El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Pues ahora ya no tiene derecho—exclamó precipitadamente y lanzandomiradas ansiosas al plato D.ª Faustina.

—¿Y por qué no la ha de tener, si estaba distraído?—repuso D.ªFeliciana.

—Pues por lo mismo; el juego es juego y se ha de atender á él conformalidad.

—No se apure usted tanto, señora, que no es puñalada de pícaro. Situviera los cinco sentidos puestos en el cartón, como usted, no lesucedería eso.

—No se necesita tener puestos los cinco sentidos para apuntar losnúmeros que salen, y es triste gracia que, porque una persona sedistraiga, los demás suframos las consecuencias.

—Más triste es la gracia de ganar una lotería y que otro se la lleve.

—Mire usted—dijo Paco al oído de la señora que tenía á su lado—conqué energía defiende D.ª Feliciana los perros chicos de su yerno.

D.ª Feliciana comprendió por el movimiento de los labios del jugador ypor la sonrisa de su compañera que había servido de tema á una burla, yno dijo otra palabra.

El juego continuó y volvió á escucharse el cánticode los números en medio de religioso silencio. Al cabo de unos instantesD.ª Faustina dió el alto.

Considere el lector lo que entonces pasó por el corazón de D.ªFeliciana. Si no fuese porque Paco la miraba fijamente y sonriendo, esseguro que aquella noche D.ª Faustina hubiera oído las verdades delbarquero. Otras cinco veces entraron de golpe las bolas de boj en labolsa, y otras tantas salieron una á una y con pausa. Con la vista fijaen los cartones y un grano de maíz entre los dedos, los tertulianospermanecían silenciosos y atentos, excepto nuestro señorito que á menudose inclinaba hacia la oreja nacarada de Carmen para decirle algunaspalabras. Aunque parezca mentira, aquel senado gozaba placeres infinitosmientras alguno de sus miembros no gritaba «¡alto! ¡alto!» El único quese aburría soberanamente era Paco, quien procuraba ostentar suaburrimiento y presentarlo á la tertulia como un nuevo derecho á sugratitud y admiración. Su grito bronco y desafinado llegabaperfectamente hasta la tienda y hacía sonreir á los padres graves en losmomentos de silencio. La charla de éstos sólo llegaba á la trastiendacuando degeneraba en disputa. Á las diez se levantó una señora diciendoque era muy tarde. Las demás lograron convencerla de que debía esperarla última lotería.

Cuando concluyó, todos empujaron los cartones haciaadelante. Paco comenzó á tirar granos de maíz á las señoras, que sealborotaron como gallinas en el corral, y muertas de risa dispararoniguales proyectiles contra el agresor, quien, haciendo muecas ycontorsiones cómicas, fué á refugiarse en un rincón de la estancia.Mientras tanto Octavio separaba un lápiz de oro que pendía como dije dela cadena de su reloj, y volviendo un cartón del revés escribió estaspalabras: «Adiós, dueño mío; voy á pensar en ti». Después presentó elcartón á su novia. La niña se rió, y pidiéndole el lápiz comenzó áborrar lenta y cuidadosamente lo escrito.

—Vaya, vaya, que es muy tarde—dijo con impaciencia la señora queprimero se había levantado.

Empezaron á ponerse los abrigos. Paco tomó el serenero de una señora, seenvolvió la cabeza con él y salió de esta traza á la tienda, donde fuérecibido con risas protectoras y benévolas. Las señoras á su vezchillaban y soltaban carcajadas agudas que provocaban á reir. Hubo, lomismo que á la entrada, apretones de manos, besos sonoros y mucho ruido.Todas las damas hablaban á un tiempo. Octavio aprovechó la confusiónpara mandar un beso á su novia con la punta de los dedos. Por fin elbullicioso grupo salió á la tienda, y de allí, después de haber tomadoen su compañía la parte masculina de la tertulia, á la calle. En lapuerta encontraron á Homobono Pereda, que era un muchacho de veintidósaños con las piernas torcidas y cara de niño llorón. En Vegalora lellamaban el Feto. Acababa de concluir la carrera de Filosofía y Letrasen Madrid y tenía ya escrito y publicado un volumen sobre los Orígenesde la vida; otro, que comprendía sólo la parte general, sobre el Librealbedrío, y un folleto de sesenta páginas titulado ¿Adónde vamos? enel cual se esclarecían de todo en todo las más famosas teorías ysistemas que han nacido para defender la inmortalidad del alma. D. Linodeploraba en público «las ideas extraviadas y los sueños» de su hijo,pero en realidad no dejaba de considerarlo como un milagro y como á tallo sacaba á pasear casi todas las tardes por la villa, ofreciéndolo á laadmiración de sus convecinos con la misma unción que el sacerdote alpresentar el Santísimo Sacramento á la vista del pueblo.

—¡Á buena hora llega usted!—dijeron á un tiempo dos señoras, así quevieron á Homobono.—De seguro estaría usted estudiando... Los libros lesacan á usted loco.

—No lo crean ustedes—repuso el Feto ruborizándose.—No hice más queentretenerme un rato... Pensaba venir á jugar, pero se me pasó la horasin saber cómo... Aunque ya era tarde, como estaba fatigado, salí átomar un poco el fresco...

Tengo la cabeza como un horno...

—Eso no puede ser bueno, Homobono—dijo una señora.

—Se está usted matando—añadió otra.

—Todos los extremos son malos—apuntó una tercera.

—¡Sí, sí, estudia, querido,—exclamó Paco Ruiz,—que ya verás cómo tepaga este país!

D. Lino sonreía bienaventuradamente diciendo al promotor «que bueno eraestudiar; que brutos demasiados había en Vegalora». El grupo siguiómarchando por las calles oscuras y mal empedradas, riendo cuando algunotropezaba y charlando animadamente. Poco á poco se fué reduciendo elpelotón por ir deteniéndose cada cual á la puerta de su casa. Octavio nose fué á la suya hasta después de acompañarlos á todos. Ya sabemos eltrabajo que le costaba despedirse de un concurso. Cuando llegó á ella,su madre le esperaba y la cena también. D. Baltasar se había ido á lacama.

Durante la cena, madre é hijo hablaron como dos amigos en tonodiscreto y confidencial. No diremos lo que hablaron, porque se vahaciendo muy largo este capítulo. Sólo apuntaremos que Octavio llevócasi todo el tiempo la palabra y que su madre le escuchaba atentamente ycon satisfacción. Los ojos de D.ª Rosario expresaban un orgullo inocenteal posarse sobre el rostro de su hijo, mas lánguido y ojeroso que decostumbre.

Finalmente, entróse nuestro mancebo en el cuarto donde por la mañana leencontramos, y mientras se desnudaba perezosamente y arreglaba convoluptuosidad las cortinas del lecho, no dejó de pensar un instante...¿En quién, en quién pensaba el hijo único de D. Baltasar Rodríguez? Laspalabras fugaces que se le escapaban una que otra vez de los labios eranincoherentes. Sólo cuando alzó la ropa del lecho y metió una piernadentro se le oyó claramente decir: «¡Que elegancia, qué distinción!»

Ymás tarde, cuando apagó de un soplo la luz de la bujía y se zambulló enlas sábanas, también se le oyó murmurar: «Muy linda: tiene un tipoideal, pero ¡es tan cursi la pobre!»

VI

Un día más.

LA doncella que á la mañana siguiente entró en el dormitorio de lacondesa de Trevia hizo el menor ruido posible al entreabrir losbalcones. Dirigió una mirada triste y compasiva al lecho de su señora ysalió sobre la punta de los pies como había entrado. La condesa seincorporó y estuvo buen rato paseando la vista por los objetos que entorno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si lahubiesen trasportado durante el sueño á un paraje que jamás hubieravisto. Tenía las mejillas encendidas: sus ojos brillaban de un modosombrío debajo de la primorosa cofia que mantenía prisioneros loscabellos. Bien se echaba de ver que no había despertado en aquelmomento. El sueño dulce de la juventud no arrebata de tal suerte lasmejillas; no infunde en los ojos semejante brillo ni deja, sobre todo,tal expresión aciaga sobre el rostro.

Por delante de aquellos ojos inmóviles y resplandecientes como el acerobruñido había desfilado durante la noche una procesión de fantasmas. Lamirada de Laura guardaba aún restos del terror y el extravío que lasvisiones infunden en el alma.

¿Qué había pasado aquella noche? Sería lo que otras veces. Porque lajoven condesa, en los años que llevaba de matrimonio, había vistodesfilar muy á menudo sobre su lecho la misma procesión de fantasmaspálidos. Un criado indiscreto dijo al cabo de algún tiempo á un vecinode Vegalora que aquella noche había visto por la rendija de una puerta ála condesa de rodillas ante miss Florencia. El conde, con el rostro máspálido que nunca, los brazos cruzados y un poco tembloroso, estaba enpie mirándola fijamente. Antes había percibido en el gabinete de susamos ruido de pasos precipitados, voces y gemidos.

La condesa concluyó por fijar su mirada extraviada en el brazo que teníafuera de la cama: hizo un gesto de dolor, sacó el otro que tenía entresábanas, y suave y lentamente empezó á recoger hacia arriba la manga delprimero. La tenue camisa de batista fué poco á poco arrollándose entorno de aquel brazo como un turbante. Los hechizos de aquel brazo,prodigio de elegancia y blancura, iban quedando al descubierto sinrecibir el homenaje de admiración que un escultor le hubiera seguramenteotorgado. Cesó de dar vueltas. En una de ellas apareció sobre el fondoblanco y lustroso una gran mancha morada con bordes amarillentos. Laura,al ver aquella mancha, no pudo reprimir un leve gesto de espanto.Después siguió con la vista clavada en ella larguísimo rato con la mismaexpresión de extravío ó indiferencia.

Poco á poco se fueron contrayendosus labios y dejaron paso á una sonrisa dura y cruel como nunca se habíavisto en su cándida boca. Y detrás de esta sonrisa quiso percibirse,allá en el fondo de la garganta, una risa apagada, nerviosa,amenazadora, como jamás tampoco había salido de su pecho. Todas lasalmas, hasta las más puras, se sienten acariciadas en algún instante dela vida por el crimen. La condesa sentía ahora sobre la frente su besoardoroso, maldito. Separó los ojos de la mancha morada y los moviósiniestramente en todas direcciones. Parecía buscar la víctima. Dejóvagar sus manos crispadas sobre la cama, apretando con fuerza la ropa.Quizá buscaba el arma.

Pero ni la víctima ni el arma se mostraron. En vez de ellas, tropezaronsus ojos al pasar por la ventana con los almenados riscos de la PeñaMayor, que flotaba á lo lejos en el éter azul. Pocas veces apareció tanpura y limpia de vapores como en aquel momento. La mañana eraespléndida. El sol había madrugado mucho, señal cierta de que á latarde se nublaría. Los contornos de la Peña Mayor y de sus compañerasparecían dibujados sobre el gran lienzo del firmamento por un pincelmonstruoso. Laura miró otra vez á la mancha del brazo y otra vez levantóla vista hacia las altas montañas del horizonte. El odio y la ira quehabían enturbiado sus claras pupilas se fueron disolviendo y tornaron áaparecer en ellas las purezas y hermosuras del fondo. No tardaron ennublarse de lágrimas y aun en dar paso á un torrente de ellas que leabrasaron las mejillas, refrescándole el alma.

Vistióse con pausa, sin pedir auxilio á la doncella, y arrastrando unpoco los pies, que iban calzados con unos pantuflos de raso amarillo, seacercó á la ventana. Las mañanas son frescas en este país hasta en elmes de Junio, y los cristales se habían empañado. Se puso á escribirdistraídamente sobre ellos con su dedo rosado. Primero escribió sunombre varias veces. Después trazó el de su niña «Emilia»; después el desu hijo mayor «Pepito». Las letras despedían hermosos reflejos azules.El dedo de la condesa, al trazarlas, producía débil chirrido. Quedóse uninstante pensativa. De pronto escribió rápidamente con caracteres casiininteligibles sobre el cristal el nombre de «Carlos». Era el de sumarido. Y al instante, rápidamente también y con cierta ansiedad feroz,puso la palma de la mano sobre él y lo hizo desaparecer. Quedó limpio elcristal. La Peña Mayor, bañada ya por la luz del sol, dejóse verrisueña y serena como nunca.

Hizo llamar á sus hijos, y pasó más de una hora jugando con ellos comouna niña. El que la hubiese visto retozar locamente y correr de un ladoá otro, ora ocultándose de Pepito, ora persiguiendo á Enriqueta, orallevando entre sus brazos á Emilia para sustraerla á las caricias de sushermanos, no imaginaría seguramente que pocos momentos antes derramabacopioso y amargo llanto. Una de las propiedades que caracterizaban á lajoven condesa era el pasar fácilmente del pesar á la alegría.

Sunaturaleza sana y equilibrada rechazaba el dolor, como los organismosrechazan siempre los cuerpos extraños. Aquella sangre, henchida dejuventud, que discurría por sus venas azuladas, tiñendo de carmín lasmejillas y latiendo poderosa en las sienes, tenía fuerza bastante paraahogar los negros fantasmas de la imaginación. Era el suyo untemperamento feliz que sólo muy tristes y odiosas circunstancias podíanvolver desgraciado.

Después que los niños fueron á estudiar sus lecciones se puso á escribiruna carta.

Antes de terminarla recibió la visita de su hermana Matilde,que habitaba como señora la casa de Estrada. Sus padres habían fallecidoy también una de sus hermanas. Otra, llamada Ángela, se había casado conun ingeniero belga y se había ido á establecer á Andalucía. Matilde erala única que vivía en el país, casada con un muchacho más alto y fornidoque rico, gran bebedor y jugador de bolos, que poseía los instintosgroseros y viciosos de un labriego y los humos nobiliarios de unmayorazgo. Tenían ya siete hijos, y aunque Laura y Ángela les cedieransu parte de herencia, criábanlos más pobremente aún que D. Álvaro habíacriado á los suyos. Raro era el año que no vendían alguna finca ótomaban á préstamo dinero para cubrir el déficit de sus ingresos.

Charlaron mucho, muchísimo. Laura no se cansaba de acariciar á suhermana y de contemplarla con ojos ansiosos y húmedos. Recorrieron todala casa. Matilde quiso ver las ropas y objetos de Laura, y ésta, porcomplacerla, se tomó la molestia de mostrárselos, sin notar las miradaspenetrantes y codiciosas que aquélla posaba sobre ellos, ni la sonrisade despecho que vagaba por sus labios. Las telas deslumbrantes quederramaban un perfume delicado, los encajes costosísimos y los milprimores de todas suertes que iban saliendo de los baúles, despertabanen Matilde la sensualidad y concupiscencia de su naturaleza aldeana.¡Cómo se hubiera reído de quien le dijese que su hermana, la opulentacondesa de Trevia, era más desgraciada que ella!

Almorzaron en el palacio, y gracias á esta circunstancia huboconversación en la mesa. Poco después de tomar el café, Matilde rogó quesacasen los caballos de la cuadra, pues había dejado á los pequeños conla criada y estaba inquieta. Y montando con más arrojo que donaire yacompañada de su robusto marido, partióse al trote corto, y es fama quedurante el camino no dirigió la palabra á su consorte.

Volvió Laura á la soledad de su cuarto. El día seguía despejado ycaluroso. Era la hora de la siesta. Los ruidos del campo se habíanapagado por completo. En la casa no se escuchaba más que la conversaciónde los criados que departían ó altercaban en la cocina y el choque de lavajilla al ser limpiada. Después de permanecer un rato apoyada en laventana, resolvióse á salir, no sin haberse procurado una sombrilla ytomar su álbum de dibujos y algunos lápices. Cuando salvó la huerta conligero paso, el calor había alcanzado su grado máximo. El sol relucíairacundo en las alturas con grandes ansias de reducir á cenizas todoslos verdores del valle. El viento perezoso no les daba ayuda con leve yfresco soplo siquiera. Los árboles, las hierbas, las plantas y lasflores sufrían á pie firme aquel chubasco de rayos con dignidad yresignación.

Puesto que no hay otro remedio, parecían decir, dejémonostostar por ese bárbaro, esperando mejores tiempos. Algunas hojas máspequeñas que las otras no podían resistir aquel infierno y se doblaban yretorcían como pacientes en el tormento.

La condesa avanzaba por la huerta. La sombra desmesurada de su quitasolcorría como densa nube por encima de los cuadros de hortaliza. Algúnpájaro que venía jadeante á refugiarse entre los árboles proyectabatambién su monstruosa silueta al pasar. Abrió la puerta de la pomarada,y entrando en ella la recorrió á lo ancho hasta dar con su mano en elpestillo de otra puerta de madera. Detrás de ésta había un vasto campopoblado de castaños que estaba en declive y era también pertenencia dela casa.

Empezó á subir por él lentamente, apoyándose en el quitasol queya había cerrado.

Parábase de vez en cuando á tomar aliento con pretextode contemplar el valle que se iba desplegando á sus espaldas coninfinitos tonos verdes que la luz del sol matizaba.

Cuando se sintióincapaz de seguir, buscó con la vista el castaño más grande y frondoso yfuése á sentar debajo de él. Dejó pasear su mirada serena por el hermosopanorama que tenía delante. El Lora, como una cinta de plata bruñida,desarrollábase á sus anchas por la parte llana. Las montañas mostraban álo lejos sus faldas de terciopelo verde.

Por último abrió el álbum, y tomando el lápiz se puso á dibujar eltronco añoso y retorcido de un árbol cercano. Embebecida en su trabajono escuchaba el crujir de la hierba que no muy lejos de allí estabansegando. Al cabo de poco tiempo una voz fresca de barítono entonó conpausa las primeras notas graves de uno de los cantos del país. Lauradejó reposar el lápiz: le parecía conocer aquella voz y aquel canto.Sintió vibrar en su corazón los ecos perdidos de aquella balada triste ymonótona como todas las que resuenan en los valles del Norte. En otrotiempo lejano, muy lejano, esas mismas notas, suaves como el arrullo dela tórtola y prolongadas como el rumor del río, habían pasado muchasveces por la garganta de una niña cándida y alegre á quien todos besabany llamaban de tú, trasformada después en ilustre dama.

Cuando el canto hubo cesado, se levantó y empezó á caminar hacia elsitio de donde saliera. No tardó mucho tiempo en ver desde el bosquedonde se hallaba un prado extenso que le seguía. En medio de él unacuadrilla de segadores inclinados hacia la tierra movían sus brazos ácompás. Cerca de ellos, en pie, estaba un joven vestido de dril azul ysombrero de paja. Era nuestro conocido Pedro, que vigilaba los trabajosde la gente y los dirigía. Podría tener unos veinticinco años de edad.Era de mediana estatura, robusto y bien formado, de rostro moreno yexpresivo, con grandes ojos negros y cabello crespo y enredado. No habíanacido en la Segada, sino muy cerca de la casa de D. Álvaro Estrada.Tocóle ir de soldado á los veinte años y consiguió llegar á sargento muypronto por su buena conducta y rápida comprensión. Cuando volvió á supaís, hacía poco más de un año, había perdido el hábito de trabajar enlas faenas del campo, aunque ganara mucho en el manejo de la pluma ybuenos modales. Por influencia de Matilde y su marido entró comoadministrador subalterno de la casa de Trevia, habitando en el palaciode la Segada y dependiendo del administrador general, que residía en lacapital de la provincia.

La condesa se fué acercando al sitio donde estaba la cuadrilla. Al verlatodos suspendieron el trabajo: apoyados en la guadaña quedáronsecontemplándola mientras Pedro corrió hacia ella con el sombrero en lamano.

—¿No tiene usted miedo al calor, señora condesa?

—No; viniendo preservada del sol no es tan grande. Ponte el sombrero.Al parecer, pronto segaréis el prado.

—Pensábamos darlo por concluído esta tarde.

—Mucho es, sin embargo.

Llegaron cerca de los segadores, que la saludaron llevando las manos álos sombreros, boinas y monteras, que de todo había. La condesa pasó lavista por aquellos rostros atezados y cubiertos de sudor que sonreíanrústicamente sin quitarla ojo.

—Mal día tenéis, amigos míos—dijo movida á compasión por la fatiga querevelaban.

—La luna nos incomoda un poco, señora—respondió un viejosonriendo,—pero ya estamos acostumbrados.

Los compañeros rieron, y la condesa también, por complacencia.

—Mira, ven á mostrarme el establo: así nos libraremos un poco delcalor.

—Como guste la señora.

El establo se hallaba en la parte superior del prado. Era un edificioconstruído con poco esmero, compuesto únicamente de una gran pieza alnivel de la tierra para el ganado, y otra encima de ella para guardar lahierba. Pedro corrió el cerrojo de una gran puerta pintada con almagre yla abrió de par en par. El vaho que despedían los animales les calentóel rostro. Las diez ó doce vacas que había dentro acostadas sobre hojasde castaño y rumiando con sosiego volvieron lentamente la cabeza paramirar á la puerta. Una de ellas, más medrosa que las otras, se puso enpie. La condesa aspiró aquel ambiente denso y húmedo con más placer quelos perfumes de su tocador.

—¿Cómo se llama esa vaca que se ha levantado?

—Cereza.

—¡Qué hermosa es!

Entró en el establo y dió algunos pasos hacia ella.

—¡Cuidado, señora, que es un animal muy torpe!

Pero la condesa no hizo caso. Llegó hasta la vaca, la cual sacudió lacabeza y lanzó un resoplido con señales de susto.

—¡Cuidado, señora, cuidado!—volvió á exclamar Pedro.

La condesa, sin vacilar, puso su diminuta mano sobre el testuz delanimal; después lo cogió por un cuerno, y, por último, empezó áacariciarle el hocico. La vaca al principio sacudía la cabeza, hacíasonar la cadena que la sujetaba; mas pronto se dió á partido,contentándose con soplar fuerte y abrir mucho los ojos. Al fin, vencidade gusto por las caricias, extendió la cerviz y lamió con su ásperalengua la mano de la señora.

—Ya ves que no hay por qué tenerla miedo—dijo riendo y secando la manocon el pañuelo.

Pedro la contemplaba con sorpresa.

—Éstas son las crías, ¿verdad?—dijo apuntando para unas cuantasbecerras sujetas á otro pesebre más chico.

—Sí, señora; ahora no hay más que tres, pero muy pronto tendremos otrasdos.

—¿Cuánto tiempo tiene esta pequeñita?

—No tiene más que un mes. Nació el 27 de Mayo.

—¡Qué cosa tan linda! ¡es una monada!

La becerra se puso á dar brincos y á tirar de la cadena cuando seacercaron á ella.

Una de las vacas volvió rápidamente la cabeza y lanzóun débil mugido.

—¡Mira, mira la madre cómo nos riñe! La pobrecilla cree que vamos áhacer daño á su hija. No tengas cuidado—exclamó dirigiéndose á ella,que no la tocaremos.

La vaca, como si quedase satisfecha con aquellas palabras, dejó de mirará la cría y siguió ruminado tranquilamente.

—¡Qué animalitos de Dios! Son como nosotros.

—Y á veces mejores que nosotros—respondió Pedro.

—Y á veces mejores que nosotros—repitió la condesa, por cuyos ojospasó una nube que apagó un instante su brillo.

Salieron del establo cuando venían hacía él algunas mujeres con cargasde hierba en la cabeza.

—¿Vais á meter la hierba en el pajar?—les preguntó.

—Sí, señora; la que traemos ya está seca.

—¿Queréis que os ayude?

Todas se echaron á reir. Una de ellas, más atrevida que las otras,respondió:

—Sí, señora; súbase al pajar y recoja la hierba que nosotras ledaremos.

Pedro alzó una escalera de mano que estaba en el suelo y la arrimó á laabertura del pajar, subiendo inmediatamente por ella.

—¿Se atreve usted á subir, señorita?—dijo desde arriba.

—Mira si me atrevo—contestó su ama al tiempo que ascendía por laescala con soltura y decisión.

Pedro la tomó por la mano al tiempo de poner el pie en el pajar. Estabaéste mediado de hierba. Laura se dejó caer sobre ella pesadamente,aspirando con voluptuosidad el aroma fresco del heno, del tomillo, saúcosilvestre y otras hierbas aromáticas que se crían en los prados de lamontaña; después se levantó y se puso á dar vueltas de un lado á otro,hundiéndose hasta la rodilla. Esto le placía sobremanera, á juzgar porla sonrisa feliz que contraía sus labios. El pajar estaba solamentecubierto por las tejas.

Como éstas no ajustaban herméticamente, por losclaros que dejaban penetraba la luz, que por breves intervalos hería elrostro de la condesa.

—Yo me colocaré á la ventana y recibiré la hierba que me den lasmujeres. Usted, señorita, ¿quiere ser la encargada de esparcirla?

—Sí, sí; estoy dispuesta á trabajar mucho; empieza cuando quieras.

—Pues á ello; ¡eh! tú, Rosaura, sube esa carga.

Una mujer subió hasta la mitad de la escalera de mano; desde allíentregó su carga á Pedro, que después de desatarla comenzó á tomargrandes brazados de hierba y á arrojarlos con fuerza hacia el sitiodonde se hallaba la condesa, que á su vez la tomaba también y la ibaesparciendo convenientemente. Al poco tiempo de ejecutar esta tarea,algunas gotas de sudor empezaron á correr por su frente.

—¡Si vierais cómo trabaja la señora condesa!—dijo el mayordomo á lasmujeres de abajo.

—Así, así; hoy ganará su jornal—respondió una.

La condesa reía. Tenía ya las mejillas encendidas como la grana. Toda susangre de aldeana parecía fluir á ellas velozmente cansada de agitar elcorazón.

—¿No está usted fatigada, señorita?

—No, no; adelante.

—Pronto concluiremos; faltan solamente tres cargas.

Aunque no quería confesarlo, se hallaba horriblemente fatigada. Sushermosos brazos, que se trasparentaban dentro de la bata sutil que loscubría, se iban moviendo cada vez con menos soltura: tenía la bocaentreabierta y respiraba aceleradamente. Al encendido encarnado de lasmejillas había sucedido cierta palidez, sobre todo en los labios y en elhueco de los ojos. Cuando Pedro dijo «ya hemos concluído», se dejó caercomo una piedra, exclamando:

—¡Qué atrocidad! ¡Cómo me he cansado!

—¿La habrá hecho á usted daño, señorita?—preguntó el mayordomo consolicitud.

—No, no; esto pasará en seguida.

Poco á poco, en efecto, fué desapareciendo la palidez del rostro, quevolvió á teñirse de vivo carmín. Los labios se fueron plegando paraocultar las dos filas de primorosos dientes que habían mostrado hastaentonces. Con el pañuelo se enjugaba el sudor del rostro y cuello. Teníala cabeza cubierta de hierbas y hojas menudas que se habían enredado enel cabello. De vez en cuando levantaba con la mano los rizos que lecaían por la frente.

Después de una pausa bastante prolongada, fijó sus ojos con insistenciaen Pedro, que se había sentado á su lado, y aun estuvo de este modoalgún tiempo sin hablarle.

Al cabo le preguntó:

—¿Eras tú el que cantaba hace poco?

—¿Dónde, en el prado?... Sí, señora.

—¡Cuántas veces habré cantado yo ese romance!... En mi casa lo llamabanel romance de Laura. Tú eras muy niño, pero tu madre se acordaráseguramente de habérmelo oído.

—También yo me acuerdo.

—¿De veras? Debías de ser una criatura. Cuando me casé todavía ibas ála escuela.

Me acuerdo de verte pasar por delante de casa con elcartapacio de cuero colgado al cuello. ¿No teníais la escuela en elatrio de la iglesia?... Sí, sí; lo recuerdo perfectamente. El maestroera un aldeano bastante bárbaro. Mi madre reñía con él algunas veces porlo mucho que os maltrataba. Tú eras muy guapo de chico, pero también muytravieso. Un día pasó un muchacho por delante de nuestra puerta con lacara ensangrentada y nos dijo que tú le h