El Tesoro Misterioso by William Le Queux - HTML preview

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—Pero ahora parece que está usted muy confortable—observé,sonriendo;—tiene una casa cómoda y atrayente, una buena esposa y todolo que puede hacerlo feliz.

—Dice usted bien—contestó, tomando una larga pipa de arcilla de sobreel morillo de la abierta chimenea.—Un hombre no necesita nada más.Estoy demasiado contento y desearía que todo el mundo en Yorkshireestuviera tan confortable como yo en este tiempo tan duro.

La anciana pareja parecía sentirse halagada por nuestra visita, y nosofrecieron bondadosamente un vaso de cerveza fuerte.

—Es cerveza casera—declaró la señora Hales.—Las personas comonosotros no pueden darse el lujo de tener vino, pero pruébenlaustedes—insistió, y como nos vimos instados, tuvimos el gusto deencontrar una excusa para prolongar nuestra visita.

La anciana se fue a la cocina para traer vasos, y aprovechando estacircunstancia, Reginaldo se puso de pie, cerró rápidamente la puerta, y,volviéndose a Hales, le dijo en voz baja:

—Queremos conversar reservadamente con usted unos cinco minutos.¿Reconoce usted ésto?—añadió, sacando la fotografía y poniéndosela pordelante al anciano.

—¡Es mi casa!—exclamó sorprendido.—¿Pero qué hay con eso?

—Nada, salvo que debe usted contestar a mis preguntas. Son de la mayorimportancia, y el objeto real de nuestra venida ha sido para poderhacérselas.

Primero, ¿ha conocido usted un hombre llamado Blair, BurtonBlair?

—¿Burton Blair?—repitió el anciano, apoyando sus manos en los brazosde su silla al inclinarse hacia adelante ansiosamente.—Sí; ¿por qué?

—Ese hombre descubrió un secreto, ¿verdad?

—Sí, por mi intermedio... e hizo millones debido a eso, según dicen.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Hará cinco o seis años.

—¿Cuándo al fin descubrió que vivía usted aquí?

—Eso es. Anduvo recorriendo todos los caminos de Inglaterra paraencontrarme.

—¿Fue usted quien le dio esta fotografía?

—No, creo que la debió robar.

—¿Dónde lo conoció usted por primera vez?

—A bordo del Mary Clowle, en el puerto de Amberes. Era marino, como yo.¿Pero por qué quiere usted saber todo esto?

—Porque—contestó Reginaldo,—Burton Blair ha muerto, y su secreto hasido legado a mi amigo, el señor Gilberto Greenwood, aquí presente.

—¡Burton Blair ha muerto!—exclamó, poniéndose de un salto en pie, comosi hubiera recibido una descarga eléctrica.—¡Burton ha muerto! ¿Lo sabeDick Dawson?

—Sí, y está en Londres—repliqué.

—¡Ah!—exclamó con impaciencia, como si todos sus planes se hubierantrastornado por el conocimiento anticipado que tenía Dawson de lanoticia.—

¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo demonios lo ha sabido?

Tuve que confesar mi ignorancia al respecto, pero, en contestación a supregunta, deploré el fin trágico e imprevisto de nuestro amigo, y lemanifesté cómo había quedado en posesión del paquete de naipes, en loscuales estaba escrito el enigma cifrado.

—¿Tiene usted una idea de lo que en realidad era su secreto?—preguntóel viejo enjuto.—Quiero decir, ¿sabe usted de dónde provenía su granfortuna?

—Nada sé, absolutamente nada. Tal vez usted pueda decirnos algo, ¿no esverdad?

—No—dijo,—no puedo. De pronto se hizo rico, aun cuando un mes o dosantes había andado vagando y muriéndose de necesidad. Me encontró, y yole di ciertos informes, los cuales me recompensó muy bien después.Fueron estos informes, según me dijo, los que formaron la clave para elsecreto.

—¿Nada tenían que ver con este paquete de cartas y la cifra?—leinterrogué impacientemente.

—No sé, pues jamás he visto las cartas de que usted hace mención.Cuando llegó aquí una noche fría, estaba exhausto, muerto de hambre ycompletamente abatido. Le hice comer, le di una cama para que descansaray le dije todo lo que quería saber. A la mañana siguiente, con dineroque yo le presté, tomó el tren para Londres, y cuando volví a saber algode él, fue por una carta en que me comunicaba que había pagado a miorden al Banco del condado, en York, mil libras esterlinas, comohabíamos convenido que sería la suma que me pagaría por mis informes. Yles aseguro, caballeros, que nadie se quedó más sorprendido que yo,cuando al día siguiente recibí una carta del Banco confirmando la de él.Después depositó en el mismo Banco todos los años, el primero de enero,una suma igual, como un pequeño regalo, según él decía.

—¿Entonces, usted no lo volvió a ver más después de esa noche en queconsiguió al fin encontrarlo?

—No, ni una sola vez—contestó Hales, dirigiéndose luego a su esposaque acababa de entrar, para decirle que estaba ocupado con nosotros enuna conversación reservada y pedirle que nos dejara solos, lo cual hizoinmediatamente.—Burton Blair era un hombre de carácteroriginal—continuó, volviéndose a mí,—y siempre lo fue. No hubo nuncamejor marino que comiera carne de buey salada, que él. Era un espléndidonavegante

y

verdaderamente

intrépido.

Conocía

tan

bien

el

Mediterráneocomo otros hombres conocen la calle Cable, en Whitechaple, y su vidahabía estado llena de aventuras. Pero en tierra era un loco atolondrado.Recuerdo con cuánta dificultad escapamos una vez con vida de una pequeñaciudad de la costa de Argelia. Movido por un impulso travieso, lelevantó el velo a una niña árabe que encontramos en el camino, y cuandoella gritó pidiendo auxilio, nosotros apenas tuvimos tiempo de escaparcorriendo velozmente, les aseguro—y se rió con ganas al recordar sustravesuras en tierra.—Pero los dos pasamos momentos duros en Camaronesy en los Andes. Yo era mayor que él y cuando lo conocí por primera vezno pude menos de reírme de lo que creía era ignorancia suya. Pero prontome di cuenta que él había sacado doble provecho que yo de sus viajes yaventuras en el corto tiempo que llevaba de navegación, pues tenía unahábil destreza para desertar e internarse en los puntos que deseaba,siempre que se le ofrecía una oportunidad. Peleó en media docena derevoluciones en los países de Centro y Sud América y solía decirnosque, en cierta ocasión, los rebeldes de Guatemala lo habían elegido suministro de comercio.

—Sí—confirmé yo—era un hombre muy notable en muchos conceptos con unahistoria muy notable también. Desde el principio hasta el fin su vidaera un misterio, y es ese misterio el que trato ahora, después de sumuerte, de descubrir.

—¡Ah! Pero temo que sea una tarea muy difícil la suya—respondió suviejo amigo, sacudiendo la cabeza.—Blair era en todo sumamentereservado. No permitió jamás que su mano derecha supiera lo que suizquierda hacía. Nunca podrá usted conseguir conocer a fondo toda suviveza e ingenio, o sus motivos. ¿Y no puede usted adivinar la razón queha tenido para dejarle su secreto?—añadió, como si hubiese sido unpensamiento repentino.

—Lo ha hecho sólo por gratitud. Pude en cierta ocasión prestarle unapequeña ayuda.

—Lo sé. Me contó todo lo sucedido, diciéndome cómo ustedes dos habíanpuesto en el colegio a su hija para que terminara su educación.Pero—continuó,—Blair ha tenido algún motivo para dejarle a usted esacifra ininteligible; puede estar seguro. El sabía muy bien que jamásobtendría solo su solución.

—¿Por qué?

—Porque otros, antes que usted, lo han intentado y fracasaron.

—¿Quiénes son ellos?—inquirí, con gran sorpresa.

—Uno es Dick Dawson. Si lo hubiera conseguido, habría ocupado el lugarde Blair, transformándose en millonario. Lo que hay es que no ha sidoperspicaz, y el secreto pasó a nuestro amigo.

—Entonces, ¿usted no cree que yo pueda descubrir alguna vez la solucióndel enigma cifrado?

—No—contestó el anciano, con mucha franqueza,—no lo creo, ni se lopredigo tampoco. ¿Y qué es de su hija?—añadió.—Me parece que sellamaba Mabel, ¿no es así?

—Está en Londres y ha heredado toda la fortuna—respondí. Al oír esto,la cara arrugada del viejo se iluminó con una severa sonrisa, y observó:

—No hay duda, hará una espléndida conquista matrimonial. ¡Ah! si ustedpudiera conseguir que le dijera todo lo que sabe, lo pondría en posesióndel secreto de su padre.

—¡Qué! ¿acaso ella lo conoce?—exclamé.—¿Está usted seguro de eso?

—Lo estoy; ella sabe la verdad. Pregúnteselo.

—Lo haré—declaré yo.—¿Pero no puede usted decirnos qué clase deinformes le dio a Blair esa noche que al fin lo volvió a encontrar?—lepregunté persuasivamente.

—No—replicó en un tono decisivo,—fue un asunto reservado, y debeseguir siéndolo. Mis servicios fueron recompensados, y en cuanto a mí meconcierne, yo me he lavado las manos y nada tengo que hacer de él.

—Pero usted puede decirme algo respecto a esta extraña pesquisa deBlair; algo, quiero decir, que pueda ponerme en la senda de la solucióndel secreto.

—El secreto de cómo obtuvo su fortuna, dice usted, ¿eh?

—Por cierto.

—¡Ah! mi estimado señor, eso no lo descubrirá nunca, fíjese bien, auncuando llegue a vivir hasta los cien años. Burton Blair se cuidó bien deocultar eso a todo el mundo.

—Y estuvo muy bien ayudado por hombres como usted—le dije, con untanto de impertinencia,—me temo.

—Tal vez, tal vez, sí—replicó rápidamente, con su cara enrojecida.—Leprometí guardar silencio y he cumplido mi promesa, porque la posicióndesahogada y confortable de que gozo ahora, la debo únicamente a sugenerosidad.

—Un millonario puede hacer cualquier cosa, ciertamente. Su dinero leasegura sus amigos.

—Amigos, sí—respondió el anciano, gravemente;—pero no felicidad. Elpobre Burton Blair era uno de los hombres más desgraciados, estoy bienseguro de eso.

Yo sabía que hablaba la verdad. El millonario me había confesado muchasveces, en confianza, que había sido mucho más feliz en sus días depenurias y atolondradas aventuras allende los mares, que ahora que erapropietario de la gran mansión de West End y de la primera posesiónrural del condado de Herefordshire.

—Atención—exclamó Hales, de pronto, paseando su mirada penetrante deReginaldo a mí y sucesivamente,—voy a hacerles una advertencia—y bajóla voz hasta convertirse casi en un débil murmullo.—Ustedes dicen queDick Dawson ha vuelto. ¡Tengan cuidado con él! ¡Pueden apostar sucabeza, seguros de que ese hombre tiene malas intenciones! ¡Tengan,también, mucho cuidado de su hija; ella sabe más de lo que ustedespiensan.

—Nosotros abrigamos una ligera sospecha de que Blair no ha muerto decausas naturales—observé.

—¿Tienen ustedes recelos?—exclamó, sobresaltado.—¿Por qué creen eso?

—Las circunstancias han sido tan notables, que nos han hecho entrar endudas—

repliqué, y entonces pasé a explicarle el trágico fin de nuestroamigo y todo lo sucedido, como ya he tenido ocasión de referirlo.

—¿No sospechan ustedes nada de Dick Dawson?—preguntó ansiosamente elanciano.

—¿Por qué? ¿Tenía algún motivo para desear verse libre de nuestroamigo?

—¡Ah! Yo no sé. Dick es un cliente muy entretenido. Siempre lo tuvobajo su dominio a Blair. Formaban una pareja muy notable; el unosurgiendo como millonario, y el otro viviendo en el extranjero, creo queen Italia, en el mayor secreto y retiro.

—Dawson debía tener algún motivo muy poderoso para permanecer tanoculto—

observé.

—Porque se veía obligado a estarlo—contestó Hales, con un movimientomisterioso de cabeza.—Existían razones para que él no asomase a la luzsu rostro. Yo mismo me quedo asombrado de ver cómo se ha atrevido ahoraa mostrarse.

—¡Qué!—grité ansiosamente,—¿acaso lo necesita la policía?

—Me imagino que no recibiría con agrado la visita de cualquiera de esoscaballeros escudriñadores de la Scotland Yard—contestó el anciano,después de cierta vacilación.—Recuerden ustedes que yo no hago ningunaacusación, absolutamente ninguna. Sin embargo, si intenta cometer algunamala acción, pueden ustedes mencionarle, como de paso, que Enrique Halesvive todavía, y está pensando en venir a Londres para hacerle una visitamatinal. Observen entonces el efecto que estas palabras producirán enél—y el anciano se rió, añadiendo:—¡Ah! señor Pájaro Dawson, meimagino que todavía tiene que arreglar sus cuentas conmigo.

—¿Entonces nos ayudará usted?—exclamé con vehemencia.—¿Puede ustedsalvar a Mabel Blair si quiere?

—Haré todo lo que pueda—fue la respuesta de Hales,—porque reconozcoque se está tramando por alguna parte una ingeniosísimaconspiración.—Luego, después de una corta pausa, durante la cualrellenó de tabaco su pipa, y con sus ojos fijos en mí pensativamente,añadió:—Hace un momento que ha dicho usted que Blair le ha legado susecreto, pero no me ha explicado los términos exactos de su testamento.¿No decía nada sobre eso?

—En la cláusula en que me hace la donación, hay una extraña copla quedice: King

Henry

the

Eighth

was

a

Knave

to

his

queens,

He'd

one

short

of

seven

and nine or ten scenes!

e insiste también en que oculte el secreto a todos los hombres,exactamente como él lo ha hecho. Pero, estando cifrado elsecreto—añadí,—me será imposible conocerlo.

—¿Y no tiene la clave?—sonrió el viejo marino, de rostro endurecidopor las inclemencias del mar.

—¡Ninguna... salvo que la clave esté oculta dentro de esarima!—exclamé, ocurriéndoseme, por primera vez, este extraño y rápidopensamiento. Y de nuevo repetí en alta voz la copla. Sí, todas lascartas de juego que hay en ese paquete de naipes, están mencionadas enella:

King

(rey),

eight

(ocho),

Knave

(sota),

Queen

(reina),

seven

(siete),

nine (nueve), ten (diez).

Mi corazón dio un salto. ¿Sería posible que arreglando las cartas en elorden siguiente pudiera leerse el registro?

¡Si era eso así, entonces el extraño secreto de Burton Blair era mío alfin!

Manifesté mi sorprendente y súbita idea, y la cara tostada del ancianose iluminó con una sonrisa triunfante, exclamando:

—Arregle las cartas y haga la prueba.

XX

LA LECTURA DEL REGISTRO

El sobre que encerraba en su seno las treinta y dos cartas, estaba en mibolsillo, junto con la fotografía pegada al lienzo; por lo tanto,despejé la cuadrada y vieja mesa de roble, las saqué ansiosamente y lascoloqué encima de ella, mientras Reginaldo y el anciano me mirabanfaltos de aliento.

—El primero mencionado en la rima es el rey—dije.—Pongamos los cuatroreyes juntos.

Una vez arreglados, coloqué los cuatro ochos, las cuatro sotas, lasreinas, ases, nueves y dieces, en el orden que llevaban en la poesía.

Reginaldo fue más rápido que yo en leer la primera columna y declaró queera un enredo enteramente ininteligible. Luego leí yo, y, profundamentedecepcionado, me vi obligado a confesar que, después de todo, allí no seencontraba la clave.

Sin embargo, recordé lo que mi amigo de Leicester me había explicado,advirtiendo cómo podía encontrarse en la primera letra de cada carta,leyendo consecutivamente una tras otra en todo el paquete, y traté,repetidas veces, de arreglarlas de una manera inteligible, pero no tuveningún éxito. La cifra seguía tan confusa y enigmática como siempre.

Noches enteras había pasado con Reginaldo, tratando, en vano, dedescubrir algo, pero siempre había sido inútil, pues no habíamos podidonunca descifrar ni una sola palabra.

Cambié las letras de arriba a abajo, pero el resultado fue el mismo.

—No—observó el anciano Hales,—todavía no ha conseguido encontrar loque buscaba; pero estoy seguro, sin embargo, de que anda cerca. Esacopla da la clave, usted me lo ha hecho notar.

—Sinceramente creo que es así, pero la cuestión es descubrir el arregloconveniente de las cartas—declaré agitado y sin aliento.

—Justamente—observó Reginaldo con tristeza.—En eso está laingeniosidad de la cifra. Es tan sencilla, y, sin embargo, tanextraordinariamente complicada a su vez, que las posibles combinacionesque pueden hacerse con ella ascienden a millones. ¡Piensa en ello!

—Pero tenemos la rima, la cual, distintamente, nos indica suarreglo.—Y volví a repetir la copla.—Es bastante claro, y debíamoshaberlo visto desde un principio—

respondí.

—Entonces, pruebe con el rey de un palo, con el ocho de otro, la sotade otro... y así con los demás—indicó Hales, agachándose con vivointerés sobre las pequeñas cartas.

Sin pérdida de tiempo seguí su consejo, y cuidadosamente volví acolocarlas de la manera que había dicho. Pero de nuevo el resultado fueininteligible, pues no fue más que un grupo de letras enigmáticasengañadoras y decepcionantes.

Recordé lo que mi amigo, perito en la materia, me había dicho, y micorazón se abatió profundamente.

—¿No conoce usted, en efecto, los medios por los que puede resolverseel problema?—le pregunté al anciano señor Hales, pues se habíaapoderado de mí en ese momento la sospecha de que él los conocía bien.

—Le aseguro que no puedo decirle nada—fue su rápida réplica,—porqueno los conozco. Sin embargo, a mí me parece que esa copla forma, dealguna manera, la clave. Intente otro arreglo de las cartas.

—¿Cuál? ¿Qué otro puedo probar?—pregunté confundido, pero él sólosacudió la cabeza.

Reginaldo, con papel y lápiz en la mano, estaba tratando de descifrar yhacer comprensibles las letras por medios que varias veces habíaintentado yo, a saber: substituyendo la A por la B, la C por la D, y asítodas las demás. Después probó añadir dos letras, luego tres, y más aún,con el fin de descubrir la clave, pero, como ya me había sucedido antesa mí, su trabajo fue enteramente perdido.

Mientras tanto, el anciano, que parecía manejar las cartas condemasiado interés, estaba, lo vi, tratando de volverlas a arreglar élsolo, colocando su dedo sobre una, luego sobre otra y después sobre unatercera, como si hubiera sabido el arreglo concreto de ellas, y leyendopara sí el registro.

¡Tal vez era posible que estuviera en posesión de la clave del problemaque teníamos allí desplegado, y que se estuviese enterando del secretode Burton Blair, mientras nosotros permanecíamos ignorándolo!

De pronto, el anciano y enjuto marino se enderezó, y, mirándome,exclamó, con una sonrisa de triunfo:

—Mire, señor Greenwood; aquí hay cuatro palos, ¿no es verdad? Haga laprueba por orden alfabético: los bastos, copas, espadas y oros. Primerotome todos los bastos y arréglelos así: rey, ocho, sota, reina, as,siete, nueve, diez; luego las copas, y después los otros dos palos. Unavez terminado el arreglo vea lo que puede sacar de eso.

Ayudado por Reginaldo, procedí de nuevo a colocar sobre la mesa lascartas como me había indicado, y las arreglé, según la extraña rima, encuatro columnas de ocho cartas cada una, por orden alfabético.

—¡Al fin!—gritó Reginaldo, casi fuera de sí de gozo.—¡Al fin! ¡Ya latenemos, viejo! ¡Mira! Lee la primera letra de cada carta hasta abajo,una columna después de otra. ¿Qué es lo que deletreas?

Los tres estábamos sin poder respirar, y aparentemente el más agitado detodos era el viejo Hales, o, tal vez, nos había estado extraviando yfingiendo ignorancia. Había arreglado solo la primera fila, la debastos, pero ya se leía lo siguiente: Rey

B O N T D R N N C R O A U I T

Ocho E I T Y G O J T A E N N W N H

Sota T N H J E N T Y N D J O I D E

Reina W T E S J T H F D T O L L T C

As

E W J I W H E O E H N D L H R

Siete E H L X H E F U F E E E F E O

Nueve N E E P E F I R E R W O I O S

Diez T R F A R I F J N E I N N L S

—La primera columna empieza con la palabra Between (¡Entre!)—

grité,contemplando atónito lo primero comprensible que había descubierto.

—¡Sí, y yo veo otras palabras en las demás columnas!—exclamóReginaldo, arrebatándome, lleno de agitación, algunas de las cartas queyo tenía, y ayudándome a arreglar las otras filas.

Aquellos instantes han sido los más agitados, nerviosos y solemnes de mivida. El gran secreto que había producido toda su fabulosa riqueza aBurton Blair, iba a quedar revelado para nosotros.

¡Podía convertirme en un millonario, como había sucedido con su difuntodueño!

Una vez arregladas todas las cartas en el orden correspondiente: lasocho de copas, las ocho de espadas y las ocho de oros debajo de las ochode bastos, tomé un lápiz y escribí la primera letra de cada carta.

—¡Sí!—grité, casi fuera de mi razón y presa de la mayorexcitación,—el arreglo es perfecto. ¡El secreto de Burton Blair estádescubierto!

—¡Es una especie de registro!—exclamó Reginaldo.

Y empieza con las palabras: Entre el Ponte del Diávolo... ¡Este nombrees italiano, y supongo que querrá decir: ¡Puente del Diablo!

—El Puente del Diablo es un antiguo puente medioeval que hay cerca deLucca—

expliqué rápidamente, y luego recordé la cara grave del monjecapuchino, que vivía en el silencioso monasterio próximo a dicho paraje.Pero en ese momento toda mi atención estaba dedicada a aclarar elenigma, y no tenía tiempo para reflexionar. La letra Y estaba colocadaen algunos puntos en lugar del espacio, con el fin aparentemente deconfundir, y así ocultar el secreto de cualquiera solución probable ocasual.

Al fin, después de un cuarto de hora casi, porque algunas de las letrasestaban bastante borradas, descubrí que el registro cifrado que habíaestado escribiendo era un extraño documento que contenía lo siguiente:

«Entre el Puente del Diablo y la punta donde el Serchio se une al Lima,sobre la orilla izquierda, a cuatrocientos cincuenta y seis pasos desdela base del puente donde el sol brilla sólo una hora el cinco de abril ydos horas el cinco de mayo, a mediodía, descended veinticuatroescalones, detrás de los cuales puede un hombre defenderse decuatrocientos. Hay dos grandes rocas, una a cada lado. En una de ellasse encontrará grabada una vieja E. Bajad a la mano derecha y hallaréislo que buscáis. Pero primero encontrad al anciano que vive en la casa delas Encrucijadas.»

—¿Qué significará todo esto?—observó Reginaldo, y, volviéndose alseñor Hales, añadió:—La última parte se refiere a usted.—El anciano serió intencionalmente, y comprendimos que sabía más de los asuntos deBlair, que lo que quería confesar.

—Significa que en ese estrecho y romántico valle de Serchio se hallaescondido algún secreto, y estas son las instrucciones paradescubrirlo—dije.—Conozco el tortuoso río y el punto exacto donde, através de los siglos, el agua ha conseguido abrirse paso sobre un lechorocalloso y profundo lleno de peñascos gigantescos, saltos torrentosos yhondas lagunas. Sobre este puente se cuentan muchas extrañas historiasdel diablo, asegurándose que fue él en persona quien lo construyó, conla condición de tomar para sí el primer ser viviente que pasase por él,y que fue un perro.

En realidad—añadí,—el paraje es uno de los másagrestes y románticos de toda la campiña toscana. Es extraño, también,que a sólo tres millas del lugar indicado viva en el monasteriocapuchino fray Antonio.

—¿Quién es fray Antonio?—preguntó Hales, quien contemplaba aún lascartas con toda atención.

Le expliqué, y el anciano se sonrió, pero yo conocí que en ladescripción del monje había reconocido a uno de los amigos de Blair, delos años pasados.

—¿Quién habrá escrito este registro?—le interrogué.—Blair no ha sido,eso es evidente.

—No—fue su contestación.—Ahora que legalmente le pertenece, pordonación de nuestro amigo, y que ha conseguido descifrarlo, puedo,también, contarle algo más sobre eso.

—Sí, hágalo—gritamos ansiosamente los dos.

—Bien entonces; voy a referir cómo fue—explicó el enjuto anciano,apresando el tabaco en su larga pipa.—Hace varios años que era yoprimer piloto del buque «Annie Curtis», de la matrícula de Liverpool,ocupado en el comercio de frutas del Mediterráneo y que regularmentehacía sus viajes entre Nápoles, Esmirna, Barcelona, Argelia y Liverpool.Nuestra tripulación era mixta, pues se componía de ingleses, españoles eitalianos, y entre estos últimos había un viejo llamado Bruno. Era unindividuo misterioso, originario de la Calabria, y entre los demástripulantes se susurraba que había sido el jefe de una célebre partidade bandidos, que había sembrado el terror en la parte más al Sud deItalia, la cual había sido recientemente exterminada por loscarabineros. Los otros italianos lo conocían por el sobrenombre deBaffitone, que, según creo, quiere decir Bigotudo.

Era muy trabajador, casi no bebía, y, al parecer, era bastante educado,porque hablaba y escribía bien el inglés, y, además, siempre estabaatormentando a los demás para que le hicieran enigmas y cifras, a cuyasolución se dedicaba en sus momentos de ocio. Un día, que era laconmemoración de una fiesta religiosa, lo cual fue motivo de excusapara los italianos, pues lo aprovecharon como festivo, lo encontré en elcastillo de proa escribiendo algo en un pequeño paquete de cartas. Tratóde ocultarme lo que estaba haciendo; pero, despertada mi curiosidad,noté en el acto cómo las había arreglado, y ese hecho mismo me demostróqué cifra tan notablemente ingeniosa había descubierto.

El anciano se calló un momento, como si vacilara referirnos toda laverdad del asunto. Al fin, después de encender su pipa con una astilla,reanudó su relación, diciendo:

—Abandoné el mar, volví aquí al lado de mi esposa y pasaron seis añossin que supiera nada del italiano, hasta que un día, con aspecto de unhombre de recursos y vestido con un traje nuevo y sombrero duro, tambiénnuevo, se presentó a verme.

Todavía estaba en el «Annie Curtis», perocomo la barca se hallaba en dique seco, él, según me dijo, había queridobajar a tierra para anda