Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

III

David Sikora no tenía posibilidades en el poblado donde nació. Su único estudio había sido en una yeshiva. En años anteriores, cuando las cosas no estaban tan mal, la comunidad costeaba sus estudios. Pero en tiempos en que familias enteras emigraban de los shteitels, la gente ya no lo podía mantener. Apenas llegó a barujim. Sus anhelos de convertirse en rabino se acabaron como muchos otros en los tiempos de las vacas flacas.

Hasta su mujer se burlaba de su falta de preparación. En una ocasión, cuando David le enseñaba a sus hijos el cuento de José y el faraón en Egipto, Anita lo interrumpió: "Si a mí el faraón me hubiera venido con el sueño de las vacas gordas y de las flacas, en vez de interpretarlo, le hubiera preguntado dónde las había visto, para comérmelas".

Nunca se le hicieron fáciles los hurtos de aves de su mujer, que lo hacían sentirse como el hombre más pecador de la tierra.

-Anita, ¿cómo quieres que ande con la frente en alto si todo el pueblo sabe que te robas las gallinas del carnicero?

-Pues lo hago por necesidad, como Noé- le respondía ella con ironía-. ¿Acaso tenía una parejita de cada animal para meterlos en el Arca? Seguro se las robó igual que yo.

Ante este vilipendio, el ex estudiante de yeshiva intentó conseguir una visa para los Estados Unidos. Pero igual que Samuel, el suicida, lo hizo ya tarde. Las puertas del país de los inmigrantes se habían cerrado por el temor de los sajones. No obstante, la vida estaba tan mala que su mujer empezó a echarle ojo a los pollos del rabino. En ese momento, David admitió finalmente que la situación era desesperada. "Iré a probar suerte a algún país cercano a Estados Unidos para luego cruzar la frontera”- le dijo. La esposa no respondió. "Este viejo vago”- pensó, "no llegará ni a la esquina".

La vida no había sido fácil para el padre de Elena. El hombre había crecido en una familia religiosa fundada por el rabino jasídico y especialista en cueros de zapatos de Ostrolenka, Aviezer Sikora. Su padre Yankale y sus cinco hermanos se dedicaban al teñido, confección y venta de botas militares. Se decía que la profesión de la familia se eligió por tener la mayoría los dedos de los pies montados unos sobre otros. Los Sikora, torturados por los zapatos estrechos que debían usar, buscaron hacer sus propias creaciones para hacerlos más amplios.

Las necesidades económicas habían obligado a los descendientes de Aviezer a desplazarse a numerosos pueblos cercanos de Varsovia. Allí no solo continuaban con la tradición artesanal sino con el estudio del Talmud, otra de las pasiones de los Sikora. Esto cuando no se peleaban con los familiares, que se podría decir era otra de sus vocaciones. Muchos decían que los Sikora buscaban en el Talmud una explicación para sus vidas conflictivas porque ni ellos mismos se aguantaban. Algunos tenían tan mal carácter que los vecinos huían cuando los veían en su camino. “El nombre de Sikora –decía Anita a su hija- es el de un pajarito muy apacible del campo polaco. Sin embargo, el único pajarito tranquilo que conozco es el de tu padre, que ya no me busca”.

El amor que sentían por la ley los llevó a buscar mujeres que los mantuvieran y se ocuparan de sus negocios artesanales. Pensaron así los Sikora que podrían dedicar todo su tiempo a la discusión de las letras sagradas. Yankale, el padre de David se había casado con Yenta Pockshiva, una mujer pudiente cuya familia se dedicaba a la venta de aceite de cocina. Sin embargo, ella y las mujeres que seleccionaron los Sikora eran las más inapropiadas. Si tenían dinero era porque provenían de familias materialistas que no les interesaba mucho lo espiritual. Anita, por ejemplo, igual que su suegra, no solo se preocupaba por el aquí y el ahora sino que era una convencida de la modernidad, que le decía que la plata determinaba las reglas del juego.

Tanto el padre como la madre trataron de hacer que Elena pusiera más interés en lo que consideraban “los valores más importantes”. Las instrucciones a la hija terminaban en pleitos ya que ninguno se ponía de acuerdo en si la religión o la ciencia tenían la solución para los problemas de los judíos. David opinaba que su mujer era comunista, atea e irreverente y que los llevaría a la perdición. Ella consideraba que los religiosos eran la desgracia de la comunidad y que por ellos, los hebreos no sabían más que restar “porque hace años no sumamos”.

David solía defender su adoración por el Talmud de las críticas de su mujer. Ella decía que el libro parecía un rompecabezas más que una obra religiosa. “¿A quién se le ocurre escribir cosas distintas en una misma página y hacer tal enredo que parece un plato de macarrones?”- preguntaba con malicia y en tono de burla. Más le molestaba que el libro estuviera lleno de prohibiciones y limitaciones para la mujer. “Con base en el Talmud, tu padre me ha convertido en su empleada”- le decía a Elena. “Según ese libro las mujeres no servimos para el estudio y debemos mantenernos tan brutas como podamos”. Más la enfurecía que los rabinos habían interpretado la menstruación como algo sucio, que exigía una limpieza ritual. “ Mira Elena, si vamos a ser justas tenemos que reconocer que más cochino es el tuges del rabino, que huele a guifilte fish podrido y nadie le exige que se lo lave, mientras que a nosotras nos consideran impuras por tener nuestros períodos, que por cierto no me ha llegado últimamente”.

El hombre acusaba a su esposa de actuar como los cristianos que solían atacar este texo como "una mezcolanza confusa de lógica pervertida, de sutilezas absurdas, cuentos y fábulas tontas, llena de impiedad, de superstición y hasta obscenidad". “Ahora resulta”- indicó con ironía a su hija, “que Anita Brum, la socialista, se ha tornado en otra más de los que lo condenan”.

“Tienes que saber- le decía a su hija- que los que lo persiguen lo han hecho desde el principio, sin conocerlo siquiera”. David le informó que apenas se había terminado su redacción, cuando el Emperador Justiniano en el siglo VI prohibió la exposición de las tradiciones orales judías. “En 1244, en París, se quemó un gran número de ejemplares. El Papa Martín V ordenó la destrucción de todos los libros del Talmud y prohibió a los judíos su lectura”. Según el padre, todos ellos partían de la misma ignorancia que tenía su madre con respecto a su contenido.

En 1830, agregó David, apareció la obra francesa del obispo Chiarini, en la cual atacó al Talmud como una obra "que contenía enseñanzas fanáticas e inmorales y que sancionaba malos procederes contra los cristianos y el uso de sangre cristiana para la fiesta israelita de Pascua". Por haber sido escrito este libelo por un obispo, el zar lo recompensó con dinero y tradujo su obra al ruso y la distribuyó al clero del Imperio. “Con base en las mentiras” - agregó- “y con el fin de entretener al pueblo, se estimulaba la matanza de comunidades judías enteras en Rusia”. Varios Sikoras, según él, perecieron en los progromos rusos.

“Pero que haya sido perseguido no significa que fuese conocido”- dijo David a su hija. “Talmud” - explicó- “es el nombre que se le da a dos obras enciclopédicas de la tradición judía, compiladas en Babilonia y en Eretz Israel”. “La palabra es un término escolástico tanaíta, derivado de lamed”. El Talmud es un comentario a la Mishná, que es una obra legalista reunida por Judá el Príncipe (hacia 135-219 de nuestra era) y que recoge las leyes (midrash) derivadas de la Torá (Biblia) y las que se formularon en las grandes escuelas rabínicas. La Mishná está compuesta de seis tratados generales: legislación sobre la siembra, las festividades judías, las mujeres, los daños materiales y criminales, las cosas sagradas y la limpieza ritual. “Cada uno establece las prohibiciones, normas, regulaciones, premios y castigos de nuestra religión mosaica”.

En vista de que estas leyes necesitaban ser explicadas y contextualizadas, añadió David, el Talmud nació de los comentarios conocidos como Guemara. “Pero como el lenguaje del Talmud babilónico era hebreo o arameo antiguos, sin puntuación, difícil de comprender, influidos por otras lenguas, se hizo necesario añadir comentarios e interpretaciones de los grandes rabinos.

De esta manera, la obra se extendió y complicó”. “Imaginemos –le pidió - que debates de miles de voces se fueron integrando por cinco siglos hasta que el libro se canonizó, los que motivaron, a su vez, preguntas y dudas que fueron incorporadas”. “De ahí que el Talmud sea la suma de unos 10 mil decretos sobre la vida judía, clasificados de acuerdo con esferas distintas, a las que se añaden los debates, sobre estos temas, de unos quinientos escribas y abogados, en su mayoría de Palestina y de Babilonia”.

Pero Anita no se dejaba convencer fácilmente de su utilidad y no dejaba de mecer su cabeza mientras su esposo instruía a su hija. Según ella, el Talmud no era un código legal, pues no contiene leyes, sino discusiones de leyes y esas discusiones se perdían, a menudo, “en terrenos ajenos a ellas”. La mujer consideraba que el estilo como el contenido era “tan heterogéneo” que “no hay regularidad del tratamiento de los temas”. A diferencia de los tratados socialistas que eran claros, en el Talmud –consideraba ella- se dan “abruptas transiciones de lo profundo y espiritual a lo trivial, de la máxima concisa y plasmada para la eternidad a la observación pedestre y momentánea”. La madre de Elena se burlaba de que en el Talmud se pasara de una discusión sobre la moral a una sobre cosas irrelevantes como los siembros “cuando los hebreos no hemos vuelto a cosechar más que miserias”.

La mujer creía que a menudo, “encontramos discusiones teológicas de interés puramente teórico o que tienen como objeto conciliar opiniones contradictorias oficialmente aceptadas; a veces, las discusiones parecen simples exhibiciones de habilidad dialéctica”. “El lector moderno”- creía ella, “rara vez tiene la paciencia de seguir los argumentos laberínticos o aceptar opiniones que parecen arbitrarias”. “Necesitamos de entender el mundo actual con instrumentos de la época” –razonaba Anita- “ya que lo que pasó hace dos mil años no nos ayudará en estos días”. “Los judíos no debemos seguir perdiendo el tiempo analizando si debemos cortar el prepucio para arriba o para abajo sino más bien estudiar, como lo hace Marx, si la religión nos encadena o nos libera”- concluía la mujer y miraba a Elena, esperando que su hija la apoyara.

David jamás aceptaría que los temas del Talmud estuvieran descontextualizados. Más bien esa casuística la percibía como una buena escuela que conservó la lozanía espiritual de la nación a través de más de un milenio. En algún momento, los judíos, mientras que la mayoría de los cristianos vivía en la total ignorancia, cultivaron su espíritu e inteligencia gracias a estas divagaciones. “Mientras que ellos –decía él al referirse a los cristianos- creían en brujas y en herejes y los quemaban en la hoguera, nosotros analizábamos la justicia social y el respeto de los derechos humanos”. “Nuestra religión está basada en el estudio de las relaciones justas entre los hombres y no en seguir ciegamente las revelaciones de enviados o hijos de Dios”- añadía con orgullo.

Pero Anita no estaba de acuerdo. Ella lo refutaba con el hecho de que con la Ilustración las cosas habían cambiado y el cristianismo había evolucionado. Europa había salido del Medievo y la modernidad había impuesto la lectura de la ciencia y la filosofía como algo imprescindible. “Los judíos, forzados a vivir en guetos sin contacto directo con el resto de los mortales, nos hemos rezagado”- opinaba. “En estos pueblos rurales no sabemos ni donde estamos parados y la culpa la tiene tanta religión atrasada”.

La mujer era no solo socialista sino que iluminista. Formaba parte del nuevo movimiento que buscaba la incorporación de los valores de la cultura europea y, consecuentemente, la secularización de la enseñanza judía. Su iniciador y maestro de la Haskalá fue el filósofo Moisés Mendelssohn quien opinaba que los judíos, desplazados a guetos y a la pobreza, se habían quedado en la época medieval. De ahí que recomendara la participación en el sistema educativo de cada país y la modernización de la enseñanza. Su meta era que se promoviera la ciencia y la tecnología en las nuevas generaciones. Para ello –argumentaba Anita- era necesario “dejar de leer un libro sobre leyes escritas hace miles de años”.

Aunque Anita y David no podían llegar a un acuerdo porque ambos utilizaban la filosofía para su propio beneficio, cuando el peligro venía de afuera, sus oposiciones filosóficas se olvidaban y ambos utilizaban la palabra sagrada como arma. Cuando llegó el temido día en que su vecina lo acusó de robo, David dejó de interpretar la Torah de manera literal y supo cómo defenderse. "Señora Golde, ¿cómo puede acusarme de comerme sus gallinas? ¿No sabe que los seres humanos nos equivocamos y que usted pudo contar mal?”- le decía a la vecina que echaba humo de la cólera. “Recuerde cómo Sodoma y Gomorra fueron destruidas por haber el Señor exigido una cifra imposible de hombres justos. Si no se hubiera complicado con los números, le habría sido más fácil perdonar a las ciudades”- agregó el marido de Anita.

"Mire usted, la única cuenta mala que he hecho es la de los veitsim que creí que usted tenía. Si no previene a su mujer, buscaré a otro hombre que lo haga"

¿Usted cree que el Señor se acuerda de cuántas gallinas le dio?”- le espetaba a la vecina. "No sé si sepa las que me dio a mí, pero sí las que su esposa me quitó”- respondió Golde, terminando, furiosa, la discusión.

Elena nunca tomaba partido porque sabía que con los padres no se discute y mucho menos se forman alianzas. El matrimonio de ellos, intuía la hija, no podía haber sido más dispar. La mujer procedía de una familia secular que había prosperado a principios del siglo XX para irlo perdiendo todo. Sin embargo, tanto su madre como su abuela habían establecido sus propios negocios y alimentado a sus familias. Además, hizo algo inusitado: divorciarse de su primer marido.

Aunque la religión le daba solo la prerrogativa de la separación al hombre, la mujer había logrado convencer al Kahal, la autoridad judía principal del pueblo y encargada de los gets de que excomulgaran a su marido anterior si éste no consentía al divorcio. De acuerdo con ella, él era impotente y un borracho, buenas razones para dejarlo. “Además, es tan feo que no estoy segura si vale la pena que se reproduzca”, agregaba la desconsolada mujer. Obviamente, era una inmoralidad que una paisana pidiera el divorcio en aquellos tiempos. "También era raro”- decía ella, "que un judío fuera alcohólico, ya que a nuestro pueblo no le gusta el exceso".

El divorcio la había depreciado en el mercado de los matrimonios. En un pueblo pequeño, la mujer era un alboroto. En primer lugar, no era una belleza. Su tez clara, cabello pastuso, nariz y labios largos y apretados, no combinaban. Había una rigidez en el rostro que la hacía verse mayor. Casi nunca usó maquillaje ni ropa exclusiva, apenas se reía y cuando lo hacía era con sorna. Sin embargo, tuvo sus admiradores porque, como dicen, "siempre hay un zapato viejo para una media rota". En segundo lugar, las paisanas la hacían a un lado. Ninguna la quería cerca de su marido.

Muchas comentaban que Anita había cometido un grave error. "Los maridos no son para escogerlos”- decían en el pueblo, "sino para aguantarlos". "¿Además, ojalá el mío fuera impotente para no tener más relaciones; ni que una no pudiera vivir sin una potz (verga)". Otras no creían que el get había sido justo. "Ella compró a los miembros del Kahal y al rabino y obtuvo un arreglo que le convenía".

Cuando le llegó la hora de buscar un nuevo esposo, no tuvo mucho qué escoger. "Tengo un estudioso de rabino que está sin empleo y que busca una mujer que lo mantenga”- le dijo Aída, la casamentera del pueblo. "No te lo puedo presentar porque no vive en este pueblo. Te lo traigo el día de la boda para ahorrar gastos innecesarios. El hombre no te va a desagradar porque tiene ojos moros, parece andaluz".

Anita estaba algo preocupada. En el anterior matrimonio su padre le había buscado el compañero. La mujer no lo conoció hasta la ceremonia cuando la esperaba bajo la japá. Tampoco sabía del contrato prematrimonial al que habían llegado y la suma que había prometido su padre de mohar en el shidujin. Ella no se atrevió a mirarlo hasta que él le entregó el anillo y dijo las palabras consagradas: Haré AT mekudéshet lí be-tabaat so ke- dat Moshé ve-Israel.

El marido adquiría no solo la mujer, una buena dote, sino que se convertiría en administrador de todos sus bienes, inclusive la tienda. La ley judía considera propiedad particular de la mujer todo lo que poseía en el momento de casarse y lo que haya obtenido como herencia o regalo mientras estaba unida. Sin embargo, el cónyuge era administrador de todos los bienes y el anterior, en sus borracheras, lo despilfarraría. Si no fuera porque Anita le ocultaba muchas de las ganancias, hubiera terminado sin tienda y en la calle.

El matrimonio era para procrear y el primer marido no servía. Como la muchacha apenas tenía 17 años, y no conocía hombre, no sabía cómo se hacían las cosas. Su esposo, un hombre algo hipocondríaco y temeroso de contraer alguna enfermedad, le temía al sexo porque pensaba que era peligroso para la salud y podría morir, en medio de un orgasmo, de un ataque cardiaco. Sin embargo, la religión judía le exigía que cumpliera con sus obligaciones y él con tal de no esforzar su corazón, haría la pantomima de que hacía el amor con su esposa.

En la noche de bodas, el varón se le encaramó encima e hizo que la poseía pero no tuvo erección y aunque pegó los gritos como Dios manda, la potz no dio señales de vida. La joven creyó que todo estaba hecho correctamente y emitió uno que otro gemido, como su madre le había aconsejado: "Cuando el marido gimotea rápidamente, imita el ruido de las gallinas cuando le cortamos el pescuezo y con eso lo complacerás”- había sido su recomendación prenupcial. "¿Estás satisfecha?”- preguntó su esposo. "Fue maravilloso”- respondió la mujer al recordar que su progenitora le instruyó que lo repitiera varias veces en la noche de bodas. Cada hora, la inocente mujer decía lo mismo. "¿Pero por qué repites tanto que fue maravilloso?”- indagó su esposo. "Es que ha sido algo nunca visto”- contestó la ilusa cónyuge.

Ella no sintió, pero no era extraño en su pueblo. La mayoría de las mujeres cumplía sin satisfacerse. La religión judía no era solo espiritual y no se oponía al deleite sexual. Por el contrario, los rabinos dictaminaron que el hombre debe casarse a los 18 años con el objeto de perpetuar la especie. Si no contraía nupcias al haber cumplido los 20 años, provocaba la ira divina. El Talmud recomendaba, por su parte, que el hombre común debía tener relaciones sexuales todos los días. Algunas veces se hacía excepciones, por ejemplo con los marineros, que solo debían hacer el amor una vez cada seis meses. La mujer creyó que su esposo era uno de ellos porque nunca se le montaba encima. "Mi esposo tiene relaciones dos veces al año”- le explicaba a su madre, "es que trabaja en la marina". "Pero hija, si la única fuerza naval de Dlugosiodlo son los patos en el lago, ¿cómo te crees que es marinero?”- le increpaba su madre que no entendía lo que pasaba.

Pero como la mujer no sabía, y tenía vergüenza de explicarle a su hija los secretos de la reproducción, prefirió por terminar aceptando que su yerno era marinero.

Aunque el sexo era un deber, los judíos habían sido influidos por el ascetismo cristiano. De ahí que la gente ni hablara ni conociera del asunto. En vista de que no quedaba embarazada, la joven pedía consejos a sus amigas: "¿Estaré haciendo algo mal?”- preguntaba. "Si el hombre te cabalga, está haciendo lo correcto”- le dijo una amiga. Del placer no se hablaba porque ninguna sabía qué era. "Que se monta, se monta”- respondía la sufrida mujer.

Un día tuvo la visita de Úrsula a la tienda. La joven le compraría muchos calzones de colores, lo que llamaría la atención. "¿Para qué necesita tantos?”- preguntó. La campesina, con bochorno y en voz baja le replicó: "Es que me duelen las relaciones sexuales y a veces sangro". Anita quedó perpleja. "¿Cómo era posible que pudiera romperla por dentro si lo único que debía hacer era rozarla?”- le preguntó. La lugareña no podía creer tal ignorancia.

Esa misma tarde la llevó para que viera cómo los perros sabían hacer las cosas mejor que su marido. La pobre comerciante recibió lecciones de sexualidad gratis y miró a varias perras en celo aceptar a los varios pretendientes de la comunidad. Después de observar con mucho cuidado la manera en que se hacían las cosas, se dio por enterada de que sus relaciones habían sido incompletas. "¡Me engañó el rufián!”- le diría a su amiga. Anita había aprendido la lección. La campesina se sintió orgullosa de haber concluido con éxito su clase de sexualidad, aunque quedó algo preocupada al preguntarle la alumna, en el camino al pueblo, cuánto tiempo debía quedar pegada a su esposo. Al enterarse la mujer de que con roces nunca quedaría embarazada, acudió desesperada donde el rabino.

Al religioso no le gustaban los divorcios porque los consideraba un atentado en contra de los designios divinos. Además, conocía una larga lista de remedios contra la impotencia, y recibía una comisión de la vendedora en el mercado. Uno de ellos era el vino.

-Haga que tome dos copas antes de acostarse- le recomendó.

-Pero si el hombre es un gran borracho-contestaba la pobre mujer-¿cómo le voy a dar licor?

-Una cosa es vodka, que es lo que su marido bebe y otra es el vino.

La desesperada mujer hizo caso. Cuando su esposo llegó en la noche le sirvió dos copas.

"¿Cómo le fue con la receta?”- preguntó el rabino al otro día. "Pues mal, porque el desgraciado se fue directo a la taberna y no lo he vuelto a ver".

El religioso no se iba a dar por vencido: "La carne gorda, el pescado, las lentejas y las alubias estimulan el amor”- le indicó, citando al Talmud. "Las alubias son buenas en caso de gonorrea". La dama corrió a hacerle una substanciosa cena con todos los ingredientes. Buscó en el mercado una suculenta posta de carne, un kilo de lentejas y las alubias más grandes que había visto. Hizo una sopa y no permitió que su esposo dejara ni una gota. "Toma, toma”- le decía. "Pero mujer, ¡me vas a hacer reventar con tanta vianda!”- gritaba el macho.

"¿Y cómo le fue?”- indagó el rabino en la mañana siguiente. "¿Tuvo una reacción?". "Una flatulencia que parecía la invasión rusa y me hizo dormir en la otra habitación. Una última alternativa sería la mandrágora. Esta planta, conocidísima como filtro en la brujería medieval, tenía fama de curar la esterilidad femenina y la masculina. El rabino le leyó del libro sagrado para que creyera en ella: "Raquel deseó y obtuvo de Lea unas raíces de esa planta (dudaim), encontradas por Rubén, y al ingerirlas, habiendo sido estéril, concibió y dio luz a José".

Anita corrió al mercado a comprar la mata y se fue derecho para su casa a preparar el té más concentrado que pudo. Por si no fuera suficiente, le echó un poco de extracto de alubias que le habían quedado del día anterior. "¿Pudo o no pudo?”- preguntó el rabino al ver a la mujer en el quicio de la puerta, al día siguiente. Como típica judía, ella contestó con otra: "¿Vendría o no vendría a pedir otro remedio?"

Cuando al rabino se le acabaron los elíxires, llegaron al convencimiento de que no había esperanzas. "Congracie a la comunidad para que el Consejo se ponga de su lado”- le recomendaría. La mujer hizo donaciones a la escuela religiosa y mandó a reparar el techo de la sinagoga. Empezó a donar ropa a los miembros del tribunal del Kahal y a saludarlos con una amabilidad desconocida. Aunque tenía derecho, en caso de divorcio, a la restitución de su dote y sus bienes, Anita no los vería.

"Si se quiere divorciar, mejor despídase de la plata y suéltele una buena cantidad de zlotis para que el hombre se los tome en la taberna y olvide lo que firmó”- le dijeron. Pero los zlotis no eran solamente para el marido. El tribunal, compuesto por el rabino y tres dignatarios, no quisieron, de primera entrada, darle el get.

-No está bien visto que una mujer se divorcie por su propia voluntad- le explicó el secretario.

-Tampoco que el pueblo judío se acabe porque mi marido no pueda- replicó la mujer.

-Pero es que no tenemos pruebas más que su palabra- terció el presidente.

-¿Quiere que traiga aquí el cuerpo del delito?- contestó Anita.

-¿Cómo podemos estar seguros de que lo que dice es cierto?- indagó el tercer miembro.

-¿Estaría aquí si él pudiera?- volvió ella a responder.

El rabino, sin embargo, volcó a su favor al tribunal: "La demandante ha hecho todo lo posible, a mí me consta". Los otros explotaron en risas: "Si usted confirma que la potz ha muerto, estaremos de acuerdo". Anita, harta de la discusión, prometió más zlotis para arreglar ahora la sala de limpieza ritual para los muertos. "Una mujer que se sensibiliza por los difuntos es que vive con uno”- concluyó el presidente del tribunal y acordaron amenazar al marido con la expulsión de la comunidad si no accedía al divorcio.

El nuevo marido también sería otro desconocido. Sin embargo, cuando lo miró bajo la japá se dijo para sí: "No está mal, aunque algo prieto". Tenía hermosos ojos, un pelo negro y abundante, un buen porte y una sonrisa picarona. Su boca era sensual y la mujer soñó con su primer beso. Mientras caminaba hacia el baldaquín, se lo imaginaba desnudo, con unas posaderas duras y paradas. "Nadie me puede criticar por golosa”- se dijo a sí misma, "ya que la misma religión dice que es aconsejable que la esposa (el esposo también) fuera bonita porque contribuía a la felicidad". Además, era un hombre culto y "todas las promesas de los profetas se cumplirían para aquél que da a su hija a un hombre erudito”- pensó, recordando el Talmud.

Lo que ella no disfrutó con el marido anterior, lo hizo con éste. Cuando notó cómo una potz podía crecer a tamaños inconcebibles y ofrecer, cuando se usaba apropiadamente, sensaciones mágicas, se dio cuenta de que valió la pena pagarle a la casamentera. Esa noche sintió su segundo orgasmo, más intenso que el primero que fue cuando sacrificó la primera gallina del carnicero. "¿Dónde habrá aprendido este hombre todas esas cosas?”- pensó. "Debe haber algún consejo escondido en el Talmud". Sin embargo, el tercero fue aún más espectacular. David, como descendiente de los jázaros, tenía la costumbre de estrangular a sus reyes y a sus esposas con tal de averiguar cuánto duraría los reinos y los matrimonios.

Según la leyenda –le había explicado su nuevo marido- cuando un kagán era ungido, los súbditos le amarraban un cordón en la garganta y lo tiraban hasta que el hombre confesara los años del reino. Ésta era una razonable manera de poner un fin a sus períodos ya que no conocían aún la democracia ni la utilidad de las votaciones. Si la persona que se sofocaba no decía claramente un número, los ancianos respetables interpretaban la extensión del poder a su conveniencia. Cuando David empezó a tirar el cordón de la garganta, a la pobre mujer le sobrevino un orgasmo aún mayor y lo único que pudo decir fue "no pare, no pare". El nuevo marido interpretó, de acuerdo con su tradición, que este matrimonio duraría toda la vida. Además, como comprobó que su mujer era virgen, no se contentó con quedarse con las buenas nuevas y terminó contándoselo a medio pueblo para que todos supieran que “no me casé con una mercadería de segunda”.

La mujer quedaría embarazada, a pocas semanas, de Elena. Cuatro años después llegaría el segundo, Samuel. Sarita, la última, sería un regalo de despedida porque la concebiría unos días antes de que él partiera. Su esposo no era bebedor y su gran pasión era leer el Talmud. Si las cosas no hubieran estado tan mal en lo económico, el matrimonio hubiera sido bueno; ninguna relación resiste la miseria y la de Anita, con todo y orgasmos, no sería una excepción.

La hostilidad se fue asentando en la medida en que disminuían las gallinas en la mesa. A Anita empezó a molestarle, además, el pensamiento conservador de su esposo. No entendía por qué tenía que alimentar a un ilustrado mientras ella debía trabajar en la tienda. Luego, empezaría a criticar la religión por mantener vedada la educación a las mujeres. Después, le cargaría que ninguna pudiera votar en las decisiones de la comunidad.

La mujer culparía, años después, finalmente, al Holocausto en los religiosos: "Nos llevaron a la porra con ese pensamiento laberíntico". Según ella, los rabinos fueron embaucados miserablemente por los alemanes, quienes entendían muy bien su forma de pensar. "Ellos sabían que los judíos se la pasaban estudiando alternativas y negociando salidas a todo tipo de represión. Estábamos acostumbrados a buscar siempre una mejor opción, aún cuando éstas se fueron reduciendo a escoger entre morir parados o sentados".