con la azada.

Tocó á su vez al capitán el levantarse y abrazar estrechamente á suprimo. El ingeniero contempló aquella figura estrafalaria y escuchótales palabras con asombro.

Los demás le hicieron disimuladamente señasde que se trataba de un excéntrico.

—Bien está lo que mi venerable amigo el señor de las Matas de Arbínacaba de manifestarnos—dijo Antero levantándose de nuevo.—Losalimentos por groseros que sean no privan al hombre de sus aptitudes,sobre todo de aquellas que le son comunes con las fieras, las de luchary defenderse. Mas yo pregunto: ¿para qué serviría su actividad si noarrancase á la naturaleza sus secretos si no fuese gustando de todos losrecursos que la Providencia puso á su disposición? Si la situación delhombre, si sus alimentos, si sus vestidos no hubieran de cambiar jamás,esas artes, esas ciencias de que nos hablaba D. César serían inútiles yaun me atrevo á decir que imposibles.

Comprendo el amor y el respeto quemi querido tío D. Félix y el señor de las Matas de Arbín sienten por elpasado; pero no quisiera que ese amor les arrastrase á privar á estevalle de lo que tiene derecho á alcanzar, mayor bienestar para sus hijosy un puesto en la civilización. Por eso en este momento me atrevo ásuplicar á mi buen tío que no se oponga á que por sus propiedades deCarrio cruce la vía férrea necesaria para transportar los minerales. Suoposición, aunque fuese vencida por la ley, al cabo dilataría algúntiempo la prosperidad de nuestro país.

—¡Me opongo y me opondré con todas mis fuerzas!—exclamó el capitánairado.—

Yo no creo que esa prosperidad traiga á este valle dichaninguna. El ejemplo de Langreo, que tenemos bien cerca, me lo confirma.Los hombres trabajarán más que antes y no á luz del día y respirando lagracia de Dios como ahora, sino metidos en negros, inmundos agujeros.Las mujeres lavarán más ropa sucia, cuidarán más enfermos, quedaránviudas primero. Los niños escucharán más blasfemias, sufrirán másgolpes. Yo me río de esa prosperidad y la maldigo. ¿Qué me importa quetraigáis un puñado más de oro si con él llega el vicio, el crimen y laenfermedad?

Quiso Antero discutir con su tío; probarle que estas lacerias no sonconsecuencia obligada de la industria y las minas, sino perturbacionesaccidentales que al cabo quedan suprimidas por sí mismas cuando losobreros se hacen más cultos por la enseñanza y el trato. Pero don Félixse negó á escuchar. Colérico cada vez más y respondiendo á las razonesde su sobrino con frases violentas ó desdeñosas, tanto llegó á exaltarseque el alcalde, el boticario y otros comensales creyeron prudenteintervenir.

Encauzaron la conversación hacia otros asuntos y procuraronalejar al tío del sobrino.

Se habían levantado ya todos de la mesa. Sediseminaron por la pomarada formando grupos. La viva disputa de D. Félixcon Antero había producido cierto malestar. Se deploraba en voz baja queaquél tuviese un carácter tan violento.

Al cabo renació la calma, terminaron los comentarios, y la alegría y lafranqueza volvieron á reinar sobre los convidados. Algunos se acercaronal lagar, penetraron en él y departieron con los labradores que allíestaban; otros pasearon debajo de los árboles hasta los confines de lapomarada. El señor de las Matas fué uno de ellos.

Enfrascado en susmeditaciones clásicas y repitiendo en voz baja la hermosa égloga primerade Virgilio caminó paso entre paso por la finca. Y como llegase á unarinconada umbría, se tendió sub tegmine fagi recitando cada vez conmás fervor los ve