El Mar by Jules Michelet - HTML preview

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cuidadosamente en lasrazas más humildes, pero buenas, en que los dos elementos mancomunan suespíritu.

Ya presentimos las bendiciones de la tierra: al abandonar la vida delpez, varias cosas de absoluta imposibilidad para él fácilmente searmonizarán.

Así que, la ballena, madre cariñosa, conoció el abrazo y estrechó á suhijuelo, mas no sobre sus mamas: sus brazos estaban muy arriba, y lasmamas en ese navío viviente debían estar en la parte posterior, entrelos seres nuevos que nadan, pero que al mismo tiempo se encaraman á latierra (morsa, lamantín, foca, etc.), las mamas, para que no searrastren y topen, suben hasta el pecho. De suerte que se nos presentacomo una sombra de la mujer, forma y actitud graciosa que, de lejos,ilusiona.

Vista de cerca, si exceptuamos la blancura, el encanto, es exactamentela mama femenina, ese globo que, hinchado de amor y de la dulcenecesidad de amamantar, reproduce con sus movimientos todos los suspirosdel corazón que late debajo, reclamando á la criatura para sostenerla,alimentarla y darla descanso. Todo esto fué negado á la madre que nada;aquel bien es para lo que se posa. La fijeza de la familia, la ternura,que de día en día va echando hondas raíces (más diremos, la Sociedad),esas grandes cosas comienzan desde que el niño duerme en el seno de lamadre.

Mas, ¿cómo se obró la metamorfosis del cetáceo al anfibio?

Vamos á versi acertamos á explicarlo.

Su parentesco es evidente. No pocos anfibios arrastran todavía, pordesgracia suya, la pesada cola de la ballena, y ésta (á lo menos una desus especies) ha escondido en su cola el bosquejo y el comienzo evidentede los dos pies traseros que tendrán los anfibios de un grado superior.

En los mares sembrados de islas, cortadas por lenguas de tierra á cadapaso, los cetáceos, detenidos continuamente en su carrera, tuvieron quemodificar sus hábitos. Sus contracciones menos rápidas, su vida cautiva,disminuyó su grandor, reduciéndolo de la ballena al elefante. Entoncesapareció el elefante de mar.

Conservando el recuerdo de las preciosasdefensas con que se armaron ciertos cetáceos en su grande vida marítima,nos muestra aún muy sólidos dientes delanteros, si bien poco temibles:ni los dientes de la masticación están en él bien definidos, sea comoherbívoros ó como carnívoros, pues se prestan mal á cualquiera de losdos regímenes y deben operar con lentitud.

Dos cosas aligeraban á la ballena: su masa aceitosa que la hacía flotarsobre el agua y la poderosa cola cuyo choque alternativo, golpeando porambos lados, empujábala hacia avante. Mas todo eso aniquila al anfibioque barbota en la profundidad de las aguas y se encarama por las rocascual pesado caracol. El ágil pez, ríese de un pez que no puede cazarlo,no siéndole dado apresar más que los moluscos, tan pesados como él. Pocoá poco, acostúmbrase á comer los abundantes y gelatinosos fucos, quesustentan y engordan sin dar el vigor del alimento animal.

Así, puede verse en el Mar Rojo, en el de las islas Malayas y las deAustralia, arrastrarse, fijarse allí el raro coloso llamado dugongo, quedomina el agua con su pecho y sus mamas.

Nómbrasele á veces dugongo delos tabernáculos, inerte ídolo que impone, mas apenas sabe defenderse,y pronto desaparecerá entrando en el dominio de la fábula, en el númerode esas leyendas reales de las que nos reímos atolondradamente.

¿Quién produjo ese gran cambio, quién crió ese cetáceo terrestre, eldugongo y la morsa, hermana suya? La suavidad de la tierra, en extremopacífica antes de aparecer el hombre en ella—el atractivo de alimentosvegetales que no se escabullen como la presa marina,—sin duda quetambién el amor, tan difícil para la ballena y tan fácil en la sosegadavida del anfibio.

El amor deja de ser fuga y azar. Ya no es la hembra ese fiero gigante,que era preciso seguir al otro cabo del mundo: ésta se mantiene sumisa,sobre las algas ondulosas, para obedecer á su señor, convirtiendo suexistencia en apacible y voluptuosa. Aquí, apenas se conoce el misterio.Los anfibios viven buenamente de panza al sol, y siendo muy numerosaslas hembras, se reunen y constituyen un serrallo para sus machos. De lapoesía salvaje hemos venido á parar á los hábitos vulgares, ó si sequiere, patriarcales,

de

los

harto

fáciles

placeres.

El

gran

patriarca,respetable por su enorme cabeza, sus bigotes y sus armas defensivas,reina entre Agar y Sara, Rebeca y Lía, que ama con ternura lo mismo queá sus hijuelos, los cuales constituyen un pequeño rebaño. En su vida,inmóvil, la gran fuerza de ese ser sanguíneo, empléase por completo enlas ternezas familiares; abraza á los suyos con tierno amor, conorgullo, con cólera. Es valiente y está pronto á morir en su defensa.Pero ¡ay! poco le valen sus fuerzas ni su furor: su masa enorme leentrega al enemigo. Avergüénzase, se arrastra, quiere pelear y no puede,¡aborto gigantesco, frustrado entre dos mundos, pobre Calibandesarmado!

La pesadez, fatal á la ballena, esto todavía más para los seres que nosocupan. Reduzcamos aún el tamaño, aligeremos su gordura, ablandemos laespina, y sobre todo, suprimamos esa cola, ó más bien, dividamos lahorquilla en dos apéndices carnosos que serán de mayor utilidad. Elnuevo ser (foca), más ágil, buen nadador, pescador excelente, viviendodel mar, pero celebrando en tierra sus festines amorosos (la tierra esel pequeño paraíso de las focas), empleará su vida en el esfuerzo devolver á ella continuamente y llegar á la roca donde le convidan á estarsu mujer y sus hijos, y donde les provee de pescado. Con la caza en elhocico, careciendo de las armas defensivas que ayudaban á trepar á lamorsa, pone sus cuatro miembros arriba y abajo, agarrándose á los fucos,dilatando, dividiendo cada uno de ellos según puede, de suerte, que,ramificado á la larga, muestra cinco dedos.

Lo magnífico que tiene la foca, lo que conmueve al ver su cabezaredonda, es la capacidad del cerebro. Ningún otro ser, exceptuando elhombre, lo tiene tan desarrollado (Boitard). La impresión que uno sientees fuerte, mucho más que la que produce el mono, cuyas muecas nos sonantipáticas. Nunca olvidaré las focas del Jardín Zoológico de Amsterdam,delicioso museo, tan rico y bien organizado, y uno de los sitios másencantadores que existen en el mundo. Era el día 12 de julio, y acababade caer una lluvia huracanada: el aire era pesado; dos focas procurabanrefrescarse en el fondo del agua, nadando y dando saltos. Al reposarse,fijaron en mí, inteligentes y simpáticas, sus suaves ojosaterciopelados. La mirada era un poco triste: tanto á ellas como á mí,nos faltaba el idioma intermedio para comprendernos. Cuando uno lasmira, no puede despegar los ojos de ellas; siente que ha ya aquellabarrera eterna entre alma y alma.

La tierra es su patria adorada ó del corazón: en ella nacen, allí tienensus amores; heridas, á la tierra van á morir. A la tierra conducen sushembras preñadas, las acuestan sobre las algas y las sustentan conpescado. Las focas son tímidas, excelentes vecinas y mutuamente sedefienden; sólo que en la época del celo, se apodera de ellas unaespecie de delirio y se baten. Cada macho es dueño de tres ó cuatrocompañeras, que instala en tierra sobre una roca musgosa suficientementegrande. Aquél es su dominio, no permitiendo que nadie lo usurpe yhaciendo respetar su derecho de ocupación. Las hembras son más tímidasque los machos y están indefensas. Si se las daña, no saben más quellorar y agitarse dolorosamente lanzando miradas de desesperación.

Llevan nueve meses en sus entrañas el fruto de sus amores, y amamantan ásu hijuelo otros cinco ó seis, enseñándole á nadar, á pescar, á elegirlos alimentos más suculentos; y tendríalo más tiempo á su lado si elmarido no se volviera celoso: éste le expulsa, temeroso de que la hartodébil madre no le dé en él un rival.

Educación tan corta, ha limitado sin duda los progresos que hubiesepodido hacer la foca. La maternidad sólo es completa entre loslamantinos, tribu excelente en que los padres no tienen ánimo paradespedir al hijo. La madre lo conserva á su lado durante largo tiempo.Nuevamente preñada, y aun cuando amamanta un segundo hijo, vésela llevarconsigo al primogénito, joven macho que el padre no maltrata, quetambién estima y deja á la madre.

Esa ternura extrema, particular á los lamantinos, hase manifestado en laorganización por un progreso físico. En la foca, nadador famoso, y en elelefante marino, tan pesado, el brazo es una nadadera, estando apretadoy ligado al cuerpo, y no puede desprenderse. Mas el lamantín hembra,tímida mujer anfibia, mama di l'eau, como dicen los negritos de lascolonias francesas, produce el milagro: todo se desliga, por un esfuerzoconstante. La Naturaleza se ingenia con la idea que la atormenta deacariciar al pequeñuelo, abrazarlo y acercárselo á los pechos. Ceden losligamentos, se dilatan, desprendiendo el antebrazo, y de ese brazo surgeun pólipo aplanado.—Esta es la mano.

De manera que el lamantín goza de tan suprema dicha: con su mano abrazaal hijuelo para estrecharlo contra su pecho, y, agarrándolo, colócalosobre su corazón.

He aquí dos grandes cosas que podían llevar muy lejos á esos anfibios:

En ellos ya existe la mano, el órgano de la industria, el instrumentoesencial para el trabajo venidero. Que se ablande y auxilie á losdientes, como entre los castores, y empezará el arte; primeramente elarte de abrigar á la familia.

Por otro lado, hácese posible la educación. El hijuelo colocado sobre elcorazón de la madre, empápase lentamente en su vida, permaneciendo muchotiempo á su lado y en la edad á propósito para aprender; todo esto esdebido á la bondad del padre que no rechaza al inocente rival. Y ahíestá el progreso.

Si hemos de dar crédito á ciertas tradiciones, el progreso no quedólimitado á esto. Desarrollados los anfibios, asemejados á la humanaforma, habríanse trocado en semihombres, en hombres de mar, tritones ósirenas. Sólo que, al revés de las melodiosas sirenas de la fábula,éstos hubieron permanecido mudos, impotentes para constituirse unlenguaje, para entenderse con el hombre y moverle á compasión. Talasrazas han desaparecido, dícese, del mismo modo que vemos desaparecer alinfortunado castor que si bien no puede hablar, llora.

Hase dicho con harta ligereza que aquellas extrañas figuras no eran otracosa que focas. Mas, ¿cabe engaño en ello? Todas las especies de focasque existen son conocidas desde mucho tiempo atrás. En el siglo VII, envida de San Columbano, ya se pescaba y se comía su carne.

Los hombres y mujeres de mar de que se hace referencia en el siglo XVI,fueron vistos no sólo rápidamente en medio del líquido elemento, sinoque se les trajo á tierra, se les paseó por ella, y vivieron en grandescentros de población tales como Amberes y Amsterdam, en los palacios deCarlos V y Felipe II, y por lo tanto estuvieron bajo las miradas deVesale y de los primeros sabios de aquella época. Se hace mención de unamujer marina que vivió luengos años en hábito religioso en un conventodonde á todos era dado verla. No hablaba, pero sí se entretenía en hilary en otros quehaceres. Con todo, el agua la atraía y empleaba toda suinteligencia para volver á su querido elemento.

Diráse: Si realmente han existido esos seres, ¿por qué fueron tan raros?¡Ay! La respuesta nos viene á la mano. Eran raros porque se acostumbrabaá matarlos.

Teníase por pecado dejarles la vida, «pues estaban clasificados entrelos monstruos». Así se expresan las antiguas narraciones.

Todo cuanto se alejaba de las formas conocidas de la animalidad, ycuanto por el contrario se aproximaba á las del hombre, era reputado monstruo y se le daba pasaporte para el otro mundo. La madre, asazdesgraciada para dar á luz un hijo disforme, no podía librarlo:ahogábasele entre los colchones de la cama, suponiéndose ser hijo deldiablo, una invención de su malicia para ultrajar á la Creación ycalumniar á Dios. Por otra parte, á esos sirenos, demasiado análogos conel hombre, teníaselos con más razón por una ilusión diabólica, y tal erala abominación que causaban en la Edad Media, que su apariciónseñalábase cual un espantoso prodigio que Dios, en su justa cólera,permite para aterrorizar al pecado. Apenas nadie se atrevía á citarlos,apresurándose á hacerlos desaparecer. El siglo XVI, más atrevido,creíalos todavía «diablos disfrazados de hombre,» indignos de sertocados más que con el arpón. Cada día se hacían más raros, cuando áalgunos descreídos pasóles por la imaginación especular con ellosconservándolos y enseñándolos.

¿Nos ha quedado siquiera algún resto, alguna osamenta de ellos?Sabrémoslo cuando los museos de Europa comiencen á exponer todos susinmensos depósitos. Falta espacio, no lo ignoro, y nunca habrá bastante,si para ello se requieren palacios.

Empero el más sencillo abrigo, unvasto cobertizo (y nada costoso), permitiría poner á la vista de todo elmundo objetos tan sólidos como los de que aquí se trata. Hasta ahorasólo nos ha sido

dado

contemplar

algunas

muestras

y

ciertas

piezasescogidas.

Añadamos que la exposición de los anfibios henchidos de paja, para serverdadera debe presentar esos monstruos tan idénticos al hombre, delado y en las posturas en que la ilusión sea más completa. Concededlesesa honra, que bien merecida la tienen. Que la madre Foca á la madreLamantina se ofrezca á mi vista sobre su roca cual sirena, en elprimitivo uso de la mano y de las mamas, con su pequeñuelo sobre suseno.

¿Es decir que esos seres hubieran podido ascender hasta nosotros? ¿Acasofueron los autores los ascendientes del hombre? Así lo supuso Mallet.Por lo que á mí toca, no lo creo verosímil.

No cabe duda que en el mar tuvo principio todo lo creado, empero no esde los animales marinos superiores que salió la serie paralela en lasformas terrestres cuyo remate es el hombre.

Estaban ya demasiadofijados, eran harto especiales para dar el blando bosquejo de unanaturaleza tan distinta; pues habían llevado muy lejos, agotado casi lafecundidad de sus géneros. En tal caso, los primogénitos perecen; y sólomuy abajo, entre los obscuros segundones de alguna clase pariente, surgela nueva serie que ascenderá más arriba. (Véanse las notas al final deltomo.)

El hombre fué, no su hijo, sino su hermano, un hermano cruelmenteenemigo suyo.

Helo aquí, el fuerte entre los fuertes, el ingenioso, el activo, elcruel rey del mundo. Mi libro se ilumina; mas, en cambio,

¿qué va áenseñarnos? ¡Cuántas cosas tristes he de traer á los resplandores de esaluz!

Ese creador, ese dios tirano, ha tenido el talento de fabricar unasegunda Naturaleza en la Naturaleza misma. ¿Y qué hizo de la otra, laprimitiva, madre y nodriza á la vez? Con los dientes que le diera,mordió su seno.

Tantos y tantos animales que vivían tranquilamente, se humanizaban ybosquejaban las artes; hoy día azorados, embrutecidos, hanse convertidoen bestias. Los monos, reyes de Ceilán, cuya discreción tanta celebridadadquiriera en la India, son ahora unos salvajes horrorosos, ni más nimenos; el brahma de la Creación, el elefante, perseguido, esclavizado,queda reducido á una bestia de carga.

Los más libres entre los seres, en otro tiempo alegría del mar, lastiernas focas y las inofensivas ballenas, pacífico orgullo del Océano,huyeron á los mares polares, al temible mundo de los hielos. Empero notodos pueden sobrellevar tan ruda existencia, y no transcurrirán muchosaños sin que desaparezcan por completo.

Una raza desgraciada, la de los campesinos polacos, ha visto brotar desu corazón el sentido, la inteligencia del desterrado mudo, refugiado enlos lagos de la Lituania, habiendo pasado á ser proverbial entre ellosque «la persona que hace llorar al castor nunca será afortunada.»

El artista ha quedado relegado al rango de una bestia tímida que ni sabeni puede nada. Los que habitan todavía la América, retrocediendo yhuyendo siempre, no tienen ánimo para ninguna empresa. No ha mucho queun viajero encontró uno de esos animalillos que, tierra adentro, muyadentro, hacia los altos lagos, emprendía de nuevo, si bien con timidez,su oficio, quería fabricar el hogar de la familia, cortaba madera. Aldivisar al hombre dejó escapar la madera, y ni siquiera tuvo ánimo parahuir: sólo supo llorar.

LIBRO TERCERO

C O N Q U I S T A D E L M A R

I

El arpón.

«Al marinero que llega á la vista de Groenlandia, ningún placer le causaaquella tierra,» dice cándidamente John Ross. No lo dudo. Figuraos unacosta de hierro, de aspecto asolador, donde el negro granito escarpadono protege ni siquiera á la nieve; y después, sólo se ven hielos. Lavegetación es allí desconocida.

Aquella tierra ingrata, que nos ocultael polo, parece un país de muerte y de hambre.

En el muy corto intervalo de tiempo que el agua no está helada, la vidasería posible en aquellos parajes, pero el hielo dura nueve meses en elaño. Y durante este tiempo, ¿qué hacer?; y los alimentos, ¿dóndehallarlos? No hay que pensar en buscar.

La noche dura varios meses, y enocasiones es tal su obscuridad, que Kane, rodeado de sus perros, sólolos divisaba merced á la humedad del aliento. En tan dilatadas, muydilatadas tinieblas, sobre esa tierra desolada, estéril, vestida dehielos impenetrables, erran, no obstante, dos solitarios que se obstinanen vivir allí, en medio de los horrores de un mundo imposible. Es uno deellos el oso pescador, desabrido, vagabundo bajo su valiosa piel y sugordura, que le permite ayunar á intervalos. El otro, de aspectosingular, á cierta distancia parece un pez sentado sobre su cola, pezmal conformado y desmañado, con largas nadaderas colgantes. Estesemi-pez es el hombre. Ambos se ventean y se buscan: los dos estánhambrientos. Con todo, el oso á veces huye, rehusa el combate, creyendoá su contrario más feroz y más hambriento que él.

El hombre con hambre es terrible. Sin otra arma que una espina de pez,persigue al enorme animal; empero hubiera perecido cien veces á no tenerotro alimento que ese compañero terrible. El poder vivir le costó uncrimen. No produciendo nada la tierra, buscó hacia el mar, y como ésteestaba cerrado, no tuvo más remedio que sacrificar á su amiga la foca;en ella encontraba concentrada la grasa del mar, el aceite, sin el cualmuriérase de frío antes que de hambre.

El groenlandés no sueña más que en ir á habitar la luna al término de sucarrera, donde hallará leña á discreción, fuego, en fin, la luz delhogar. En nuestro planeta, el aceite la reemplaza, pues bebiéndolocopiosamente calienta su cuerpo.

Gran contraste entre el hombre y los anfibios soñolientos, que aun endicho clima saben vivir sin padecer mucho. Bastante lo indican lostiernos ojos de la foca. Nodriza del mar, de continuo está en relacióncon él, y sabe aprovechar todas las ocasiones para aprovisionarse.Aunque generalmente se la cree muy pesada, se encarama con maña sobre untémpano de hielo y hácese conducir de un lado á otro. El agua cubiertade moluscos, de átomos animados, alimenta superabundantemente á lospeces, que á su vez sirven de pasto á las focas, las cuales, bienrepletas, duermen sobre su roca muy tranquilas, y con sueño tan pesado,que nada es capaz de interrumpir.

La vida del hombre es enteramente distinta. Parece colocado allí contrala voluntad de Dios, maldito, y todo conspira contra él. En lasfotografías que tenemos de los esquimales, léese su destino terrible enla fijeza de la mirada, en sus ojos ceñudos y negros como la noche.Parecen como petrificados por una visión, por el habitual espectáculo deun infinito lúgubre.

Aquella naturaleza de terror eterno ha ocultado con una máscara debronce su elevada inteligencia, rápida, no obstante, y con milexpedientes en medio de una existencia de peligros imprevistos.

¿Qué hacer? Su familia estaba hambrienta y sus hijos lloraban: su mujerembarazada tiritaba encima de la nieve. El viento del polo azotábalescontinuamente con un diluvio de escarcha, con ese torbellino de agudasflechas que punzan y penetran, embrutecen, haciendo perder la voz y lossentidos. Cerrado el mar, no había que pensar en la pesca; pero quedabala foca. Y

¡cuántos peces no encierra una foca! ¡Qué riqueza de aceiteacumulado! El pobre animal estaba allí, dormido, indefenso; y aundespierto, no procura huir; al contrario, consiente que se le acerquen,que le toquen. Al igual del lamantín, para que huya es precisoapalearle; y los que se pescan jóvenes, por más que los rechacéis de ábordo, siempre seguirán al buque. La misma facilidad debió turbar alhombre, hacerle titubear, combatir la tentación; pero el frío pudo másque su voluntad y cometió un asesinato. Desde aquel momento era rico ypudo vivir.

La carne de foca alimentó á aquellos hambrientos; el aceite, absorbido áraudales, calentó sus ateridos cuerpos. Los huesos empleáronse ensinnúmero de usos domésticos; con las fibras se fabricaron cuerdas yredes, y la piel sirvió para cubrir las carnes casi heladas de la mujeresquimal. Su marido usa el mismo traje, con una pequeña diferencia en elcorte. Aquélla lo adorna, además, con un cintillo de cuero colocado enel borde, para agradar á su compañero y para que la quiera. Pero lo másútil de todo fué que, mañosamente, fabricaron con pieles cosidas á laligera, á la par que resistente, máquina donde se aventura aquel hombreintrépido y á la que ha dado el nombre de barca.

Vehículo más que mezquino, largo, delgado y que tan poco pesa, estáherméticamente cerrado, menos un agujero do se mete el remero, apretandoel cuero á su cintura. El que lo ve, apostaría cualquier cosa que tanfrágil barquilla va á zozobrar... No hay cuidado. Vuela como una flechasobre las olas, desaparece, vuelve á aparecer entre los fuertesremolinos producidos por los hielos y en medio de aquellas flotantesmontañas.

Hombre y barquilla no son más que una pieza, un pez artificial. Empero,¡cuán inferior es á los verdaderos peces!

Carece del aparejo, de lavejiga natatoria que sostiene al verdadero, haciéndole á voluntad ligeroó pesado. No tiene en su cuerpo el aceite que, más ligero que el agua,se obstina en sobrenadar y subir á la superficie. Y, sobre todo, carecede lo que da al verdadero pez vigor en sus movimientos, la vivacontracción de la espina para golpear fuertemente con la cola: lo únicoque puede imitar el hombre, aunque muy imperfectamente, son lasnadaderas. Sus remos no apretados al cuerpo, sino movidos á distanciapor un prolongado brazo, son harto blandos, comparados con los del otro,y pronto se cansan.

¿Quién repara todo esto? La terrible energía delhombre, y bajo esa

invariable

máscara,

su

viva

razón,

que

cual

relámpagoresuelve, inventa y halla, minuto tras minuto, un remedio á los peligrosde esa flotante piel que sólo le resguarda de la muerte.

A menudo queda obstruido el paso, encontrándose el esquimal ante unabarrera de hierro. Entonces, truécanse los papeles. La barca conducía alhombre, y ahora es éste el que conduce la barca; cárgala sobre sushombros, atraviesa los crujientes hielos y pónelo á flote más lejos. Enocasiones, salen á su encuentro montañas flotantes que no ofrecen otropaso que largos corredores que se abren y cierran repentinamente; allípuede desaparecer el esquimal con su frágil esquife, quedar enterrado envida; por momentos, dos de aquellas azuladas montañas tal vez seaproximarán aplastando á él y á su vehículo, hasta dejarlos del espesorde un cabello. Tal suerte cupo á un barco de gran porte; dividido por elmedio, los dos pedazos fueron destrozados, aplanados.

Afirman los esquimales contemporáneos nuestros, que sus padres pescaronla ballena. Menos míseros en aquel tiempo, no era tan frío su país:ingeniábanse mejor, y probablemente conocían el hierro. Tal vez lorecibirían de Noruega ó de Islandia. Las ballenas abundaron siempre enlos mares de la Groenlandia. Grande objeto de concupiscencia paraaquellos á quienes es el aceite artículo de primera necesidad. El pezdalo gota á gota, la foca á raudales y la ballena á mares.

Un hombre mal equipado, peor armado y mugiendo el mar bajo sus pies,entre tinieblas, en medio de los hielos, fué el primero que intentótamaña hazaña, y solo, enteramente solo, plantó cara al coloso de losmares.

El fué quien tuvo tal confianza en su fuerza y en su ánimo, en el vigorde su brazo, en la aspereza del golpe, en la pesadez del arpón: él quiencreyó poder atravesar la piel y la muralla de grasa, la dura carne delanimal.

El quien supuso que á su terrible despertar, y á pesar de la tempestadque promueve el herido con sus saltos y sus coletazos, no lo arrastraríaconsigo al fondo de los mares. ¡Audacia inaudita! Añadía un cable á suarpón para perseguir su presa, despreciaba la horrorosa sacudida, sinreflexionar que el atemorizado animal podía zambullirse bruscamente ydarle un mal rato.

Otro peligro tiene esa pesca, y es que en vez de la ballena, puedeencontrarse uno con su mortal enemigo, el terror de los mares, elcachalote. No es enorme éste, pues sólo mide de sesenta á ochenta pies;su cabeza tiene de veinte á veinticinco, una tercera parte de ladimensión total. En tal caso, ¡ay del pescador! El es el que á su vez seconvierte en pescado, siendo presa del monstruo. El cachalote estáarmado de cuarenta y ocho dientes colosales y de horribles quijadascapaces de tragárselo todo, hombre y embarcación. Parece ebrio desangre. Su ciega rabia aterroriza á todos los cetáceos que, aldivisarlo, huyen mugiendo, varan en la playa á veces, se esconden entrela arena ó el fango. Lo temen muerto y todo, no osando acercarse á sucadáver. La especie más salvaje del cachalote es el orea ó fisetera delos antiguos, tan temido de los islandeses que ni aun se atrevían ápronunciar su nombre cuando navegaban, creyendo que tal vez los oyera yacudiera á su presencia; al paso que estaban persuadidos que una especiede ballena (la jubarta) los estimaba y protegía, provocando al monstruopara que pudieran ponerse en salvo.

No falta quien diga que los primeros hombres que afrontaron tamañaaventura necesitábase estuvieran muy excitados y que fuesen excéntricos y cabezas destornilladas. Preténdese, además, que losprimitivos pescadores de esos monstruos no fueron los discretos hombresdel Norte, sino nuestros vascos, héroes del desvarío. Andarinesterribles, cazadores del Monte Perdido y desenfrenados pescadores,recorrían en barquichuelos su caprichoso mar, el golfo ó sumidero deGascuña, dedicándose á la pesca del atún. Notaron aquellos intrépidosnavegantes que las ballenas retozaban, y comenzaron á perseguirlas, lomismo que se encarnizan detrás de la gamuza en los barrancos, losabismos y los más espantosos resbaladeros. A esa pieza de caza (laballena) muy tentadora por su tamaño y por las vicisitudes que causa elperseguirla, hiciéronla guerra á muerte doquiera que la encontrasen; ysin notarlo, empujábanla hacia el polo.

Allí el pobre coloso creyó poder vivir tranquilo, no suponiendo que loshombres fuesen tan locos que lo persiguieran hasta en aquellas apartadasregiones. La pobre ballena dormía muy sosegada, cuando nuestros