Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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De súbito resonó en el corredor el ruido seco de los pasos de Oliverio yapenas me quedó tiempo para deslizarme hasta la puerta antes de quellegase.

—Te esperaba—me dijo sencillamente para persuadirme de que no me habíavisto salir del cuarto de Magdalena o que nada que objetar tenía por elhecho.

Iba ataviado con mucha elegancia, la corbata anudada con abandono y eltraje, de tela ligera, tan holgado como era su gusto usar la ropa, sobretodo en verano. Tenía un modo de andar tan desenvuelto, una manera tanlibre de moverse, vestido de ropa flotante que en ciertos momentos, detodo en todo asemejaba un joven extranjero, inglés o americano.Constituía esto uno de los atractivos de su persona, y yo, que he tenidoocasión de apreciar lo mismo sus altas cualidades que sus debilidades,no podría decir que pusiera demasiadas pretensiones en el modo devestir, aunque de él hiciera verdadero estudio. Creía él que lacomposición del indumento, la elección de los colores, las proporcionesde un traje eran cosa muy digna de ser tenida en cuenta por un hombre debuen tono; pero, una vez adquirida aquella combinación, ya no pensabamás en ella, y habría sido hacerle gran injusticia, el suponer que de suatavío se preocupara más tiempo que el necesario para los ingeniososcuidados que en él ponía.

—Vamos hasta los bulevares—me dijo tomándome por un brazo.—Deseo queme acompañes y ya es casi de noche.

Caminaba de prisa y me arrastraba como si estuviese apremiado por lahora. Tomó por el camino más corto, atravesó las alamedas desiertas y mellevó derecho al lugar en que se acostumbraba pasear durante el veranoal caer la tarde. Había bastante gente, todo cuanto una pequeña ciudadcomo Ormessón podía reunir de mundano, rico y elegante. Oliverio siguióandando siempre de prisa, distraída la mirada, tan absorbido y excitadopor secreta impaciencia que se olvidaba de que me tenía a su lado. Depronto retardó el paso, se apoyó más en mi brazo como si tratara debuscar un apoyo para dominarse y moderar cierta efervescencia que tendíaa desbordarse. Me di cuenta de que había llegado al término de unapesquisa.

Dos mujeres se dirigían hacia nosotros siguiendo el borde de laavenida, misteriosamente abrigadas por la sombra de los olmos. Una deellas era joven y notablemente bella; mi reciente experiencia me habíaformado el gusto respecto de aquellas definiciones delicadas y ya no meequivocaba. Me fijé en la manera de hollar con paso leve y corto elcésped que crecía al pie de los árboles, como si caminara sobre laflexible pelusa de una alfombra. Nos miraba fijamente, con menos graciaque Magdalena, pero con una desenvoltura que jamás ella hubiera osadopermitirse y todavía lejos, preparábase ya a contestar con una sonrisaespecialísima al saludo de Oliverio. Este saludo fue cambiado lo máscerca posible, con mucha gracia y un poco de abandono; y luego que elrostro de la joven rubia, todavía sonriente, quedó oculto por laspuntillas del sombrero, mi amigo volvió el suyo hacia mí, y con unacento de interrogación lleno de audacia me dijo:

—¿Conoces tú a la señora de X...?

Tratábase de una persona de quien se hablaba un poco en el mundo al cualacompañaba yo a mi tía algunas veces. Nada tenía de particular queOliverio le hubiera sido presentado; y con toda ingenuidad se lo dije.

—Precisamente—añadió,—bailé una noche con ella el invierno pasado ydesde...

Interrumpiose, y tras breve silencio continuó:

—Mi querido Domingo, ya sabes tú que no tengo padre ni madre; no soymás que el sobrino de mi tío, y de esa parte no espero más afecto que elque me es debido como tal pariente, es decir, muy poca porción delpatrimonio de ternura que por derecho corresponde a mis dos primas.Tengo, pues, la necesidad de ser amado, en distinta forma que la de unaamistad de colegio... No protestes; te estoy muy agradecido por laadhesión que me demuestras y que no dudo me conservarás, suceda lo quequiera. También me cumple decirte que te quiero mucho.

Pero has depermitirme que considere un poco tibias las afecciones que me han tocadoen suerte. Dos meses hace, una noche, en un baile, hablé poco más omenos del mismo modo sobre este mismo asunto con la persona a quienacabamos de encontrar. Al principio la divertí no dando a mis palabrasmás valor que el de lamentaciones de un estudiante a quien el colegioaburre; pero como tenía la firme voluntad de ser escuchado seriamente,puesto que en serio hablaba yo y como también estaba seguro de que seríacreído si me empeñaba, le dije: «Señora, si le place dar a mis palabrasel valor de una súplica, sea; si no ellas serán expresión de una pena dela cual no volverá a oír hablar.» Me dio dos golpecitos con el abanicocon objeto de interrumpirme, sin duda; pero nada más tenía que decirle,y para no desmentirme abandoné el baile en seguida.

Desde entoncesmantengo mi palabra y no he añadido ni una frase que pudiera hacerlesuponer que abrigo la más leve esperanza ni la duda más pequeña. No meoirá nunca ni lamentarme ni suplicar. Siento que en semejante casotendré mucha paciencia y esperaré.

Mientras así me hablaba parecía Oliverio muy tranquilo. Un poco más debrusquedad en su gesto y un acento más vibrante en la voz eran losúnicos síntomas perceptibles que delataban un estremecimiento interno,si realmente se agitaba su corazón, que mucho lo dudo. Cuanto a mí, leescuchaba con real y profunda angustia. Aquel lenguaje me resultaba tannuevo, era tal la naturaleza de sus confidencias, que desde luegoexperimenté una gran confusión, como al contacto de una ideacompletamente incomprensible.

—¡Y bien!—le dije, porque no hallé en mi mente más que esa exclamaciónde ingenuo.

—Pues nada más. Es todo lo que tenía que comunicarte, Domingo. Cuando atu vez me pidas que te escuche, sabré hacerlo.

Le contesté más lacónicamente aún, le estreché tiernamente la mano y nossepararnos.

Me sucedió con estas confidencias de Oliverio igual que con todas laslecciones demasiado bruscas o fuertes por exceso; aquella iniciaciónembriagadora me llenó de confusiones y hube menester de largas y penosasmeditaciones para seleccionar las verdades útiles o inútiles quecontenían declaraciones tan graves.

En el estado de ánimo en que meencontraba, es decir, atreviéndome apenas a aquilatar sin emoción la másinocente y la más usual de las palabras del lenguaje del corazón, misprevisiones más atrevidas jamás habrían llegado por sí solas asobrepasar la idea de un sentimiento mudo y desinteresado.

Partir de tanpoco para llegar a las ardientes hipótesis en que me lanzaban lastemeridades de Oliverio; pasar del silencio absoluto a la maneraaquella, tan libre, de expresarse respecto de la mujer; seguirle, enfin, hasta el objeto marcado para su espera eran evoluciones capaces dehacerme envejecer en pocas horas. Llevé a cabo aquella gigantescazancada, pero a trueque de temores y de deslumbramientos que no son paradescritos; y lo que me asombró más, luego que hube alcanzado el punto delucidez necesario para comprender a fondo las lecciones de Oliverio fueel resultado de la comparación del valoramiento que ponían en mi mente,con la frialdad del calculismo de aquel que se decía enamorado.

Pocos días después me mostró una carta sin firma.

—¿Os escribís?—le pregunté.

—Esta carta—me dijo—es la única que de ella he recibido y no hecontestado.

La carta estaba concebida, poco más o menos, en los siguientes términos:

«Es usted un niño que pretende obrar como un hombre y yerra usteddoblemente al envejecerse. Haga lo que quiera, los hombres serán siempremejores o peores que usted. Creo que es digno de lástima porque estásolo, y le estimo bastante para admitir que debe usted sufrir privado deuna amistad vigilante y tierna; pero procedería usted mejor hablando conel corazón en la mano, que no confiándose un día, de súbito, a alguienque le aprecia, y callar después. No alcanzo el bien que le pude hacerescuchando sus confidencias ni el fin que persigue no renovándolas.Razona usted demasiado para una edad en que la ingenuidad es a la vezprincipal atractivo y única excusa, y si tuviera usted tanto abandonocomo sangre fría sería más interesante y sobre todo más feliz.»

No obstante algunos raros arranques de franqueza a los cuales cedía porcapricho, no entendía yo más que a medias las confidencias de Oliverio.Aunque tenía la misma edad que yo, sobre poco más o menos, y era sinduda inferior a mí en muchas cosas, me consideraba demasiado joven,según decía, para apreciar las cuestiones de conducta que se agitaban ensu alma.

A duras penas podía yo aceptar la primera palabra delpropósito que pretendía mantener hasta alcanzar la plena satisfaccióndel amor propio o de su placer. Le veía siempre tan tranquilo, tansereno, tan dispuesto a todo, con su fisonomía amable, de rasgos un pocofríos, la mirada impertinente para todos los que no eran sus amigos, yaquella sonrisa rápida y seductora de la cual sabía hacer oportunamentetan pronto una caricia como un arma ofensiva. No estaba triste nisiquiera preocupado ni aun en los momentos en que, según confesiónpropia, su imperturbable confianza había sufrido un poco. El despecho nose manifestaba en él más que por una especie de irritabilidad más aguda,y no hacía más, por decir así, que añadir un resorte de temple más secoa su audacia.

—Si te parece que voy a sufrir, te equivocas—me decía algún tiempodespués en uno de esos momentos de breve vacilación en los cualesparecía complacerse en dar a sus palabras una expresión de hostilidadmalvada.—Si un día llega a amarme, más tarde o más temprano, esto deahora no es nada. Si no...

—¿Si no?...—repetí yo.

No contestó; como si hubiera querido cortar algo hendiendo el aire hizogirar silbando alrededor de su cabeza un fino junco que llevaba en lamano. Luego, continuó fustigando en el vacío con vehemencia extrema yañadió:

—¡Si pudiera leer en sus ojos un sí o un no!... Jamás he visto otros nimás atormentadores ni más bellos, excepto los de mis dos primas que nome dicen nada.

Otros días, cualquier incidente halagüeño le volvía a su ser. Se tornabasensible, notábase que estaba agitado y se mostraba ligeramenteentusiasta, con mucha más naturalidad. Ponía cierta dulzura en susgestos y en sus palabras y, aunque reservado como siempre, mucho me dabaa entender respecto de sus esperanzas.

—¿Estás bien seguro de que la amas?—le pregunté por fin, tanto meparecía esa condición primordial aunque dudosa para que se mostraraexigente.

Oliverio me miró fijamente y como si mi pregunta le pareciese el colmode la imbecilidad o de la locura, soltó una carcajada tan insolente queme quitó las ganas de continuar.

La ausencia de Magdalena duró el tiempo convenido. Algunos días antes desu regreso, pensando en ella—y eso me sucedía cada minuto,—recapitulélos cambios que se habían operado en mi ánimo y me quedé estupefacto. Elcorazón lleno de secretos, el espíritu conmovido por atrevidos impulsos,el ánimo cargado de experiencia antes de haber conocido nada, mereconocí absolutamente diverso de como era cuando de mí se habíaseparado ella. Me persuadí de que aquello me serviría para aminorar otrotanto la curiosa sumisión a que había estado sujeto, y aquel leve tintede corrupción difundido en todos mis sentimientos perfectamente cándidosantes, me prestó un algo semejante a la desvergüenza, mejor dicho, lasuficiente bravura para correr al encuentro de Magdalena sin temblardemasiado.

Llegó ella a fines de julio. Desde muy lejos percibí el ruido de loscascabeles de los caballos, y vi acercarse encuadrada en la verdecortina que formaban los setos vivos, la silla de posta, blanca depolvo, que cruzó el jardín y se detuvo delante del portal. Lo primeroque impresionó mis ojos fue el velo azul de Magdalena que flotaba detrásde la portezuela del carruaje. Bajó ligera y se abrazó a Oliverio. Alcontacto de sus pequeñas manos que estrechaban las mías con fraternalcordialidad la realidad de mis ensueños renació; luego, apoyándose en elbrazo de Oliverio y en el mío con la familiaridad propia de una hermana,con igual presión sobre el uno que sobre el otro y derramando sobreambos, como un verdadero rayo de sol la límpida luz de su mirada directay franca, como quien siente un poco de cansancio subió las escaleras delsalón.

La velada estuvo saturada de efusión. ¡Tenía Magdalena tantas cosas quereferirnos! Había contemplado hermosos paisajes, había admirado todaclase de novedades, de costumbres, de ideas, de trajes. Hablabarevelando el desorden en la memoria abarrotada de recuerdos tumultuososcon la volubilidad de un alma impaciente por referir en algunos minutosuna multitud de adquisiciones hechas en dos meses. De cuando en cuandose interrumpía, para tomar aliento, como si todavía hubiese de subir ybajar muchos escalones de la montaña por donde su relación nos conducía.Se pasaba la mano por la frente, por los ojos, mesaba hacia atrás de lassienes los rizos de la espesa cabellera un poco erizada por el polvo delviaje. Hubiérase dicho que aquellas actitudes semejantes a las de unapersona que marcha y tiene calor, refrescaban su memoria. Buscaba unnombre, una fecha, perdía y recobraba sin cesar el hilo enredado de unitinerario y se reía a carcajadas cuando la confusión de su relato eratan grande que se veía obligada a pedir ayuda a la clara y firme memoriade Julia. Exhalaba vida, el goce de enseñar, las curiosidadessatisfechas. A pesar de estar rendida por el largo viaje en coche,conservaba todavía la costumbre del repetido cambio rápido de lugar quela hacía levantarse a cada momento, accionar, mudar de asiento, lanzaruna ojeada de bienvenida

tan

pronto

al

jardín

como

a

los

muebles,reconociéndolo todo y acariciándolo. Luego fijaba atentamente los ojosen Oliverio y en mí como para estar bien segura de reconocernos yconstatar mejor su regreso y su presencia entre nosotros; pero sea quenos encontrara un poco cambiados al uno y al otro, sea que dos meses deseparación y la vista de tantas cosas nuevas la hubiesen deshabituado delas nuestras notaba yo en su fisonomía cierta expresión de vagasorpresa.

—Y bien—le dijo Oliverio,—¿nos reconoces?

—No del todo—replicó ella ingenuamente.—Cuando estaba lejos devosotros os veía de otra manera.

Yo estaba como clavado en mi asiento. La miraba, la escuchaba y pormucho que ella notara en nosotros un cambio, el que yo advertía en ellaera aún más efectivo y sin duda más completo, ya que no más profundo.

Estaba más morena. Su tez, reanimada por suave tono rosado, traía de lascaminatas al aire libre como un reflejo de luz y de calor que lo doraba.Tenía la mirada más rápida y la cara un poco más delgada, las pupilascomo manchadas por el esfuerzo de una vida muy activa y la costumbre deabarcar dilatados horizontes.

Su decir siempre acariciador y notado porel uso de expresiones tiernas había adquirido yo no sé qué nuevaplenitud que le prestaba acentos más enérgicos. Andaba con más soltura,su pie mismo se había achicado ejercitándose en largas excursiones pordifíciles senderos. Toda su persona parecía haber disminuido el volumentomando aspecto más firme y más preciso; y el vestido

de

viaje,

quesabía

llevarlo

maravillosamente,

completaba la fina y robustametamorfosis.

Era la misma Magdalena, embellecida, transformada por la independencia,por el placer, por los mil accidentes de una existencia imprevista, porel ejercicio de todas las fuerzas, por el contacto con elementos másactivos, por el espectáculo de una naturaleza grandiosa. Era la mismajuventud de una criatura selecta, con algo más nervioso, más elegante,más definido, que señalaba un progreso en la belleza y un paso decididoen la vida.

No recuerdo bien si entonces me di exacta cuenta de todo lo que ahoradigo; pero lo que sé de cierto es que adiviné la superioridad más y másdeterminada de ella sobre mí porque en aquel momento medí con absolutacerteza y con una emoción que nunca había experimentado, la enormedistancia que separa a una joven que frisa en los diez y ocho años, deun estudiante que apenas cuenta diez y siete.

Además un indicio más positivo todavía debiera haberme abierto los ojosaquella misma noche.

Entre los bultos del equipaje había un admirable rododendro, arrancadode raíz en torno de las cuales una mano previsora había rodeado puñadosde helecho y de plantas alpinas, todavía chorreando el agua de lasmontañas. Aquella planta, traída de tan lejos y por la cual demostrabaespecial interés el padre de Magdalena, decía ella que le había sidoenviada en recuerdo de una expedición al pico de *** por un compañero deviaje a quien se atribuía vagamente mucha amabilidad, mucha cultura yprevisión y muchas consideraciones respecto al señor D'Orsel.

Cuando Julia deshacía las envolturas se deslizó una tarjeta que Oliveriovio caer y de la cual se apoderó rápidamente; después de darle dos otres vueltas como si tratara de apreciar los detalles fisonómicos, pordecir así, de aquella blanca cartulina, leyó en voz alta: El condeAlfredo de Nièvres.

Nadie se dio por entendido de aquel nombre que resonó secamente en mediode un silencio absoluto y resuelto.

Magdalena aparentó no haber oído;Julia ni siquiera pestañeó; Oliverio calló; el señor D'Orsel tomó latarjeta y la desgarró sin decir palabra. En cuanto a mí, el másinteresado en precisar los más insignificantes detalles de aquel viaje,¿qué le diré a usted?

Tenía necesidad de sentirme dichoso, y en eso secifra el enigma de muchas cegueras menos explicables aún que la mía.

Entre Magdalena casi mujer y el adolescente apenas emancipado que voyretratando, entre sus brillantes años y los míos, había mil obstáculosconocidos o desconocidos, patentes u ocultos, nacidos o por nacer. Sinembargo, yo me obstinaba en no ver ninguno. Había echado mucho de menosa Magdalena, la había deseado, esperado, y ya usted habrá adivinado quedespués de su partida había cien veces maldecido el censurable espíritude rebelión que me revolvía contra la más envidiable, la más dulce, lamenos calculada de las servidumbres. Volvía al fin tan afectuosa que meencantaba, seductora hasta el punto de maravillarme; la poesía; y comoles sucede a quienes un exceso de luz les perturba la vista, nadaadvertía yo más allá del confuso deslumbramiento que me enceguecía.

Gracias a la ausencia de razonamiento, mejor dicho, a mi ceguera, mesumergí en los meses siguientes como si hubiera entrado en lo infinito.Figúrese usted una primavera, rápida y muy calurosa, llena de rientesamores, de impulsos generosos, de imprevisiones, de alegrías perfectas.Tan enérgica fue mi expansión como cobarde había sido el replegamientosobre mí mismo antes de aquella súbita floración que me sorprendía en elembotamiento propio de la verdadera infancia. No preguntaba si me erapermitido ofrecerme, me daba sin reservas con efusiones en las cualesponía cuanto en mí había de sinceridad inteligente, lo mejor de mi sermoral, sobre todo lo más inflamable. No me considero capaz de pintar conexactitud aquel breve momento de desinterés total, que bien puede servirde excusa a muchos accesos de egoísmo, en que luego caí, y durante elcual mi existencia purísima, saturada de buenas intenciones, ardió porentero a modo de ofrenda y llameó a los pies de Magdalena como fuegosagrado ante un altar.

Recobramos las antiguas costumbres. Era el mismo cuadro de antesembellecido por el prodigioso brillo de una nueva vida.

Causábameasombro encontrarlo todo tan incomparable y que una sola influenciahubiera tenido el poder de cambiar el aspecto de las cosas hasta elextremo de rejuvenecer tantas decrepitudes y reemplazar aspectos tanmorosos por semejantes alegrías. Las noches eran cortas, las tardescalurosas. Ya no nos reuníamos en el salón; se velaba bajo los árbolesdel jardín del señor D'Orsel o en pleno campo sobre los linderos de losprados húmedos.

Muchas veces daba yo el brazo a Magdalena durante laslentas caminatas realizadas en grupo. Las personas mayores nos seguían.Llegaba la noche y hacía descender sobre nosotros el silencio, enaquellas horas en que se habla menos y en voz muy baja. La ciudadcerraba el horizonte con sus graves siluetas, el tañido de las campanasy el de las sonerías de los góticos relojes de torre acompañabanaquellos paseos alemanes en los que yo no era Werther, aunque creo queMagdalena valía una Carlota, porque jamás le hablé de Klopstock y sialguna vez mi mano se posó en la suya fue siempre obedeciendo a unimpulso fraternal.

Por las noches continuaba escribiendo con furor, porque nada hacía yo amedias. Me parecía a veces—tal era el cúmulo de ilusiones que sereunían en mi cabeza,—que estaba a punto de dar a luz alguna obramaestra. Obedecía a una fuerza ajena a mi voluntad como todas las que meposeían. Si con los recuerdos de aquella época hubiese conservado la másleve de las ignorancias que la hicieron tan bella y tan estéril, diríaque aquella facultad singular, siempre dominadora y jamás sumisa,desigual, indisciplinable, llegando en cierto momento y alejándose comohabía venido, asemejaba a lo que los poetas llaman inspiración ypersonifican en su Musa. Era imperiosa e infiel, dos rasgos salientesque me hicieron tomarla por la inspiradora ordinariamente de losespíritus dotados. Pero un día, más adelante, comprendí que la visitanteque me causó tantas alegrías primero y luego tanta decepción, no teníanada de lo característico de la Musa sino mucha inconstancia y muchacrueldad.

Esta doble vida de fiebre del corazón, de fiebre del espíritu, hacían demí un ser muy equívoco. Notábalo yo. Había en ella más de un peligro quetraté de conjurar y creí llegado el momento de desembarazarme de unsecreto sin valor para poner a salvo otro más precioso.

—Es singular...—me dijo Oliverio.—¿A dónde te conducirá eso? Despuésde todo, tienes razón si ese trabajo te divierte.

Breve respuesta que encerraba no poco desdén y quizás mucho asombro.

En medio de estas distracciones mis estudios iban bastante bien.Continuaba

obteniendo

éxitos

que

despreciaba

comparándolos con lagrandeza de los sentimientos que hacían que fuese un hombre pequeño y,según mi juicio, un corazón tan grande. De tarde en tarde recibía delejos un impulso que me obligaba a considerar aquellos éxitos menosdesdeñables. Desde el día que nos separamos, Agustín no me habíaolvidado. En cuanto

lo

permitía

la

distancia

que

nos

separaba

continuabaprocurándome las enseñanzas que habían comenzado en Trembles. Con lasuperioridad que le prestaba la experiencia de la vida abordada por loslados más dificultosos, en el más grande de los escenarios, y según elprogreso moral que suponía en su discípulo, había elevado poco a poco eltono de sus consejos. Sus lecciones se convertían ya casi enconversaciones de hombre a hombre. Me hablaba poco de él mismo y sólo entérminos vagos para decirme que trabajaba, que hallaba grandesobstáculos, pero que esperaba llegar a buen término.

Algunas veces unarápida descripción, bosquejo del mundo en que vivía, de los hechos, delas ambiciones que le rodeaban, seguía a la expresión de los buenosánimos que tenía para luchar, como para experimentarme con tiempo yprepararme a las enseñanzas que más tarde debía sacar de las másbrutales realidades. Se preocupaba de lo que yo pensaba, de lo que hacíay sin cesar me preguntaba qué era lo que en fin había resuelto emprenderdespués que saliera de mi provincia.

«He sabido—me decía,—que es usted el primero de la clase.

Está muybien. Pero no se envanezca por semejantes ventajas. La emulación en elcolegio es la forma ingenua de una ambición que usted conocerá mástarde. Acostúmbrese a permanecer en primera línea para que nunca sesienta satisfecho de usted mismo si llegase a ocupar tan sólo lasegunda en lo sucesivo. Sobre todo no equivoque el móvil de su esfuerzo,no confunda el orgullo con la modesta apreciación de lo que puede hacer.No le preocupe nunca, sobre todo en el orden moral, más que la extremaaltura del objeto y la necesidad de acercarse a él lo más posible; esole prestará a usted mucha humildad y mucha fortaleza. La imposibilidadcasi general, de alcanzar lo extremo de ciertos ensueños hará queconsidere estimable y digno de piedad, el esfuerzo que cualquier hombrede buena fe intente hacia la perfección. Si se siente más cerca que él,calcule de nuevo lo que le queda por hacer y los acobardamientos valdránmás, desde el punto de vista moral, que no las vanidades.»

Permítame que le muestre algunos extractos de cartas de Agustín ysuponiendo mis contestaciones le será fácil comprender el espíritugeneral de nuestra correspondencia y verá usted más exactamente cuáleseran entonces su vida y la mía.

«París 18...

»¡Diez y ocho meses hace ya que estoy aquí! Sí, mi querido Domingo, diezy ocho meses han transcurrido desde que nos separamos en aquella pequeñaplaza diciendo hasta la vista.

Veinticuatro horas después, cada uno denosotros pusimos manos a la obra. Deseole, mi querido amigo, que estémás satisfecho de sí mismo que yo lo estoy de mí. La vida sólo es fácilpara quienes la espigan sin penetrarla. Para ésos París es el lugar delmundo en donde más cómodamente se puede tener la creencia de que seexiste. Basta dejarse arrastrar por la corriente como un nadador en unamasa de agua pesada y rápida; se flota en ella, y no se ahoga uno. Veráusted eso algún día y será testigo de muchos éxitos debidos tan sólo ala ligereza de los caracteres y de muchas catástrofes que no se habríanpadecido con

diferente

peso

en

las

convicciones.

Es

bueno

familiarizarsedesde temprano con el espectáculo verdadero de las causas y de losefectos. No sé qué ideas tiene usted de todo esto, si es que las tiene.En todo caso es poco probable que sean precisas y lo más triste del casoes que tiene usted razón. El mundo debía ser en todo semejante a lo queusted imagina. ¡Si usted supiera cuán diferente es! Mientras no puedajuzgarlo por sí mismo, habitúese a estas dos ideas: que hay verdades yexisten hombres. Jamás cambie usted respecto del sentimiento nativo quetiene usted tocante a las unas; y cuanto a los otros espere que llegueel día en que los conozca.

«Escríbame con más frecuencia. No me diga que ya conozco su vida y queno tiene nada que referirme. A los años que usted tiene y en un almacomo la suya cada día hay algo nuevo.

¿Recuerda la época en que medíausted las hojas que nacían y me comunicaba el número de líneas quehabían crecido bajo la acción de una noche de escarcha o un día de solfuerte? Pues lo mismo sucede con los instantes de un mozo de su edad. Nose asombre de ese desenvolvimiento rápido que, conociéndole a usted,imagino que ha de sorprenderle y acaso asustarle. Deje actuar fuerzasque tratándose de usted no tienen nada de peligrosas; hábleme para quele conozca, permítame verle tal cual es y a mí vez le diré a ustedcuánto ha crecido. Sobre todo sea ingenuo en sus sensaciones. ¿Acasotiene necesidad de estudiarlas?

¿No

es

bastante

sentirse

emocionado?

Lasensibilidad es un don admirable; en el orden de las creaciones queusted debe producir puede llegar a ser una fuerza extraordinaria, perocon una condición: que no la revuelva usted contra sí mismo. Si de unafacultad creadora eminentemente espontánea y sutil,