Historia de una Parisiense by Octave Feuillet - HTML preview

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La señora de Lerne se levantó indecisa.

—¿Es prudente lo que hace?

—¿Qué cosa peor puede suceder?—dijo Juana con un gesto de supremaindiferencia, induciéndola a salir.

La condesa vivía en la Avenida Montaigne. En un momento estuvieron allí.Mientras iban, impuso a Juana con palabras entrecortadas de todo lo quesabía, de la causa aparente del duelo, del nombre de los testigos, delarma elegida, de la hora y lugar de la cita.

Era cerca de la una de la mañana, y Jacobo terminaba sus últimasdisposiciones,

cuando

vio

con

estupor

abrirse

violentamente la puerta desu biblioteca y dar paso a Juana.

—¡Ah, Dios mío!—exclamó—. ¡Usted... es posible!

—Sí, lo sabemos todo, su madre y yo—dijo Juana sofocada—, y hevenido, he querido venir... aquí estoy.

—¡Mi madre también!...—murmuró Jacobo—. ¡Ah, qué contrariedad!...¡Qué desagrado! Pero, ¡pobre amiga mía! ¿qué viene a hacer aquí? Sepierde.

—Lo sé—contestó dolorosamente dejándose caer en una silla—, pero hequerido verle una vez más.

Y sollozaba.

—Querida señora... hija mía...—dijo él con dulzura; tomándole lamano—; reponeos; se lo pido, y volved pronto a su casa... Esté ustedsegura de que este duelo no tendrá consecuencias funestas... Entre doshombres que saben tirar, y que son casi de la misma fuerza, un duelo noes más que un asalto sin peligro.

—¡Ah, le odia tanto!

Las lágrimas la sofocaron.

—De modo que esto ¡se acabó! ¡Se acabó para siempre! ¡Oh, quéinjusticia! ¡Dios mío! ¡qué injusticia!

—Querida hija mía—repuso Jacobo—, retírese, se lo pido...

¿supongoque no tratará de quitarme la calma en este momento?

¿No es cierto?...Decidle a mi madre también, que le suplico que sea razonable, que no hayni la sombra de un peligro, ni la sombra... si quiere dejarme tranquilo.

—Pues bien—dijo Juana levantándose—. Adiós, pues, adiós; mucho noshemos querido, ¿no es verdad?

—Sí, hija mía, sí.

Mirolo algunos instantes sin hablar, y acercándose un poco:

—Sí—repitió.

Y presentándole su frente:

—Bésame ahí—dijo—, a fin deque, si mueres, tengas a lo menos eso.

Jacobo depositó un beso en los cabellos de Juana, y sosteniéndola con unbrazo, condújola fuera de la habitación hasta las primeras gradas de laescalera.

—Pronto, a su casa—díjole besándole la mano precipitadamente.

Y alejose.

XII

La señora de Maurescamp volvió pronto a su casa, conducida por la señorade Lerne. Su ausencia había sido corta. Sus criados no vieron nada deextraordinario y su imprudente paso quedó ignorado de su marido.

Hacia las cinco de la mañana acababa de adormecerse, quebrantada por elcansancio y las emociones, cuando la despertó un ruido que se sentíaarriba de su cabeza. Sentía pasos y roces sordos, sobre el piso;comprendió que su marido procedía anticipadamente a los preparativos delviaje.

Un momento después oyó el rodar de un carruaje por el patio, despuésbajo la bóveda de la entrada; había partido.

Levantose. Su cabeza ardía. Abrió una de las ventanas que daban aljardín y cruzó sus brazos sobre la baranda. El aspecto del cielo, de lasnubes, de las paredes, de las primeras hojas, todo tomaba a sus ojos unaspecto extraño y fantástico. Escuchaba vagamente el alegre murmullo deuna bandada de gorriones que saludaban el amanecer de una bella mañanade primavera.

Salió bruscamente de su contemplación para ir a presidir, como tenía porcostumbre, el levantarse de su hijo y su arreglo matinal. Prolongóaquellos cuidados lo más posible, tratando de hacerse la ilusión de unestado de cosas regular y tranquilo.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que ladevoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre.Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerlaparticipar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía lacabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba,por medio de un billete que le envió con un expreso.

Si la madre de Juana hace mucho que no figura en las páginas de esterelato, es porque no teníamos nada que decir que el lector no hayaadivinado. Una palabra bastará, sin embargo, para llenar este vacío.

La señora de Latour-Mesnil se moría poco a poco, a causa del bellocasamiento que le había hecho hacer a su hija. Sufría de una afección alhígado, complicada con graves desórdenes del corazón. Era en vano queJuana, no solamente no le hiciera reproches, ni aun le confiase nada.Era demasiado mujer, y demasiado madre; había sufrido demasiado ellamisma, para que pudiera engañarse sobre la verdad de las cosas, y no seperdonaba la extraña ceguedad con que había entregado a su hija a undestino peor que el suyo.

Algunas madres se consuelan del amor oficial de sus hijas con lafelicidad de contrabando que les conocen, o que les suponen.

Talesconsuelos no eran para la señora de Latour-Mesnil, y si algo podía,agravar más el dolor y los remordimientos de haber entregado su hija auna desgracia irreparable, era la mortal aprensión, de que tal vez lahabía entregado tan bien al deshonor.

Muchas habían sido sus perplejidades al respecto, y el solo día felizque la pobre mujer hubiese tenido, en muchos años, era el reciente enque su hija, viendo su inquietud por su relación con el señor de Lerne,le había saltado al cuello exclamando:

—¡Mira como te abrazo!... no lo haría así, si fuese culpable.

¡No! ¡nome atrevería!

La señora de Latour-Mesnil, a quien el billete de su hija había dado laprimera noticia sobre el duelo del señor de Maurescamp con el señor deLerne, llegó a casa de su hija a eso del mediodía.

Primeramente entrelas dos mujeres hubo más lágrimas que palabras. Después de los primerosdesahogos, sintiose Juana más aliviada al contestar a las preguntasreiteradas de su madre, refiriéndole lo que sabía sobre lascircunstancias del desafío, los incidentes del baile, la escena entreella y su marido y hasta su visita precipitada a casa de Jacobo.

Mientras hablaba con una volubilidad febril unas veces caminando, otrassentada, no dejaba de lanzar rápidas miradas alrededor de la chimenea.Ella sabía que el duelo debía efectuarse a las tres y media. A medidaque la hora fatal se aproximaba, sentíase más agitada, pero hablabamenos; su andar maquinal de un salón a otro, se aceleraba; su semblantese encendía, y sus labios no hacían sino articular por intervalosalgunas exclamaciones de niña:

—¡Oh mamá!... ¡mi pobre mamá!... ¡qué crueldad!... ¡qué injusticia!...¡qué injusticia!... ¡Dios mío!

Su madre, alarmada por su estado de exaltación, se levantó y trató dellevarla a su dormitorio.

—Ven a tu cuarto, hija mía—decíale—, vamos a rezar.

—¿Rezar? ¡madre mía!—le dijo Juana con dureza—. ¿Y por quién quiereque rece? ¿Por mi marido o por el otro?... ¿Quiere que sea hipócrita osacrílega?

—¡Ah! ruega por tu pobre madre, que tiene tanta necesidad deperdón—exclamó la señora de Latour-Mesnil arrodillándose y ocultandosu frente entre las manos.

—¡Madre, madre mía!—dijo Juana levantándola con fuerza, yestrechándola contra su corazón. ¿Qué tengo que perdonarle?

¿no me heengañado yo también?

—Tú podías engañarte... ¡Pero yo!... yo, tu madre, tu consejera, tuguía; instruida por la vida. ¡Ah, cuán culpable he sido! ¡Cuán culpableen no haber elegido mejor para ti! Para ti tan digna de ser feliz,¡pobre hija mía!... A ti, que eres tan honesta, ve a donde te heconducido.

—Pero soy siempre digna, madre mía—dijo Juana, distraída.

Repentinamente, mostrole con el índice la esfera del reloj. La señora deLatour-Mesnil vio que eran las tres; una sonrisa nerviosa crispaba loslabios de Juana. Tomose del brazo de su madre y se paseó sin pronunciaruna palabra. Suspiraba profundamente de tiempo en tiempo.

Después de algunos momentos:

—Probablemente ya todo habrá concluido—dijo—, porque para esas cosasson muy exactos, y duran poco tiempo, según dicen... pero lo que hay deterrible es que no sabremos nada hasta de aquí a dos o tres horas. Hehecho una cosa, que quién sabe si la aprobará usted... pero, ¿a quiénpodía dirigirme para tener noticias? Me era imposible esperar hastamañana, porque el señor de Maurescamp, naturalmente, no me escribirá...Por eso, le he rogado a Luis, el viejo sirviente del señor de Lerne, queme envíe un despacho, así que todo haya terminado.

La señora de Latour-Mesnil, anonadada, no contestó sino por unmovimiento indeciso.

En ese momento sintieron el timbre del vestíbulo que daba a lahabitación del conserje. Como la puerta del hotel había permanecidorigurosamente cerrada toda la mañana, aquel anuncio de una visitaparecioles singular.

—¡Ya!—murmuró Juana, acercándose vivamente a una ventana que se abríasobre el patio—. ¡Ya! ¡es imposible!

Corrió la cortina y reconoció en el personaje que subía la escalera dela galería, a un maestro de esgrima, o más bien a un preboste nombradoLavarede, que tenía por costumbre venir al palacio tres veces a lasemana para tirar las armas con el señor de Maurescamp. Muy celoso de suhabilidad en la esgrima, a pesar de frecuentar asiduamente la sala dearmas, ejercitábase también en su casa, tal vez para no hacer sabedor alpúblico de todos los secretos de su manejo.

La aparición de aquel hombre, en medio de los pensamientos quepreocupaban a Juana y a su madre, las llenó de admiración y alarma.Interrogábanse en voz baja con inquietud, cuando un sirviente sepresentó a la puerta del salón, y dijo:

—Señora, es el señor de Lavarede, el maestro de armas, que no sabía queel señor barón estuviese de viaje, y pregunta si el señor barón estarámuchos días ausente, y si podrá volver pasado mañana.

—Decid que no sé, que se le hará prevenir.

El sirviente salió.

Después de algunos momentos de reflexión, la joven lo volvió a llamar.

—Augusto—le dijo—, deseo hablar al señor Lavarede... hazle entrar enel comedor, voy a bajar.

Y volviéndose a su madre:

—Venga conmigo—añadió—, quiero hablar dos palabras con ese hombre...después iremos al jardín... nos hará bien... hace muy buen tiempo...venga.

Bajaron dándose el brazo y se encontraron en el comedor con un hombrecomo de cuarenta años, que tenía la apostura dura y correcta de unmilitar, en traje de particular.

—Caballero—le dijo la señora de Maurescamp, con una voz un pocotemblona—, deseo hablarle... Mi marido partió esta mañana paraBélgica... parece que ignora usted el motivo de su viaje...

—Sí, señora, lo ignoro.

—¿Los sirvientes no le han dicho nada?

—No, señora.

—Tal vez ellos mismos lo ignoran; ha pasado todo tan rápidamente...Pues bien, señor, la causa de ese viaje, ¿la sospecha usted, la adivina,sin duda, en el estado de tribulación en que nos ve a mi madre y amí?... ¡A estas horas el señor de Maurescamp se bate en duelo! Elmaestro de armas sólo contestó con un ligero movimiento de sorpresa y unserio saludo.

—Señor—replicó la señora de Maurescamp, cuya palabra era al

mismotiempo

precipitada

e

indecisa—,

señor,

ya

comprenderá nuestraansiedad... ¿Puede decirnos algo para tranquilizarnos?

—Perdón, señora, ¿puedo saber quién es el adversario?

—El adversario es el señor de Lerne.

—¡Oh! en ese caso puede estar bien tranquila.

Juana miró fijamente a su interlocutor.

—¿Tranquila?... ¿por qué?

—El señor conde de Lerne, señora—añadió el preboste, es uno de los quefrecuentan nuestra sala, lo era al menos... conozco perfectamente sufuerza... tiraba muy bien, y hubo un tiempo en que hubiera podido lucharcon el señor barón... pero después de su duelo con Monthélin ha perdidomucho... se cansa pronto, y no es dudoso que el señor barón dé prontocuenta de él. Pienso, pues, que la señora puede estar tranquila.

—Entonces—dijo Juana después de una pausa—, ¿usted cree que va a darmuerte al señor de Lerne?

—¡Oh, matarle! espero que no... pero indudablemente le herirá o ledesarmará, lo que es más probable, sobre todo si la querella no es muyseria.

—Pero, en fin, señor—replicó la joven balbuceando—; ¿usted cree...está seguro, que no tengo nada que temer por mi marido?... ¿que no puedeser herido?

—Estoy persuadido de ello.

—Bien, señor... gracias; le saludo, señor.

Siguiole con la vista, hasta que hubo salido, y tomando después la manode su madre:

—¡Ah, madre!—dijo—. ¡Siento que me voy volviendo criminal!

Las puertas ventanas del comedor se abrían al nivel del jardín.

La madrey la hija entraron en él y se sentaron juntas en un banco rodeado delilas cuyas hojas empezaban a brotar. Apenas sentada Juana exclamó:

—Madre mía, después de lo que ha dicho ese hombre, si le mata... seráun verdadero asesinato...

—Hija mía querida, te ruego que te calmes; ¡me haces tanto mal, tantomal!... A más, lo que ha dicho ese hombre es por tranquilizarnos...porque, en fin, tu marido no es un monstruo, y entre gente de honor, nopueden suceder ciertas cosas. Si el señor de Lerne sufre realmente delbrazo, si su brazo está debilitado...

—Sí—dijo Juana—, muchas veces me he apercibido de ello.

—Puen bien—prosiguió la madre—, tu marido lo habrá notadoinmediatamente y se habrá contentado con desarmarle.

—¡Ah, madre mía, le odia tanto! ¡nos odia tanto a los dos!... y no esbueno, a más de eso; ¡es malo!

Sin embargo, se adhirió a aquel pensamiento que le sugería su madre: esoes bastante verosímil, si el señor de Maurescamp era hombre de honor,como el mundo lo entiende... no querría abusar de la desigualdad defuerza... después, habríase acordado durante el viaje de todo lo queella le había dicho... habría reflexionado más a sangre fría, habríallegado casi convencido de su inocencia... casi tranquilo... menos ávidode venganza...

Sentía también en todo lo que la rodeaba una influencia benéfica ytranquilizadora; sentíala en el silencio de aquel jardín con sus altosmuros enclaustrados, en el aire puro y en el azul del cielo. En el olorde las plantas, y en la suavidad de un bello día, que ya declinaba. Laimaginación no puede sino difícilmente asociar las ideas de violencia yescenas de sangre, a la tranquilidad encantadora de la naturaleza y alos que respiran el bienestar del campo y sus jardines, que esebienestar debe reinar por todas partes.

El tiempo corría, mientras tanto, sin ninguna nueva emoción; lasanteriores iban calmándose un poco, Juana y su madre, tomadas de la manoy sin hablar sentíanse como adormecidas por un suave entorpecimiento delos sentidos.

Era un poco más de las cinco de la tarde, cuando Juana se enderezórepentinamente; había vuelto a oír resonar el timbre del vestíbulo.

—Esta vez sí... ahí está—dijo.

Dos minutos pasaron; Juana y su madre estaban paradas con la vista fijaen la puerta del vestíbulo. Un sirviente apareció con una bandeja en lamano.

—Es un despacho para la señora—dijo.

—Dadme—dijo Juana adelantándose dos pasos.

Esperó que el sirviente se hubiese retirado, y, sin abrir el telegramamiró a su madre.

—¡Déjame abrirle!—murmuró la señora de Latour-Mesnil tratando de tomarel telegrama.

—No—dijo la joven sonriendo—, tendré valor. ¡Bah!

Rompió el sobre azul. Apenas hubo echado una mirada sobre su contenido,cuando se le cayó de las manos; su mirada quedó fija, sus labios seagitaron convulsivamente; abrió en cruz sus brazos, dio un gritoprolongado que se sintió por todo el palacio y cayó redonda sobre laarena a los pies de su madre.

Mientras que los criados acudían al oír aquel grito siniestro, la señorade Latour-Mesnil, desatinada, se arrojaba sobre su hija, y al mismotiempo que le prodigaba sus cuidados, levantaba febrilmente eltelegrama.

Esto fue, lo que leyó:

«Soignies, tres y media.

»El señor Jacobo, herido mortalmente, acaba de sucumbir.—

Luis.»

XIII

Seis meses después, a mediados de octubre del mismo año de 1877, noshallamos con el señor y la señora de Maurescamp, instalados maritalmenteen la Venerie, magnífica propiedad situada entre Creil y Compiègne, cuyaadquisición la había hecho el señor de Maurescamp diez y ocho mesesantes. Era gran cazador, y en Venerie había mucha caza, lo que le habíadeterminado a comprar aquel dominio, para no tener que alquilar caceríapor un lado o por otro, todos los años. Tenía invitados para elprincipio de la estación de la caza, a un gran número de amigos, entreotros a los señores de Monthélin, Hermany, de la Jardye y Saville, conlos cuales la señora de Maurescamp llenaba perfectamente bien losdeberes de castellana, con gracia y aun con alegría. Creíasegeneralmente que su alegría estaba de más, y que después de haber sido,hacía tan poco tiempo, con razón o sin ella, la causa de la muerte de unhombre, debía sentir, o, cuando menos, aparentar alguna tristeza. Peroel corazón de una mujer tiene secretos impenetrables.

A consecuencia del duelo que había terminado de un modo tan fatal parael conde de Lerne, ningún argumento, ningún ruego, habrían podidodeterminar a Juana Maurescamp a permanecer bajo el mismo techo conyugaly esperar en él a su marido. Esa noche se refugió en casa de su madre,llevándose valerosamente a su hijo. La señora de Latour-Mesnil tuvo ladelicada misión de negociar con el señor de Maurescamp las cláusulas ycondiciones de una existencia temporaria, y arreglada a lascircunstancias.

Halló a su yerno menos recalcitrante de lo que ellaesperaba; a él mismo no le disgustaba el no afrontar la presencia de sumujer tan en seguida concediendo que tal vez por simples sospechas habíaprocedido con demasiada ligereza e ido demasiado lejos.

Nadie siente una gran satisfacción en haber muerto a un hombre; y elseñor de Maurescamp, por poco sentimental que fuese, no dejaba deexperimentar ciertos remordimientos, que se adivinaban en lasdisposiciones conciliadoras que manifestó a la señora de Latour-Mesnil.Convínose, pues, en que la señora de Maurescamp quedaría con su hijo, yque acompañaría a su madre primeramente a Vichy y después a Suiza yVevey, donde pasarían el verano. Mientras tanto, los sentimientos de unoy otro se calmarían, modificándose, tanto más, cuanto que en todoaquello no había habido sino una serie de errores.

Aquel duelo había ocupado a París durante ocho días.

La catástrofe final llegó a producir un movimiento de opinión favorablea la reputación de la señora de Maurescamp; había, entre la crueldad deaquel desenlace y las ligeras imprudencias de conducta que podíanreprocharse a Juana y al señor de Lerne, una desproporción tal, que seimpuso a todos y desarmó a la calumnia. La opinión general fue que elseñor de Maurescamp se había mostrado feroz e implacable, para con unhombre que no tenía más crimen, según se creía, que el haber dadolecturas con su

mujer.

Estos

rumores

y

apreciaciones

de

las

gentes,tranquilizando la vanidad del barón y lisonjeando su orgullo,contribuyeron a la reconciliación de los esposos.

La señora de Maurescamp manifestose en los primeros tiemposcompletamente rebelde a toda idea de reconciliación.

Pero después de doso tres meses pasados en un estado de estupor desesperado, pareciódespertarse repentinamente bajo la impresión de nuevas reflexiones.Declaró a su madre que cedía a sus consejos, que volvería a casa de sumarido y que sólo pedía algunos meses de retardo.

—Es necesario—dijo, no sin un resto de amargura—dejar tiempo para quese le sequen las manos.

Desde entonces su humor cambió completamente; parecía gozan: con la viday el porvenir presentarle algún interés, bastante para reanimar un pocosu actividad y su espíritu.

Volvió, pues, a reunirse a su marido a fines de septiembre y entró en sucasa tan naturalmente, cual si volviera de un viaje. A decir verdad, elseñor de Maurescamp pareció el más embarazado de los dos. Por otraparte, nunca habían tenido la costumbre de las grandes expansiones; porconsiguiente, nada parecía cambiado entre ellos; tocó sonriéndose lamano que él le tendió a su llegada, y la salud de su querido Roberto, subuen aspecto, su crecimiento rápido, diéronle un asunto fácil deconversación, que allanó todas las dificultades. Algunos días despuésfueron a instalarse al castillo de la Venerie, donde la presencia de losinvitados debía evitarles el disgusto de las largas conversaciones.

Ya se comprende que la señora de Maurescamp fue por mucho tiempo paralos huéspedes del castillo, como para los vecinos de la campaña, unobjeto de la más insistente curiosidad; era imposible dejar de observarcon especial atención la fisonomía y el porte de una joven cuyo nombreacababa de estar mezclado en una aventura tan trágica como misteriosa,y trascendente. Los curiosos no sacaron su gasto; la actitud de Juanaera reposada y natural, a menos de suponerle una gran dosis de disimulo(cosa que no es temeraria suponer a su sexo), y había razón para pensarque había tomado definitivamente el partido de sobreponerse a lospesares y desagrados personales por que había pasado en época tanreciente.

Hallaban, pues, las gentes, como lo hemos dicho antes, que llevaba condemasiada despreocupación el duelo de un hombre muerto por ella, que,cuando menos, había sido su amigo.

—¡Esto no es animador!—dijo un día el bello Saville a la señora deHermany—; si el pobre de Lerne resucitase por algunos instantes, suasombro no tendría límites.

—¿Por qué, amigo mío?

—¡Porque esto es chocante!—dijo el bello Saville, que no era unáguila pero que tenía buen corazón—, se diría que la muerte de esepobre muchacho ha sido una satisfacción para ella. Nunca la he visto másanimada, más satisfecha... ¡Y hacednos matar por estas señoras!

—Pero, amigo mío, nadie piensa en hacerle a usted matar...Tranquilícese... y en cuanto a mi amiga Juana, es una persona a quien nose debe juzgar a la ligera... Yo no sé; todo lo que pasa en esa lindacabeza... pero hay en su pupila algo que no me agradaría si fuese sumarido.

—Pues yo no veo nada en su pupila—dijo Saville;

—¡Naturalmente!—contestole la señora Hermany.

Aquel buen humor de Juana, que chocaba a todos, estaba muy lejos dedesagradar a su marido; por el contrario, gustábale mucho.

—Es una mujer domada—se decía—. Esto es lo que hay; está domada. Esees mi sistema, domar a las mujeres... Después que la mía ha recibido unalección, un poco fuerte, es verdad, ha recobrado su buen sentidopráctico... ahora es cien veces más feliz y más amable que nunca...¡Esto es perfecto, perfecto!

Habíase operado, en efecto, en los gustos y las costumbres de Juana uncambio muy original y digno de estudio; en vez de consagrarse casiexclusivamente como antes, a los goces del alma y de la inteligencia,habíase despertado en ella un gusto demasiado exclusivo por los placeresfísicos. No abría un libro, el piano permanecía cerrado, su queridacartera no recibía ya sus impresiones, ni los extractos de sus poetasfavoritos; había perdido su tendencia al entusiasmo y a conmoversetiernamente, que tanto la había distinguido, y contraído la tan vulgar ydetestable manía parisiense de la crítica perpetua. La equitación, lacaza, el ballar, el baile, eran entonces sus pasiones favoritas.

Seguía a caballo las cacerías en los bosques de Compiègne, a pie lascacerías de tiro en los bosques de la Venerie y por la noche era unavalsante infatigable. Los nombres nunca la habían visto más seductora, yhay que añadir que nunca creyeron que fuese tan coqueta; pues lo era, ytenía a más en aquel arte, nuevo para ella, la inconsciencia de unaprincipianta que no conocía todavía lo justo de la medida. Lasvivacidades de su conducta y de su lenguaje sobrepasaban algunas vecesal nivel que separa a las gentes de buena sociedad de la mala. PeroMaurescamp no se disgustaba por ello; divertíale más bien y se reía consus amigos.

—Ya está curada—decía—. Empieza una vida nueva... se excede un pocoen el lenguaje, es verdad... como las recién casadas, que dicendisparates al día siguiente de su boda... pero eso pasará.

Sin embargo, después de algún tiempo acabó por notar que su mujerbuscaba con demasiado empeño la sociedad de los hombres. Que lesacompañara constantemente a la caza, paso y salas de billar, pase; perolo que le sorprendió sobremanera fue verla seguirlos hasta la sala dearreos, donde se reunían todas las mañanas a tirar las armas. Esta salaera una gran pieza monumental, con piso de mosaico, bien abrigada, muyclara y muy adecuada para esta clase de sport.

Altos bancos cubiertos de espartería se hallaban colocados a lo largo delas paredes y servían de asiento a los espectadores. La primera vez queMaurescamp y sus amigos vieron por entre el humo de sus cigarros a Juanasentada en uno de esos bancos, sintiéronse no solamente sorprendidos,sino también disgustados.

Había entrado sin hacer ruido, sin sernotada, sentándose silenciosa y observaba a los tiradores. A todos lespareció extraordinario que una joven a quien tenían por delicada ysensible, encontrase placer en un espectáculo que no podía dejar detraerle a la memoria un recuerdo funesto. Hubo, sin embargo, quehabituarse a su presencia, porque desde este día no dejó de ir a la salade armas, a las horas que lo hacían el señor de Maurescamp y sushuéspedes. Parecía observarlos con particular interés; algo inclinadabien adelante, seria, con la mirada fija, absorbíase por completo en lacontemplación de las paradas y réplicas cambiadas entre los adversarios.Pero, sobre todo, era cuando su marido estaba en escena, que se le veíaprestar la más profunda atención, tan profunda, que llegaba a contrariarhasta a su propio marido.

Juana llegó, a fuerza de aplicación, a conocer bastante la esgrima;dábase cuenta con bastante exactitud de los golpes y de la fuerza de lostiradores. Fue así como llegó a comprender que su marido eraefectivamente, como lo había oído decir, un tirador diestro, de unasolidez y una fuerza muy notables, y que hasta entonces no había otroque pudiera competir con él sin demasiada desigualdad, sino el señor deMonthélin, hasta llegar a tener ventaja sobre el barón, en dos o tresasaltos, lo que le valió de Juana algunas palabras amables.

XIV

El señor de Monthélin, es necesario decirlo, viéndose desembarazado desu rival, el conde de Lerne, había recobrado poco a poco su antiguopapel de suspirante y amigo. Por aquel entonces, creyose ver seriamentealentado, y empezó a abrigar esperanzas que no creía ilegítimas, cuandoun nuevo