Germana by Edmond About - HTML preview

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Acabó su discurso dejando caer sus dos brazos con un abandono lleno deelegancia.

—En fin—añadió—, aquí me tiene usted más sola que nunca, en estaociosidad del corazón que no es para mí. En cuanto a consuelos, no lostengo; distracciones, las encontraría, pero mi corazón está demasiadotriste. Conozco a algunos caballeros que vienen aquí todos los martespor la noche a charlar un rato. No me atrevo a invitar al señor duque deLa Tour de Embleuse a estas reuniones melancólicas; su negativa mehumillaría y me haría muy desgraciada.

Cierto que la campana de la señora Chermidy no sonaba igual que la delseñor Le Bris, pero el timbre era tan dulce, que el duque se dejóengañar como un niño.

Compadeció a la linda dama y le prometió que decuando en cuando iría a llevarle noticias de su hijo.

El salón de la señora Chermidy era, en efecto, el lugar de reunión de uncierto número de hombres distinguidos. Ella sabía atraerles y retenerlesa su alrededor por un medio menos heroico que el de la señora deWarrens; se hacía amar con menos exposición. Los unos conocían suposición, los otros creían en su virtud; todos estaban persuadidos deque su corazón estaba libre, y que el último poseedor, se llamaseVillanera o Chermidy, había dejado una sucesión abierta. Ella se valíade su situación para explotar a todos sus admiradores en provecho de sufortuna. Artistas, escritores, hombres de negocios, hombres de mundo, laservían simultáneamente en la medida de sus medios. Eran otros tantosempleados suyos a los que pagaba con esperanzas. Un agente de cambio desus amigos le hacía operaciones por 20.000

francos al mes; un pintor lecompraba cuadros, un especulador enriquecido adquiría terrenos paraella. Servicios gratuitos, es verdad, pero ninguno dejaba de serle útilporque

todos

aspiraban

a

ser

amados.

A

los

impacientes

que

estrechabandemasiado el cerco, les enseñaba su casa: una casa de cristal. Hasta susmenores acciones procuraba que fuesen conocidas, sin duda paratranquilizar la susceptibilidad de don Diego; quizá también para oponeruna barrera entre ella y los que dudaban de su virtud.

La presencia del duque en los salones de la calle del Circo no fuetampoco inútil a la reputación de la señora Chermidy. Así pudo detenerciertos rumores que circulaban acerca del matrimonio del conde; probó aalgunas almas crédulas que no había habido nunca nada entre ella y elconde de Villanera. ¿Cómo suponer que la señora Chermidy invitara alsuegro de su amante?

Explotó este nuevo conocimiento con igual habilidad que los antiguos. Leimportaba mucho conocer con exactitud el estado de Germana y llevar lacuenta de los días que le quedaban de vida. El señor de La Tour deEmbleuse le confió un día todas las cartas del doctor Le Bris.

Su lectura produjo en ella tal impresión que hubiera caído enferma de noser más fuerte que todas las enfermedades. Se vio traicionada por elmédico, por el conde y por la Naturaleza. Se representó el porvenir másodioso que una imaginación de mujer pudiese concebir. Una rival elegidapor ella le robaba su amante y su hijo, sin tener para ello que cometerningún crimen, sin intriga, sin cálculo de su parte, con el apoyo detodas las leyes divinas y humanas.

No obstante, recobró algo de su valor al pensar que el doctor quería,piadosamente, ocultar la verdad a la duquesa. Lo mejor era ver lascartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer susiniestra curiosidad.

El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasionesfinales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos losvicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado enprovecho de un solo amor. Cuando los ingenieros reúnen en un canal todoslos arroyuelos dispersos de la llanura, crean un río bastante capaz parala navegación.

El barón de Sanglié, la duquesa y todos los que se interesaban por él,estaban asombrados del cambio de sus costumbres. Vivía tan sobriamentecomo el joven ambicioso que quiere triunfar por medio de las mujeres.Iba muy raras veces por el club y ya no jugaba. El cuidado de su tocadorle ocupaba gran parte de la mañana.

Había vuelto a dedicarse a laequitación y paseaba todos los días por el Bosque de cuatro a seis.Comía con su esposa siempre que no estaba invitado a la mesa de laseñora Chermidy. Iba todas las noches a las reuniones del gran mundopara encontrarse con ella, y tan pronto como había abandonado el baile,el duque volvía a su casa, daba las buenas noches a su mujer y seacostaba. El miedo de comprometer a la que amaba le devolvió lascostumbres de discreción que habían velado los primeros desórdenes de suvida, y la duquesa le creyó fuera de peligro, precisamente en el momentoen que estaba perdido sin remedio.

La señora Chermidy, maestra en las artes de la seducción, afectabatratarle con una ternura filial. Le recibía a todas horas, inclusocuando estaba en su tocador. Nunca retiraba su mano o su frente a unbeso del duque; le reconvenía dulcemente, le escuchaba con complacencia,aceptaba sus caricias como pruebas de generosidad, no aparentaba ningúntemor y no parecía sospechar el sentimiento brutal que ella mismafomentaba todos los días. Para tenerle a distancia no empleaba más queuna sola arma: la humildad. Era implacablemente respetuosa. Se dejabadar todos los nombres que el amor puede inspirar a un hombre, pero no seolvidaba ni una sola vez de llamarle señor duque. El viejo insensatohubiese dado toda su fortuna por que la señora Chermidy le faltase alrespeto.

Por de pronto le sacrificó lo que un honrado anciano pueda tener en másestima, la santidad del nombre de padre. Pidió a la duquesa las cartasde Germana, con el pretexto de volverlas a leer, y la noble mujer lloróde alegría al confiar tan preciado tesoro a su marido. Corrió sinpérdida de tiempo a la calle del Circo y fue recibido con los brazosabiertos. Aquellas cartas que la enferma había garrapateado con su manotrémula, aquellas cartas en que a veces ponía besos para su madre en uncuadro mal dibujado debajo de la firma, aquellas cartas que la duquesahabía regado con sus lágrimas, fueron registradas sobre una mesita delsalón, como un juego de naipes, por un viejo depravado y una mujerperversa.

La señora Chermidy, disfrazando su odio bajo una máscara de compasión,buscó ávidamente algunos síntomas de muerte entre las protestas deternura, y no quedó más que medianamente satisfecha. El olor queexhalaba aquella correspondencia no era el que atrae los cuervos a loscampos de batalla. Era como el perfume de una florecilla enfermiza quelanguidece al soplo del invierno, pero que se abriría al sol si la brisadel mediodía viniese a barrer las nubes. La cruel arlesiana encontrabademasiada firmeza en aquella mano, demasiada vida en aquel espíritu yunos latidos inquietantes en aquel corazón. Mas no era esto todo; sintióque se apoderaba de ella una sospecha desgarradora. La enferma contabacon demasiada complacencia los cuidados de su marido. Se acusaba deingratitud, se reprochaba el corresponder mal a lo que por ella hacía.La señora Chermidy rugió interiormente a la idea de que el marido y lamujer acabasen quizá por sentirse atraídos el uno hacia el otro; temióque la piedad, el reconocimiento, la costumbre, uniría a las dos almasjóvenes y que un día vería sentarse entre don Diego y Germana a uninvitado con el que no había contado: el Amor.

La profanación de las cartas de Germana tuvo lugar algunos días despuésde su llegada a Corfú. Si la señora Chermidy hubiese podido ver con suspropios ojos a su inocente rival, es probable que su miedo se hubiesetrocado en piedad. Las fatigas del viaje habían dejado a la pobre niñaen un estado deplorable. Pero la amante de don Diego se forjaba a todashoras unos monstruos que repartían la salud y se veía suplantada sinremisión. El día en que sus sospechas se cambiasen en certidumbre, noretrocedería ante ningún crimen. Mientras tanto, por espíritu deprudencia y de venganza, por entretener su ocio de hermosa sin empleo,por una especulación de interés y de perversidad, se divertía endesplumar al señor de La Tour de Embleuse.

Encontraba graciosodespojarle del millón que le había dado, sin perjuicio de devolvérselo ala muerte de su hija. Era una especie de desquite que se adjudicaba encaso de desgracia.

No era difícil hacerle dar una inscripción de renta. El duque se poníatodos los días a sus pies con cuanto poseía. Era de un carácter y de untemperamento capaz de arruinarse sin publicarlo y de vencer sinatribuirse la victoria. Un hombre de honor no compromete nunca a unamujer, aunque se vea despojado por ella. Pero la señora Chermidy pensabaque sería más digno de ella tomar un millón sin dar nada en cambio, yguardando siempre la superioridad sobre el donante.

Un día que el viejo deliraba a sus pies y renovaba por centésima vez elofrecimiento de su fortuna, ella le dijo:

—Acepto, señor duque.

El señor de La Tour de Embleuse perdió la cabeza como un aeronautanovicio al que se rompiese la cuerda del globo[D]. Creyó estar en elséptimo cielo. La dama detuvo dulcemente sus transportes y le dijo:

—Cuando usted me hubiera dado un millón, ¿creería usted haberme pagado?

El duque protestó, pero sus ojos decían, y no sin razón, que desde elmomento en que la virtud se pone en venta, un millón no es un preciodespreciable.

Ella contestó al pensamiento de su adversario:

—Señor duque, las mujeres entre las cuales hace usted la injusticia decolocarme, valen tanto más cuanto que son más ricas. Yo he heredadocuatro millones; he ganado lo menos tres en los negocios y mi fortuna estan limpia que la podría realizar sin pérdida en un mes. Ya ve usted quehay pocas mujeres en Francia que tengan derecho a ponerse un precio máselevado. Esto le prueba a usted que también tengo el medio de darme pornada. Si yo le llego a amar, lo que quizás ocurra, el dinero no seránada entre nosotros. El hombre a quien yo dé mi corazón tendrá encimatodo lo demás.

El duque cayó desde lo más alto y dio rudamente contra el suelo. Eratan desgraciado al guardar su millón como se había sentido feliz alrecibirlo. La señora Chermidy pareció tener piedad de él.

—Niño grande—le dijo—, no llore usted. He empezado por decirle queaceptaba.

Pero tenga usted cuidado; voy a hacerle mis condiciones.

El señor de La Tour de Embleuse sonrió como un moribundo que veentreabrirse el cielo.

—Soy yo quien ha enriquecido a usted—le dijo—. Le conocía de antiguo,o por lo menos conocía su reputación. Usted se ha comido su fortuna conuna grandeza digna de los tiempos heroicos. Es usted el últimorepresentante de la verdadera nobleza, en esta edad degenerada. Tambiénes usted, sin saberlo, el único hombre de París capaz de interesarseriamente el espíritu de las mujeres. Yo siempre he lamentado que ustedno tuviese una fortuna incalculable como la de don Diego: usted habríasido más grande que Sardanápalo. A falta de otra cosa mejor, hice que lediesen un millón; se hace lo que se puede. Pero he tomado mal mismedidas y la cosa no ha respondido a mis esperanzas. Lo que tiene usteden su cajón es un papelote que nunca le serviría para nada. El día 22 dejunio cobrará usted sus 25.000 francos; de aquí a entonces no hará másque vegetar. Contraerá deudas y sus rentas no harían más que enriquecera los acreedores. Deme usted su inscripción de renta y yo haré que lavenda mi agente de cambio. Guardaré el capital, porque no me fío deusted. En cambio es absolutamente preciso que acepte el producto. Y nocrea que éste será de cincuenta mil francos; serán ochenta mil o cienmil, quizá más. Conozco la Bolsa a fondo, aunque nunca haya puesto lospies allí; y sé que se gana todo lo que se quiere con algunos millonesen dinero contante y sonante. El papel del Estado es una admirableinvención para los burgueses que quieren vivir modestamente y sinpreocupaciones. Para las gentes de nuestra clase que no temen el peligroni el trabajo, ¡viva la especulación! Es lo mismo que el juego en granescala y usted es jugador, ¿no es cierto?

—Lo he sido.

—Y lo es aún. Correremos juntos el mismo albur; pondremos en comúnnuestros intereses, nuestros placeres, nuestros temores, nuestrasesperanzas.

—Los dos formaremos como uno solo.

—En la Bolsa, al menos.

—¡Honorina!

Honorina pareció sumirse en una profunda reflexión y ocultó el rostroentre sus manos. El duque se apoderó de ellas poniendo fin así a aqueleclipse de belleza. La señora Chermidy le miró fijamente, sonrió conmelancolía y le dijo:

—Perdóneme usted, señor duque, y olvidemos nuestros castillos en elaire. Nos extraviábamos en el porvenir como dos niños en el bosque. Eraun dulce sueño, pero no pensemos más en ello. No tengo el derecho dedespojarle, aunque sea para enriquecerle. ¿Qué dirían de mí? ¿Quépensarían de usted mismo? ¡Si la señora duquesa se enterase de lo quehabíamos hecho!

La señora Chermidy sabía perfectamente que para hacer odiosa a una mujerante su marido, es suficiente pronunciar su nombre en ciertos momentos.El duque respondió altivamente que su mujer no se mezclaba nunca en susnegocios y que además lo tenía prohibido.

—Pero—continuó la tentadora—usted tiene una hija; y todo lo que ustedposee debe volver a ella. No estaría bien.

—Pero—replicó el duque—mi hija tiene un hijo que es el de usted.Nuestras fortunas irán juntas al pequeño marqués. ¿Acaso no somos de lamisma familia?

—Usted ya me dijo eso otra vez, señor duque; pero aquel día me causómenos placer que hoy.

La señora Chermidy colocó la inscripción de renta en un cajón y seguardó mucho de venderla. Aquella mujer tenía el instinto de lo sólido ydesconfiaba juiciosamente de la inestabilidad de las cosas humanas. Elduque fue, desde aquel momento, el asociado de su hermosa amiga. Lequedaba el derecho de visitar su caja y encontró en ella, hasta nuevaorden, tanto dinero como quiso. Esto es todo lo que pudo obtener deaquella generosa y sonriente virtud. Honorina se ocupaba del viejo conuna ternura minuciosa; le hizo abandonar el departamento que ocupaba; letransportó a los Campos Elíseos con la duquesa y le compró muebles,cuidando de que no faltase nada en la casa y preocupándose incluso delos gastos de la cocina. Hecho esto, se frotó las manos y se dijoriendo:

—Ya tengo al enemigo bloqueado, y si nunca llegara a declararse laguerra, les mataría de hambre sin piedad.

VI

CARTAS DE CORFÚ

El doctor Le Bris a la señora Chermidy.

«Corfú, 20 abril 1853.

»Apreciable señora: Yo no podía prever, el día que me despedí de usted,que nuestra correspondencia sería tan larga. Don Diego tampoco loesperaba. Si yo hubiese podido prevenirlo, no creo que él tomase laresolución heroica de privarse de sus cartas ni del placer deescribirle. Pero todos los hombres están sujetos al error, sobre todolos médicos. No enseñe usted esta frase a mis colegas.

»Hicimos un viaje bien tonto de Malta a Corfú, en un vapor muy sucio,cuya chimenea humeaba horriblemente. Teníamos el viento de proa; lalluvia nos privaba con frecuencia de subir al puente y la niebla invadíahasta nuestros camarotes. El mareo no perdonó más que al niño y a laenferma; y es que hay estados de gracia para los que entran en la viday para los que se disponen a abandonarla. Teníamos por toda sociedad unafamilia inglesa que regresaba de las Indias: un coronel al servicio dela compañía y sus dos hijas, amarillas como la piel de Rusia. Unicamenteel vino de Burdeos gana con un viaje tan largo. Esas señoritas no noshonraron ni con una palabra; lo que las excusa un poco es que no sabíanel francés. A la menor claridad subían al puente con sus álbumes paradibujar unos paisajes que parecían plum-puddings. Después de unaeterna travesía de cinco días, el vapor nos condujo por fin a buenpuerto; no habíamos tenido siquiera la distracción de un naufragio. Elcamino de la vida está empedrado de decepciones.

»Mientras nos proporcionamos una casa en el campo, nos hemos alojado enla capital de la isla, en el hotel Victoria. Esperamos salir de aquí afines de semana, pero no me atrevo a asegurar si lo haremos todos connuestras piernas. Mi pobre enferma está cada vez peor; el viaje la hafatigado más aún que si se hubiese mareado. La señora de Villanera no laabandona ni un instante; don Diego se porta admirablemente; en cuanto amí, hago todo lo posible, es decir, muy poco. Es inútil ensayar untratamiento que añadiría sufrimientos sin aumentar las probabilidades decuración.

¡Es usted muy dichosa, señora, de tener tanta belleza comosalud!

»Si esta crisis no es la última, intentaré el amoníaco o el yodo. Elyodo triunfa en algunos casos; los señores Piorry y Chartroule loemplean con éxito. ¿Usted será tan amable que nos envíe el aparato deldoctor Chartroule y una provisión de cigarrillos yodados? Todo loencontrará en la farmacia Dublanc, calle del Temple, al lado delbulevar. El amoníaco también da buenos resultados; pero el único remediocon el que se pueda contar seriamente, es un milagro. Así, pues, vivausted en paz, ténganos un poco de cariño y ayúdenos a cumplir nuestrodeber hasta el fin. El viejo Gil, que la condesa había traído para quele sirviese, ha caído enfermo de las fiebres de Italia, aunque ésta nosea la estación de las fiebres. Es un enfermo más y un servidor menos.

»La alegría y la salud tienen una magnífica representación en la casa:el pequeño Gómez. El día que lo vuelva usted a ver será bien dichosa. Selo ve crecer y hasta creo

¡Dios me perdone! que está embellecido. Serámenos Villanera de lo que me figuraba al principio. La verdad es queparecería cosa del diablo si no tuviese algo de su madre.

Es menoshuraño; se deja besar y besa; alarga los labios hacia todas las carascon una impetuosidad que sería inquietante en una niña.

»Don Diego está en negociaciones con un descendiente de un dux paraalquilar una casa que le convendría mucho. La campiña está dividida enuna multitud de propiedades agradables, adornadas con castillosruinosos. Yo he visitado algunos jardines; son generalmente máshabitables que las casas a que pertenecen. Esos chiribitilesaristocráticos que conservan un aire de grandeza en medio de sudesolación, participan de granja, de castillo y de choza. Si conseguimosalquilar la villa Dandolo, quizá no estaremos del todo mal. Bastará conponer algunos vidrios en los balcones.

La exposición es admirable, alMediodía, sobre el mar. El jardín, muy hermoso. Los vecinos son nobles ydicen que algunos hablan el francés. ¿Pero quién sabe si tendremostiempo de entablar conocimiento con ellos?

»No echaré de menos la estancia en la ciudad, aunque en ella se vivabien. Es muy linda y en ciertos aspectos me recuerda Nápoles. Laexplanada, el palacio del lord comisario y los alrededores forman unaciudad inglesa. Los ingleses han construido a expensas de los griegosfortificaciones gigantescas que hacen de la plaza un pequeño Gibraltar.Yo asisto todas las mañanas a las evoluciones de un regimiento deescoceses que me divierten mucho con sus cornamusas. La ciudad griega esantigua y curiosamente construida: casas altas, pequeñas arcadas y unalinda cabeza en cada balcón. El barrio judío es repugnante, pero seencuentran perlas en aquel estercolero dignas del lápiz de Gavarni. Lapoblación se compone de griegos, italianos, judíos y malteses, perotodos hacen lo posible por parecer ingleses. Tenemos también un teatroen el que dan representaciones de Juana de Arco del maestro Verdi. Yofui una noche, aprovechando que la enferma tenía menos de 120pulsaciones por minuto. Al final del primer acto, toda la asamblea selevantó respetuosamente, mientras que la orquesta tocaba el God savethe Queen. Es una costumbre establecida en todas las posesionesinglesas. No le extrañe a usted que se represente la muerte de Juana deArco ante un público inglés; el autor del libreto ha tenido cuidado demodificar la historia.

Juana de Arco defiende a Francia contra unenemigo cualquiera, los turcos, los abisinios o los chinos. Lleva unacoraza de papel de plata y agita una bandera del tamaño de un abanicohasta el momento en que se presenta en escena un heraldo y dice al rey:

Rotto e'l nemico, e Giovanna e stinta.

»Llega la heroína sobre almohadones; una banda manchada de rojo indicaque está mortalmente herida. Se incorpora con gran esfuerzo, canta unaromanza con su voz más fuerte y expira entre los aplausos de la sala.Todos los habitantes de Corfú están convencidos de que Juana ha muerto aconsecuencia, no sólo de una herida, sino también de una serie degorgoritos.

»El conde me ha dejado ir solo al teatro; y no obstante, ya sabe ustedsi es apasionado de Verdi. ¿No fue en una representación del Hernani cuando su mirada se encontró por primera vez con la de usted? Pero elpobre muchacho se inmola materialmente a su deber. ¡Qué marido, señora,para aquella que sea su esposa definitiva!

»Los periódicos nos han traído noticias de la China que usted ha debidoleer con tanto interés como nosotros. Parece que esa nación ha tratadoligeramente a dos misioneros franceses y que la Náyade se ha puesto encamino para castigar a los culpables. Si la Náyade no ha cambiado decomandante, esperaremos con impaciencia las noticias de la expedición.Cada uno para sí y Dios para todos. Yo deseo todas las prosperidadesimaginables a mis amigos, sin desear, no obstante, la muerte de nadie.Se dice que los chinos son pésimos artilleros, aunque se alaben de haberinventado la pólvora. Sin embargo, no hace falta más que un obúsclarividente para hacer la felicidad de muchas personas.

»Adiós, señora. Si yo le escribiese tanto como la amo, mi carta notendría fin. Pero, después del placer de conversar con usted, esnecesario que acuda al cumplimiento de mi deber, que me llama desde lahabitación vecina. ¡Placer, deber! dos caballos muy difíciles de uncirjuntos. Yo intento hacerlo lo mejor que puedo, y si no llego a conciliartodas las cosas, es porque un hombre no puede maniobrar libremente entreel yunque y el martillo. Aprécieme si puede, compadézcame si quiere, nome maldiga, ocurra lo que ocurra, y si en el próximo correo recibe unsobre orlado de negro, hágame el honor de creer firmemente que no tengoningún derecho a su reconocimiento.

»Beso la mano más linda de París.

»CARLOS LE BRIS.»

La condesa viuda de Villanera a la señora de La Tour de Embleuse.

«Villa Dandolo, 2 mayo 1853.

»Mi querida duquesa; No dudo ya de que Germana está mejor. Nos hemoscambiado de casa esta mañana, o, mejor dicho, he sido yo quien lo hetenido que hacer todo.

Tenía que arreglar los baúles, envolver a laenferma en algodón, vigilar al pequeño, buscar el coche y casi engancharlos caballos. El conde no sirve para nada; es un talento de familia. EnEspaña se dice torpe como un Villanera. El doctor revoloteaba a mialrededor como un moscardón; he tenido que hacerle sentar en un rincón.Cuando tengo prisa, no puedo sufrir que la tengan los demás; el que meayuda me incomoda.

¡Y ese asno de Gil que se ha puesto enfermo en lamejor ocasión! Voy a enviarle a París para que se cure, y le ruego queme busque otro criado. Lo he hecho todo, prevenido todo y arreglado lomejor que he podido; he encontrado el medio de estar dentro y fuera, encasa y en la calle. Afortunadamente las calles son magníficas; elafirmado no tiene nada que envidiar al del bulevar. Hemos salido a lasdiez, y ahora ya nos tiene usted instalados. He desembalado a misgentes, abierto mis paquetes, hecho mis camas, preparado la comida conun cocinero indígena que quería echar pimienta en todo, incluso en lassopas de leche. Han comido todos, paseado, vuelto a comer; ahora yaduermen y yo le escribo sobre la almohada de Germana, como un soldadosobre un tambor cuando ha terminado la batalla.

»La victoria es nuestra, a fe de viejo capitán. Nuestra hija se curará,estoy segura.

Me ha hecho pasar, no obstante, quince nochesdesagradables en esta ciudad de Corfú.

No se decidía a dormir y teníaque mecerla como a un niño. Comía únicamente por darme gusto; nada leapetecía, y cuando no se come, se acaban las fuerzas. No le quedaba másque un soplo de vida presto a extinguirse a cada instante, pero yo nodesesperaba nunca. Tenga usted valor; esta noche ha cenado, ha bebidodos dedos de vino de Chipre y ahora duerme.

»Había oído decir muchas veces que una madre quiere a sus hijos en razónde los disgustos que le dan; esto no lo sabía por experiencia. Todos losVillanera, de padre a hijo, son como los árboles que se plantan en elcampo y crecen. Pero desde que usted me confió el pobre cuerpo de esahermosa alma, desde que hago centinela alrededor de nuestra niña paraimpedir que la muerte se aproxime, desde que he aprendido a sufrir, arespirar y hasta a ahogarme con ella, siento latir mi corazón con unafuerza inusitada.

Yo no era madre más que a medias, puesto que no habíatenido ocasión de participar de los dolores de los otros. Ahora valgomás que antes, soy mejor, me encuentro en un plano superior. Es el dolorel que nos hace semejantes a la madre de Dios, ese modelo de todas lasmadres. ¡Ave María, mater dolorosa!

»No tema usted, mi pobre duquesa; Germana vivirá. Dios no me hubieradado este profundo amor por ella, si hubiese resuelto arrancarla de estemundo. Aquel que gobierna los corazones mide la violencia de nuestrossentimientos con arreglo a la duración de lo que amamos, y yo amo aGermana como si hubiese de estar eternamente entre nosotros. LaProvidencia se burla de la ambición, de la avaricia y de todas laspasiones humanas, pero respeta los afectos legítimos y no separa nunca alos que se aman piadosamente en el seno de la familia. ¿Por qué mehubiera hecho conocer y amar a Germana si hubiese tenido el designio dearrebatármela de entre los brazos? Sería un juego cruel e indigno de labondad de Dios. Además, el interés de nuestra raza está ligado a la vidade esa niña. Si tuviésemos la desgracia de perderla, un día u otrovolvería a casarse don Diego. San Jaime, al que hemos dedicado dosiglesias, no permitirá que un nombre como el nuestro sea llevado por laseñora Chermidy.

»No crea usted que espere nada del doctor Le Bris; los sabios noentienden de esas cosas. El verdadero médico, es Dios en el cielo y elamor en la tierra. Las consultas, los medicamentos y todo lo quecompramos con dinero, no aumentan la suma de nuestros días. Ya veráusted lo que hemos imaginado para que viva. Todas las mañanas, mi hijo,mi nieto y yo, rogamos a Dios que tome algo de nuestras vidas paraañadir a la de Germana. El pequeño une sus manos como nosotros; yopronuncio la oración y ha de ser el Cielo muy sordo si no nos oye.

»Don Diego ama a su mujer; ya se lo había dicho a usted. La ama con unamor puro, desprovisto de todas las impurezas terrestres. Si la amase deotro modo, en el estado en que ella se encuentra, me produciría horror.Tiene por ella la adoración religiosa que un buen cristiano dedica a lasanta de su iglesia, a la Virgen de su capilla, a la imagen casta yvelada que resplandece en el fondo del santuario. Los españoles somosasí. Sabemos amar simplemente, heroicamente, sin ninguna esperanzamundana, sin otra recompensa que el placer de caer de rodillas ante unaimagen venerada. Para nosotros, Germana no es otra cosa: la perfectaimagen de las santas del Paraíso.

Cuando San Ignacio y sus gloriososcompañeros se alistaron bajo el estandarte de María, dieron a todos loshombres el ejemplo caballeresco del amor puro.

»Cuando esté curada, ¡ah! entonces ya veremos. Espere usted solamente aque la pobre virgencita pálida haya recobrado los colores de lajuventud. Su cuerpo, hoy, no es más que una urna de cristal transparentecon un alma en el fondo. Pero cuando la sangre regenerad