En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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En peores me he visto y sabe el cielo si enpeores no me veré aún. Almorcemos. Paso sobre el menú por decoro. ¿Yahora?

Son las 12 del día, ¿qué hacer? El distinguido señor Céspedes,cónsul argentino en Colón, que está allí labrando su fortuna con unheroísmo incomparable, se encuentra, por mi desgracia, en cama. ¿Quéhacer? ¿Visitar la ciudad? Veinte minutos y c'est fait. Barro y casasde madera; nada. Ponerme a leer... ¿en mi cuarto? ¡Prefiero la muerte! Yaquí me tienen ustedes, tal como lo oyen, instalado en una mesa delbar-room de mi hotel, con un cocktail pro forma, por delante,estudiando, durante seis horas consecutivas, a los marineros que jugabanal billar y a los numerosos parroquianos del mostrador. Uno de ellos, uncapitán mercante yanqui, entró a la una, ligeramente punteado y seabsorbió medio vaso de una bebida que tenía que rodear los bordes deazúcar quemada para evitar el contacto de los labios. Durante cuatrohoras, el yanqui entró regularmente cada veinte minutos y se ingurgitóuna dosis de idénticas proporciones. Bajo el insoportable calor del díay en la lucha con los vapores internos que estaban a punto de hacerleestallar, los ojos del yanqui saltaban rojos... A las cuatro de la tardocayó ebrio, muerto; dos marineros lo arrastraron a un rincón y allíquedó.

En una de las esquinas de la pieza, ocupando a lo sumo un espacio demetro y medio cuadrado, un joven suizo había instalado su vidriera y sumesita de relojero. Lo tenía frente a mí; durante media hora frotó conuna gamuza un resorte de reloj; luego dejó caer la cabeza entre lasmanos, y cuando al final del día lo observé (¡no había llegado un solocliente!) vi correr dos grandes lágrimas por sus mejillas. Más de unavez tuve el impulso de ir a conversar con el pobre relojero; pero a mivez, estaba tan nervioso e irascible, que acabé por fastidiarme hastadel infeliz que tenía delante.

Los que no han viajado o los que sólo lo han hecho en los grandescentros europeos, no pueden darse cuenta exacta de una situación deánimo como aquella en que me encontraba. El espíritu se forma la quimerade que es imposible salir de ella, que ese martirio se va a prolongarindefinidamente. A cada instante, y para cobrar valor, es necesarioechar mano a la cartera (nunca la he cuidado como allí), decirse que haymedios para partir en cualquier momento, que los vapores esperan, y enfin, que, si uno se encuentra en ese centro, es por un acto libro ypremeditado de la voluntad.

Por fin vino la noche, y cuando la recuerdo, declaro que siento una vivasatisfacción por haber contemplado ese cuadro único y característico. Hedicho ya que Colón se compone casi en su totalidad de una sola calle,pero he olvidado mencionar que a lo largo de la misma corre una especiede recoba para proteger las entradas contra las lluvias frecuentes. Mepaseaba bajo ella al caer las primeras sombras y me llamó la atenciónque delante de cada hotel, de cada bar-room, de cada puerta, unindividuo sacaba una pequeña mesa de tijera, se instalaba ante ella,encendía un farol, arreglaba en un semicírculo artístico algunas docenasde pesos fuertes en plata, y comenzaba a batir con estruendo un enormecuerno provisto de dados. De los buques amarrados a la orilla, una vezque dieron las siete, empezó

a

salir

una

nube

de

marineros

y

oficiales,contramaestres, etc., que pronto obstruyeron la vía, formando gruposcompactos delante de cada mesa. Como si un soplo hubiera animado elbarro y formado con él cuerpos de mujeres, brotaron del suelo en uninstante centenares de negras, mulatas, cuarteronas lívidas, descalzasen su mayor parte, ebrias, inmundas, que a su vez, atraídas por lafascinación del juego, se agolpaban alrededor de las mesas, rechinabanlos dientes cuando perdían y saltaban a los marineros tambaleantes,pidiéndoles, en un idioma que no era inglés ni francés, ni español, ninada conocido, una de esas monedas de a real que los americanos llaman a dime.

Los bar-rooms estaban llenos; no se oía más que la voz ronca y guturalde los negros de Jamaica, la eterna blasfemia del marinero inglés y elhablar soez de algunos gaditanos. Salían y en la primera mesa arrojabanuna moneda, luego otra y, una vez exhaustos, la emprendían con elvecino, las navajas relucían y sólo con esfuerzo era posible separarlos.Uno rodaba en el barro, dos o tres mujeres ebrias bailaban al son de unórgano en el que un italiano con cara de mártir, tocaba un cancándesenfrenado.

Un calor sofocante y una atmósfera insoportable, como elruido, las maldiciones, el sarcasmo, la eterna pelea con el banquero queiba más aprisa a medida que veía a sus parroquianos más en punto... y yoreclinado en mi pilar, preguntándome qué hacía entre aquel mundo,verdadero sabat moderno y tanteándome para persuadirme que no soñaba.He ahí Colón; una licencia, una libertad absoluta para todos los viciosy las degradaciones humanas. El que paga un pequeño impuesto tiene elderecho de establecer su tapete al aire libre, ¡y qué tapete! Laexplotación, el robo más escandaloso al marinero ignorante como unabestia y que, bajo los vapores del aguardiente, se deja despojar delpremio de un año de labor, jugando su vida en las tormentas.

¡Esasmujeres, sobre todo, esas mujeres, asquerosas arpías, negras yangulosas, esparciendo a su alrededor la mezcla de su olor ingénito y deun pacholí que hace dar vuelta al estómago!...

Pouah!...

Llegado a mi cuarto, sofocándome, sin poderme desnudar por asco a lacama, me senté en un sillón y me llamé a cuentas.

Había resuelto pasardiez días en el Istmo y ese mismo día había casi retenido mi pasaje enel City of Para, que salía para Nueva York en el término indicado. Allímismo, con toda solemnidad, me impuse el juramento de dejar Colón,renunciando a Panamá, al canal, al mundo entero, en el primer barco quezarpase, sin importarme para dónde. Cómo pasé esa noche, ¿a qué decirlo?Al alba estaba en pie, me ponía en campaña y sabía que dos días despuéspartía para Nueva York el vapor Alene, de la compañía Atlas. Tomé en elacto mi billete e hice transportar a bordo mi equipaje, felicitándome detener el tiempo suficiente para ir a una de las próximas estaciones delcanal y poder apreciar por mis ojos la marcha de las obras y el porvenirde la empresa. Pagué mi cuenta al infame mulatillo, y cuando me encontréa bordo, en un vapor pequeño e incómodo, creí que entraba solemnementeen el paraíso.

CAPITULO XIX

El Canal de Panamá.

Corinto, Suez y Panamá.—Las viejas rutas.—Importancia geográficade Panamá.—Resultados económicos del canal.—Dificultades de suejecución.—La mortalidad.—

El

clima.—Europeos,

chinos

ynativos.—Fuerzas

mecánicas.—¿Se

hará

el

Canal?—La

oposiciónnorteamericana.—M.

Blaine.—¿Qué

representa?—El tratadoClayton-Bulwer.—La cuestión de la

garantía.—Opinión

deColombia.—La

doctrina

Monroe.—Qué significa en laactualidad.—Las ideas de la Europa.—Cuál debe ser la políticasudamericana.—

Eficacia de las garantías.—La garantía colectiva dela América.—Nuestro interés.—Conclusión.—El principal comerciode Panamá.—Los plátanos.—Cifra enorme.—El porvenir.

Una simple mirada a la carta geográfica de la tierra ha hecho nacer enel espíritu de los hombres la idea de corregir ciertos caprichos de lanaturaleza en el momento de la formación geológica del mundo. Los Istmosde Corinto, de Suez y de Panamá, han sido sucesivamente, en el tiempo yen el espacio, objeto de preocupación para todos aquellos que buscabanlos medios de aumentar el bienestar de la raza humana. Los griegos, consus ideas religiosas que los impulsaban a la personificación de todoslos elementos, consideraban un sacrilegio el solo intento de modificarlos aspectos del mundo conocido, y Esquilo atribuye el desastre deJerjes a la venganza divina, por la altiva manera con que el monarcapersa trató al Helesponto. Los romanos, poco navegadores, ni aun fijaronsu mirada en el Istmo de Suez, porque sus legiones estaban habituadas arecorrer la tierra entera con su paso marcial.

Ha sido necesario el portentoso desenvolvimiento comercial del mundo deOccidente, para que el sueño de abrir rutas marítimas nuevas yeconómicas se convirtiese en realidad. La vieja vía terrestre queconducía al Oriente, fue abandonada cuando Vasco de Gama dobló el Cabode las Tempestades, y a su vez el itinerario del ilustre portuguéscedió el paso al que trazó el ingenio moderno tan admirablementepersonificado en el «Gran Francés», como se ha llamado a M. de Lesseps.Lo que impone respeto en la obra de este hombre, no es la concepción dela idea, que corría hacía ya muchos años en el campo intelectual. Es laperseverancia para habituar el espíritu público a encarar una empresa detal magnitud con serenidad, con las vistas positivas de un negocio fácily rápido; es la tenacidad de su lucha contra Inglaterra, que cree ver enella comprometidos sus intereses. ¡La experiencia de Suez se ha embotadocontra la implacable resistencia británica, y dentro de diez años seleerá con indecible asombra el libro que acaba de publicarse, en el quelos hombres más notables de Inglaterra declaran un peligro para suindependencia la perforación del túnel de la Mancha! ¡Tal así, vemos hoyel artículo sarcástico del Times, burlándose de Stephenson quepretendía recorrer con su locomotora una distancia de veinte millas porhora!

El Istmo de Panamá es uno de esos puntos geográficos que, comoConstantinopla, están llamados a una importancia de todos los tiempos.Punto céntrico de dos continentes, paso obligado para el comercio deEuropa con cinco o seis naciones americanas, natural es que haya llamadola atención del gran perforador. Los americanos, construyendo elferrocarril que lo atraviesa y estableciendo las tarifas más leoninasque se conocen en la tierra[28], creyeron innecesaria la excavación delcanal, que, dignos hijos de los ingleses, nunca miraron con buenos ojos.La perseverancia de Lesseps triunfó una vez más, y la nueva ruta recibiósu trazo elemental[29].

¿Cuál será el resultado económico del Canal de Panamá?

Desde luego, laaproximación, por la baratura del transporte, de todas las tierras quebaña el Pacífico, desde el Estrecho de Behring hasta Chile mismo, conlos grandes centros europeos. La ruta de Magallanes será abandonada porla misma e idéntica causa que se abandonó la de Vasco de Gama, y laimportancia comercial de ese estrecho que ha estado a punto de encenderla guerra en el extremo Sur de la América, habrá desaparecido porcompleto.

Aun en el día, el comercio entero del Perú y el movimiento de pasajeros,se hace por Panamá, a pesar de las incomodidades y retardos deltrasbordo y la enormidad del flete del ferrocarril istmeño. Los chilenosmismos suelen preferir esa vía, que les evita los rudos mares del Sur yel cansancio de esa navegación monótona, mientras la ruta del nortepresenta mares tranquilos y las frecuentes escalas que aligeran lapesadez del viaje. Una vez abierto el canal, raro será, pues, el buqueque vaya a buscar el Estrecho de Magallanes para entrar en el Pacífico.Para los chilenos, y tal vez para los peruanos, sólo un camino lucharácon ventaja contra la vía de Panamá; será el ferrocarril que una aBuenos Aires con Chile. Esa será la ruta obligada de la mayor parte delos americanos del Pacífico, en tránsito para Europa, porque será máscorta, más rápida y más agradable.

Ahora bien, ¿se hará el canal, con el presupuesto sancionado y en eltiempo indicado en el programa de M. de Lesseps? Avanzo con profundaconvicción mi opinión negativa. No se trata aquí, y M. de Lessepsempieza a comprenderlo ya, de una obra como la de Suez. Falta elKhedive, faltan los centenares de miles de fellahs, que morían en latarea, como sus antepasados de ahora cuarenta siglos en la construcciónde las pirámides que quedan fijas sobre las arenas, como monumentos deesas insensatas hecatombes humanas.

El pasajero que hoy cruza el Canal de Suez, bostezando ante el monótonopaisaje de arenas y palos de telégrafo, no piensa nunca—y hace bien,porque no hay motivo para agitarse la sangre en un sentimentalismoretrospectivo—en los cadáveres que quedaron tendidos a lo largo de esosáridos malecones. Eran fellahs, esclavos sin voz ni derecho, y nadiehabló de ellos.

Pero en Panamá no hay khedives ni fellahs y las condiciones generales desalubridad son aún inferiores a las de Suez. Basta conocer el nombre dealgunos puntos del trayecto del Istmo, nombres que vienen de laconquista, como el de «Mata cristianos», para darse cuenta del amenoclima de esas localidades. No resiste el europeo a ese sol abrasador queinflama el cráneo, no puede luchar contra la emanación que exhala latierra removida, tierra húmeda, pantanosa, lacustre.

¿Cuántos han muertohasta hoy de los que fueron contratados, desde el comienzo de laempresa? No busquéis en las estadísticas oficiales, que ocultan esascosas, sin duda para no turbar la digestión de los accionistas europeos.Buscadlos en las cruces de los cementerios, en las fosas comunesrepletas, y formaos una idea del número de bajas en ese pequeño ejércitode trabajadores, recordando que muchos ingenieros, con el principal a lacabeza, gente toda cuya higiene personal les servía de preservativo, hansido de los primeros en caer bajo las fiebres del Istmo.

Se ha detenido ya la corriente de europeos, y un momento se ha pensadoen los chinos. Pero, como éstos son más hábiles que fuertes, y como, apesar de chinos, son mortales, creo que se ha desistido de ese proyecto.Hay además una razón económica, en todas esas grandes empresas: eldinero de los peones, en sus tres cuartas partes, reingresa en la caja,por conducto de las cantinas numerosas y provisiones de todo género quese establecen sobre el terreno. Los chinos no consumen nada, lo que nolos hace por cierto muy simpáticos a la empresa.

Por fin, se ha echado mano de los nativos, eso es, de los que, estandohabituados al clima, podrían resistirlo, y se ha contratado un grannúmero de panameños, samarios, cartageneros, costarriquenses, buscandoreclutas hasta en las Antillas próximas. Pero toda esa gente sinnecesidades, habituada a vivir un día con un plátano, no es ni fuerte,ni laboriosa, ni se somete a la disciplina militar indispensable encompañías de esa magnitud.

Falto de hombres, M. de Lesseps apeló a la industria y contrató laconstrucción en Estados Unidos de enormes máquinas de excavación, cuyosdientes de hierro debían reemplazar el brazo humano. Es necesario vertrabajar esos monstruos para

saber

hasta

dónde

puede

llegar la

potenciamecánica. El ingeniero constructor del motor fijo que daba movimiento alas infinitas poleas de la Exposición Universal de Filadelfia, decíaque, si tuviera un punto fuera del mundo para colocar su máquina,sacaría a la Tierra de su órbita.

Tenía razón, como la tenía Arquimedes.

Pero no hay máquina que pueda luchar contra las lluvias torrenciales queen Panamá se suceden casi sin interrupción durante nueve meses del año.Abierto un foso, en cualquier punto de la línea, cavado hasta tres ycuatro metros de profundidad, viene un aguacero, lo colma y derrumbadentro la tierra laboriosamente extraída un momento antes.

Es inútil pensar en agotarlo, porque cinco minutos después estará denuevo lleno. Viene el sol al día siguiente, abrasador, inflamado, seremueve el barro para continuar los trabajos, y los miasmas deletéreosinfeccionan la atmósfera.

¿Se hará el canal? Sin duda alguna, porque no es una obra imposible ylos recursos con que hoy cuenta la industria humana son inagotables.Pero, en vista de las dificultades que he apuntado y que me es permitidocreer no se tuvieran en vista al plantear los lineamientos generales dela obra, me es lícito pensar, de acuerdo con todas las personas que hanvisitado los trabajos, observando imparcialmente, que el canal no estaráabierto al comercio universal antes de 10 años y después de haberconsumido algo más del doble de la suma presupuesta (seiscientosmillones de francos).

No veo sino a M. de Lesseps capaz de llevar a cabo la empresa que tandignamente coronará su vida. ¡Quiera el cielo prolongar los días delilustre anciano para su gloria propia y para el beneficio del mundoentero!

Son conocidas las dificultades suscitadas por los Estados Unidos a laempresa del Canal de Panamá, los ardientes debates a que esta cuestióndio origen en el Congreso de Wáshington y la idea, un momentoacariciada, de proteger con todo el poder de la gran nación, el proyectorival de practicar el canal interoceánico a través de Nicaragua. Laentereza y tenacidad de M. de Lesseps triunfaron una vez más contra elnuevo inconveniente; pero los Estados Unidos, lejos de declararsevencidos, reanimaron la cuestión bajo la forma diplomática, tocando elpapel primordial en el memorable debate que en el momento de escribirestas líneas aun no se ha agotado, a M. Blaine, cuyo rápido paso por elGobierno de la Unión ha marcado una huella tan profunda, y cuyareputación, después de la caída, ha sido desgarrada tan sin piedad porsus adversarios. Para éstos, M. Blaine no ha sido sino un políticoaventurero e impuro, que ha pretendido variar la corriente de vidainternacional que durante un siglo había conducido sin tropiezo la navede la Unión. Los asuntos del Pacífico; el engaño inexcusable de unpueblo en agonía que tiende sus brazos desesperados a una promesa falaz;los misterios de la Peruvian Guano Company; la palinodia vergonzosa delos señores Trescott y Blaine en Santiago de Chile, han suministrado noescasos elementos de acusación contra el primer ministro del presidenteGarfield. Paréceme, sin embargo, que si un extranjero imparcial estudiaun poco el pueblo americano actual, encontrará que es muy posible que eljuicio del momento sobre M. Blaine no sea corroborado por la opiniónpública dentro de diez años. Es innegable que hay hoy en Estados Unidosuna corriente de poderosa reacción contra la política de aislamiento,que ha sido la base del sistema americano y tal vez de su prosperidad.Sueños y ambiciones patrióticas de un lado, vistas profundas sobre elporvenir, del otro, y en el centro, la ponderación, siempre grave, deintereses mezquinos, de lucro rápido y fácil, han determinado lainiciación de la propaganda de que M. Blaine se hizo eco en el Gobierno.Una nación compacta de más de cincuenta millones de almas, con elementosde riqueza, ingenio, cultura, iguales por lo menos a las primerasnaciones de Europa, no puede ni debe, dicen, permanecer indiferente a lapolítica europea.

Por de pronto, los asuntos todos de la América deben ser de su exclusivoresorte, ejerciendo la legítima hegemonía a que su importancia le daderecho. Desde el Cabo de Hornos a los límites del Canadá no debeexistir otra influencia que la de los Estados Unidos, ni escucharse otravoz que la que se levante en Wáshington.

Tal es la idea fundamental, que pronto dará vida y servirá de lábaro aun partido, a cuyo frente no dudo ver aún a M. Blaine, a pesar delestruendo de su caída. Y tal es la influencia que ejerce sobre elespíritu colectivo, que a ella se debe el último recrudecimiento de ladoctrina de Monroe, que en estos momentos sostiene M. Frelinghysen conigual perseverancia que su antecesor. El debate iniciado entre lordGrenwille y M. Blaine se continúa en el día, sin que se vea hasta ahoraprobabilidades de que ninguna de las dos partes ceda.

No historiaré el tratado Clayton-Bulwer, conocido por todos los que enestas cuestiones se interesan; recordaré solamente que fue unatransacción, un modus vivendi mejor dicho, que permitiese extenderselas influencias inglesa y americana en las Antillas y las costas deCentro América, de una manera paralela que no diese lugar a conflictos.

Pero, si los americanos encontraban cómodo el tratado cuando se tratabade factorías insignificantes o islotes diminutos, no juzgaron lo mismorespecto al futuro Canal de Panamá y denunciaron listamente el tratado,reclamando la garantía exclusiva de la libre navegación y neutralidaddel Istmo, para sí mismos. Los ingleses, como es natural, rechazaron ladenuncia y propusieron, en vez de esa garantía exclusiva, la de todaslas potencias de Europa, en unión con los Estados Unidos. Tal es lacuestión; volúmenes de notas se han cambiado, sin que aun se vea un pasopositivo.

Entretanto, ¿cuál es la opinión de Colombia, que al fin y al cabo,teniendo la soberanía territorial y la jurisdicción directa, parécemeque puede reclamar algún derecho a ser oída? Desde luego, es buenorecordar que Colombia ha tenido más de una vez que interponerreclamaciones serias contra los avances de los Estados Unidos en lascostas atlánticas del Istmo. A veces ha necesitado gritar muy fuertepara ser oída en Europa, y sólo así, los americanos han largado la presade que perentoriamente, con el derecho del león, se habían apoderado,saltando sobre el tratado Clayton-Bulwer mismo. Pero un ministrocolombiano, de paso para Europa, pues ni aun en Wáshington estabaacreditado, tuvo la ocurrencia de firmar con el Gabinete americano, unprotocolo, por el cual Colombia declaraba satisfacerse y preferir lagarantía exclusiva de los Estados Unidos. Esa convención fuesolemnemente desaprobada en Bogotá; pero Colombia, comprendiendo, a mijuicio bien, sus conveniencias, tira son épingle du jeu, y dejó frentea frente a la Inglaterra y a la Unión, manifestando, por lo demás,merced a la voz de su prensa y a la palabra de sus oradores en elCongreso, sus simpatías indudables por la garantía unida, propuesta porla Inglaterra.

En el fondo, la doctrina Monroe no es sino una opinión, un desideratum, el anhelo de un pueblo, que formula así sus interesesgenerales. Pero de ahí a convertir esa opinión en un principio dederecho público, hay distancia y mucha. Además de que los principios dederecho, no sólo en nuestro siglo, sino en todos los tiempos, haninfluido muy débilmente en la solución de las cuestiones de hecho, losamericanos ni aun pueden pretender que la doctrina Monroe sea admitidapor el consenso universal.

Lejos de eso; desde el presidente que le diosu nombre hasta el actual, ninguno la ha formulado con sus variantes enel tiempo, sin que la Inglaterra, y en muchos casos la Europa, hayadejado de protestar. ¡El pobre Monroe ha hecho muchas veces el papel dellobo! ¡el lobo! de la fábula; pero, como los americanos jamás mostraronla garra, ni cuando la expedición de Méjico, ni cuando el bombardeo deValparaíso, en el que las balas españolas pasaban casi sobre buques quellevaban la bandera estrellada, nadie cree ya en eso espantajo.

La Inglaterra contesta que, teniendo indiscutibles intereses en elPacífico, y siendo el Canal de Panamá una ruta para la India, es naturalque quiera tomar parte en la garantía. Entonces reclamo mi partetambién, contestan los Estados Unidos, en la garantía del canal de Suez.La Inglaterra sonríe... e insiste.

Es seguro que la intención de M. Blaine, al convocar el Congresoamericano, que debía reunirse en Wáshington en noviembre de 1882, con elpretexto de buscar medios para evitar la guerra entre las nacionesamericanas ( sic), era simplemente echar sobre el tapete la cuestión dela garantía del Istmo, y tal vez, ante la perseverancia de laInglaterra, que no cede, proponer, en lugar de su garantía exclusiva, lade todos los Estados

que

componen

ambas

Américas.

¿Qué

actitudaconsejaba a éstas la inteligencia clara de sus intereses?

¿Qué habríadicho la Europa a semejante proposición?

Vamos por partes. Noto que salgo por un momento del tono general de estelibro de impresiones, en el que sólo he querido consignar lo que hevisto y sentido en países casi desconocidos para nosotros. Pero como lacuestión en primer lugar, refiriéndose a Colombia, entra en mi cuadro, ytoca por otra parte, no ya a un interés del momento, sino a la marchaconstante de la política americana, no creo inoportuno consignar aquílas ideas que un estudio detenido me permite considerar como las mássanas y convenientes para todos.

«América para los americanos»; he ahí la fórmula precisa y clara deMonroe. Si por ella se entiende que la Europa debe renunciar parasiempre a todo predominio político en las regiones que se emanciparon delas coronas británica, española y portuguesa, respetando eternamente, nosólo la fe de los tratados públicos, sino también la voluntad librementemanifestada de los pueblos americanos; si ese alcance de la doctrina,estamos perfectamente de acuerdo, y ningún hombre nacido en nuestromundo dejará de repetir con igual convicción que Monroe: America forthe americans. Pero... ¿se trata de eso?

¿Piensa hoy seriamente algúngobierno europeo en reivindicar sus viejos títulos coloniales; pasa porla imaginación de algún estadista español, por más visionario que sea,la reconstrucción de los antiguos virreinatos y capitanías generales dela América?

¿Puede la Gran Bretaña acariciar la idea de volver a atraer las coloniasemancipadas en 1776? Portugal, un pigmeo, ¿absorbe al Brasil, gigante asu lado? Seamos sinceros y prácticos reposando en la convicción de queno sólo la independencia americana es un hecho y un derecho, sino quenadie tiene la idea de atentar contra las cosas consumadas. España sereorganiza y aún tiene mucho que hacer para recuperar una sombra de suimportancia en el siglo XVI. La Francia, desgarrada, fijos sus ojos enel Rhin, mantiene a duras penas sus posesiones del África... y susmismos límites europeos. La Inglaterra mira crecer con zozobra la India,desenvolverse el Canadá, y avanzar sordamente la democracia, queconsidera una amenaza de disolución. La Alemania se forma, endurece suscimientos, trata de homogeneizarse mientras el Austria, perdido su viejoprestigio europeo, comprende, bajo la experiencia de la desgracia, quela verdadera ruta de su grandeza es hacia Oriente, a la cabecera del«hombre enfermo». ¡El Portugal!... Seamos serios, lo repito; nadieatenta contra la independencia de América, y para los más desatinadosaventureros o ilusos está vivo aún el recuerdo de Maximiliano, que pagócon su vida una concepción absurda y un negocio indigno, ignorado de suespíritu caballeroso. Puede la América inflamarse en una guerracontinental, comprometiendo graves intereses europeos como los que tantohan sufrido en la inacabable guerra del Pacífico; la Europa nodesprenderá un soldado de sus cuadros ni un buque de su reserva. Pasaronlos tiempos de la intervención anglofrancesa en el Plata o en Méjico, yla Europa podía, y esta vez con razón, variar la fórmula de Monroerepitiendo: Europe for the europeans!

¿Qué significado actual, real, positivo, tiene hoy, pues, la famosadoctrina? Simplemente éste: la influencia norteamericana en vez de lainfluencia europea, el comercio americano en vez del europeo, laindustria americana en vez de la de Europa. ¿Es ese un deseo legítimo?Indudablemente, pero es una simple aspiración nacional, egoísta en supatriotismo, exclusiva en su ambición, pero que no está revestida, comoantes dije, de los caracteres de un principio de justicia, de derechonatural, que sea capaz de imponerse a la América entera. Que dentro decinco años el desenvolvimiento pasmoso de la República Argentina, suindustria desbordante, los inagotables recursos de su suelo, inspiren anuestros hombres de Estado la resurrección de la doctrina Monroe enbeneficio del pueblo argentino, nada más natural. Pero ¿qué contestaránentonces las nacionalidades americanas que no hayan alcanzado su gradode progreso, más aún, que la geografía coloque fuera de