Espasmo by Federico De Roberto - HTML preview

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BIBLIOTECA DE «LA NACION»

FEDERICO DI ROBERTO

———

E S PA S M O

BUENOS AIRES

1909

INDICE

———

I.—El hecho

II.—Las primeras indagaciones

III.—Los recuerdos de Roberto Vérod

IV.—Historia de una alma

V.—Duelo

VI.—La investigación

VII.—La confesión

VIII.—La carta

IX.—Espasmo

Para hacer conocer la literatura romántica italiana, en sus elementosmás modernos y en sus tendencias más recientes, difícilmente podríamoshaber encontrado algo más a propósito que un autor como Federico diRoberto y un libro como Espasmo.

Federico di Roberto tendrá ahora treinta y seis años. Es siciliano, comoVerga, el autor de Cavalleria rusticana, con el cual su talentoliterario presenta algún parecido. Como Verga, también es un realista,de un realismo que ostenta el color luminoso de la isla nativa. Susnovelas son de una gran intensidad

dramática—aun

cuando

conservan

ensus

lineamientos una elegancia impecable,—algo de aristocrático en laconcepción y en la forma, que se revela en todas sus páginas y quecaracterizan al joven escritor de una manera feliz. Con Arabeseos eHistorias breves inició brillantemente su carrera literaria, en la que,a pesar de estar en sus comienzos, ha logrado éxitos de resonancia con I Viceré y con este Espasmo que hoy ofrecemos a los lectoresargentinos, y cuya traducción directa del idioma en que fue escritomereció de nuestra parte especial cuidado.

En el drama que se desarrolla en este libro intervienen pasionesintensas y opuestas. Su ambiente es una ciudad de Suiza; el drama sedesarrolla entre refugiados nihilistas, y es la lucha ardiente del deberimpuesto por la fe política contra una pasión violenta y arrebatadora.Sobre tal contraste, que da lugar a escenas emocionantes y en que semueven personajes intensamente humanos, se funda el argumento de estanovela, acerca de la cual no diremos nada más para no malograr laconmoción honda y sincera que ella produce en el ánimo del lector.

Como se podrá notar fácilmente, Federico di Roberto representa en lamoderna literatura de Italia una nota nueva para nosotros,diferenciándose

completamente

de

D'Annunzio,

Fogazzaro y D'Amicis, queson los novelistas italianos más conocidos en el exterior. Y, al leer Espasmo, estamos seguros de que los lectores de buen gusto nos tendránen cuenta el haberles hecho conocer un vigoroso talento que encarna,puede decirse, la nueva forma de la literatura romántica italiana enesta época.

E S PA S M O

I

EL HECHO

Todos los que pasaron el otoño de 1894 en las orillas del lago deGinebra, recuerdan sin duda todavía el trágico suceso de Ouchy, queprodujo tanta impresión y proporcionó tan abundante alimento a lacuriosidad, no sólo de las colonias de gente en vacaciones esparcidas entodas las estaciones del lago, sino también del gran públicocosmopolita, al que los diarios lo refirieron.

El 5 de octubre, pocos minutos antes de mediodía, el estampido de unarma de fuego y gritos confusos salidos de la villa Cyclamens, situadaen mitad del camino de Lausana a Ouchy, interrumpieron violentamente lahabitual tranquilidad del lugar y atrajeron a los vecinos y transeúntes.La villa Cyclamens estaba alquilada a una señora milanesa, la Condesad'Arda, que la ocupaba todos los años, de junio a noviembre. La amistadde la Condesa con el Príncipe Alejo Zakunine, revolucionario ruso quehabía sido condenado primero en su país, expulsado en seguida de todoslos Estados de Europa y refugiado últimamente en el territorio de laConfederación, era conocida desde tiempo atrás.

Los dos amantes se encontraban en la villa el día de la tragedia; y losgritos, del mismo Príncipe Zakunine, junto con la detonación del arma,hicieron acudir a los sirvientes despavoridos, a cuyos ojos apareció untremendo espectáculo: la Condesa yacía exánime al pie de la cama, lasien derecha perforada por un proyectil, y un revólver cerca de su mano.Y

por más que la vista de la muerte, de la muerte repentina y violenta,sea tal que ninguna otra la aventaje en horror, la presencia de esecadáver no era, sin embargo, lo que producía una emoción más fuerte,sino el aspecto del sobreviviente.

Semejante a una pálida azalea cruzadapor rayas rojas, el frío rostro de la infeliz, manchado parcialmente desangre, tenía el color de la cera, pero nada en él revelaba lascontracciones de la agonía: por el contrario, una serena confianza yalgo como una sonrisa todavía viviente le animaban; Levemente apartadoslos violáceos labios, detrás de los cuales asomaba apenas la perladalínea de los dientes; abiertos los párpados, las pupilas vueltas haciael cielo, la muerta parecía estar en éxtasis, como si aún no hubieseabandonado la existencia del todo, deseosa de poder atestiguar que fuerade la vida humana, en el silencio y en la sombra, había por fin halladoel bienestar y la alegría. Lívido, desencajadas las facciones, loscabellos en desorden sobre la frente empapada en sudor glacial, loca lamirada, temblorosos los labios, las manos, todo el cuerpo, como sifuera presa de la fiebre, el Príncipe Alejo infundía pavor. Después dehaber pedido auxilio con voz ronca y a gritos, se había arrodilladojunto al cadáver y lo abrazaba, ensangrentándose todo, y de su convulsaboca no salían más que dos palabras breves y monótonas:

—¡Se acabó!... ¡Se acabó!...

En aquellas palabras, en el desgarrado acento con que las repetía, habíaun desconsuelo, una amargura, una desesperación tan grande, que lamuerta no parecía ya merecer tanta compasión como el vivo, como aquelhombre inconsolable, abrumado por el dolor, que parecía, él también,próximo a perder el aliento. Y a ratos, cuando sus manos se cansaban deacariciar las manos, los cabellos, las ropas de la muerta, se lasllevaba al cuello con ademán violento, cual si quisiera estrangularse:entonces los criados, todas las personas que habían acudido, trataban deconsolarle, de arrancarle a ese espectáculo cruel; pero él, con ímpetusalvaje, rechazaba a todos lejos de sí, extendía los brazos, se paraba,y después de recorrer con paso inseguro, cual si estuviera ebrio, elcuarto mortuorio, volvía a desplomarse junto al cadáver.

La villa estaba abierta para todos; nadie pensaba en impedirles suacceso. De la cercana Casa de Salud había acudido prontamente el doctorBérard, quien sólo había podido comprobar la muerte instantánea. Lanoticia se iba propagando rápidamente entre la colonia de extranjeros, ylos curiosos afluían a la villa, en especial los que conocían a laCondesa y al Príncipe; pero ninguno podía obtener noticias de loacontecido, a no ser de los sirvientes. Zakunine parecía sordo y ciego,no reconocía a las personas que se le acercaban, que intentabanestrecharle la mano, ni oía las palabras de pésame, las frases dedolorida simpatía que le dirigían.

Tampoco las respuestas de los criados arrojaban mucha luz sobre elsuceso. Refiriéndose solamente a las circunstancias exteriores de lacatástrofe, contaban todos que el Príncipe había vuelto a la villa dosdías antes, después de una ausencia de algunas semanas; que la señora sehabía levantado esa mañana más temprano que de costumbre y habíapermanecido como una hora en el terrado, mientras su compañero trabajabaen el escritorio, con una dama que había llegado como a las nueve; queantes del almuerzo la Condesa había enviado a la ciudad, con unosencargos, a Julia, la doncella italiana que tenía desde hacía largotiempo; que, cuando ya iba el almuerzo a ser servido, el disparo habíahecho estremecer a todos: que del segundo piso, donde estaban lashabitaciones de los patrones, se había lanzado el Príncipe al piso bajocomo un loco, pidiendo que se llamara a un médico, y que todos habíansubido precipitadamente al cuarto de la Condesa, donde la extranjera,después de intentar en vano socorrer a aquélla, había tratado,igualmente en vano, consolar al desesperado Príncipe.

En medio de la confusión pocos habían notado la presencia de laextranjera. Era ésta una joven de veinte años apenas; cabellos de unrubio azafranado, cortos, peinados como los de un hombre; ojos claros ymirada fría; estatura más bien pequeña: estaba vestida de negro de piesa cabeza. Se mantenía derecha e inmóvil en el ángulo de una ventana, losbrazos cruzados, la cabeza inclinada, y casi no se daba cuenta de lacuriosidad que su presencia comenzaba a excitar.

En el círculo que formaban los más curiosos de los presentes, estaba laBaronesa de Börne, dama austriaca, gruesa y de baja estatura, la únicade su sexo que había acudido a la villa, y que miraba fijamente a laextranjera, abrumando al mismo tiempo con sus preguntas a los criados,quienes no sabiendo qué contestar se mezclaban en los grupos a comentarlo ocurrido.

—¡Pobre

mujer!...

¡Pobre

amiga!...—exclamaba

la

Baronesa.—Pero ¿porqué?... ¿Cómo ha podido?... ¿Y no ha escrito nada? ¿No han encontradoalgo dejado por ella?... Tiene que haber algo... buscando... ¿Murió enel instante?... Sufría, es cierto; ¡pero no tanto que no pudieraresistir!... Era fuerte, una mujer muy fuerte, a pesar de su cuerpecitotenue y delicado...

Los dolores morales...

Y en voz más baja, dirigiendo la palabra a un joven inglés de bigotescolorados, ojos azules y frente calva, le insinuó:

—¿Cree usted que fuera feliz?

El interrogado respondió con un ademán ambiguo, que tanto podíasignificar asentimiento como duda o ignorancia.

—¡Y ese pobre Príncipe!...—continuó la Baronesa, siempre mirando porlo bajo, continuamente, a la extranjera.—Es un dolor verle sufrirasí... Sería necesario que alguien le persuadiera de que sealejara...—Y estas palabras iban encaminadas directamente a la jovendesconocida; pero como ésta no contestara, la Baronesa propuso:—¿Porqué no ponen por lo menos el cadáver sobre la cama?

Hablaba desde el grupo formado en torno del cadáver, y, al ver que loscircunstantes, aprobaban sus observaciones, pidió y obtuvo que ladejaran pasar. Entonces se acercó al Príncipe, que estaba en ese momentoapoyado contra la cama, los brazos colgando, contraídas las manos y losextraviados ojos todavía vueltos hacia la muerta.

—No podemos dejarla así... deseamos ponerla sobre la cama...

¿Quiereusted?

Pero él no contestó, ni pareció siquiera haber oído, y al ponerle laBaronesa una mano en el hombro, tembló como sacudido por una corrientemagnética: su mirada extraviada, perdida, desconsolada expresaba unaangustia tan pavorosa, que la locuaz señora se encontró por un momentocon que le faltaban las palabras.

—¡Qué desgracia!... ¡Qué dolor!...—dijo turbada.—¡Pero hay, sinembargo, que tener fuerza suficiente para resignarse al destino!...Doctor—agregó, volviéndose hacia Bérard, que se acercaba en ese momentoal Príncipe.—Desearíamos retirar de allí el cadáver... ¡Me figuro aratos que la pobrecilla sufre en el suelo!... Y a toda esta gente, ¿nose la podría pedir que se alejara?

—Sí... cierto...—contestó el doctor vacilante y sin saber quéhacer.—Pero antes de resolver nada, hay que esperar la llegada de losmagistrados...

—¿Se les ha avisado?

—Aquí llegan.

Efectivamente, el murmullo de las voces acababa de extinguirse en lasala contigua, y en ese instante entraba el juez de paz del circuitoLausana, el comisario de policía, un médico y dos gendarmes.

Lo primero que hizo el juez fue ordenar que se alejara a los indiscretosdel cuarto mortuorio y de la sala, y cumplida esta orden, los gendarmesse colocaron en la puerta que comunicaba aquella sala con el otrosaloncito, para impedir que la gente volviera. Sólo quedaron con elcadáver, la extranjera, el doctor Bérard, y su colega de la policía, aquien explicaba la inutilidad de toda curación y la rapidez de lamuerte; la Baronesa de Börne, que sin que nadie se lo pidiera, informabade lo sucedido al juez; éste, el Príncipe y el comisario.

—¿A qué se atribuye su funesta resolución? ¿No había algo que lahiciese prever?—preguntó el juez; y la Baronesa, no obstante serincapaz de callarse, por esa vez se limitó a encogerse de hombros ymirar al Príncipe, para significar que éste era el único que podíacontestar.

Zakunine se pasó una mano por la frente, como si se despertara de unprofundo sueño, y dijo:

—Sí, había que preverlo... Yo he debido preverlo...

—¿Sufría mucho?

—¡Sufría tanto... tanto!...—respondió el Príncipe, con una entonaciónde tristeza tan profunda, que el mismo magistrado se sintió conmovido.

—¿Estaba enferma?—preguntó el juez al doctor, después de un brevesilencio.

—Sí: de una afección del pecho.

—¿Sabía lo que tenía?

—Sin duda. No era posible ocultarle nada. Era tan inteligente yvalerosa, que las mentiras compasivas eran inútiles con ella.

—¿No se podía tener esperanzas de salvarla?

—Su enfermedad era de aquellas sobre el desenlace de las cuales no cabeengaño, pero que mediante un régimen apropiado permiten vivir aún largosaños.

—¿Entonces no es la enfermedad lo único que la ha impulsado a matarse?

—No es lo único—repitió como un eco el Príncipe Alejo.

Muy curiosa, casi cómica, era durante aquel triste interrogatorio laactitud de la Baronesa de Börne, la cual, ya que no podía hablarapretaba los labios, movía los ojos, sacudía la cabeza, inclinaba todoel cuerpo, como si sucesivamente repitiera las preguntas del juez yconfirmara las respuestas del médico y del Príncipe, para hacer ver queella había previsto las unas y las otras, y advertir por señas quetambién ella tenía una observación que hacer. Y de vez en cuandointerrumpía:

—¡Eso es!... ¡Asimismo!... ¡Exactamente!... Y teniendo los sentimientosreligiosos que tenía...

—¿Cuáles eran?—preguntó el juez.

—Pocas mujeres he conocido de una fe tan sólida y ardiente—

contestó eldoctor.

—¿Es cierto?...—interrumpió otra vez la Baronesa.—¡Parece increíblelo grande que era su fervor! Yo tengo motivos para saberlo. No daba unpaseo sin que su término no fuera una iglesia. Sus excursionespreferidas eran en el distrito de Echallens, a Bretigny, a Assens, aVillars-le-Terroir, a causa de las iglesias católicas que encontraba porallí.

Los domingos y fiestas pasaba largas horas aquí, en San Luis,arrodillada hasta que le faltaban las fuerzas... Y esa era laobservación que yo quería hacer a usted: que es por demás increíblecómo, con tanta fe, ha podido hacer lo que ha hecho.

El Príncipe no hablaba. El temblor nervioso que al principio le sacudíaiba calmándose; la convulsa, violenta, pavorosa expresión de su rostrolívido y de sus ojos enrojecidos se iba transformando: pálido, agotado,sin fuerzas, parecía él también próximo a caer.

—¿Estaba sola cuando se mató?

—Sola.

—¿Habló usted con ella esta mañana?

—Sí; habló con ella.

—¿Estaba triste?

—Mortalmente.

—Podríamos ver si ha dejado algo escrito.

La Baronesa dio una palmada y exclamó:

—¡Eso es lo que yo he dicho desde el principio!

El comisario, a una señal del juez, se puso a buscar.

Pocos muebles había en el cuarto de la muerta. La cama, un ropero conespejo, una cómoda, un pequeño escritorio colocado contra la ventana, enplena luz, y en un ángulo una mesita de trabajo, era todo lo que formabael menaje. Sobre el escritorio había dos pilas de libros ingleses concubiertas blancas; una caja de papel de cartas; una bombonera antigua, yun saco de viaje.

En la mesita de trabajo y en el velador había máslibros. El comisario los registraba uno por uno, abría los cajones delos muebles, ninguno de los cuales estaba cerrado con llave, y despuésde echar una ojeada a los objetos de elegancia femenina de que estabanllenos, los volvía a cerrar. En el escritorio estaba lacorrespondencia de la difunta, en cajas de cartón bastante viejas y unacartera llena de valores italianos y franceses así como algunos miles depesos en monedas de oro y plata. En el fondo de la gaveta de la derechaencontró el comisario un estuche en forma de libro forrado en terciopelonegro, y cerrado con una minúscula llave: ya iba a abrirlo, cuando elPríncipe dio un paso hacia él, diciendo:

—Ese es un libro de memorias... el diario de su vida...

Por el tono en que hacía esa indicación, por la actitud de toda supersona, parecía que quisiera defender contra las miradas indiscretas elpensamiento íntimo de su pobre amiga; pero la Baronesa de Börne exclamó,aproximándose al juez, que ya había tomado de las manos del comisario ellibro extraído por éste de su negra caja:

—¡Allí precisamente se puede encontrar algo!...

También la cubierta del libro era negra, con broches de plata, como unlibro mortuorio y su sola vista expresaba la tristeza y el dolor quedebían haber amargado la vida de aquella desventurada. El juez recorriórápidamente las tapas: la letra era más bien grande, delgada, pocoacentuada, elegante y de una nitidez admirable. Casi las tres cuartaspartes del libro estaban escritas. El juez consagró su mayor atención alas últimas páginas; pero después de haber leído, dejó caer la cabeza y:

—No se entiende—dijo—no es una confesión...

Mientras tanto, el comisario continuaba sus investigaciones en unapequeña habitación contigua al cuarto de vestirse, donde otro ropero,el lavatorio y los baúles ocupaban todo el lugar disponible. Perotampoco allí encontró ninguna carta. Entonces volvió al dormitorio, loatravesó, y entró en la sala: allí el registro fue aún más breve oinútil, pues aparte del diván y los sillones, sólo había una mesa llenade menudos objetos de uso, y luego el piano, sobre el cual se veía uncuaderno con composiciones de Pessard. Ya el comisario volvía sobre suspropios pasos, cuando un ruido de voces, exclamaciones de angustia lehicieron regresar; los gendarmes, obedientes a las órdenes que habíanrecibido, impedían la entrada a una mujer vestida de obscuro, quellevaba en la cabeza el velo negro de la gente del pueblo lombardo.

—¡Ah, señor! ¡Ah, señor!...—exclamaba la mujer, juntando las manos, elflaco rostro surcado por ardientes lágrimas.—

¡Quiero verla!... ¡Verlauna vez más!... ¡Mi patrona... mi buena patrona! ¡Ah, señor, verla!...

Era Julia, que en ese momento volvía de la ciudad. Bajita y delgada,algo entrada en años, parecía anonadada por la angustia.

—Dejadla pasar—ordenó el magistrado, a quien la Baronesa explicabaque, sirvienta de la Condesa durante muchos años, esa mujer había gozadode toda su confianza.

Y cuando entró, sollozante y lacrimosa, juntas las manos, y se adelantóhacia el cadáver, el mismo estremecimiento nervioso de antes volvió asacudir el cuerpo del Príncipe; en su rostro volvieron a leerse aqueldesfallecimiento de terror, aquel pavoroso dolor, como si la vista deuna persona cara a la muerta, su presencia allí, hicieran recrudecer sutormento. Ya no miraba al cadáver sino a la desconsolada mujer, yparecía querer acercársela, juntarse con ella, como para unir losdolores de ambos, para hablarla de la muerta, para oírla hablar de ella.Todos, hombres de justicia, médicos, hasta la misma Baronesa se sentíanimpresionados por la ansiosa actitud de aquel desdichado: sólo laextranjera permanecía inmóvil y rígida, impasible y casi sin mirar anadie.

—¡Lo decía y lo ha hecho!... ¡Ha hecho lo que decía!...—

gemía la mujerjunto al cadáver.—Deseaba la muerte, la llamaba... ¡Ah, pobrecilla!...¡Ah, señores!... Y me mandó afuera, me mandó... para estar libre...¡para que no se lo leyese en la cara! ¡Ah, si hubiera estado junto aella!... ¡Cuántas veces, pobrecita, cuántas veces, rogó a Dios que lahiciera morir!... ¡Y

se ha matado!...—repetía con voz aún más afligida,como si hasta ese momento hubiera podido dudar y esperar, y de repenterecibiera la confirmación indudable de semejante desgracia. ¡Se hamatado!... ¡Está muerta! ¡Señor! ¡Señor!...

La Baronesa se pasó la mano por los ojos, suspiró y atrajo hacia supecho a la criada.

—¡Basta, basta, pobre mujer!... ¡No hay más remedio que conformarse!...¡Cálmese usted!.... ¡Basta!... Lo mejor es que diga usted a estosseñores, a la justicia, ¿adonde la mandó, a usted? ¿A qué la mandó?

—A la ciudad, a pagar unas cuentas... a comprar cosas... Yo no sémás... Parecía, cuando se levantó de la cama, como si quisiera irconmigo... después cambió de opinión, y me mandó...

—¿La dio a usted alguna carta? ¿Sabe usted si escribió alguna carta,anoche o esta mañana?

—Anoche no: esta mañana. Esta mañana escribió una carta.

—¿A quién estaba dirigida?

—A sor Ana.

—¿Quién es sor Ana?—preguntó el magistrado, que había dejadopacientemente a la verbosa señora formular el interrogatorio.

—Sor Ana Brighton, su antigua maestra inglesa.

—¿Dónde está?

—No sé. En el sobre estaba el nombre del lugar, un nombre extranjero.

—¿Usted tampoco sabe esa dirección?—preguntó el juez, volviéndosehacia el Príncipe Alejo.

—La ignoro, pero...

Su ansiedad parecía ir calmándose. Ya iba a decir algo, cuando se volvióa oír en el fondo de la sala a los agentes de policía que impedían laentrada a alguien. Pero esa vez la inesperada persona no se lamentaba,no lloraba; con voz vibrante, irritada y casi imperiosa, decía:

—¡Déjenme pasar!... ¡necesito entrar, les digo!...

Al mismo tiempo que el comisario iba a ver quién era, Bérard y laBaronesa de Börne se acercaban a la puerta.

—¡Vérod!—exclamó la Baronesa al ver a un joven alto, corpulento, decabellos negros y bigote rubio, que decidido a forzar la consigna, entróa prisa cuando los guardias, a una seña de su superior, se hicieron a unlado. Pero después de haber realizado su intento y avanzar rápidamentelos primeros pasos, el recién venido pareció de pronto titubear,vacilante: la irritación que le encendía el rostro fue cediendo ante laconfusión y la angustia. Al llegar al umbral y ver al cadáver se llevóuna mano al corazón, se recostó contra el marco de la puerta,intensamente pálido, a punto casi de desmayarse.

—¡Nuestra pobre amiga!—exclamó otra vez la Baronesa, tendiéndole ladiestra, cual si quisiera confortarle, infundirle valor.—¡Quién lohabría dicho!... ¿No parece un sueño?...

¡Pobre, pobre amiga!... Matarseasí...

Pero el joven se repuso, y avanzando un paso más dijo con fuerte voz:

—No.

Un movimiento de inquietud y estupor pasó por entre los presentes.

—¿Qué dice usted?—preguntó el juez, acercándose a Vérod y mirándolefijamente en los ojos.

—Digo que esta señora no se ha matado. Digo que ha sido asesinada.

Su voz resonaba de manera extraña, parecía que hablara en un lugarvacío, tan glacial era el silencio que reinaba en torno suyo, tansuspensos y sorprendidos se encontraban los ánimos de todos lospresentes. El Príncipe Alejo, erguido, inmóvil, alta la frente, mirabatambién fijamente a su inesperado acusador.

—¿Cómo puede usted asegurarlo?—preguntó aún el juez.

—Lo sé.

—¿Cuáles son las pruebas que tiene usted?

—Ninguna prueba material. Todas las certidumbres morales.

—¿Quién cree usted que la ha muerto?

El joven extendió el brazo, señaló con el índice al Príncipe y laextranjera, y dijo:

Todos los presentes volvieron las atónitas miradas hacia los acusados.

En el primer momento la fisonomía del Príncipe Zakunine habíapermanecido sin expresión; parecía que éste no hubiera oído, o que nohubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga e irónica contracciónde los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de prontohundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa, revelaronla sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión,que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo. En cuanto a ladesconocida, seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando alacusador, sin que su rostro de estatua despertara desdén ni estupor.

Antes de decir nada contra alguien—repuso el juez en tono deamonestación—es preciso estar cierto de lo que se dice.

—Si no estuviera cierto no habría hablado.

—¿Qué interés puede haber armado el brazo de estas personas?

El joven rompió a hablar con una violencia que en vano trataba decontener.

—La maldad del alma de uno y otro, el placer salvaje de hacer mal, dedestruir una vida, de derramar sangre. La voluptuosidad de poner fin conla muerte al largo martirio que han infligido a esa infeliz.

La voz le temblaba, sus manos también estaban trémulas, sus ojos estabanpreñados de lágrimas. Pero a la emoción que aquellas palabras habíanproducido en los circunstantes, sucedió de improviso otro sentimiento deverdadero pavor, cuando el Príncipe, acercándose a su acusador, elpuño tendido, las facciones contraídas, clavó en él una mirada dura,rencorosa, y le apostrofó así:

—¡Loco! ¿Qué dices?

Los dos hombres se miraron cara a cara. Aceros afilados y agudos, acerosque despedían centellas eran las miradas de ambos. Parecían querer uno yotro penetrar con ellas hasta el alma.

El juez y el comisario se vieron obligados a interponerse.