El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Qué es?

—Cloruro potásico.

—¿Cómo?

—Que no depende más que de una mayor cantidad de cloruro de potasa enel cerebro.

—Pero, hombre, ¿qué jerigonza es la que estás hablando?

—Para entenderlo es necesario que sepas que todas nuestras ideas ysentimientos dependen exclusivamente de los alimentos que ingerimos enel estómago. La albúmina...

—Mira, Pantaleón, déjame en paz, que quiero dormir. ¿Qué te importan ati esas cosas? Bien se conoce que estás ocioso. Por ningún motivo nos haconvenido dejar la tienda.

—Únicamente te quería decir que la albúmina y la fibrina...

—¡Pues yo te digo que no quiero oír sandeces, ea!... Buenas noches.

Y se volvió del otro lado. D. Pantaleón suspiró hondamente y se volviótambién para dormir.

Pero a los pocos días, lleno de celo científico y de buena fe, dijo otravez a su esposa:

—Carolina, la otra noche estaba equivocado y te dije una falsedad.

—¿Qué falsedad?—preguntó la buena señora sorprendida.

—El talento de nuestra amiga Felipa no es cloruro potásico, sino ácidofosfórico.

—¿Volvemos a las andadas?—exclamó irritada.

—El hombre de ciencia debe rectificar con nobleza todos los errores.

—Tú no eres hombre de ciencia, sino de tejidos de algodón y de hilo ygéneros de punto. A mí no me vengas con embelecos, porque no estoy dehumor de oírlos, y además te prohíbo que digas borricadas a la niña,porque la tienes escandalizada.

¡Vergüenza es que necesite yo recordartetu deber!

D. Pantaleón se abstuvo en adelante de verter ninguna de sus fecundasideas delante de D.ª Carolina. ¡Era tan severa aquella señora en el senode la intimidad!

Sin embargo, cuando llegó la necesidad supo mantener sus derechos deanimal humano frente a su esposa y frente a toda la familia que tratabade vulnerarlos. Por consejo de Moreno había prohibido que le sirvieranen las comidas hortalizas, porque éstas no proporcionaban ningún ácidofosfórico al cerebro, cosa que ellos necesitaban grandemente para susdificilísimas investigaciones sobre la naturaleza. A pesar de estaprohibición, la cocinera se obstinaba en mandar a la mesa patatas,coles, lentejas, incapaces de producir más que ácido carbónico, celulosay otras sustancias no menos despreciables a indignas. Sufrió conpaciencia algún tiempo. Pero llegó un momento en que la lucha por laexistencia exigió de él un rasgo de energía para salvar lascircunvoluciones de su cerebro amenazadas. Y lo tuvo.

—He dicho ya muchas veces, y lo repito ahora por última vez, que estoyresuelto a no ingerir ningún alimento vegetal. De hoy para siempre sepantodos ustedes que no quiero carbonatos en mi sangre, sino fosfatos. Siustedes se obstinan en servirme vegetales, seré capaz de volverme a migabinete sin comer.

Aunque la amenaza no espantó a la familia tanto como era de esperar, seconvino, no obstante, en no servirle más que alimentos fosfatados.

IX

Sintió Carlota profundo pesar cuando su marido le notició la cesantía.Quedaron ambos larguísimo rato silenciosos y tristes. Algo sonabatambién lúgubremente dentro del alma de ella, profetizando la muerte desu dicha. D.ª Carolina la recibió con tranquilidad. Únicamente se leadvirtió más seria a la hora de comer. Después, habiéndose suscitado unaconversación propicia, expresó algunos conceptos acerca de laholgazanería, de la presunción y la ligereza que a Mario se le antojaronalusivos. Tal vez no serían: no había motivo fundado para suponerlo,pues su suegra le había dado repetidas pruebas de afecto yconsideración. De todos modos, no pudo menos de sentir el corazónapretado. Cuando se retiraron a su cuarto nada dijo de esta sospecha asu esposa. Se acostaron en silencio y fuertemente preocupados.

La vida de la familia siguió el mismo curso metódico y apacible. Nohabía pasado nada. Mario, a las horas de oficina, se iba de paseo solo ocon su mujer. Por las noches continuaban asistiendo al café. A lascomidas la conversación solía animarse.

Presentación embromaba a sucuñado. Mario la embromaba a ella. Carlota escuchaba sonriente aqueltiroteo, tomando parte alguna vez por su marido. D. Pantaleón les asabaa explicaciones científicas: el vino, el pan, el azúcar, todo era motivopara exponer largamente la muchedumbre de secretos que iba arrancando ala naturaleza.

D.ª Carolina seguía con el mismo humor benigno, rigiendola casa a su talante, aunque siempre por delegación de su esposo.

No obstante, una nube de malestar y tristeza, de la cual en el fondotodos se daban cuenta, envolvía a la familia. Las relaciones entre ellaseguían siendo en la apariencia tan cordiales; pero cada cual percibíaun dejo de inquietud, cierto embarazo que procuraban ocultar exagerandola sonrisa, acentuando la nota cómica. Mario sentía la falsedad de susituación en aquella casa y notaba bien que todos los demás la sentíanigualmente. La mayor amabilidad de su cuñada con él era un modo deexpresárselo; el silencio de D.ª Carolina, la humildad de su esposa pararesponder a una y a otra, lo mismo. Un sentimiento insoportable devergüenza iba apoderándose de él.

Carlota también lo padecía. D.ª Carolina y Presentación dejaron poco apoco de llamarla a cónclave para resolver los asuntos domésticos. Entrelas dos se lo arreglaban todo, callando cuando ella aparecía. Con estose hizo más tímida, más humilde; no se atrevía a quejarse de las faltasde la criada; trabajaba cada día más en la casa, echando sobre sí,cuando podía, el trabajo de su hermana; hacía esfuerzos por apareceramable y simpática como si estuviera en casa extraña.

D.ª Carolina trataba a su yerno con más ceremonia. Mario se sentíaturbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba.No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas,ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargospara la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de susservicios el inocente exclamaba:

—¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!

—Sí, hijo, sí; pero no hay necesidad de que tú te molestes. Pantaleón,que no tiene nada que hacer, se encargará de ello.

¡Que no tiene nada que hacer! Estas palabras, pronunciadas con perfectanaturalidad y hasta con la sonrisa en los labios, sonaban a sarcasmo.Tampoco él tenía nada que hacer; demasiado le constaba a ella. A veces,cuando el matrimonio joven venía de paseo y entraba en el gabinete dondeestaban la señora y su hija Presentación, aquélla les interrogaba concierta condescendencia irónica:

—¿Qué tal, hijos míos, habéis paseado muy largo? ¿Hasta dónde habéisllegado?

¿Os habéis divertido? El tiempo está muy hermoso. Hacéis bienen no desperdiciar tardes tan deliciosas.

Carlota sorprendió en estas conversaciones más de una mirada burlonaentre su mamá y hermana; pero había devorado la vergüenza sin decírseloa Mario. Era tan inocente, tan bondadoso, aquel muchacho, que daba penahacerle sentir las espinas de la vida. Como esposa fiel y generosa lasguardaba todas para sí.

Pero el poco dinero con que Mario se había quedado para sus gastosfeneció muy pronto. Llegó un instante en que no tuvo un solo ochavo enel bolsillo. Nada dijo.

Aquel día no fumó; al día siguiente tampoco. Sumujer lo observó al cabo y le preguntó la causa. No estaba bien delestómago, le repugnaba el cigarro. Pero ella, no fiándose, le registrólos bolsillos cuando se hubo dormido y los halló vacíos. ¡Pobre Mario!Lloró en silencio largo rato. Por la mañana salió temprano a misa y tuvovalor para subir a una casa de préstamos y empeñar una sortija. Cuandosu marido se levantó, le dijo sacando un billete de su cómoda:

—Oye, Mario. Cuando salgas hazme el favor de pasarte por la Mahonesa ytraerme unas yemas de coco... pero que no se enteren en casa. Ya sabesque me da vergüenza...

¡Ah! Y quédate con el resto del dinero, porque ati puede hacerte falta y a mí no.

Mario quedó suspenso. Una vaga inquietud agitó momentáneamente suespíritu; pero con la inconsciencia que le caracterizaba no pensó más enello. Sin embargo, a la segunda vez que esto pasó no pudo menos depreguntar:

—¿Y de dónde sacas tú el dinero?

Carlota se puso colorada.

—He ido ahorrando algún dinerillo estos meses pasados para los dulcesdel bautizo,

¿sabes?... Pero le encajaré la cuenta a mamá... ¡vaya si sela encajaré!

Y reía a carcajadas. Pero su corazón lloraba, porque sabía muy bien quesi esperaba por su madre no se comerían dulces en el bautizo del hijo desus entrañas.

El dinero de la sortija concluyó pronto. Empeñó otra. Tampoco tardó engastarse. A Mario le hacían falta botas y guantes; el sombrero de copaestaba ya grasiento; llegaba el verano y era necesario también hacerseropa. Todas sus joyas de poco valor fueron pasando por la casa depréstamos. El aderezo regalo de sus padres, que era lo que más valía, loguardaba D.ª Carolina.

—¿Pero ese gato que tienes no se agota nunca?—le preguntó inquietoMario.

Tenía la respuesta preparada.

—Sí, hijo, sí; ya hace tiempo que se ha agotado. Pero papá me hallamado el otro día a su cuarto y me dio dinero.

El semblante de Mario se oscureció. Quedó profundamente pensativo. No,aquello no podía tolerarse. Era preciso buscarse alguna ocupación dondequiera que fuese.

Hasta entonces todas sus gestiones habían sidoinfructuosas. Visitó a los amigos de su padre: no le faltaron buenaspalabras, promesas magníficas. Nada llegaba sin embargo.

Miguel Riverahabló al ministro de quien era secretario, y éste prometió colocarle enuna carrera que iba a organizar para la inspección de losferrocarriles.

Carlota había concluido con sus objetos más o menos preciosos. Entoncesla mentira que había dicho a su marido convirtiose en realidad. Antes deverle sin dinero en el bolsillo se arriesgó heroicamente a pedírselo asu madre. Fue una escena baja, sórdida, repugnante. Carlota sufrió convalor los sarcasmos de su madre y venció a fuerza de paciencia ytenacidad sus repetidas negativas. Consiguió arrancarle diez duros: sefue a su cuarto y dio rienda suelta a las lágrimas que había podidoreprimir. Su marido la encontró con los ojos hinchados.

—¿Por qué has llorado?—preguntole impetuosamente.

—Por nada, hombre; no te asustes. Son cosas de mujeres. ¿No sabes elestado en que me encuentro?

Se convenció. Había oído a los médicos hablar de estas crisis.

Pero la pobre Carlota fue desde aquel día la víctima, la cenicienta dela casa. Su madre la trataba con increíble desprecio; no perdonabaocasión de vejarla con indirectas crueles. Presentación la ayudaba enesta tarea simpática.

—A mí me gustaría colocarme así, espléndidamente, como mi hermana.¡Casarme con un pobrete! ¡Puf! Oyes, Carlota, ¿tu marido compra por fin mylord o faetón?

Supongo que este año no dejaréis pasar la temporadadel Real sin abonaros como el año pasado...

Su madre le mandaba callar con risita maligna, que era una invitación aproseguir.

Rara era la tarde en que Carlota se sentase a coser con ellasque al fin no se levantase llorando. Un día, encarándose conPresentación, los ojos rasados de lágrimas, le dijo:

—Haces mal en burlarte de mí. Pretendes que deje de querer a mi maridoporque no es rico. Piensa que Dios puede castigarte algún día.

De estos sufrimientos no daba cuenta a su esposo. Al contrario, en supresencia mostraba el mismo semblante tranquilo, risueño. Pero volviendoa necesitar dinero, la escena con su madre fue mucho más cruel. D.ªCarolina se enfureció, llamó pobrete, hambrón y holgazán a Mario, y senegó resueltamente a soltar un cuarto.

—Si te figuras—concluyó diciendo—que nosotros vamos a mantener vagostoda la vida, estás muy equivocada.

Esta amenaza la llenó de terror. Se humilló, procuró desarmarlaprometiendo no volver a pedirle dinero. Y corrió, como siempre, aencerrarse en su cuarto para llorar perdidamente.

Mario no fumó otra vez en dos días. En su semblante no se traslució, sinembargo, ningún malestar. Su esposa le miraba con el rabillo del ojohaciendo esfuerzos por reprimir las lágrimas. Pero al pasar por delantedel cuarto de su padre vio las llaves puestas en el cajón de la cómoda.Se detuvo herida por una tentación irresistible; echó una mirada entorno, y no viendo a nadie, avanzó con cautela, tiró del cajón sin hacerruido y escudriñó rápidamente su contenido. Allá, en un rincón, habíados libras de tabaco picado. Tomó una y, cerrando de nuevo, salióprecipitadamente, ocultándola debajo del vestido. Por la noche se la dioa su marido, diciendo con afectada naturalidad:

—Toma; luego dirás que no me acuerdo de ti.

—¿Dónde has comprado este tabaco?

Respondió que a una prendera amiga suya que lo vendía de contrabando. Lahabía hallado en la calle y habían hecho mercado en un portal paraevitar indiscreciones.

Pero a los dos o tres días su padre lo echó demenos y se armó el consiguiente tumulto.

Hubo quejas, recriminaciones.D. Pantaleón sospechaba de la criada, que tenía un novio soldado.Carlota, viendo con terror aquel motín y temblando que D.ª

Carolinaaveriguase la verdad, llamó en secreto a su padre al cuarto, le echó losbrazos al cuello y le dijo llorando:

—He sido yo, papá; he sido yo la que te ha llevado el tabaco... Peroque no se entere mamá, que no se entere Mario cuando vuelva. Sé que nofuma porque no tiene dinero y yo tampoco lo tengo para dárselo.

El sabio naturalista quedó estupefacto.

—Pero, hija, ¿por qué no me lo has pedido? Dinero no puedo daros,porque ya sabes...

—Sí, papá... no me digas nada.

El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para instruir a su hija. Eltabaco era una planta solanácea de olor fuerte y característico, cáliztubulado, raíz fibrosa, tallo velloso de médula blanca, hojas alternaslaureadas y glutinosas, etc.

Carlota escuchó llorosa y distraída aquellas científicas explicacionesque por el estado de su alma no produjeron el resultado que era deesperar. D. Pantaleón rebañó de su bolsillo algunas pesetas y se lasdio.

La situación de la infeliz muchacha era cada día más triste. Todos losrencores y desprecios que D.ª Carolina y su hija menor atesoraban paraMario, que no había tenido talento para hacerse inamovible en el puestoque ocupaba, se los arrojaban a ella a la cara. Con el verdaderoculpable estaban reservadas, pero finas. No se le hería directamente,pero la atmósfera estaba cargada de electricidad, y a la postre había deestallar el rayo. D.ª Carolina sacudía la cabeza con ira cada vez que suyerno volvía la espalda.

Al fin, una mañana en que Carlota estaba fuera de casa, la sagaz señorahizo una seña expresiva a su hija menor, y ésta se apresuró alevantarse y salir del gabinete.

Quedaron solos suegra y yerno. Sinalzar la cabeza de la costura D.ª Carolina comenzó a hablar con voz unpoco alterada.

—Mira, Mario, hacía días que necesitaba hablarte de un asunto bastantedesagradable lo mismo para ti que para mí. Lo he ido aplazando de unmomento a otro, porque a la verdad me duele en el alma tocar estepunto...

Pantaleón me ha mandado decirte que sus medios de fortuna no lepermiten manteneros a ti y a tu esposa. «Si fuéramos ricos, me dijo, notendría mayor inconveniente en que Mario se divirtiese y pasase la vidaholgando, pero, hija, nosotros tenemos sólo lo necesario para vivirdecorosamente... Dile que la obligación primera de todo casado essostener a su familia con el producto de su trabajo. Así lo he hecho yoy así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; quetrabaje y se haga hombre...» Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero queno te ofenderás por ello.

Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de susuegra le sonaban en el cerebro como martillazos. Una vergüenza inmensa,infinita, corrió por todo su ser hasta las últimas fibras y le paralizóenteramente. D.ª Carolina, con una rápida ojeada, advirtió su estadolastimoso.

—No creas que esto es puñalada de pícaro. Te habla así Pantaleón por miboca porque tiene confianza en tu honradez, en tu dignidad, en quesabrás cumplir perfectamente tus obligaciones. Yo creo que con el tiempole darás las gracias. Si no te ofendieras—añadió con benévolasonrisa,—te diría que te hace falta un estímulo como éste para abrirtecamino.

La lengua se le desató aunque no de buen modo. Se excusó balbuciendo deno haber tomado él la iniciativa en este asunto. Su suegro llevaba mucharazón en lo que decía.

Él buscaría trabajo inmediatamente en cualquierparte y de cualquier clase. Estaba dispuesto a dejar la casa alinstante...

—Ya te he dicho que no es cosa de apuro...

—Sí, señora; lo es para mí—replicó con dignidad el joven.

Pero la grave cuestión era que Carlota no podía irse con él a laventura. Se hallaba ya bastante adelantada en su embarazo, y mientras notuviera casa era expuesto llevársela. D.ª Carolina se mostró magnánima.Carlota se quedaría con sus padres hasta que Mario hallase un medio devivir. Éste le dio las gracias con acento sincero.

Desde aquel puntodoña Carolina se hizo de miel, le agasajó cuanto pudo, le auguró unbello porvenir, haciendo visibles esfuerzos para borrar la malaimpresión que sus palabras habían causado. Mario se retiró al fin gravey tranquilo.

Al llegar Carlota adivinó a la primera mirada su disgusto.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada... he tenido una conversación algo seria con tu madre. Me hadicho—añadió sonriendo tristemente y tomándole las manos—que tu papáno puede sostenerme más tiempo en su casa...

Carlota se puso blanca como un papel.

—¿Ha dicho eso de veras?

—Sí; a mí no me sorprende; creo que lleva razón. Ya ves, parece feo unhombre sin trabajar, comiendo la sopa boba... Así que me voy desdeluego... Pero no te apures, que yo encontraré ocupación; todo searreglará.

Al proferir estas palabras sonreía con esfuerzo, apretando las dos manosa su esposa.

Ésta permaneció muda y pálida mirando con insistencia porencima de su cabeza a un punto fijo. Al fin sus ojos grandes, serenos,se nublaron de lágrimas y dijo sin que los rasgos de su fisonomía sealterasen poco ni mucho:

—Está bien; me voy contigo.

—¡No!—exclamó Mario aterrado.—¿Dónde quieres ir?

—A pedir limosna, si es necesario—repuso tranquilamente.

—¡Pero eso es una locura! No te precipites...

Y con palabra fogosa le puso de manifiesto los terribles inconvenientesde tal resolución. Un hombre puede rodar por cualquier lado, dormir enun desván, al sereno si es necesario; ¡pero una señora y en el estado enque ella se encontraba! La separación era de absoluta necesidad por elmomento. Cuando diese a luz y él hallase medio de vivir, que lo hallaríapronto seguramente, entonces vendría a sacarla para siempre de casa yvivir juntitos hasta la muerte.

Carlota se dejó convencer. La idea de causar el más insignificante dañoal ser cuya aparición esperaba con impaciencia la llenaba de congoja.Quedaron, pues, en que él sólo se marcharía.

—¿Pero dónde te vas?—preguntó clavándole una mirada de estupordoloroso.

—No te preocupes de eso. Tengo infinidad de sitios donde ir. Loimportante es que tú estés tranquila. Piensa en que se trata de muy pocotiempo.

Carlota permaneció algunos instantes inmóvil con la cabeza baja.

—Bueno, te arreglaré la ropa—repuso al cabo enjugándose las lágrimas.

Y ahogando los suspiros en la garganta y reprimiendo los sollozos quepugnaban por estallar, su naturaleza tranquila, razonable, valerosa,concluyó por triunfar. Empezó a sacar ropa de la cómoda y a colocarlaesmeradamente en un baúl. En aquella operación se mostraba su carácterpaciente y sólido. Mario la contemplaba con interés, trataba deayudarla, pero lo hacía tan mal que renunció en seguida. Poco a poco, enla absorción de aquel trabaja mecánico, se fueron olvidando de su pena.Discutían lo que se había de meter en el cofre como si se tratase de unviaje. A Carlota todo le parecía mucho, creyendo así reducir los días deseparación. Mario, al contrario, insistía suavemente en que se pusieranmás camisas, calcetines, etc. Preveía que el viaje iba a ser largo,aunque se guardaba de manifestar esta opinión.

Al fin quedó arreglado el equipaje. Entonces permanecieron turbados unofrente a otro sin saber qué decirse, afectando serenidad, insistiendouna y otra vez en tono indiferente sobre pormenores ya resueltos. Laemoción que les embargaba advertíase en el timbre velado de la voz, enel leve temblor de las manos. El corazón se les quería salir por lagarganta.

—Bueno—dijo al fin Mario poniéndose el sombrero.—Quedamos en quetendrás el baúl preparado. Ya enviaré por él, y me mandarás al mismotiempo la sombrerera. Por los útiles de modelar ya mandaré más adelante.

Estas palabras provocaron en Carlota una explosión del sentimientocomprimido.

Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silenciolargo rato. Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de suesposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas:

—¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin delmundo.

Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo altode la escalera volvieron a abrazarse.

X

Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo.Aquellos infinitos sitios de que había hablado a Carlota eran unapiadosa mentira. Quedó inmóvil, con el pensamiento vacío y el corazónapretado. Unas ansias atroces de sollozar le subían del pecho a lagarganta amenazando ahogarle. Pero logró tenerlas encerradas: sóloalgunas lágrimas brotaron a sus ojos sin darse cuenta hasta que vio lamirada de los transeúntes fijarse con curiosidad en él. Entonces sellevó el pañuelo a la cara como para sonarse, y prosiguió su camino.

¿Adónde iba? Marchó a la ventura largo rato, tratando de coordinar susideas. Al fin no halló otra cosa mejor que dirigirse a su antiguoalojamiento. Pero esto le causaba profundo disgusto y humillación. ¿Cómoresponder a las preguntas de su antigua patrona? ¿Qué explicación iba adar a sus compañeros? Al llegar a la puerta cambió de resolución y pasóde largo sin entrar. Subió a la primera fonda que tropezó, alquiló unahabitación y volvió a salir. Su inquietud y dolor no menguaron por esto.Al contrario, la idea de que no tenía dinero para pagar el pupilaje leatormentó de modo indecible. Pensó entonces en algún amigo con quiencomunicar sus pesares y que le diese algún buen consejo, y los pies leguiaron a casa de Miguel Rivera. Aunque le llevase éste bastantes años ytuviese un carácter burlón y agresivo que a menudo pinchaba a los que sele acercaban, Mario sentía hacia él irresistible inclinación: debajo deaquella cáscara amarga adivinaba un corazón dulce y generoso. Además, sipara alguno limaba un poco la punta afilada de su lengua Rivera, erapara nuestro joven. Fácilmente se advertía su predilección cuando sehallaba en la tertulia del café.

El antiguo periodista vivía solo con su hijo en un cuarto sin lujo, perolimpio y agradable, de la calle de Recoletos.

—¿Qué traes por aquí a estas horas, Praxíteles?—exclamó alegremente alver a nuestro joven entrar en su despacho.

—Molestias para usted, D. Miguel. ¿Está usted muy ocupado?

La sonrisa de Rivera se desvaneció al ver la triste y penosa quecontraía los labios de su amigo. El semblante de Mario expresabaabatimiento profundo.

—¡Ocupado! Sólo lo está el que espera algo. Yo he renunciado a todohace tiempo, querido. Di lo que quieras y tómate el tiempo que se teantoje.

Tímidamente y ruborizándose muchas veces, Mario le contó lo que lepasaba, rogándole con insistencia el secreto. Cuando terminó de hablar,Miguel permaneció grave y pensativo. Al cabo dejó escapar un leve bufidode desprecio.

—¡Camarada, qué suegra te ha tocado! Es de lo más fino que he visto ensu género.

—¡Si mi suegra no se ha mezclado para nada en este asunto! No ha hechomás que cumplir las órdenes de su marido. ¡Anda, pues si dependiera demi suegra, ni ahora ni nunca saldría yo de su casa! Usted no sabe elcariño que me profesa la buena señora.

Me quiere como una madre, unaverdadera madre, don Miguel.

Este le contempló en silencio unos momentos asombrado de su inocencia.Tuvo impulsos de proferir una de sus chufletas sangrientas, pero secontuvo. La maciza bondad y el candor de aquel muchacho le conmovían.Después de todo, pensó, ¿qué se adelanta con sacar a los hombres de loserrores que los hacen felices?

—Sí, sí; D.ª Carolina es muy buena—dijo al cabo, sin grancalor.—Puede que tenga en realidad la culpa el loco de su marido.

—Yo creo que mi suegro nada tiene de loco, D. Miguel—se apresuró adecir Mario.—Aunque un poco difuso en sus explicaciones, siempre le hehallado muy razonable. Y además, crea usted que es bastante instruído yque tiene un corazón excelente.

Volvió a contemplarle Rivera con sorpresa, y repuso sin poder evitar unasonrisa de lástima:

—Puede, puede ser. Yo le he tratado muy poco, ¿sabes? Desde que eseidiota de Moreno le ha tomado por su cuenta, temía que se hubieseextraviado.

Mario sonrió algo contrariado.

—¡Qué duro está usted con Adolfo, D. Miguel!

—¡Alto ahí, amigo! Pase por tu suegro y tu suegra, pero lo que es éseme lo tienes que dejar entre las uñas. En todos los días de mi vida heconocido un ser más pedante y grotesco. ¡Es un infame!

—¿Cómo infame?—exclamó asustado.

—Sí, cuando la tontería llega a cierto límite degenera en infamia. Creohaberlo leído en Santo Tomás.

—Pues Adolfo estudia mucho: se pasa la vida entre libros.

—No importa, es un infame. ¿Tú has estudiado lógica? Bien, pues sabrásque para que el conocimiento se produzca son necesarios dos términos: sujeto y objeto. Aquí falta sujeto... Pero dejemos eso ahora.Hablemos de ti. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuáles son tus proyectos?

Mario alzó los hombros sonriendo y no despegó los labios. Aquel gestovolvió a poner serio y meditabundo a Rivera.

—Es necesario ante todo buscarte una ocupación lo más pronto posible.La carrera de que te he hablado en los ferrocarriles aún tardará enorganizarse... ¿Quieres ayudarme en los trabajos de la secretaría? Hacefalta un empleado inteligente...

Aunque el sueldo es pequeño.

—¡Cualquier cosa, D. Miguel!—exclamó Mario, viendo el cielo abierto.

No existía tal plaza vacante en la secretaría, pero Rivera la inventóproponiéndose pagarle con una parte de su sueldo. Además le obligó aquedarse en su casa. Nada le estorbaría: al contrario, en la soledad enque vivía le estaba haciendo falta un amigo con quien comunicar suspensamientos. Mario, embargado por la emoción, le apretó la manollorando de gratitud.

Poco después escribió una larga carta a su esposa rebosando de ternura.Al final le decía que al día siguiente iría a verla. Al despertarse porla mañana recibió la contestación de Carlota.

«No vengas a verme. No quiero que pises esta casa. Espera a que teindique el sitio y la hora donde podemos vernos. Eres demasiado bueno,Mario.»

Y otras fr