El Tesoro Misterioso by William Le Queux - HTML preview

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—Exponerme a la situación es peor para mí que la muerte—decía en sucarta.—

¿Qué podría significar eso?

La señora Percival adivinó por la expresión de mi semblante la gravedadde aquella carta, y, poniéndose rápidamente de pie, acercose a mí,colocó su mano con cariño sobre mi hombro, y me preguntó:

—¿Qué sucede, señor Greenwood, no puedo saberlo?

En contestación le di la carta. La leyó velozmente, y después dejóescapar un grito de espanto, comprendiendo que la hija de Burton Blairhabía huido del hogar. Era evidente que ella le temía a Dawson,habiéndose dejado dominar por la creencia aterradora de que su secreto,sea lo que fuere, se haría público ahora, y había huido, según parece,por no volver a encontrarse frente a frente conmigo. ¿Pero por qué?

¿Dequé naturaleza podría ser su secreto para que tanto la avergonzara y laobligara a esconderse?

La señora Percival hizo llamar a Crump, el cochero, que había llevado enel bróugham a su joven ama hasta la estación de Euston, y lointerrogó.

—La señorita Mabel ordenó el cupé, señora, unos momentos antes de lasonce—

contestó el hombre, saludando.—Llevó su valija de cocodrilo,pero, anoche despachó por Carter Patterson un gran baúl lleno de ropausada, así le dijo la señorita a su doncella. Yo la llevé a Euston, allíbajó y entró en la boletería. Me hizo esperar como cinco minutos,apareciendo después con un mozo de cordel que tomó su valija, y luegoella me entregó la carta dirigida al señor Greenwood para que se ladiera a usted, ordenándome que me retirara. Entonces me volví a casa,señora.

—No hay duda, ha partido para el Norte—observé cuando Crump se retiróy la puerta se cerró detrás de él.—Casi parece que su huida hubiesesido premeditada.

Anoche mandó su equipaje.

Pensaba en ese momento en el arrogante y atrevido caballerizo, en eseimpudente joven Hales, y cavilaba si sus renovadas amenazas no habríanconseguido que ella accediera a tener otra entrevista con él. Si eso eraasí, entonces el peligro era terriblemente extraordinario.

—La debemos encontrar—dijo con toda resolución la señoraPercival.—¡Ah!—

suspiró,—no sé, realmente, lo que irá a suceder,porque la casa está ahora en poder de este hombre odioso y de su hija, yél es un tipo de lo más grosero y mal educado. Se dirige a lossirvientes con toda familiaridad, exactamente como si fuesen susiguales; ¡y hace un momento que cumplimentó a una de las mucamas por subuena presencia!

Esto es terrible, señor Greenwood, terrible—exclamó laviuda, inmensamente chocada.—¡Es la exhibición más vergonzosa de sumala educación! Yo no puedo permanecer más tiempo aquí, ciertamente,ahora que Mabel ha creído conveniente abandonar la casa sin siquieraconsultarme. Esta tarde vino lady Rainham, pero yo tuve que aparentarque no estaba. ¿Qué puedo decirles a las gentes en estas circunstanciastan angustiosas?

Comprendí cuán escandalizada estaba la estimable compañera de Mabel,porque era una viuda sumamente estricta, cuya misma existencia dependíade la etiqueta rigurosa y de las tradiciones de su honorable familia.Cordial y afable con sus iguales, era, sin embargo, muy fría einflexible con sus inferiores teniendo el hábito de mirarlos a través desus anteojos cuadrados de arcos de oro, y examinarlos como si hubiesensido extraños seres de diferente carne y sangre. Era esta últimaidiosincrasia lo que siempre molestaba a Mabel, la cual profesaba esacreencia, tan femenina, de que uno debe ser bondadoso con los inferioresy sólo frío y duro con los enemigos. Sin embargo, bajo el ala protectoray la altiva tutoría de la señora Percival, Mabel había penetrado en elmejor y más elegante círculo social, cuyas puertas están siempreabiertas para la hija del millonario, y había dejado bien sentada sureputación como una de las debutantes más encantadoras de su season.

¡Cómo ha cambiado la sociedad en estos últimos diez años! En laactualidad, la llave de oro es el ábrete sésamo de las puertas de lasangre más azul de Inglaterra.

Ya no existen los viejos círculos exclusivistas, o, si hay algunos, hanquedado obscurecidos y no tienen importancia. Las damas asisten a lossalones-conciertos y se jactan de concurrir a los clubs nocturnos. Lascomidas en los restaurants, que antes eran consideradas como un motivode rebajamiento, son hoy un gran atractivo. Hace una generación que unadama de alta alcurnia objetaba razonablemente diciendo que no sabía allado de quién podía sentarse; pero, en la actualidad, como sucedía en elteatro antes de la época de Garrick, la fama poco honorable de una partede los concurrentes constituye un incentivo. Cuanto más flagrante es elescándalo respecto a alguna «impropiedad» bien dorada, mayor es elaliciente de comer en su compañía, y, si es posible, a su lado. ¡Tal eshoy la tendencia y el modo de ser de la sociedad de Londres!

Por espacio de un cuarto de hora, mientras Reginaldo estaba ocupado conlos Dawson, père et fille, permanecí en consulta con la viuda,tratando de ver si conseguía algún indicio sobre el paradero de Mabel.La señora Percival pensaba que, más pronto de lo que creíamos, nos haríasaber dónde estaba oculta; pero yo, conociendo tan bien la firmeza de sucarácter, no participaba de su opinión. Su carta era la de una mujer quehabía tomado una resolución y estaba dispuesta a sostenerla, costara loque costara.

Temía enfrentarse conmigo, y por esa razón, no hay duda,ocultaría su resistencia. En casa de Cottus tenía a su nombre cuentaseparada, así es que por falta de fondos no se vería obligada a revelarsu actual paradero.

Ford, el secretario del muerto, hombre joven, como de treinta años,alto, atlético, completamente afeitado, asomó la cabeza, pero como nosencontrara conversando, se retiró en el acto. La señora Percival ya lohabía interrogado, pero ignoraba completamente para dónde había partidoMabel.

El tal Dawson había usurpado en la casa la posición de Ford, y esteúltimo, lleno de resentimiento, estaba en constante acecho de sus actosy movimientos y dominado de los mayores recelos, como todos loestábamos.

Reginaldo vino por fin a reunirse conmigo, y entró exclamando: «Estehombre es un tipo de lo más original que puede darse, por no decir otracosa. ¡Conque a mí me ha invitado a tomar whisky con soda... en la casade Blair! Considera la huida de Mabel como una broma, habla de ella entono de chanza, asegurando que pronto estará de vuelta, pues no puedepermanecer mucho tiempo ausente, y que él la hará volver en el momentoque lo quiera o que necesite su presencia aquí. En una palabra, hablaese tipo como si Mabel fuera de cera en sus manos, y él pudiera hacer loque le plazca con ella.»

—Financieramente la puede arruinar, eso es cierto—observésuspirando.—Pero lee esto, viejo—y le di la extraña carta de Mabel.

—¡Buen Dios!—tartamudeó cuando la hubo leído,—tiene un terror mortala esta gente, no puede dudarse. Para escapar de ellos y de ti, hahuido... a Liverpool, para luego embarcarse con rumbo a América, quizá.Recuerda que en su niñez ha viajado mucho, y, por lo tanto, conoce lasrutas.

—La debemos encontrar, Reginaldo—declaré decisivamente.

—Pero lo peor es que ha resuelto dar este paso por escapar de ti—mecontestó.—

Parece que tiene alguna razón poderosa para proceder así.

—Razón que sólo ella conoce—observé con melancolía.—Es, ciertamente,un contratiempo que Mabel haya desaparecido, por su propia voluntad, deesta manera, justamente cuando habíamos conseguido conocer con exactitudel secreto del Cardenal, origen de la fortuna de Blair. Recuerda todo loque tenemos en juego y arriesgamos. No conocemos quiénes son nuestrosamigos o nuestros enemigos.

Tenemos que ir los dos a Italia y descubrirel punto indicado en ese registro cifrado, porque, si no lo hacemos,otros se anticiparán, y puede ser que lleguemos demasiado tarde.

Convino conmigo en que, perteneciéndome el secreto por haberme sidolegado, debía dar inmediatamente los pasos necesarios para hacer valermis derechos. No pudimos dejar de comprender que Dawson, como socio deBlair y partícipe de su enorme riqueza, debía conocer muy bien elsecreto y haber dado ya los pasos convenientes para ocultarme a mí, sulegítimo dueño, la verdad. Había que tenerlo muy en cuenta, pues era unhombre siniestro, poseedor de la astucia más insidiosa y del ingenio másdiabólico en el arte de los subterfugios. Los informes recogidos entodas partes sobre él, demostraban que éste era su carácter. Poseía esamanera tranquila y fría del hombre que ha vivido a fuerza de aguzar suingenio, y en este asunto parecía que su ingeniosidad, aguzada aún máspor su vida aventurera, iba a tener que enfrentarse y luchar con la mía.

La inesperada resolución y repentina desaparición de Mabel eran deenloquecer, y el misterio de su carta, inescrutable. Si, en realidad,temía que pudiera ser revelado algún hecho vergonzoso y desagradable,debía haber tenido suficiente confianza en mí y haberme hecho suconfidente. Yo la amaba, aun cuando jamás le había declarado mi pasión;por consiguiente, ignorando la realidad, ella me había tratado comoamigo sincero, según había sido mi deseo. Sin embargo, ¿por qué no habíabuscado mi ayuda? ¡Las mujeres son seres tan extraños, después detodo!—reflexionaba yo.—¡Tal vez amaba a ese rústico hombre!

Pasó una semana ansiosa, febril, y Mabel no daba señales de vida. Unanoche dejé a Reginaldo en el Devonshire, a eso de las once y media, y meencaminé a través de las calles húmedas y nebulosas de Londres hasta quellegué adonde el bullicio del tráfico cesaba, los coches arrastrábanselentamente y sólo pasaban de cuando en cuando, y las húmedas y fangosascalzadas y aceras quedaron a disposición del policía y del pobre ytembloroso vagabundo sin hogar.

En medio de la densa neblina anduve embargado en profunda meditación, ycada vez más y más preocupado por aquel notable encadenamiento decircunstancias que hora por hora parecía enredarse más.

Había caminado siempre adelante, sin parar ni ocuparme en qué direcciónme llevaban mis pies, pasando a lo largo de Knightsbridge, orillando elParque y los jardines de Kensington, y cruzaba en ese momento la esquinadel camino de Earl's Court, cuando una feliz circunstancia me despertóde mi profundo sueño, y por la primera vez tuve conocimiento de que eraseguido. Sí, sentía distintamente pasos detrás de mí, que se apresurabancuando yo me apresuraba, y aflojaban cuando yo aflojaba. Crucé elcamino, y delante de la elevada y larga muralla del Holland Park, meparé y di vuelta.

Mi perseguidor avanzó unos pocos pasos, pero se detuvo súbitamente, ysólo pude distinguir, a la luz del débil farol que penetraba a través dela neblina londinense, una figura alta y descompuesta por la nieblaenceguecedora.

Sin embargo, no fue bastante densa para impedirme encontrar mi camino,porque conocía muy bien esa parte de Londres. No era muy agradable,ciertamente, verse seguido con tanta persistencia a semejante hora.Sospeché que algún vagabundo o ladrón que había pasado junto a mí, habíanotado mi distracción y olvido de lo que me rodeaba, y se había vueltopara seguirme con mala intención.

Seguí de nuevo adelante, sin retroceder, pero apenas lo hice, sentí lospasos ligeros y suaves, como un eco de los míos, que furtivamenteresonaban detrás de mí. Había oído contar curiosas historias sobrelocos que rondan de noche las calles de Londres y siguen, sin objeto, alos transeúntes, siendo ésta una de las diferentes clases de insanidadbien conocida por los alienistas.

De nuevo crucé el camino, pasé a través de la plaza Edwarde, volviendoasí sobre mis pasos, y tomé en dirección a la calle High, pero elmisterioso individuo me seguía con igual persistencia. Confieso queexperimenté cierta inquietud, viéndome en medio de esa espesa neblina,que en esa parte habíase puesto tan densa hasta el grado de obscurecercompletamente los faroles.

De pronto, al dar vuelta a la esquina para penetrar en los jardines deLexham, en un punto donde la neblina había cubierto todo con su negromanto, sentí que alguien me asaltaba repentinamente, y, al mismo tiempo,una aguda sensación penetrante detrás del hombro derecho.

El ataque fue tan recio, que lancé un grito, dándome vuelta en el actopara enfrentarme con mi asaltante, pero tan ágil había sido éste, queantes que pudiera hacerlo, me esquivó el cuerpo y huyó.

Oí sus pasos al retroceder corriendo por el camino de Earl's Court, yentonces grité llamando a la policía. Pero nadie me respondió. El dolorde mi hombro se hacía a cada momento más incómodo y mortificante. Eldesconocido me había herido con un cuchillo, y la sangre brotaba, porquela sentía, húmeda y pegajosa, caer sobre mi mano.

Volví a gritar: ¡Policía, policía! hasta que, por fin, oí una voz que merespondió en medio de la neblina y me encaminé en su dirección. Despuésde algunos otros gritos descubrí al vigilante y le referí mi extrañaaventura.

Acercó a mi espalda su linterna sorda y exclamó:

—¡Es indudable, señor; le han dado una puñalada! ¿Qué clase de hombreera?

—No lo pude ver bien ninguna vez—fue mi torpe contestación.—Semantuvo siempre a buena distancia, y únicamente se aproximó en un puntodemasiado obscuro para poder distinguir sus facciones.

—No he visto a nadie, a excepción de un clérigo que encontré hace unmomento por el camino de Earl's Court; por lo menos, si no era clérigo,vi que llevaba un sombrero de anchas alas parecido a los que éstos usan.Pero no pude verle la cara.

—¡Un clérigo!—exclamé tartamudeando.—¿Cree usted que podrá haber sidoalgún sacerdote católico?—porque mis pensamientos se habían concentradoen ese instante en fray Antonio, que era, evidentemente, el guardián delsecreto del Cardenal.

—¡Ah! no puedo afirmarlo. No pude ver sus facciones. Sólo noté susombrero.

—Me siento muy débil—le dije, al apoderarse de mí un fuertedesvanecimiento y languidez.—Desearía que me trajera un coche. Pienseque lo mejor que puedo hacer es irme directamente a mi casa, que está enla calle Great Russell.

—Es un viaje muy largo. ¿No sería más conveniente que fuera primero alHospital West London?—indicó el vigilante.

—No—repliqué decidido.—Quiero irme a casa y llamar a mi médico.

Luego, me senté en el umbral de una puerta que quedaba al terminar losjardines de Lexham y esperé la llegada del vehículo, pues el vigilantehabía ido al camino Old Brompton en busca de un hanson.

—¿Había sido atacado por algún maniático homicida que me había seguidotodo el trayecto andado, o difícilmente había escapado de ser víctima deun infame asesinato?

Tales eran mis cavilaciones mientras permanecíaallí sentado aguardando. La última suposición era, para mí,decididamente, la más factible. Existía una razón poderosa para que sedeseara mi muerte. Blair me había legado el gran secreto y yo acababa deconseguir descifrar el enigma que encerraban las cartas.

Este hecho debía haber llegado, probablemente, a conocimiento denuestros enemigos; de ahí este cobarde atentado contra mi vida.

Sin embargo, semejante contingencia era aterradora, porque, si realmenteera sabido que había descifrado el registro, entonces nuestros enemigosdarían, ciertamente, todos los pasos necesarios en Italia para impedirque descubriéramos el secreto que yacía en ese punto de las orillas deltortuoso, agreste y desierto río Serchio.

Al fin llegó el hanson, y, deslizando una buena propina en la mano delpolicía, entré en aquél y partimos, lentamente, a través de la niebla,casi al paso, tal era la dificultad de poder marchar. Había colocadosobre el lado derecho de la espalda mi bufanda de seda, para restañar lasangre que manaba de mi herida.

Tan pronto casi como penetré en el hanson sentí fuertes vahídos y unaextraña sensación de entorpecimiento que me subía por las piernas. Almismo tiempo se apoderó de mí una curiosa repugnancia, y, aun cuandofelizmente pude detener el derrame de sangre, lo que tendía a demostrarque la herida no era, después de todo, tan seria, mis manos empezaron aencogerse de una manera extraña, a la vez que mis carrillos se vieronatacados de un dolor peculiar, muy semejante al que se sufre cuandoempieza un ataque de neuralgia.

Me sentía terriblemente enfermo y sin fuerzas. El cochero, que habíasido informado de mi herida por el vigilante, abrió la puertecita de lacubierta para preguntarme cómo estaba, pero yo apenas pude articularunas pocas palabras. Si la herida era sólo superficial, ciertamente elefecto que producía en mí era extraño.

De las muchas luces nebulosas que vi en la esquina de Hyde Park, tengoun recuerdo claro; pero después de eso mis sentidos parecieron quedaratontados por la neblina y por el dolor que sufría, y no recuerdo nadamás de lo que sucedió, hasta que de nuevo abrí penosamente los ojos y meencontré en mi cama, brillando a través de la ventana la hermosa luz deldía, y vi a mi lado a Reginaldo y a nuestro antiguo amigo Tomás Walker,cirujano de la calle Reina Ana, de pie, observándome con profundagravedad, que en aquel momento me pareció humorística.

Sin embargo, debo confesar que había muy poca gracia en la situación.

XXIII

QUE ES EN MUCHOS CONCEPTOS ASOMBROSO

Walker estaba confundido, verdaderamente confundido. Mientras habíaestado yo inconsciente, él me había curado la herida, después de haberlaexaminado, supongo, e inyectado varios antisépticos. Había mandadollamar también, para consultar, a sir Carlos Hoare, el muy distinguidocirujano del Hospital de Charing Cross, y ambos habían estadograndemente confundidos en presencia de mis síntomas.

Cuando, una hora después, me sentí suficientemente fuerte para poderhablar, Walker me tomó la muñeca y me preguntó lo que me había sucedido.

Después que le hube explicado, todo lo mejor que pude, me dijo:

—Lo único que puedo decirle, mi querido amigo, es que ha estado tancerca de la muerte como ninguna otra persona que yo haya asistido. Hasido el suyo un caso de los más expuestos que pueden darse. CuandoSeton me llamó la primera vez y lo vi, creí que todo había terminado. Suherida es bien pequeña, más bien dicho, superficial, y, sin embargo, suestado de decaimiento y postración ha sido de los más extraordinarios;además, hay ciertos síntomas tan misteriosos, que a sir Carlos y a mínos han llenado de confusión.

—¿Qué arma ha usado ese hombre? No ha sido un puñal común, ciertamente.Ha sido, no hay duda, una daga de hoja larga y delgada, un estilete, muyprobablemente.

He encontrado en la parte exterior de la herida, sobre latela de su sobretodo, algo así como grasa, o, más bien dicho, gorduraanimal. Voy a hacer analizar un poco, ¿y sabe lo que espero encontrar enella?

—No; ¿qué?

—Veneno—fue su contestación.—Sir Carlos está conforme con misuposición de que usted ha sido herido con uno de esos pequeños yantiguos puñales con hojas perforadas, que tanto se usaron en Italiadurante el siglo XV.

—¡En Italia!—grité, despertando en mí al solo nombre de ese país lasospecha de que el atentado debía haber sido cometido por Dawson o porsu íntimo amigo, el monje de Lucca.

—Sí; sir Carlos, que, como probablemente usted lo sabe, posee una grancolección de armas antiguas, me ha dicho que en la Florencia medioevalacostumbraban impregnar la gordura animal con algún veneno muy poderosoy luego frotaban con esa mezcla la hoja perforada. Al herir a la víctimay retirar después el arma de la herida, quedaba en su seno una parte dela materia grasa envenenada, la cual producía un resultado fatal.

—Pero

usted,

ciertamente,

no

anticipa

que

estoy

envenenado—

exclamétartamudeando.

—Está envenenado, no hay duda. Su herida no corresponde a su prolongadainsensibilidad ni tampoco a esas extrañas y lívidas manchas que tiene enel cuerpo. ¡Mire el revés de sus manos!

Hice lo que me decía y me quedé horrorizado de encontrar en las dos unasmanchas pequeñas, obscuras, color cobre, que se extendían también porlas muñecas y los brazos.

—No se alarme mucho, Greenwood—rió el amable y buen doctor;—ya heconseguido dar vuelta a la peligrosa curva, y todavía no le ha llegadoel tiempo de morirse. La escapada ha sido casi un milagro, porque elarma era de lo más mortífero que pueda imaginarse; pero, felizmente,llevaba usted puesto un grueso sobretodo, además de otras piezas de ropapesadas, todas las cuales le chuparon la mayor parte de la sustanciavenenosa antes de que pudiese penetrar a la carne. Y le aseguro que hasido una suerte para usted, porque, si este ataque hubiese tenido lugaren verano, cuando las ropas son ligeras, no habría habido la menoresperanza de salvación.

—Pero ¿quién ha sido el autor de este atentado?—exclamé, enloquecido,con mis ojos clavados en esas feas manchas que cubrían mi piel, pruebaevidente de que dentro de mi naturaleza se había introducido un venenoterrible.

—Alguien que le tendrá un odio implacable, me imagino—rió elcirujano, que era mi amigo desde hacía varios años y que tenía porcostumbre asistir algunas veces a las partidas de caza con losFitzwilliams.—Pero, vamos, viejo compañero, alégrese; uno o dos díastendrá que pasar con leche y caldo, dejar curarse la herida y permanecermuy tranquilo. Ya verá cómo pronto vuelve a recuperar su salud.

—Todo eso está muy bueno—respondí impacientemente,—pero yo tenía unmundo de cosas que hacer, y algunos asuntos privados que atender.

—Tendrá que dejarlos descansar por un día o dos, ciertamente.

—Sí—insistió Reginaldo;—debes estar tranquilo, Gilberto. Estoydemasiado contento de que no haya sido tan grave como al principiocreímos. Cuando el cochero te trajo a casa y Glave corrió a buscar aWalker, yo me imaginé que morirías antes de que llegase. No sentíapalpitar tu corazón, y estabas completamente helado.

—¡No adivino quién puede ser el infame que me ha herido!—grité.—¡PorJacob!

que si lo pillo, me parece que allí mismo le retuerzo su preciosocuello.

—¿Con qué fin te incomodas, cuando pronto vas a mejorar?—preguntóReginaldo filosóficamente.

Pero yo permanecí callado, reflexionando en la opinión de sir CarlosHoare, de que la daga empleada para el crimen frustrado, había sido unavieja arma florentina, envenenada. Este mismo hecho me hacía sospecharque el cobarde atentado llevado contra mi persona, había sido obra demis enemigos.

Nosotros, por cierto, no le dijimos nada a Walker sobre nuestra curiosainvestigación, porque considerábamos en ese momento que el asunto eraestrictamente confidencial. El hablaba de mi herida de un modo jocoso,declarando que muy pronto recuperaría mi salud, si es que tenía un pocode paciencia.

Después que se retiró, poco antes de mediodía, Reginaldo se sentó allado de mi cama, y gravemente nos pusimos a discutir la situación. Lasdos cuestiones más apremiantes en ese momento eran, primero, descubrirel paradero de mi bien amada, y, segundo, ir a Italia a investigar elsecreto del Cardenal.

Los días iban transcurriendo pesados, largos y cansados, días sombríosde principios de primavera, durante los cuales me revolvía en la cama,impaciente, desesperado e impotente. Ansiaba poderme levantar y actuarcon actividad, pero Walker me lo prohibía. En cambio me traía libros ydiarios, y ordenaba tranquilidad y absoluto descanso.

Aunque Reginaldo y yo teníamos siempre nuestro pequeño pabellón de cazaen Helpstone, después de la muerte de Blair no habíamos ido ni una solavez. Además, aquella estación había sido de extraordinario movimiento enel comercio de encajes, y Reginaldo parecía más esclavo que nunca de sucasa de negocio.

Por consiguiente, permanecía solo la mayor parte del día, teniendo aGlave para que cuidase y supliese mis necesidades. De cuando en cuandovenían a verme algunos amigos, conversando y fumando un rato conmigo.

Así pasó el mes de marzo, siendo mi convalecencia mucho más lenta de loque Walker había pensado al principio. En el análisis se habíadescubierto un dañosísimo veneno irritante mezclado con la grasa, yparece que mi naturaleza había absorbido más de lo que en un principiose creyó, de aquí mi tardío restablecimiento.

La señora Percival, que, debido a nuestro insistente consejo, todavíaresidía en la mansión de la plaza Grosvenor, me visitaba algunas veces,trayéndome frutas y flores de los invernáculos de Mayvill, pero nadasabía sobre Mabel. Esta última había desaparecido tan completamente comosi la tierra se hubiera abierto y tragádola.

Deseaba con ansia abandonarla casa de Blair, ahora que estaba ocupada por los usurpadores, peronosotros la habíamos llenado de halagos, con el fin de que permaneciesey pudiese moderar algo los actos de Dawson y su hija. A Ford le habíancausado tanta exasperación las maneras de aquel hombre, que, al quintodía del nuevo régimen, había protestado, lo cual dio por resultado queDawson, tranquilamente, colocara dentro de un sobre el importe de un añode sueldo, y en el acto lo dispensara de sus servicios para en adelante,cosa que había tenido intención de hacer desde un principio, no hayduda.

Sin embargo, el exsecretario privado nos ayudaba, y en ese momentoestaba empeñado en hacer toda clase de averiguaciones para cerciorarsedónde estaba su joven ama.

—La casa está completamente al revés, todo en ella estátrastornado—declaró un día la señora Percival, mientras mevisitaba.—Los sirvientes se hallan rebelados, y la pobre Noble, el amade llaves, pasa, le aseguro, por momentos terribles. Carter y ochosirvientes más le han notificado ayer que se retiran de la casa. Estetal Dawson es el tipo más acabado de la mala educación y pésimosmodales; sin embargo, le he alcanzado a oír que le decía a su hija, hacedos días, que estaba pensando seriamente en manifestarse a favor de lareforma y entrar en el Parlamento. ¡Ah! ¿qué diría la pobre Mabel sisupiese semejante cosa? La hija, Dolly, como él la llama, esa muchachavulgar, se ha establecido en el boudoir de Mabel, y está por hacerlerenovar la decoración, pues quiere que sea de color amarillo, para quevenga bien a su tez, según creo. Dado lo que dice el señor Leighton,parece que la fortuna del pobre señor Blair debe pasar enteramente a sermanejada por este individuo.

—¡Es una vergüenza, una abominable vergüenza!—gritéencolerizado.—Sabemos que este hombre es un aventurero, y, sin embargo,somos completamente impotentes para poder proceder—añadí con amargura.

—¡Pobre Mabel!—suspiró la viuda, que realmente era muy apegada aella.—Sabe, señor Greenwood—dijo, con un inesperado tono deconfianza,—que más de una vez, después de la muerte de su padre, hepensado que ella está en posesión de la verdad; que conoce la razón deeste extraño lazo de amistad que unía al señor Blair con este hombre sinconciencia, a quien tanto poder sobre ella y su fortuna le ha sidootorgado.

Muchas confesiones reservadas me ha hecho, y creo que, siahora quisiera manifestarnos la realidad, podríamos vernos libres deeste demonio. ¿Por qué no lo hace... para salvarse?

—Porque actualmente le teme—contestó en voz dura, desesperado.—Poseecierto secreto que la hace vivir en constante terror. Ese es el motivo,creo yo, de su súbita desaparición y del abandono de su propio hogar. Hadejado a ese hombre en posesión completa e incontestable de todo.

No había olvidado la arrogancia y la confianza en sí mismo, de que habíahecho gala esa noche que por primera vez fue a vernos.

—Pero, señor Greenwood, ¿tendrá usted, ahora, la bondad de disculparmepor lo que voy a decirle?—preguntó la señora Percival, después de unabreve pausa y mirándome fijamente a la c