Lázaro--Casi Novela by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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Yel duque era de los que, llevando previsoramente muy lejos sus ideas,echan cuentas sobre lo que pueden producirlos amigos.

No ignoraba quetodo hombre es útil en algún momento de su vida, y que ese es elinstante que debe aprovecharse. Pensó en la senaduría, y añadió para susadentros:—¡Quién sabe!—Desde que tal idea cruzó por su mente, leempezó a distinguir sobremanera; dejó de llamarle Aldea, y tomó lacostumbre de llamarle Félix.

La duquesa, que al principio no sintió hacia él sino la gratitud innatade la hermosura para la galantería, fue apreciándole luego como uno deesos hombres peligrosos con quienes la coquetería de la mujer hace elpapel expuesto de la imprudencia asomada a un abismo. La perspicacia dela dama, avezada a la lucha de la audacia contra la belleza, adivinó enél un adversario terrible si llegase a atacarla. Pero nadie notó queAldea la cortejase. Sus conversaciones tenían ese carácter de afectadacordialidad que da barniz de amistad al trato de personas indiferentes;sus amables futilidades parecían exigencias del círculo que frecuentaba;sus galanterías imposición trazada por la teatral urbanidad de lossalones. Tal vez a solas se entretuvieron en discreteos peligrosos, peronadie llegó a pensar mal; ni la expresión de lo que él decía daba lugara sospecha, ni la manera de escucharle ella significaba disimuladaalegría. Tal vez en medio de una fiesta, muellemente sentada la duquesa,vuelto hacia atrás el rostro, recatándose entre el plumaje de su abanicoy apoyado él en el respaldo del sillón que ella ocupaba, se encontrasenuna sonrisa y una frase, como se encuentran el delito y su precio; peroel descuido, si lo hubo, de nadie fue notado; quedaron secretos loslatidos que hicieron levantarse el raso a impulso del corazón, y quedóignorada la secreta alegría de quien lo hizo palpitar. Quizá si seacercaron fue impelidos por la embriaguez que se apodera de los nerviosbajo la letal influencia de la viciada atmósfera que forman las mentirasoídas, los perfumes aspirados y los resplandores que deslumbran; fueroncomo la rama que se inclina sobre el río mientras la violencia de lacorriente alza la superficie del agua, sin que pueda notarse si lostallos la buscan, o es ella la que sube hasta manchar sus hojas.

Nada había en ellos que autorizase al mundo para suponerles unidos porun lazo más estrecho que el de la superficial amistad engendrada con eltrato del medio social en que vivían. Existían en cambio poderososindicios para suponer que, si algún exceso de galantería mostraba FélixAldea hacia Margarita de Algalia, no eran enteramente desinteresadas susintenciones. Cuando se le veía hablando; embelesado con Josefina, losojos recreándose en la contemplación de su belleza, mudo y como absortounas veces, animado otras hasta la locuacidad, comprendíase el por quéde tales dulzuras y complacencias para con la madre de aquel tesoro dediscreción y hermosura. La solicitud con que a la duquesa atendía, seexplicaba por el afán de acercarse a su hija.

Tratando de hacerseagradable a Margarita, parecía solicitar la venia para otros diálogos enque de antemano era la plática tenida por más dulce y amena, puesJosefina cada vez se le mostraba más propicia.

Era la vez primera que Josefina escuchaba con gusto las frases galantesy las palabras cariñosas de un hombre. Cuantos hasta entonces lacortejaron, no supieron disimular bien el impulso que les animaba; unossólo vieron en ella lo que inmoral y descaradamente se llama un buenpartido; otros la esperanza de satisfacer con sus amores una vanidadpueril. Las pretensiones de aquéllos fueron siempre rechazadas conrepugnancia; las de éstos miradas con desprecio. Josefina, incapaz dequerer a nadie interesadamente, no admitía la idea de ser ambicionadapor su oro, y sobrado discreta para confundir pruebas de amor conrequiebros de salón, desoyó igualmente a los que pretendían su mano porsu dinero y a los deseosos de preferencias en que fundar vanidades. Niquiso prestarse a ser inerte objeto de un contrato, ni pudo oír conagrado las frases triviales, mejor o peor dichas, pero siempre falsas,con que el hombre pretende atraerse sonrisas y provocar miradas quepueda pregonar como favores.

Cuando puesta en contacto con Félix Aldeaapreció su valer y notó su inclinación por ella, se fijó primero, pensódespués, vaciló luego, y finalmente llegó a decirse que aquel hombrejoven y juicioso, hermoso y varonil, obsequioso sin afectación, galantesin lisonja, era quien mejor merecía, si no su amor, al menos aquellasimpatía que la mujer dispensa como prólogo de más dulces concesiones.Tal vez creía verle demasiado engolfado en sus aficiones políticas; nose ocultaba a sus ojos que absorbido por la vida pública, la tranquiladicha del hogar

sería

en

su

existencia

lo

secundario;

pero

tambiénapreciaba claramente la diferencia inmensa entre un hombre que daba elpensamiento a trabajos de gloria y los figurines movibles que hastaentonces la rodearon. Cuando, cansado por las luchas del mundo o abatidopor los reveses de la suerte, Félix buscara en el hogar fuerzas yconsuelos, ella, con los brazos abiertos, le brindaría reposo, y con susfrases de cariño le infundiría esa fe que el temple de las grandes almassabe trocar en energía. Cuando la rápida pulsación de la impacienciaatormentara sus esperanzas, palpitaría también con ellas; la alegría delos triunfos sería para ambos, y la gloria que se conquistase para élsólo. Ella se contentaría con un beso el día de las victorias,endulzaría con una frase las amarguras, y lejos de pensar que elmatrimonio es el egoísmo de dos, sus ensueños de ventura se lo hicieronvislumbrar como la abnegación de uno solo.

Josefina no amaba todavía a Félix. Ni le conocía lo suficiente paracifrar en él todas sus esperanzas, ni la había tampoco hablado en esostérminos que hacen recíproca la ternura. Sus finezas y palabras amablesno fueron nunca lo suficiente explícitas para provocar respuestasclaras: él no parecía poner empeño en obtenerlas; ella, sin acertar adesearlas, las temía, pues si las conversaciones con Aldea pudieronservirla como medida de su valer, no conocía bastante su carácter parafiarse de él. Su trato le parecía cada vez más ameno, mayor su ingenio;pero no dejaba de observar que en todas sus conversaciones se quedabasiempre corto, temeroso de pronunciar palabra en extremo arriesgada,cuidando de evitar frases que no pudiera recoger. La perspicacia mujerilla prestó adivinación, y la niña fue advirtiendo que aquel hombre teníarepartido su corazón entre un amor naciente y otro sentimiento más vivo,más avasallor y poderoso.

Aldea no perdía ocasión de dar a entender en público su amor porJosefina: en las recepciones de su casa, en bailes, teatros y saraos secomplacía en mirarla de ese modo que, prodigando expresión a laspupilas, entera a las gentes de lo que uno calla.

No se recataba paradecir a quien quisiera oírselo que con ella sería feliz; a nadie llegó apermanecer oculta aquella inclinación.

La familia de Josefina se enteróde todo antes que los extraños, y si la madre no procuró evitarlo, elduque tampoco dio a la cosa gran importancia. Su hija era joven, rica yhermosa: nada tenía de particular que gustara a los hombres: Félix Aldeaera uno más.

Sólo la interesada reflexionaba sobre su propia situación, y a pesar dela atracción de que se sentía poseída, procuraba dominarse, ver claro yleer en el corazón de aquel hombre.

Sin bastante conocimiento del mundo ni experiencia para explorar a Félixprovocando atrevidamente explicaciones francas que

pudieran

serindecorosas;

sin

coquetería

que

desconcertándole le hiciera venderse,Josefina sintió la falta de un alma amiga, leal, inteligente, franca,que aconsejara su incertidumbre y gobernara su timidez convirtiendo lamisma debilidad en arma poderosa. Aunque obcecada con dificultades ydudas, a fuerza de pensar en su situación respecto de aquel hombre,creyó ver determinado y fijo el rasgo que caracterizaba su extrañasituación. Cuando Aldea la tenía en público cerca de sí, hacía marcados,aunque discretos, esfuerzos porque le vieran enamorado de ella; perocuando aparte y juntos podía hablarla sin testigos, callaba, o daba a laconversación los giros rebuscados de una tranquilidad afectada, huyendocobardemente toda explicación. ¿Era esto el miedo natural de quien,deseando una dicha, vacila en pedirla temiendo escucharla negada o eraun modo de implorar piedad? Con esta duda tropezaba Josefina al fin detodas sus cavilaciones.

VI.

LLEGÓ el día del santo de la duquesa, y, como de costumbre, se festejóen familia con una comida, que si tenía sus puntas y ribetes depretencioso convite, no carecía de cierto aspecto de intimidad, puessólo asistieron a ella los más asiduos amigos de la casa, Félix Aldeaentre ellos, y el joven pero venerable capellán.

Esmeráronse

en

prepararlo

todo

los

criados,

inspeccionándolocuidadosamente el mayordomo, y a la hora fijada estaba puesta la mesade tal suerte, que juntamente daba muestra de la calidad de los dueños ydel esmero de la servidumbre.

Un manojo de flores, presas en rico vaso de Bohemia, ocupaba el centro:la cubrían blanquísimos lienzos de letras y escudos primorosamentebordados; relucía sobre ellos la limpia plata; puestas en trasparentesplatos acusaban las frutas con sus aromas su completa sazón; a las copasde diversas formas y tamaños esperaban los más preciados vinos, y latranquila luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez,mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio delcomedor, como llamando a convidados y dueños. Oíanse por lashabitaciones inmediatas, a un lado el murmullo de la conversaciónpausada de los que esperaban, a otro el ruido que producían con susúltimos preparativos los criados. Poco después fueron tomando asientolos escogidos que habían de disfrutar con los duques el grato e íntimosolaz que ofrecía aquella fiesta de familia.

Las personas convidadas eran pocas, pero dignas de ser citadas. Ademásde Aldea, puesto no se sabe por qué previsora disposición a la izquierdade Margarita, estaban cuatro señoras y dos caballeros. La condesa deBusdonguillo, dama elegantísima al presente, en otros tiempos señoritacursi de las que pasan las primaveras en el Retiro, los veranos en elPrado y los inviernos en torno de una camilla con lámpara de petróleohaciendo flores de trapo o redondeles de crochet, mientras alguno delos presentes cuenta lo que en la corte se dice cuidando de disfrazar lacrónica escandalosa de modo que no dejen de enterarse las niñas de lacasa. Conoció al conde cuando éste acababa de perder a sus padres; sedejó abrazar varias veces en la penumbra de un pasillo, negándolesiempre otros favores; y un día, entre los enojos de una sesión de celosy las alegrías de una reconciliación, hizo que su madre dijese almuchacho: «Pronto nos darán Vds. un buen día.» Poco después de la bodael conde tiró por un lado, la mujer por otro, y hoy viven en la mejorarmonía, ella disponiendo sus martes, y él amueblando casa distintacada año a una traviata de moda.

Frente a esta, para mortificarla con el espectáculo de su lujo,colocaron a la señora de Alzaola, hija de una nobilísima familia que sevio obligada a casarla con un pollo imberbe, gracias a no se sabe quécuentos y calumnias, según los cuales la niña tuvo que ausentarse un añode la corte para pasarlo en compañía de una tía pobre que vivía en uncortijo de Andalucía.

Cuando, trascurridos dos años, el matrimoniovolvió a Madrid, trajo en su compañía un precioso niño, que murió pocodespués de garrotillo mientras su madre estaba en un baile. En laactualidad la señora de Alzaola es individua de varias juntas debeneficencia, hace con frecuencia donativos de consideración queanuncían los periódicos, y suele mandar que paguen a su lavandera conbonos de los que el Ayuntamiento distribuye a los pobres.

Otra de las invitadas era Pura Menguado, una casi niña, de diez y nueveaños, sobrina de la condesa de Busdonguillo. Tenía el pelo de un negroazulado por lo intenso, el rostro de una palidez clorótica, los pómulossalientes, algo caídos los labios, y los ojos de un mirar despreciativoy lánguido como de heroína de novela que no ha encontrado todavía suideal en la tierra. Se levantaba a las tres, almorzaba, iba en coche apaseo, se vestía a las ocho para comer, volvía a vestirse a las nuevepara ir a la ópera, engalanábase de nuevo para dar una vuelta por algúnsalón de buen tono, regresaba a su casa a las cuatro, se empapaba en lalectura de novelas francesas hasta las ocho, y dormía hasta la hora delevantarse para repetir las mismas operaciones. Pura, que era renombradapor su estranjerismo en el vestir, aquel día llevaba un vestido de rasonegro de mangas cortas muy ceñido y muy largo con volantes de anchoencaje azul, un collar de perlitas, medias de seda negra, zapatos deraso claro con la punta algo encorvada, y el pelo, recogido a la vierge, salpicado entre los rizos de alfileritos con cabeza debrillante.

La cuarta señora era la generala viuda de Pillote. Tendría cincuentaaños, pero a media luz representaba treinta y cinco; estaba hacía tiempoen relaciones con otro general a quien el difunto legó sus placas enprueba de buena amistad; se dedicaba mucho a las cosas de iglesia,bacía novenas, y creyendo que esto no podía ya ponerla en ridículo,vestía imágenes. Después del general, sus pasiones eran las amigas aquienes siempre aconsejaba lo mejor y las conversaciones en que sehablaba del decoro.

Los hombres merecen párrafo aparte.

Don Juan del Cupón era un señor muy rico, asociado con un marqués que nolo era menos, para prestar dinero a menores con escrituras de depósitocomo garantía. Cuando los muchachos que recibían el préstamo no sepegaban un tiro y sus padres se veían amenazados por la deshonra, elseñor de Cupón transigía el asunto, viniendo siempre a quedaren susgarras el sesenta por ciento al año. Fue diputado de una mayoríaconservadora, y contribuyó poderosamente a varias peregrinacionescatólicas.

Arturito Galeolo era un chico que frecuentaba las mejores casas y laspeores mujeres de la corte: tenía dos hermanas jamonas muy guapas,extravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompañaba atodas partes. Puede decirse que no tenía personalidad propia: todo elmundo le llamaba del mismo modo: «el hermano de la pareja;» nombre conque Madrid entero designaba aquellas elegantes y ex-jóvenes señoritas.

El último convidado de los duques era un antiguo periodista amadamado ymaldiciente; ducho en dos especialidades, merced a las que vivíahaciéndose lado por doquiera. Poseía un repertorio completísimo denarraciones de disgustos domésticos entre lo más acomodado de lasociedad, que se complacía en contar oportunamente, y escribía revistasde bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba laspatillas teñidas de rubio y afeitado el bigote, que empezabadescaradamente a blanquear. Decían las gentes que algunas encopetadasseñoras le habían pagado con dulzuras infinitas, más que los elogiospara ellas,

las

censuras para otras.

Tenía, además,

otra

particularidad:recibía toda su correspondencia en la redacción; no se pudo averiguardónde vivía; se llegó a sospechar que tenía en una buhardilla una malacama, un gran lavabo con muchos frascos, tintes, pomadas o cosméticos, yuna percha cargada de ropa; pero nadie logró poner en claro la verdad.

Sentáronse los duques con sus comensales, ateniéndose más a la confianzaque a la etiqueta, y se comió luego como se comía en aquella casa cuyamesa era uno de los mejores altares que pudo desear la gula. Muchopermitía su riqueza a los de Algalia; pero más valía su exquisito modode elegir: eran de los pocos que saben comer, cosa harto difícil deaprender, porque sólo a gente rica está reservada su enseñanza.

La conversación, general o limitada a pequeños grupos, versaba sobretodo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina yun clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesanacon su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un curadigno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentara.

Pasando de unas cosas a otras, se llegó en la conversación a lo que eraobjeto de diversos comentarios por aquellos días: el estreno de un dramade esa escuela que, inspirada en la realidad, lleva a la escena nuestrapropia vida y nuestras miserias; haciendo al teatro espejo donde lasimágenes que se mueven en la acción fingida, sean, según su virtud o sutorpeza, ejemplo de unos y escarmiento de otros. Servía de base al dramael manoseado problema de la falsa posición creada por la sociedad alhijo natural, y el autor atacaba duramente ciertas hipocresías, quepodrían ser ridículas sino tuvieran marcado carácter de intransigenciasodiosas.

La generala Pillote se mostró desde luego partidaria del perdón. La deAlzaola sostuvo que la mujer que faltaba era porque quería faltar, ideaque hizo sonreír a algunos de los presentes. Purita Menguado sedeleitaba oyendo todo aquello que tenía todavía en cierto modo para ellael encanto de lo desconocido; y digo en cierto modo, porque era una deesas niñas vírgenes que nada ignoran teóricamente, esforzándose endiscurrir cuál será en la práctica la aplicación de sus conocimientospoco castos. La de Busdonguillo callaba y comía, no porque se acordarade que nadie puede tirar la primera piedra, sino considerandooportunamente que hay casas con tejado de vidrio.

Menos Josefina, que no podía explicarse todo el alcance de laconversación, todos tomaron parte en ella: mostrando su opinión unosacaloradamente, con tibieza otros, como quien ignora la de los dueños dela casa y no quiere desagradar; este hablando en nombre de la moralultrajada, y aquél tratando de darse por ingenioso, mientras algunocomía en silencio, riéndose para sus adentros en general de la virtud, yen particular de los virtuosos. Guardaba silencio la duquesa, que, comomujer de mucho mundo, sabía los peligros que rodean a su sexo, ycallaba también el cura, pensando que era excusado hablar cuando todosdebían suponer que sólo en nombre de la misericordia podría hacerlo. Laconversación quedó limitada al duque y Félix Aldea: el primero, apurandocuantos lugares comunes y frases hechas acoge la intransigenciadisfrazada de moralidad, repetía los argumentos ideados por todos losque, afectando desconocer el origen de muchas faltas, son exigentespara que se les tenga por justos. Aldea, con animada frase, decía que lamadre es disculpable muchas veces, y los hijos inocentes siempre.

Consencillas razones, sin artificio ni esfuerzo, demostraba que laseveridad en las costumbres no debe ser rayana en la crueldad, y que,como más consolador, debía preferirse el perdón al desdén con que suelenmirarse en el mundo faltas que tienen mucho de desgracias. Defendíase yalzaba el duque la voz como aquel a quien van faltando armas;respondíale Félix tranquilo, al parecer, pero en el fondo con interésvehemente, hasta que el duque, formulando torpe y rudamente su modo depensar, exclamó:

—Quizá tenga usted razón. Convengo en que el perdón es muy cristiano y muyhumanitario el olvido; pero yo no daría nunca una hija mía a un hombrenacido en tales condiciones.

Si alguien hubiera tenido entonces fija la vista en el rostro de Félix,le hubiera visto demudarse; pero nadie notó que aquel hombre fruncieraun instante el entrecejo, mordiéndose los labios, como para no decir loque desde el fondo de la conciencia les mandaba la dignidad ultrajada.Solamente la duquesa, que oyó la frase de su marido, se conmovió; perosupo callar, comprendiendo que había escuchado una torpeza irremediable.

Aldea se contentó con dar por terminada la discusión, y acabó de tomartranquilamente su café, limitándose a decir:

—Estoy seguro, señor duque, de que nuestro querido don Lázaro seríamenos cruel que usted

—El capellán no es aquí buen juez,—replicó Algalia,—ni puede entenderde esto, porque no puede tener hijos.

Lázaro calló. Levantáronse todos de la mesa, y no se habló más; pero unmomento después, Aldea, visiblemente conmovido, llevó al duque hasta elhueco de un balcón, y allí, sin ser oído de nadie, al mismo tiempo quesacaba un pliego del bolsillo, le dijo:

—Hace tiempo que deseaba probar a usted mi buena amistad.

Aprovechándomede la influencia de mis amigos, he conseguido para usted esta distinción:al pisar por última vez su casa, he venido con el propósito de aumentaren algo las alegrías de este día; y usted, en cambio, acaba de ofendermedesapiadadamente: soy hijo natural.

Y separándose con rapidez de Algalia, que maquinalmente había recogidoel pliego, estrechó la mano a la duquesa, que intentó en vano detenerle,saludó al cura, hizo a los restantes una inclinación de cabeza, mirandoprofundamente a Josefina, extrañada de tan repentina despedida; saliódel comedor, cruzó las salas, y un momento después el portero,descubriéndose respetuosamente, le abría la lujosa verja del parque.

El duque, atónito, no sabía lo que le pasaba: abrió el pliego, y nopudo, al leerlo, contener un estremecimiento de gozo: era la realizaciónde su sueño de oro. Su nombramiento de senador vitalicio: al pié deldocumento se leía la siguiente firma: Yo el rey.

—Mira, Margarita,—dijo en voz baja, tendiendo el pliego a la duquesa ysu hija;—ven, hija mía. Aldea me ha dado este papel, y se ha marchado,diciéndome que le había ofendido.

Y mientras los circunstantes se miraban unos a otros, el duque, poseídode una sorpresa inconcebible, sin darse exacta cuenta de lo sucedido,atento sólo a su propio regocijo, leía y releía el nombramiento por cimade las hermosísimas cabezas de su esposa y su hija. La duquesa,apartando cariñosamente a la niña y recatándose de ser oída, asió a sumarido fuertemente del brazo, diciéndole:

—¿Qué has hecho? Aldea es hijo natural.

—Pero este nombramiento,—repuso Algalia, a quien por el momento sólopodía preocupar su senaduría,—¿qué quiere decir, a qué viene darme tangran prueba de afecto?

—Félix está enamorado de Josefina,—contestó Margarita.

De allí a poco los convidados fueron desfilando repletos de buenosmanjares y llenos de curiosidades: ellos saboreando el aromoso veguero,y ellas hablando de los trajes de la duquesa y su hija. Si algunocallaba, era porque lo mal que digería no le dejaba murmurar de lo bienque había comido.

VII.

Tal fue la sorpresa del duque a consecuencia de lo ocurrido, que sólodespués de algunas horas, y tras larga conversación con su mujer, llegóa convencerse de dos cosas: era senador vitalicio por nombramiento real,y, sin saberlo, había ofendido gravemente al hombre que le encumbraba.

Ambos esposos se preocuparon seriamente. El marido experimentabaimpresiones contrarias; sentía el regocijo íntimo del orgullosatisfecho, y al mismo tiempo, no acabando de comprender cómo Aldea lehabía podido elevar hasta ser pater patrie, sentía vagamente eldisgusto de tener que agradecer a tal hombre, a un cualquiera, tamañahonra. En cuanto a lo del agravio inferido, no podía Algalia explicarsesatisfactoriamente por qué se había ofendido Félix por una frase dichacon cierto carácter de generalidad.

La mujer se mostraba pesarosa en extremo; parecía dolerse también detener que manifestarse agradecida a quien consideraba inferior a sucasa; calculaba la ofensa hecha a Félix, y, sobre todo, no perdíaocasión de repetir a su marido que Aldea estaba enamorado de Josefina. Apesar de todo, el disgusto tomó en Margarita un aspecto distinto del quepudieran prestarle tales consideraciones. Ni el orgullo, que creíarebajado por la persona que hacía el favor, ni la contrariedad de verofendida a esa misma persona, eran motivos bastantes a justificar sumal humor.

Limitose, con respecto a sumando, a llamarle torpe yhablador, indicando ligeramente la idea de un desagravio, tanto menosdoloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa;pero luego, a solas, con el ceño adusto y la mirada triste, abría a sumortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba condesprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba,cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogíacomo con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda deseda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre lasvarillas, o desgarraba el país con las sonrosadas uñas. Había momentosen que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerzasal miedo de ser sorprendida, y ahogaba la inoportuna lágrima, trocandoen dulce sonrisa el salado llanto.

Sumida en profundo y silenciosoabatimiento, la mirada inquieta reflejaba el fondo intranquilo de suespíritu; pero no brotaba una queja de sus labios, ni hubiera sidoposible averiguar, aun espiándola de cerca, la causa verdadera de supesar. ¿Era quizá el disgusto de ver alejado de la casa al hombre queestaba enamorado de su hija? No, seguramente, pues harto podíacomprender Margarita de Algalia que nunca faltarían a Josefina ocasionesde ventajosa y feliz boda. Ni su corazón de madre, ni su orgullo de damapodían tolerar suposición semejante.

Sólo por las conversaciones de sus padres, y al cabo de varios días,supo Josefina el alejamiento de Aldea. La impresión que recibió fuepenosa: dando al olvido las inquietudes inspiradas por la conducta queFélix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí alprimer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad.Cuando llegó a enterarse de la ofensa que mediaba, conociendo elcarácter de su padre, sintió esperanza de que pudieran las cosasarreglarse; y, apenas concebida la sospecha, resolvió hablar a su madre.

Había en el palacio de los duques una ancha y lujosa galería, a la cualse abría la puerta de un salón tapizado de rojo, que era el menosfrecuentado de la casa, y donde el duque guardaba en enormes armarioslos libros que no cabían en las bibliotecas de su despacho o considerabaindignos de vistosa encuadernación y lugar visible, lo cual originabaque en cambio se viesen en descarado sitio novelas de mala muerte concantos dorados y corona ducal en el lomo.

A este salón venía muchas veces Lázaro en busca de algo para leer, o porentretenerse ordenando lo que allí estaba confundido.

Abría un balcónque daba al jardín, y, respirando el grato aroma de los tilos cercanos,dejaba pasar el tiempo o se abismaba en sus eternas dudas.

Era cerca del anochecer cuando Josefina, decidida a pedir a su madre quela ayudase a facilitar la reconciliación con Aldea, cruzaba la galería,en cuyos vidrios venían a dar los últimos resplandores del día. Al verentornada la puerta, miró hacia dentro. El salón estaba casi oscuro;todo era sombra. Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltandopor momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y sufigura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo.El vientecillo de la tarde mecía ligeramente las ramas del jardín, y alchocar las hojas unas contra otras, producían un murmullo cadencioso yapacible, interrumpido sólo por las agudas notas de alguna golondrinaque tenía su nido entre las vigas del tejado.

Al sentir ruido, Lázaro alzó la vista, y viendo a Josefina, adelantóalgunos pasos, mientras ella permanecía callada y quieta, recostada enel quicio de la puerta.

Lo que allí pasó fue triste, silencioso, casi horrible. El confidente setrocó en capellán, el amigo dejó su puesto al ministro del cielo. Ellamiró a Lázaro como quien, sin confesar su pena, implora alivio a sudolor, y é