El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Y después de breve pausa durante la cual empezó á dibujarse en suslabios una sonrisa, siguió:

—¡Oh! Ya sé que el papá de usted es una persona muy ilustrada y uncampeón decidido de la libertad.

La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín lasmejillas del señorito Octavio.

—Precisamente un campeón, no, señor... Es hombre que piensa de ciertomodo...

Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre concalor... Esto le perjudica...

—De ningún modo. Á mí me gustan los hombres resueltos en susconvicciones, y su papá es un verdadero progresista, según me han dicho,muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por puntogeneral, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejoen este momento—añadió levantándose;—tengo muchísimas cosas quearreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.

Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, alseñorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda ydió unos pasos hacia el gabinete.

—El señor cura de la Segada desea ver á los señores—anunció la voz delcriado.

Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamóapresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. Elseñorito Octavio permanecía de pie.

En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdoteanciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastantedeteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en suactitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero enla mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmenteprovista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. Latez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecíantal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas delrostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sinavanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverenciasmundanas, diciendo al mismo tiempo:

—¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estosdespegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que sellama la Segada!

¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo paralos cortesanos!

Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besandosucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo,pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazórespetuosa pero afectuosísimamente.

—¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también porallá!

—Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está ustedtan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa notiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, deestos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya conel señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nosaborrezca?... ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nosaborrezca?

El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hastacuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, yabriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar verunos enormes y desvencijados dientes.

—Conque diga usted, criatura, ¿qué le hemos hecho nosotros para que asínos aborrezca?

—Señor cura, no ha sido todo culpa mía. Crea usted que no dejaba deacordarme muchas veces de este hermoso país y de los buenos amigos queaquí tengo.

—¡Ah, tunante! ¡Y qué bien se conoce que viene usted de la corte!Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde,es usted un grandísimo tunante... sabe usted mucho para un pobre curacomo yo... sabe usted mucho... sabe usted mucho.

Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. Elconde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargoentonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole unamirada y una sonrisa ambiguas:

—¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señoritoOctavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?

—Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?

—¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito?Tirando...

tirando por este cuerpo pecador... ¡Válate Dios por elseñorito Octavio!... ¡Válate Dios!...

La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el jovenuna alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.

—Vaya, vaya, vaya... lo que es ahora, señor conde, no se nos escapausted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por unatemporada... ¿no es verdad, señora condesa?... ¿Dónde mejor que entrelos suyos, señores?...

Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó áponerse el sombrero.

—¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?

—Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserablerincón?

Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquelMadriiid... ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señorconde. ¡Cuánto señorío!... ¡cuánto coche!... En los días que estuve allácon el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con laboca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tanmagníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con muchoceño... Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico... Vámonos,vámonos cada uno á nuestro rincón... Yo soy un pobre cura... tú un pobreestudiante... ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?...

—Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más sedivierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.

—Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura queestá más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en misacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, queme aprecian de veras, allá se las hayan... yo me lavo las manos. Meacuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje yordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana...¡Santo Cristo del Amparo!... Señores, aquél era un cruzar de coches á unlado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con unhormiguero en la tierra... Aquellos señorotes y señorotas que iban muyarrellanados me miraban y se reían... Dirían, sin duda: ¿qué diablosvendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?...

¿Y á mí qué? Teníanmucha razón... Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capacaída... caiiida... caiiida...

—Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiandocada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar átanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora hasubido á la superficie al son del himno de Riego...

—Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro... Siemprelo ha sido... siempre lo ha sido... ¿Á que no le pasa otro tanto alseñorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?... ¡Cuánto más vale aquelMadrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!

—Yo no estuve en Madrid, señor cura...

El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa delcura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan finay maliciosa!

—Es verdad, señorito... es verdad... es verdad... No me acordaba...Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito... no hay másremedio... Aquí se aburre usted... necesita usted más campo. Los jóvenesde provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.

—Oiga, señor cura—dijo el conde,—¿qué noticias hay del chico?

—Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca dejade acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en susoraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede ustedfigurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por labeca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darlecarrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre.Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es latuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para laclerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs queno dejará de haber por ahí y hacer carrera...

La risa del conde le interrumpió.

—¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!

—Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil quenecesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuestadecidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbialbondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa... Perode estas cosas ya hablaremos más tarde... ¡Qué gana va usted á tenerahora de escuchar recomendaciones!

—Adelante, señor cura.

—Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otrodía será.

—Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?

—Ahora no, ahora no... tiempo tenemos... ¡no faltaba otra cosa!...Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando mevaya: «Este cura de la Segada es un posma».

Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á susmetálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeronalgunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreíadulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzosprodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero ledesternillasen de alborozo.

Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan dellegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.

—Hágales usted entrar.

Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales,que es bien que describamos brevemente.

El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salidode su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido loscaballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer deofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombreya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes yunos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos enla cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á surostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villale había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante,como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de lamurmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuandollegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadascon una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, florde malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras variashierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz debarítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo másescondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por losestados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, detratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico delayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algúnotro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D.Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajosmás espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batallade suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos losque no eran incompatibles por la ley y algunos también de los que loeran. En el desempeño de estas funciones había llegado á rico, gozandoal mismo tiempo del respeto y la consideración de sus convecinos. Cuandoiba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos loslabradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían:«Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía».

D. Marcelino no veía másque esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarseparados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldasde un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también áalguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta,ladrón!»

En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevadaestatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno deherpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados comolos de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda,inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios;pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no teníahuerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndoseescrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertasde sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado dela hortaliza y de la conservación de los frutales y regalándolessemillas exóticas que no se sabía dónde y cómo las adquiriera.

Lospropietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombroque

«conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta aficiónagrícola, D.

Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentabacasi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora,introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba lasherpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, yque no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damoclessuspendida sobre su cabeza.

Con ambos señores venía el licenciado D. Juan Crisóstomo Álvarez Velascode la Cueva (que así firmaba siempre sus demandas y réplicas), personapulquérrima á quien distinguían de lejos los vecinos de la villa por lablancura inmaculada de sus pecheras.

Gastaba bigote y perilla, lo cualle daba más aspecto de coronel de caballería que de hombre de toga.Hablaba poco, casi nada, pero era tan exquisita y ceremoniosa sucortesía, que los que platicaban con él siempre quedaban un pococortados y descontentos de sí mismos. Asentía á todo cuanto se ledijese, cerrando los ojos, bajando la cabeza y diciendo en tonomelífluo: «¡Perfectamente!» Tenía el Sr. Velasco de la Cueva infinitosmodos de pronunciar este perfectamente, alargando, contrayendo,reforzando ó suavizando las sílabas, de tal suerte que se ajustaba altono y significado de las palabras del interlocutor. Á pesar de eso, elpromotor fiscal, que era hombre chusco, hacía su parodia en la tienda deD. Marcelino, y contaba que un día, explicándole á D. Juan de qué modose había caído de un caballo, al llegar al punto de decir «el caballo selevantó de atrás y me arrojó por la cabeza, estrellándome contra unapared

cercana»,

D.

Juan

Crisóstomo

le

había

interrumpido

exclamando:«¡Perfectamente!» Sería invención del promotor, pero era muy verosímil.

Al penetrar los tres varones en el comedor, el conde y Octavio selevantaron: el cura permaneció sentado lo mismo que las mujeres.

—¡Oh, señores, qué pronto se han tomado ustedes la molestia de venir!

—Señor conde—dijo D. Marcelino,—estábamos impacientes por saber cómohabían llegado ustedes á la Segada. Aunque calienta un poco el sol, yaestamos acostumbrados á sufrirlo... ¿no es verdad, D. Primitivo?...Además, cuando las cosas se hacen con gusto... ¿eh? ¿eh?

Y reía bienaventuradamente D. Marcelino, y reía el conde, y reía D.Primitivo, y reía el cura, y hasta se reía el señorito Octavio.

—De todos modos, lo agradezco en el alma, señores. ¿Y qué tal, qué talpor estas tierras?

—Perfectamente.

No hay para qué manifestar quién pronunció este adverbio.

—En la última carta que le escribí, señor conde—dijo D. Marcelino,—

lecomunicaba todas las noticias de este pueblo, y ya ve que eran bien pocointeresantes.

—Este pueblo es muy pacífico—apuntó don Primitivo.

—Aquí no llegan esos motines que hay ahora por Madrid un día sí y otrono. (Otra vez don Marcelino.)

—Alguna ventaja habíamos de tener... alguna ventaja... alguna ventaja.Dios lo ha compensado todo, señores. Vivimos apartados de los deleitesde la corte... es verdad...

es verdad... pero vivimos por ahoratranquilos. No es poca fortuna, créame usted, no es poca fortuna...

—La gente del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estasprovincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquellahonradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.

—Es gente honrada á carta cabal—dijo don Primitivo.—Afortunadamente,todavía no nos los han maleado.

—Unos infelices, señor conde... unos infelices... Lo único que les hacefalta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.

Todos rieron con estrépito.

—Alguna que otra vez—apuntó D. Marcelino,—cuando tienen una copa demás dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabeque entonces obra el vino por ellos.

—Y tienen bastante afición á lo ajeno—indicó el señoritoOctavio.—Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.

—Es verdad, señorito, es verdad... Tiene usted mucha razón... Hay muchaafición á lo ajeno en esta comarca... Pero, créame usted, señorito, elgobierno también tiene alguna... y no es precisamente á la fruta...

El conde dirigió una sonrisa al clérigo.

—Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses—dijo D.Primitivo,—no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.

—¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?—interrogó el conde.

—No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte hasido mucho antes... á principios del otoño.

—De todos modos, ha sido un asesinato horrible.

—Pero, señor conde—profirió D. Marcelino,—Antuña murió porque quiso.¿Á

quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro milreales en el bolsillo?

¿No conoce usted que es una imprudenciamayúscula?

—¡Perfectamente!

—Hechos aislados, señor conde, hechos aislados... por ahora, hechosaislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tenercuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con lalibertad... sí, señor, se corrigen con la libertad... Eso decía unperiódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días... todoslos días.

El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.

—¡Bravo, señor conde, bravo!—exclamó el clérigo, echándose hacia atrásen la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.—Todos haremos loque podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.

Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.

D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:

—¿Hay alguna noticia de allá?

—No se trata ahora de allá, sino de acá—respondió el cura.

Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesadoen la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen devolante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosavelocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos paratrasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde yel sacerdote.

El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de susamigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar lasilla, y presto le enteraron del asunto que trataban.

La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único queconcedió atención á su movimiento:

—Con permiso: soy con ustedes al instante.

Y se fué por la puerta del gabinete.

El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja,dirigiéndoles, á juzgar por su continente severo y el no menos grave delos oyentes, serias y profundas advertencias.

Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse conruido.

Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo dela nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en elbolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón delguante que se había soltado. Después tosió tres veces consecutivas y sepuso á examinar con profundísima atención y frunciendo ferozmente lascejas el puño del junquillo. No bien hubo terminado esta tarea, pasó áazotarse con él los pantalones, de la misma traza que lo hiciera alcomienzo de su visita. Todavía se alzaron á los golpes algunasnubecillas de polvo, aunque más leves y trasparentes.

El cuchicheo del conde y sus amigos proseguía vivo, lleno de expansión.El del aya y los niños, grave y discreto como antes. El criado entraba ysalía llevando las fuentes, los platos y los demás objetos que yacían endesorden sobre la mesa, pero todo con mucho silencio y espacio y sindejar de dirigir, cada vez que entraba, una mirada insistente y curiosaá nuestro héroe, el cual procuraba artificiosamente evitar el cambio. Elcomedor era una vasta cámara, más vasta que cómoda y elegante, y susmuebles toscos y ennegrecidos, y sus grandes cortinas de coloresmarchitos, y los cristales turbios y emplomados de sus balcones,mostraban claramente que el viejo conde se curaba poco del aliño de lacasa, y que el nuevo no la habitaba mucho tiempo. El falsete de losinterlocutores producía en este vasto comedor un efecto extraño ysevero, como el murmullo de los fieles en una iglesia. Á nuestro jovenle parecía demasiado severo. De vez en cuando, la voz de D. Primitivo,no pudiendo resistir tanto tiempo la presión cruel que sobre ella estabapesando, lanzaba un gallo, y se oía la palabra votos ó candidatos. El aya levantaba sus ojos profundos y los fijaba uninstante en el grupo de los caballeros.

Al fin, nuestro señorito decidióse á tomar una de las copas que aúnquedaban sobre la mesa. Empezó á observarla escrupulosamente, dándolevueltas y más vueltas en la mano, haciéndola sonar con un golpe de uña yllevándola después al oído para escuchar sus vibraciones hasta quemorían. Por mucho que le embargasen al joven estas observaciones defísica experimental, no dejaba por eso de mover los ojos con ansia haciatodas partes, y especialmente hacia la puerta del gabinete, como si porallí le hubiese de venir su salvación. Respirábase en el comedor unambiente cargado de discreción, que á nuestro mancebo le producía lamisma inquietud y malestar y los mismos desmayos enervantes que siestuviese cargado de electricidad. Y ya se entregaba lánguidamente ápensamientos tristes de muerte, cuando empezaron á dibujarse en sudesmayado espíritu los contornos de una idea fortificante yregeneradora: la idea de marcharse. Mas para llevar á cabo este acto erapreciso despedirse, y el despedirse había sido siempre para nuestroseñorito uno de esos problemas pavorosos que pocas veces obtienenresolución. Antes de levantarse, cuando estaba en visita, tenía quesostener una batalla consigo mismo, que á veces se prolongaba más de lacuenta. Sentía el mismo temor y embarazo que los oradores noveles cuandolevantan su voz en público. Pero si siempre había sido un problemadifícil, en aquel instante, considerado el éxito poco lisonjero de suvisita y el carácter y la situación de las personas que allí sehallaban, ofrecióselo al alma como una utopia. Ni podía ser de otrasuerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que élsaliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al curaacerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello.La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valíaseguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.

Mientras proseguía embebecido en esta fructuosa tarea, el cura de laSegada apartóse un momento de la conversación y le clavó los ojos conexpresión reflexiva.

Después, volviéndose al conde con la misma voz defalsete, le dijo:

—La única persona que cuenta en este país con bastantes fuerzas paraganar unas elecciones es D. Baltasar Rodríguez. El enemigo temible esése, y no los que indicó D.

Primitivo. Créame usted, señor conde...créame usted...

—Es lo que yo tenía entendido antes de venir—repuso el conde.—Alparecer es hombre acaudalado y goza de simpatías en la población...

—No cabe duda, no cabe duda.

El cura volvió á mirar á Octavio, sonriendo esta vez maliciosamente, yprosiguió:

—Don Baltasar es una buena persona... todo un caballero... muycumplido en sus tratos... ¡y un padrazo, señor conde, un padrazo!...

El conde alzó la cabeza y dirigió una larga mirada á Octavio. Los demásinterlocutores también volvieron hacia él la vista.

—Señores,—dijo el conde levantándose,—es lástima que estemosencerrados en casa en un día tan hermoso. Vamos á dar una vuelta por lapomarada. Tengo ya deseos de pisar hierba y verme debajo de los árboles.

Los circunstantes se levantaron. La condesa apareció en aquel momentopor la puerta del gabinete. Octavio quiso aprovechar la ocasión, que lepareció de perlas, para despedirse y dió algunos pasos hacia ella con lamano extendida.

—Condesa, á los pies de usted... He tenido mucho gusto en ver á ustedestan buenos y...

—¿Qué es eso, señor Rodríguez—exclamó el conde viniendo hacia él,—nosquiere usted dejar tan pronto? ¿Por qué no viene á dar un paseo connosotros?... ¿Tanta prisa tiene usted?

Estas preguntas fueron hechas en tono franco y cariñoso, y Octavio, unpoco aturdido, balbució:

—Prisa, precisamente... no... pero...

—Pues si no tiene usted prisa, es usted de la partida. Señores, enmarcha.

El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás veníaejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguasá la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia dignadel siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en laforma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero

la

blondaextranjera

lo

rehusó,

dándole

las

gracias

con

una

inclinaciónceremoniosa. Seguíalos el cura llevando de la mano á un niño, y cerrabala marcha el conde, que llevaba cogido familiarmente á Octavio por laespalda.

IV

La pomarada.

CUANDO el licenciado Velasco de la Cueva puso su planta ceremoniosa enlos umbrales del palacio condal, los rayos de un sol fogoso de estío leobligaron á hacer guiños, con lo cual perdió no poca autoridad su rostroimponente. La condesa soltó el brazo y le dió las gracias.

Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de Junio. Los condes y susamigos tenían delante de sí uno de los panoramas más espléndidos ygrandiosos de la provincia en que nos hallamos, que es la más bella deEspaña. El palacio, como las gentes del país lo llamaban, ó el vetustocaserón, como mejor se diría, estaba si