Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—No señora... Esta mañana la vi en la puerta del bodegón de la Plazuelade Lavapiés. Vive por aquí cerca... «Señá Mauricia, mire que la señorala está esperando...». Me contestó, dice: dile a esa tiona que siquiere correr los pañuelos que los corra ella, y que si no, que losdeje...

«¡Habrá indecente!...» exclamó la señora algo distraída.

Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de laplaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado elberrinchín, y temblaba mirándole las manos.

Pero en el ánimo de doñaLupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientosde otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban enél.

«Oye, Papitos—le dijo—. Ven acá, y atiende bien a lo que te encargo.Yo tengo que salir otra vez. Das de comer al señorito Nicolás y alseñorito Maxi; pero este vendrá mucho más tarde que su hermano. Fíjatebien, y no salgas luego haciendo lo contrario de lo que te mando.

Para principio del clérigo, pones la merluza mala que trajiste estamañana, ¿sabes?, y que está apestando... Le echas bastante sal, ydespués la cargas de harina todo lo que puedas y la fríes.

Ponle todaslas tajadas, y se las embaulará sin enterarse de si está buena o mala.Es como los tiburones, que tragan todo lo que les echan. Para postre,las nueces y el arrope, ¿sabes? Le pones en la mesa la orza, y que seharte; a ver si lo acaba. Está fermentando y no hay quien lo pase...

Siel señorito Maxi viniese antes de que esté de vuelta, le pones deprincipio una de las dos chuletas de ternera, la más crecidita, y depostre le sacas las pastas que trajo el bollero esta mañana, y la carnede membrillo que yo tomo. Conque a ver si lo haces todo al revés».

Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella laautoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad,desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya laconocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitoshizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta,pensando sin duda, ¡aquí que no peco!... en la cantidad de sal que leiba a echar a la merluza del señorito Nicolás.

Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en quese sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla,pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería enmucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil durospara que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... ysin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui siserían falsos los billetes... pero ¡quia, si eran más legítimos que elsol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo eraconfianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dineroal dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación,había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas.¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizásFeijoo... Lo más particular era que doña Lupe, por impulsos detolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzabaen suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que lamoneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tieneque tener buen origen!...

«¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso delarrepentimiento?...—se decía—. Lo que no me explico es una cosa... Elprimer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, ycomiéndose sus ahorros. ¡Pues si son estas las sobras...! En fin,doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y nohagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros.

¿Quién seatreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, unainjusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece unabarbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás noencuentre en su casa a D. Francisco... Él dirá qué hacemos con todo este guano».

Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «¡Y qué guapaestá!... Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita... Parece que norompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no esfingido... ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, notiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo loque le enseñé... será preciso volver a empezar... y de lenguaje seguimoslo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, ycon razón, que peor es meneallo...».

Como tres horas largas estuvo doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió,Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. Laprimer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenesque le había dado.

«No dejó ni rastro» replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente enque había servido la merluza.

—¿Y dijo algo?

—No podía decir nada, porque no paraba de tragar.

Doña Lupe se sonreía. Cerciorose de que a Maximiliano se le habíaservido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso supropia comida, que era de lo más frugal.

Cuando entró en el comedor, yaMaxi no estaba allí, y media hora después encontrole en su cuarto, sinluz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabezasostenida en las manos, y agarradas estas al cabello, como si se loquisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tíale dijo: «Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosastan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosasvienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas».

«Y qué, ¿la ha visto usted?» dijo Maxi dejando al fin aquella posiciónviolenta, y mirando con ansiedad a su tía.

—Sí... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto yno me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.

—¿Está desmejorada?—¿Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está esguapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en elCielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.

—Pero qué, ¿está miserable? ¿Pasa necesidades?—preguntó el chico,moviéndose con inquietud en la silla—. Eso no debe consentirse...

—No digo que tenga hambre... y tal vez... Su situación no debe ser muydesahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no habíaentrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacitode chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.

—¡Por Dios! ¿Y usted consiente eso? ¡Bofes...!

—Será penitencia tal vez—replicó la viuda en aquel tono de conviccióningenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino,como el gato con la bola de papel.

—Francamente, tía, eso de que pase hambres... Yo no la perdono, nopuede ser... le aseguro a usted que eso... jamás, jamás, jamás.

—Ya te he dicho que no es prudente soltar jamases tan a boca llenasobre ningún punto que se refiera a las cosas humanas. Ya ves el buenode D. Juan Prim qué lucido ha quedado con sus jamases.

—Pues a mí no me pasará lo que a D. Juan Prim, porque sé lo que digo...Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla... Pero deesto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele quepase hambre. Es preciso socorrerla.

—Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué no vas tú?

—¡Yo!—exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se leponían de punta.

—Sí, tú... porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasadoy cocido... Esto es cosa delicada... Yo no quiero responsabilidades. Túno eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.

—¡Yo!, ¡que vaya yo!—murmuró el joven farmacéutico, sintiendo untemblor, un frío... Se ponía malo de sólo pensarlo.

—Tú, sí, tú... Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lohaces, y si no lo dejas.

—No tengo tiempo de ir—dijo Rubín tranquilizándose al encontrar tanliviano pretexto.

Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidirpor sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata yproceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto ytanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; yal día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el caminode la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo quediría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca delestómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer elnúmero de la casa, entrole tal espanto, que se retiró, huyendo de lacalle y del barrio...

Al día siguiente hizo un segundo esfuerzo y pudo entrar en el portal;pero ante la vidriera que daba paso a la escalera, se detuvo. Leaterraba la idea de subir, y de su mente se había borrado todo lo quepensaba decirle. Aguardó un rato en espantosa lucha, hasta que leasaltaron ideas alarmantes como esta: «Si ahora baja y me ve aquí...». Ysalió escapado por la calle adelante sin atreverse ni a mirar haciaatrás. La tentativa del tercer día no tuvo mejor éxito, y aburrido alfin y desconcertado, resolvió expresarse con su mujer por medio de unacarta. Andando hacia la calle del Ave-María, iba discurriendo que debíaponer en la carta mucha severidad, y un ligero matiz de indulgencia, ungrano nada más de sal de piedad para sazonarla. Diríale que no podíaadmitirla en su casa; pero que con el tiempo... si daba pruebas dearrepentimiento... En fin, que ya saldría la epístola tan guapamente.Excitado por estas ideas y propósitos, entró en su casa, y al dirigirsea su cuarto y oír la voz de su tía que desde la sala le llamaba, sintióen el corazón como si se lo tocaran con la punta de un alfiler... Entróen la sala, y... ¡lo que vieron sus ojos, Dios omnipotente!... ¡Dios quehaces posible lo imposible! En la sala estaba Fortunata, en pie, lívidacomo los que van a ser ajusticiados...

Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios... Dijo ¡ah! ... y sequedó como una estatua.

Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caíanal suelo como pesas de plomo. Por fin el joven, en el último grado de laturbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como buenas tardes... y después: Yo creí que... y luego: De modo queusted, tía... «No, yo no me meto en nada—declaró doña Lupe, que estabasentada como presidiendo—. Lo único que he dispuesto es traerla aquípara que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate».

Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacciónbrusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de lanecesidad que de la convicción. «Esto me parece prematuro» dijo, y salióde la sala.

Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo: «Me parece bien tuseveridad. Pero las circunstancias... ¿No me has dicho que eraindispensable pasarle un tanto diario para alimentos?

¿Y te parece a tique estamos en disposición de sostener dos casas?».

Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo detales argumentos.

Para él lo mismo era que su tía le hablase de doscasas que de cuatro mil. «Déjeme usted—le dijo, casi sollozando—.Estoy dejado de la mano de Dios».

«Pues ya que está aquí, no se ha de marchar—prosiguió doña Lupe en vozbaja—. La pondremos en el cuartito próximo al mío. Y basta. ¡Ay!, ¡quesiempre me han de tocar a mí estos arreglos y composturas!... ¿Sabes loque te digo? Pues que aquí tenéis ocasión de deciros todas las perreríasque queráis o de daros todas las explicaciones que juzguéisconvenientes. Yo me lavo mis manos. A mí no me metáis en vuestrascontradanzas. Si queréis llegar a un acuerdo, en hora buena sea, y si noqueréis, también. Bastante servicio os hago con prestaros mi casa paraque os toméis el pulso hasta ver si hay paces o no hay paces. Y porDios, no me des más jaquecas. Si pasan días y no salta la avenencia, seacabó. Pero no me deis más jaquecas, por Dios, no me deis más jaquecas».

Esto último lo dijo en alta voz, saliendo ya al pasillo, de modo que looyeron muy bien, Papitos en un extremo de la casa, y Fortunata en otro.Esta quedó desde aquella tarde en la casa, y su situación era de lasmenos airosas, porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía elgasto de conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a doñaLupe que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por lospasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas... ya no puedomás. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto, la esposano se marchó.

Al tercer día, en medio de la reserva y huraño silencioque entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a soltar una que otrapalabra; luego ya no eran palabras, sino frases, y tras las cláusulasfrías vinieron las tibias. Por fin se permitió algún concepto jovial. Alquinto día se sonreía mirando a su mujer. Al sexto, Fortunata le mirabacon atención cortés cuando decía algo; al sétimo, Maxi opinaba como ellaen toda discusión que en la mesa se trabase; al octavo le daba unapalmadita en el hombro; al noveno la señora de Rubín se interesabaporque su marido se abrigase bien al salir, y al décimo estuvieron comoun cuarto de hora secreteándose a solas en un rincón de la sala; alundécimo Maxi le apretó mucho la mano al entrar, y al duodécimo exclamódoña Lupe como sacerdote que entona el hosanna: «Vaya que os ponéisbabosos. Por Dios, no me deis jaquecas. Si estáis reventando por hacerlas paces, ¿a qué tantos remilgos? Bien hago yo en no meterme en nada,bendita de mí».

Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimientode la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se puedadeterminar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familiacomo lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que lossabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué sefundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunquese les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.

-III-

En los primeros días que sucedieron a este gran suceso, nadaocurrió digno de contarse. Y si algo hubo fue de puertas afuera. Voy aello. Una tarde estaban doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unasanillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado laseñora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomadoal balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos:«Señoras, vengan, miren... ¡cuánta gente!... Han matado a uno».Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle,cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que acada momento engrosaba más. «Hay un cadávere difunto allí en mitad dela gente» gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón.—Yo veoun bulto tendido en el suelo—dijo doña Lupe.—¿Ves tú algo?... Seráalgún borracho. Pero observa qué multitud se va reuniendo. Como que loscoches no pueden pasar... Y mira qué policías estos. Ni para un remedio.

«Señora, mándeme por los fideos... Ya sabe que no hay...» dijo la mona.

—Vamos... lo que tú quieres es curiosear...

—Mándeme—repitió la chiquilla dando brincos entre risueña ysuplicante.

—Pues anda—dijo doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor—; si nosales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito... y ten cuidado delimpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porquehay muchos barros... Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste deavisar al carbonero.

Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinteminutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta...«¿Te has restregado bien las patas?».

—Sí señora... mire.—Ahora aquí otra vez... ¿Sabes lo que debes hacersiempre que subes?, refregarte bien en el limpia-barros del vecino, enese que está ahí.

—¿En este?—dijo la mona, bailando el zapateado en el limpia-barros delcuarto de la izquierda.

—Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamosganando.

—¿Sabe, señora, sabe?...—agregó Papitos, que a pesar de venir sofocadade tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno—. ¿No sabe loque hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida... ¿Yno acierta quién es?, la señá Mauricia.

—¿Pero oyes, mujer, has oído?—dijo doña Lupe desde el pasillovolviendo a la sala—.

Mauricia... borracha... ahí tienes lo que reúnetantísima gente.

—¿Pero la viste bien?, ¿estás segura de que es ella?—preguntóFortunata pasado el primer momento de asombro.

—Sí, señorita, ella es...

—Pero hija—observó doña Lupe volviendo a asomarse conoficiosidad...—cree que me hace esto una impresión... ¡Y los de OrdenPúblico que no parecen!... ¡Ah!, sí, la levantan... ¡Qué mujer!... Mirenque ponerse en ese estado.

—Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muerto—decía Fortunata,acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.

—Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al hospital... Pero ¡quia!,no... Suben. ¿Apostamos a que la traen a la botica?

—Si tiene rajada la cabeza en salva la parte...—afirmó Papitos dando aconocer gráficamente las dimensiones de la herida—. Y echaba la mar desangre... que corría por la calle abajo, como corre el agua cuandollueve.

Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura,cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata sequitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar talespectáculo. Doña Lupe y Papitos sí que lo vieron todo, y esta tuvo aúnla pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la curaque le hacían a aquella borrachona. Pero esto ya era mucha libertad, yaunque la chiquilla imaginó diferentes pretextos para bajar, no se saliócon la suya.

A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura yhaciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.

«Tienes razón—observó la viuda—. Me parece que de este barquinazo nosale. ¡Pobre mujer!

¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hayotra como ella para correr alhajas».

Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia dela tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después dela cura, por el Sr. de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia ala botica. «Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas quele produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por losprotestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas». Enterosedoña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la callede Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean ustedes.Plantose en la casa de los protestantes a reclamar a la tarasca. Tun,tun... ¿quién?... yo... Y salió el pastor, que es uno que llaman D.Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como barbas de maíz; saliótambién la pastora, su mujer, que es una tal doña Malvina... buenaspersonas los dos, porque lo protestante no quita lo decente. Entreparéntesis, se distinguen por su independencia en el vestir.

DoñaMalvina le hace las levitas a D. Horacio, y D. Horacio le arregla lossombreros a doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: nogastan un cuarto en sastres ni modistas.

Pero voy al cuento. Lospastores se las tuvieron tiesas, y doña Guillermina más tiesas todavía.Religión frente a religión, la cosa se iba poniendo fea. Losprotestantes decían que la mujer aquella les había pedido limosna yprotección; doña Guillermina lo negaba, acusándoles de haberla sonsacadoy de haber ido a buscarla a su propia casa. D. Horacio dijo que nones yque haría valer sus derechos luteranos ante el mismo Tribunal Supremo;amoscose la otra, y doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a loque replicó Guillermina que ella no entendía de constituciones ni delibros de caballerías. Por fin, acudió la católica al Gobernador, y elGobernador mandó que saliese Mauricia del poder de Poncio Pilatos, o seade D. Horacio.

—¿Ves, qué cosas?—observó doña Lupe—. Ahí tienes los belenes que searman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal,pero que no le petaba por la libertad de cultos.

—Pues aguárdense ustedes, que falta lo mejor. D. Horacio, como inglésque sabe respetar las leyes, obedeció la orden del Gobernador,reservándose el sostener su derecho ante los tribunales.

Pero cuando ledijo a Mauricia que se marchara, esta no quiso, y empezó a poner de oroy azul a doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas lasseñoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unascuales.

—¡Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo quedice.

—Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela. Sefue pian pianino, y se sentó en la puerta, en un guardacantón que hayallí. Todos los días iba a ponerse en el mismo sitio, como un centinela.El pastor y la pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchasgracias... Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia seenfureció, y acometiendo a doña Malvina le llenó la cara de arañazos...D. Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca se mete en lacapilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace pedazos todos loslibros, arma una barricada con las sillas, y coge la copa en que elloscomulgan, y... la profana del modo más indecente. Costó trabajo echarlaa la calle... Al salir, ¡tras!... doña Guillermina, que me le echa uncordel al pescuezo y se la lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, quelo sabe por el mismo D. Horacio y por doña Guillermina, y porque tuvoque intervenir como teniente alcalde que es del distrito... A Mauriciala pusieron en casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo;y se conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo que se ha vistoesta tarde. De la botica la llevaron a la Casa de Socorro.

Esta relación era demasiado larga para los pulmones de Maximiliano, porlo cual llegó al término de ella fatigadísimo. Todos se pasmaron delcuento, y doña Lupe compadeció a la Dura, deplorando que con vicio taninmundo malograse las cualidades de inteligencia corredora que poseía.En cuanto a Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba quesu marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que laconversación recayese en otro asunto.

Pero no fue posible, porque hastael término de la comida no se habló más que de Mauricia, de losprotestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin, Nicolássacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando el testimoniode Fortunata. Esta, muy contra su voluntad, no tuvo más remedio quereferir los novelescos pasajes del ratón, las visiones y de la botellade coñac; pero lo hizo a grandes rasgos, para acabar más pronto.

-IV-

Aquella noche se fueron a Variedades, que está a dos pasos delAve-María. Otra ventaja de aquel barrio sobre Chamberí es que se puedeir de noche a ver una piececita o a pasar un rato en cualquier café, sinhacer caminatas de media legua, ni usar el tranvía. A Fortunata no legustaba ir al teatro ni presentarse en público. Sentía inexplicablemiedo de las miradas de la gente, y aunque pocos o ninguno la conocían,figurábase que la conocían todos, y que de cada boca salía un comentarioacerca de ella. Por desgracia, asunto no faltaba. Pero si la miraban loshombres, era para admirarla, y si cuchicheaban luego, rara vez decíanalgo fundado en un conocimiento verdadero de la realidad. Otro motivodel terror que el teatro y los sitios públicos le inspiraban eraencontrar caras conocidas, y este recelo la tenía como azorada y sobreascuas durante la función.

En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vidatemporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Habíavisto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el soldel alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; peronunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales,de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y consu marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos quele quería, según su concepto y definición del querer; pero le habíatomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía serel hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce eneste sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestardeseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuandose va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia dequererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegandoa no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de sucasa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que eltrabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances dedicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, comobajó la acción de un bálsamo emoliente.

Acordábase de los dos casos quele había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo queella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero.¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel frutodesabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...

Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivotenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamentecorrecta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría solaa la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con talesseguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tenerhijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazomás y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase unpoco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más.

Ladesproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto desu apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacíaesfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta dearmonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestirbien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los dandys.Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporciónera siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa secuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas,y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo losdos consortes o harían más juego, y porque así la mirarían menos losextraños.

Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo porcompleto las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el malcurado dolor de su afrenta y los odios vengativos.

Aquel ascetismo yaquel ver a Dios en sí fueron nada más que obra fugaz de la tristeza,o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esaslecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en losapuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban dellado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdaderoardor, deseando aprender. Decíale doña Lupe que inventase algúnespecífico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrinoy nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque loconsideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre estoaltercados muy vivos...

«¡Como si fuera un crimen idear cualquier clasede píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas hipoquitropíticas vege